Casi un accidente




Yaubú es condenado por su crimen potencial en lugar del real.


Yaubú fue metido a empujones a esa pequeña habitación apenas se abrió la puerta, y una vez adentro, la volvieron a cerrar de un portazo que lo espantó. Sólo había una ventana, rectangular y estrecha, que dejaba caer la pesada luz del sol justo sobre la silla donde lo sentaron a la fuerza, a pesar de que en ningún momento ofreció resistencia. En frente de él estaba el juez, que empezó a leer con calma pero impaciencia su expediente; el único ventilador de la habitación estaba apuntado hacia él, refrescándolo del calor que seguramente le daba la toga. No les importó que nada de ese pequeño viento llegara a Yaubú.
—Casi provoca un accidente vial— dijo el oficial que lo había sacado de su celda y arrastrado como una marioneta hacia ese cuarto caluroso.
El juez sólo levantó un momento la vista para mirar tanto al oficial como a Yaubú, pero sólo para reconocer sus presencias en la habitación. Con un gesto de desinterés, volvió a fijar su atención en los documentos, y tras unos segundos dijo:
—Violación de las normas de conducción: el acusado fue visto y filmado pasándose una luz roja. Varios autos tuvieron que detenerse de golpe y casi chocaron. Uno de los vehículos casi choca contra un puesto de periódicos y otro casi atropella a un peatón. El acusado continuó acelerando y tuvo que frenar violentamente para evitar atropellar a una mujer con un bebé en una carriola.
Yaubú sólo podía sentir los rayos del sol como agujas sobre su coronilla, pero resistió las ganas de rascarse. El oficial asentía con cada uno de los cargos que leía el juez, y cuando éste se detuvo, le pidió al oficial que le trajeran la evidencia en video.
—En un momento traen la tele.
Y ahí se quedaron otro rato en silencio. El juez no dejaba de releer el informe con la misma expresión indiferente, y parecía que cada vez encontraba más cosas de qué acusarlo. El oficial se quedó de pie justo detrás de Yaubú, bien protegido del sol aunque también acalorado y sin recibir el frescor del ventilador tampoco. Yaubú no tuvo más remedio que empezar a rascarse ahí donde el sudor había comenzado a darle una fuerte comezón en el cuero cabelludo.
Finalmente se abrió la puerta y entró otro oficial empujando el carrito de la televisión, y tras instalar el cablerío correspondiente, pusieron el video de la cámara de seguridad que grabó todo el incidente. El juez se dobló en un ángulo un poco incómodo para observar cómo en la pantalla se reproducía con gran exactitud todo aquello que había leído en el informe. Cuando el video terminó segundos después, el juez volvió a su posición inicial y habló sin apartar los ojos del documento.
—Daños potenciales estimados a la propiedad ajena, según el peritaje para cinco vehículos, un puesto de periódicos y tres postes de luz: 10 millones de yáos. Uso potencial de servicios de emergencia, incluidas ambulancias, grúas y bomberos, 8 millones de yáos. Muerte potencial de ocho personas y daños físicos a otras doce...
Aquí se pausó para escribir algo en uno de los documentos, y añadió con sequedad, aliviado de ya haber terminado su trabajo.
—Pena de muerte.
Yaubú sintió que el cuerpo se le llenaba de ácido.
—¿Muerte?
—Fecha de ejecución: pendiente.
Sin darle tiempo para protestar, el oficial lo obligó a levantarse de la silla, y casi a rastras lo sacó de la habitación, pues el pánico súbito le había vuelto las piernas de concreto. Justo a la salida, el siguiente enjuiciado ya esperaba su turno, y el oficial que lo acompañaba lo hizo entrar de un empujón.

***

Yaubú, es preciso que entiendas lo importante de nuestra justicia. Aunque tiembles y llores me temo que no hay nada que puedas hacer, y sólo deberías consolarte sabiendo que serás un ejemplo para todo aquel que en el futuro tenga la tentación de pasarse una luz roja.
Antes las cosas no eran así: castigábamos los crímenes de acuerdo a sus resultados, proporcionalmente al daño causado. Pasarse la luz roja sólo se castigaba con multas o con la revocación de la licencia, si no había más daños, claro. Pero esto no funcionaba; todos seguían pensando que podían darse el lujo de arriesgarse un poco siempre y cuando no hubiera víctimas. Y ya ves qué clase de mundo era: uno donde los descuidados e imprudentes hacían lo que querían y provocaban daños aunque no fuera ésa su intención.
Ahora todo es diferente. Casi chocar se castiga igual que haber chocado. Casi lastimar se castiga como haber lastimado. Casi matar se castiga como haber matado. La intención ya no importa; el vehículo se daña, los huesos se rompen, y la vida se pierde sin importar que fuera premeditado o totalmente intencional. Se llora igual al que muere de homicidio que al que le cae un rayo. Al mundo no le importa tu intención. Castigamos las potencias como si fueran hechos; ya no es necesario haber causado daño para castigar a alguien como si hubiera dañado; basta conque hubiera habido la posibilidad de hacerlo. Por eso debes morir, Yaubú. Casi mataste a muchas personas; no importa que ahora mismo estén vivas por ahí. Se te debe castigar como si hubieras planeado su muerte durante muchos años, como si lo hubieras hecho con el más grande de los sadismos.
No te diré que no llores, Yaubú, pero luego, cuando estés frente a tus verdugos, alégrate. Todos los que sepan de tu caso se lo pensarán dos o tres veces antes de volver a pasarse una luz roja. Piensa en todas las vidas que se van a salvar gracias a tu ejemplo. Piensa cuántos bebés se convertirán en médicos, policías o ingenieros. Piensa cuánta gente podrá volver a casa con sus familias y vivir una larga vida. Y todo gracias a castigar las potencias como hechos. Allá afuera todo el mundo tendrá miedo de mover un dedo, de estirar un brazo, de desviar la vista. Tan fácil es que cualquier movimiento sea un crimen en potencia que nadie bajará la guardia ni por un segundo. Ya nadie correrá en las calles, nadie levantará la voz, nadie abrazará a nadie; será realmente un mundo seguro.
Tranquilo, Yaubú. Lo único que lamento es que no podrás disfrutar de esa nueva sociedad. No podrás gozar de ese miedo que tan a salvo te mantendría. Lo sé, Yaubú, no es justo, pero es lo necesario. No, no, Yaubú, te aseguro que nunca se olvidará tu sacrificio, ni el de cualquier otro que, como tú, injustamente haya colaborado a mejorar la seguridad del mundo.

***

Cuando Yaubú fue amarrado de brazos y piernas a la mesa de madera, totalmente desnudo y amordazado, el confesor se quedó a su lado sujetándole de la mano como si fuera a compartir la mitad de su pena, y más fuerte le aferró la mano cuando los verdugos se acercaron a la mesa con varias bolsas de las que sacaron instrumentos afilados y puntiagudos, de todas las formas y variedades, desde las más violentas hasta las más obscenas, desde las más sencillas hasta las exageradamente elaboradas. Yaubú comenzó a temblar y a gimotear con gritos ahogados, por lo que el confesor se levantó y le abrazó la cabeza con calor paternal. Le pusieron en la cara una máscara conectada a un tubo de plástico. El gas que salió de ahí le llenó los pulmones, le agudizó los sentidos y lo sumió en una fuerte vigilia. El confesor cerró los ojos, y como arrullándolo le murmuró rezos en honor y gloria de los dioses al oído. Entonces el verdugo principal habló:
—Por la autoridad que nos corresponde, y para garantizar la seguridad de toda víctima en potencia, aplicaremos ahora la pena capital por el crimen de asesinato múltiple con sadismo potencial: su cuerpo será sometido a torturas hasta que haya dejado de vivir, extendiendo su agonía todo lo humanamente posible. Que los dioses se apiaden de su alma; que su lugar en el Lérenh sea placentero.
Y en su voz sólo había tedio, anestesiado por la monotonía de su trabajo.


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