Estaciones: Invierno III

                                                                                                

El viajero se despide de nuestra realidad en la cima de la montaña.


La montaña se hacía cada vez más escarpada, resbaladiza y ventosa. Abajo quedaba el valle donde la tormenta de nieve nos había atrapado, y se veía más pequeño conforme subíamos. Ya no caía agua, pero el viento nos azotaba con ráfagas más violentas y heladas. Las rocas también eran heladas, y sin nieve que las acolchonara, se sentían duras y penetrantes bajo mis pies. Era mi voluntad despedirme de ese mundo viéndolo desde la cima de la cumbre más alta, pero no imaginaba que el viaje sería tan complicado. Ya en el desierto, en el huracán e incluso en la tormenta blanca habría estado en peligro mi vida de haber sido parte de ese mundo, pero conforme más nos alejábamos del suelo y nos acercábamos al cielo pude sentir que mi vida estaba en verdadero peligro si no me aferraba con fuerza. El viento parecía querer empujarme por los barrancos; las piedras parecían querer hacerme resbalar. Sólo la mano fraternal de mi guía me servía de apoyo contra la fuerza que todo lo atrae hacia abajo.
Ya habíamos avanzado un trecho cuando comenté que me parecía curioso este fenómeno, y me pregunté por qué no caíamos hacia alguna otra dirección, a lo que me contestó:
“Esta realidad ha querido que lo grande tenga prioridad sobre lo pequeño, al menos a nuestra escala. Nuestro planeta nos llama para sí mismo y no nos deja escapar con facilidad. Si una criatura pierde su soporte en este lugar y se precipita, el abrazo de la tierra sería tan violento que lo mataría.”
Más adelante aparecieron otros seres de cuatro patas, pelaje grueso y cabezas cornudas. Me detuve un rato a examinarlos y me asombró la agilidad con la que subían las cuestas empinadas y saltaban entre los riscos sin resbalarse ni precipitarse hacia el suelo lejano. Esa criatura, me aventuré a conjeturar, se había adaptado a la montaña y se habían acostumbrado sus patas a las piedras húmedas y a las paredes casi verticales de la falda, y que así como las criaturas del desierto, del bosque y del mar, se hallaban cómodas en ese ambiente en el que muchos otros morirían de inmediato. Mi guía me felicitó por mi observación, pero no le dio tiempo a responderme con otra de sus enseñanzas cuando escuchamos un agudo chillido. Volteé al cielo y apareció otra criatura alada, no muy grande pero que tenía unas garras que lucían muy afiladas. La expectativa a la que me condujo mi experiencia volvió a entristecer a mi corazón cuando la vi volar hacia una de esas criaturas cornudas. Conjeturé, deseando equivocarme, que buscaba matarla para comerla. Mi guía asintió, aunque sin tristeza en su mirada. El ave arremetió contra el mamífero, acosándolo y buscando desequilibrarlo. Me inventé una ficción en la que dicho animal con plumas estaba envidioso de que un animal con pelaje quisiera elevarse a las alturas del mundo como él; se burlaba de que no pudiera volar y de que sólo engañaba a la montaña con sus patas adaptadas y su gran equilibrio, pero aun así era sólo otro animal terrestre más, y cualquier error, cualquier distracción y cualquier mal cálculo en la posición de sus patas significaría una muerte segura. Unos momentos después, el animal con plumas había empujado al animal con pelaje. Tensé mi cuerpo mientras lo veía caer. No fue una caída limpia: se estrelló contra unas rocas puntiagudas, luego rodó por la ladera antes de caer por otro barranco, y en su caída impactó con más salientes filosas hasta que tocó el pie de la montaña. El animal con plumas descendió sin prisa, como satisfecha de su cruel hazaña, y ahí muy al fondo, aunque casi no lo distinguía bien, empezó a comérsela.
Dijo mi guía al ver mi tristeza:
“Lamento que una de tus últimas vistas de mi mundo fuera una así. Pero la vida y la muerte no se detienen. Ese animal no sólo será alimento para el ave sino también para sus crías, que deben estar en un nido en algún lugar de la montaña.”
Le pregunté cuánto tiempo tendría que quedarme aquí para acostumbrarme al ciclo de la vida y de la muerte, a aceptar que el destino final de toda criatura es volverse un espíritu para ser testigo eterno del futuro, tanto de sus triunfos como de sus fracasos. A lo que me respondió con lástima:
“Pocos seres tienen la consciencia suficiente para plantearse esas preguntas; esos son los más afortunados. Aquellos que puedan o que podrán un día hacerlo, se lamentarán de que su inteligencia y comprensión del mundo sólo les hará sentirse peor que de haber permanecido ignorantes. Pero si logran sobreponerse a ese pesimismo y usan su poco tiempo de vida para crear algo que les permita terminar con este ciclo, tal vez lo logren.”
Continuamos nuestro lento ascenso, entre tropiezos, resbalones y empujes del viento. Un par de veces me caí, temiendo que mi cuerpo rodara y se despeñara como ese animal cornudo, pero la mano de mi guía me mantuvo en mi lugar.
Llegamos eventualmente a la cima, igual de fría y llena de rocas filosas, pero con suficiente área llana para permitirme estar de pie sin necesidad de estarme asiendo a mi guía. Me quedé contemplando la distancia desde la orilla. Fui un iluso: tenía la esperanza de que desde ahí pudiera ver todas las zonas que había visitado, pero los bosques, el desierto y la costa no alcanzaban a mis ojos; incluso el pie cubierto de nieve de la montaña estaba obstruido por gruesas nubes. La sensación de aislamiento era agobiante, como si ya hubiera abandonado ese mundo y me encontrara flotando en otro. Dijo mi guía, y éstas fueron sus últimas palabras:
“El mundo es muy grande cuando eres parte de él. No te entristezcas por no poder contemplarlo todo. Más bien piensa que cuando hayas ascendido y te encuentres más allá de nuestra realidad, será tan pequeño que cabrá en un sólo recuerdo tuyo, y en tu memoria podrás recrearlo una y otra vez, pues ya no es algo ajeno sino que lo habrás llevado contigo, y al hacerlo habrá cambiado un poco lo que eras antes de conocerlo. Llévate también un poco de mi existencia, así como yo me quedaré con un poco de la tuya.”
Y entonces sentí a la estrella brillar con más intensidad sobre mi cabeza. Alcé la mirada al cielo y me reí al pensar que durante toda mi visita casi no me había puesto a contemplar su color azul, el cual me recordó a un mar apacible, como una antítesis del mar turbulento de la costa, y tuve la sensación de que podía saltar hacia él y sumergirme. Fue entonces cuando mi cuerpo empezó a elevarse, como si el poco tiempo que me quedaba quisiera concederme esa última ilusión, y aunque fuera una mentira me sentí contento. El cielo se volvió como la tierra para mis pies, y la tierra se volvió cielo para mi cabeza. Vi el pico de la montaña invertido y a mi querido guía sonriéndome mientras se hacía cada vez más pequeño. Seguí cayendo hacia ese océano azul hasta que logré ver de un vistazo a las montañas, al desierto, a los bosques, a los mares, y a cientos de otros lugares que no pude visitar, pero que seguían ahí sobre mi cabeza.

Caí hacia el abismo lleno de estrellas y me sentí nadar entre ellas mientras ese enorme, y a la vez tan pequeño, orbe azul seguía girando sin inmutarse por mi partida, como tampoco se había sorprendido por mi llegada. Creí que podría abarcarlo todo con mi mano así como ella me había albergado en su interior. Ésa fue la última visión que tuve de esa realidad. Qué complicada, injusta y cruel era; pero a la vez también era simple, placentera e interesante. No me será posible visitar otra realidad sin preguntarme: ¿Qué habrían hecho esos mamíferos sin pelo y que crean garras con piedras? ¿Habrán encontrado la manera de escapar de ese planeta antes de que éste fuera destruido? ¿Los habrán eliminado otras especies o algún otro desastre? ¿Habrá alguna vez un huracán o un viento helado tan potente que no deje con vida a ninguna otra criatura?

Si esta breve anécdota llegare un día a manos de un habitante de ese mundo, y éste ha cambiado lo suficiente como para permitirle entender estas palabras, sepa que este visitante temporal aún tiene deseos de regresar algún día, y cuando lo haga, recíbame con buenas noticias; dígame que han sobrevivido, que no se dejaron derrotar ni por otras criaturas, ni por los huracanes, ni por el frío, ni por ustedes mismos. Permítanme verlos cómo logran escapar de ese planeta, e incluso de su universo, para volverse viajeros que siguen aprendiendo de las infinitas realidades que nos acompañan en este caos sin fin. Y de ser posible, envíenle este mensaje a todos sus semejantes, a ver si aunque sea desde lejos logro convencerles de apreciar su realidad tanto como yo lo hice. Se los suplico, no me permitan ver que han perecido en mi ausencia.

Fin

          



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