Kelkán Madí 1
Ákel relata su reencuentro con Kéya, y el duro golpe al darse cuenta de que se había casado.
Juro por todos los dioses que yo no amaba a Kéya. No la amé cuando estábamos aprendiendo a comer y nos embarrábamos las papillas en la cara y ropa. No la amé cuando nos confabulábamos para que no se enteraran de que habíamos tenido accidentes nocturnos por el tiempo en que nuestras vejigas aún estaban fuera de nuestro control. No la amé cuando nos tropezábamos y llorábamos cuando aprendimos a caminar, saltar y correr. No la amé cuando entramos a la escuela y ella era la única cara que tenía sentido para mí en medio de tanta novedad de ruidos e imágenes. No la amé cuando nos graduamos de la primaria y nos fuimos de viaje a la costa, donde nos perdimos cerca de la marisma por querer ver a los cangrejos violinistas para ver si uno perdía la pinza grande en una pelea. No la amé cuando íbamos a las piscinas, cuando se compró su primer bikini y me obligó a comprar unas calzoneras horribles que sólo usé una vez. No la amé cuando la vi besándose con ese chico en la secundaria cuyo nombre nunca supe. No la amé cuando una chica, que también intento olvidar, la usó de intermediario para confesárseme. No la amé cuando me atrapó masturbándome, ni cuando yo la atrapé a ella masturbándose. Lo juro, fueron infinitos los momentos en los que no la amé, en los que nunca pasó por mi cabeza el más remoto destello de una vida junto a ella, como hombre y mujer, una vez crecidos y formados en el mundo.
No lo supe sino hasta mi viaje a Brasil, cuando, en medio de una práctica que tuve con un luchador de jiu-jitsu, me aplicaron una llave de la cual, pese a todos mis esfuerzos, no logré zafarme, y si quería aunque sea perder con algo de dignidad, tendría que al menos aguantar el dolor hasta que mi oponente mostrara señales de cansarse, así al menos mi grupo alardearía de mi resistencia y me llevaría una victoria nada despreciable. Aguanté (me dijeron después) cinco minutos bajo la fuerza de esa llave. Durante ese tiempo vi a Kéya y todos los momentos que ya he mencionado más miles de otros en los que no la había amado. Al mismo tiempo la vi como una niñita dando su primera patada al costal de nuestro primer entrenador; sentí sus pies acertando en mi cuerpo y los míos acertando en el suyo; la reconstruí tirándome al suelo e intentando aplicarme una llave muy diferente a la que me estaba sometiendo; fue la primera vez que nos envolvimos en esa práctica que con el tiempo se volvía más juego que nada; luego yo la tiraba y practicaba mis llaves. A veces nos liberábamos y contraatacábamos, a veces me sometía y yo la sometía a ella. Y ya no me pareció más un juego ni una práctica; mi cuerpo se acostumbraba a su calor, mis oídos a sus risas, mis ojos a sus varias miradas, y mis recuerdos también se hicieron conscientes de que aquella luchadora se había incrustado tan profundamente en ellos, que se me hizo imposible recuperar alguna memoria en la que ella no apareciera aunque fuera sólo para adornarla con su presencia. Siempre era y siempre estaba ahí.
Cuando el dolor se me volvió insoportable, me rendí y me arrastraron para que me checara el médico, pero si no me movía no era porque mi cuerpo estuviera realmente lastimado, sino por la nueva revelación que ahora, en medio de los aplausos por parte de mis compañeros danzilmareses y de los brasileños, germinaba como un árbol cuyas raíces son tan profundas que llegan al centro de la tierra, y que es al mismo tiempo tan alto que el cielo no era suficiente para albergarlo.
Cuando por fin mi cuerpo reaccionó, ya amaba a Kéya.
***
La Asociación de yúndáo de Danzílmar había finalmente conseguido los fondos para llevar a cabo un proyecto que había querido hacer desde hacía varios años: hacer a sus mejores luchadores viajar alrededor del mundo para aprender de todas las artes marciales. Todos estábamos emocionados por saber quiénes serían los elegidos, tanto del grupo masculino como del femenino, por lo que durante los torneos de eliminatorias los ánimos estaban especialmente elevados, y el mes completo que duró la elección se sintió lento y estuvo lleno de contratiempos a causa de algún que otro luchador que no pasó el antidopaje. Kéya y yo estuvimos entre los elegidos; los viajes de los hombres y los de las mujeres iban a ser separados, recorriendo el mundo en sentido inverso: los hombres iríamos primero a Oceanía, luego a Sudamérica, donde subiríamos hacia Norteamérica, de ahí a Europa, África, Medio Oriente, el Sudeste asiático, China, Corea, Japón y de vuelta a Danzílmar. Las mujeres empezarían en Japón y terminarían en Oceanía antes de regresar a Danzílmar. El viaje estaba previsto para durar dos años y medio, tiempo en el cual el alojamiento, comida y las clases de todos los luchadores estaban cubiertos. Kéya se había escapado un momento del grupo femenino para despedirse de mí muy rápidamente. No hubo palabras, sólo intentó golpearme en la cara, golpe que desvié e intenté golpearla de vuelta, pero me detuve antes de tocarla. Su boca sonrió con arrogancia, pero sus ojos miraban con una dulzura sorora. Nos dimos un último abrazo y partimos. Tenía la certeza de que lo primero que haríamos al reencontrarnos sería luchar, y yo, que conocía tan bien el alcance de su disciplina, sabía que debía estar a su altura para aquel momento.
***
Y ahora la amaba tanto. Mi grupo se había ya ido del aeropuerto, pero yo decidí quedarme a esperar a las mujeres, entre las que estaría Kéya, mi nueva Kéya, no ya la Kéya que yo no amaba. Cada patada, golpe, agarre, esquive, llave, contrallave y sumisión que había puesto en práctica durante esos dos años y medio alrededor del mundo estuvieron impulsados por mi nueva realización, igual que la droga más potente que cualquiera de las que el antidoping pudiera detectar. Veía todas mis victorias y me decía (más bien reía y mi corazón brincaba de gozo) que la asociación podría muy bien prohibir esta nueva droga que me rasguñaba las venas, que me había hecho casi insensible al dolor y preciso en mis golpes, ágil en mis movimientos y disciplinado en mi entrenamiento. Y veía mi futuro bajo el influjo de esa droga: los dos mejores luchadores de Danzílmar, juntos, criando pequeños luchadores que los superarán con creces, con cuerpos fuertes como toros, para siempre en la misma casa y con el mismo destino.
Llegaron poco después; el panel de vuelos anunció que el avión había aterrizado. Mi corazón se detuvo, me levanté de mi asiento y sentí que había usado la suficiente fuerza para derribar a un oso con el impulso de mis pies. Las vi descender, entrar en el aeropuerto y pasar por el control. El grupo de compañeras que hacía años no veía pasó a mi lado, alguna me reconoció y me saludó con algunos rápidos intercambios de palabras que casi ni oía. Kéya estaba entre las últimas; la vida de mi corazón se acentuó. Estaba igual que la última vez, pero estaba seguro de que en su uniforme de lucha quedaría al descubierto todo el vestigio del arduo entrenamiento que había tenido. Me gritó:
—¡Ákel!
Se lanzó corriendo hacia mí. Me abrí de brazos. Entonces algo pasó con el tiempo. Leí alguna vez que en situaciones de peligro, el cerebro ralentiza el tiempo para poder reflexionar, darse cuenta de lo que está pasando y hacer algo al respecto, también uno se vuelve insensible al dolor y a prácticamente todo lo demás que no sea de ayuda para lograr escapar de la crisis, y por lo mismo, ese periodo de tiempo ralentizado se queda en la memoria para siempre, hasta sus más dolorosos y desesperantes detalles. La sensación de peligro que viví fue activada por un levantamiento de mano que realizó Kéya mientras corría hacia mí, similar a una de esas ineficientes guardias de wing-chun, mostrando el dorso de la mano con los dedos comprimidos, y en uno de ellos, más precisamente en el anular, algo plateado brillaba. Ese brillo fue para mí lo que el tiburón habrá sido para el náufrago que flota perdido en el mar. Se engrandecía conforme se acercaba. No escuchaba más ni podía ver el rostro de Kéya. Ese objeto que rodeaba su dedo anular avanzaba con una lentitud desesperante, y yo me sentí como una presa que, en su espanto, en vez de huir de su depredador queda hipnotizada ante él, y el cuerpo toma las precauciones necesarias para el impacto: la sangre baja del cerebro, los músculos se suavizan, el ritmo cardíaco desciende hasta un punto muy cercano al desmayo, todo con tal de volver lo más indoloro posible el inevitable ataque, la confirmación de lo que tanto se teme.
Ella llegó. Su mano seguía levantada, su sonrisa era radiante.
—¡Me voy a casar!
Lo que sigue es inexplicable; nunca desde entonces intenté ponerlo en palabras, y ahora que intento escribirlo me devano el cerebro pensando en qué imágenes serían las más apropiadas para describir lo que pasó dentro de mí al escuchar esas palabras de reencuentro. Decir que sentí dolor sería incorrecto, porque en realidad estaba anestesiado, pero era la anestesia como de una pérdida masiva de sangre, que en realidad sí es un dolor, el dolor de la vida que se escapa a borbotones. Dejémoslo como que fue una anestesia punzante y angustiosa, en la que ya no sentí mis miembros, mi piel ni mis músculos; si me quedé sintiendo algo, tal vez sería sólo mis venas y arterias, pero sin sangre en ellas, sólo aire estancado.
Pese a todo sonreía; mi rostro no tenía energía para mostrar la verdad. Supe que mi sonrisa le satisfacía porque ella siguió sonriendo con cada vez más intensidad, sus ojos se contrajeron a niveles asiáticos, de sus dientes se filtró un siseo de emoción, la alegría de compartir esa emoción con otra persona, conmigo, su más grande compañero desde que teníamos memoria.
La abracé. No me di cuenta de en qué momento mi cuerpo pasó de estar congelado a estar rodeando el cuerpo de mi Kéya. Ella debió suponer que la abrazaba para felicitarla, que en la fuerza y desesperación de mi abrazo compartía su dicha, que me hacía uno con ella de modo sentimental, pues de cualquier otra manera ya había sido abolido, y que yo le expresaba mi entusiasmo y aceptación para con aquella abolición, en la cual preparaba su felicidad no con Ákel, su fiel mano derecha, mano izquierda, pies y entrañas, sino con alguien más digno, alguien que además se le había vuelto corazón.
***
A las cuatro llegó Yésuan. La sirvienta lo hizo pasar, lo condujo hasta el cuarto del amo y lo anunció con excesiva formalidad.
Ákel bajó el periódico y lo dejó en la mesita al lado de su cama, junto a una colección de medicinas.
—Que pase, Níma —dijo y se acomodó sobre la cama, poniéndose la almohada de manera que quedara más acostado.
Yésuan entró y se sentó en la silla que estaba a la derecha de la cama, donde había también una mesa en la que colocó su laptop.
—¿Cómo le anda la vida hoy, señor Ákel?
—Bien, bien, aunque cada día menos bien —se quedó en silencio.
Yésuan imitó el silencio del viejo y abrió el documento en el que estaban trabajando.
—Antes de seguir, ¿qué le pareció lo que le envié el otro día?, ¿es de su agrado?
Ákel le indicó que abriera el cajón de la mesa, donde estaba el manuscrito.
—Parece más una historia tuya que mía —rio Ákel.
—Bueno, si quiere puedo enviarle otra versión.
—No, no. No lo decía como algo malo. Todo lo contrario; lo que más quiero es que parezca que no es mi historia.
—Es su historia, señor Ákel —Yésuan se inclinó hacia él—, yo sólo tecleo.
—No me jodas. Nadie se va a creer que yo escribo de esta forma tan…
Arrugó las cejas y miró a Yésuan como si esperara que él encontrara la palabra exacta en su lugar.
—¿Tan qué?
—Tan literaria —dijo Ákel, y ante la mirada modesta de Yésuan continuó—: pero no es como si yo supiera mucho de eso, en toda mi vida habré leído cinco o seis textos literarios, y todos en la escuela.
—Claro —dijo Yésuan, volviendo a posicionarse frente a la pantalla—. Bueno, si quiere le bajo un poco a la ampulosidad, sin tantas figuras y demás.
—No, me gusta cómo quedó, es sólo que no estoy acostumbrado a ver mi historia y mis pensamientos de este modo. De verdad, me gustó cómo describiste mi encuentro con Kéya en el aeropuerto.
—Usted fue el que me dijo lo que debía anotar.
—¡Bah! Te dije puras tonterías sin sentido. Eres tú el que lo reinventó todo. Al leerlo me sentí como si hubiera sido otro, como otra segunda vida que no fue la mía, pero que se parece a la mía.
—Está bien. ¿Le importa si continuamos?
Ákel se recostó de lleno sobre la almohada y miró al techo. Se quedó en silencio mientras Yésuan esperaba con los dedos colgando sobre el teclado.
—No tenemos que ir en orden —dijo Yésuan—, si quiere puede decirme lo primero que le venga a la mente y luego veré cómo lo acomodo.
Ákel adquirió un semblante nostálgico, parecía que quería ver fotografías de su vida en el techo. Tras un momento, dijo:
—¿Te digo algo curioso sobre Kéya?, aún hoy no sé si su cabello era negro o de un azul tan oscuro que se confundía con el negro.
Yésuan empezó a teclear. Ákel prosiguió:
—Varias veces hicimos referencia a su cabello mientras crecíamos, en la escuela, en la asociación. Todos decían que era negro, pero yo veía un no sé qué de azulado muy difícil de ver. Ni siquiera Thiago lo notaba…
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