La maldición 2

 



Gyéo Fúntuo y Zómwan llegan al palacio del gobernador.


Gyéo Fúntuo sólo observaba la madrugada desde la ventana del vagón, acompañado de los gruesos ronquidos de Zómwan. Su mente logró calmarse lo suficiente como para no llenarse de imágenes de todo lo que había sucedido desde que se encontró en medio del páramo. Era cada vez más fácil dejar la cabeza en blanco y olvidarse a sí mismo y su relación con la realidad. Ésa era, a su modo, su manera de dormir. Lo único que rondaba un poco en sus memorias era ese último pergamino de Zómwan; la reacción de éste después de regresárselo no dejaba de parecerle extraña, como si el contenido fuera un secreto que temiera hubiera sido revelado. Podría haber tomado el pergamino mientras su dueño dormía, pero concluyó que todavía no tenía la suficiente curiosidad para hacerlo.
En eso pensaba cuando el sol comenzó a salir lentamente, y poco rato después uno de los sirvientes anunció a gritos la llegada a Kórens. Zómwan no tardó en despertarse y vestirse, y fijándose en Gyéo Fúntuo le preguntó:
—Buena mañana, joven Gyéo. ¿Descansaste bien?
Al saberse aludido, Gyéo Fúntuo sólo asintió. Seguidamente, Zómwan se arrodilló en el suelo y empezó a hacer sus oraciones matutinas, alzando la mirada sumisa hacia el techo del vagón como si mirara al cielo a través de él y luego tocando el suelo con la frente, así hasta que completó los ocho versos que su devoción le exigía. Cuando se volvió a sentar, se dirigió a Gyéo Fúntuo de nuevo.
—¿En tu pueblo no tenían la costumbre de rezarle a los dioses, joven Gyéo?
Éste sólo sonrió confundido, y agregó:
—Aprenderé a hacerlo.
Conmovido por su humildad, Zómwan volvió a revisar los rollos de su bolsa y a leerlos mientras la caravana se adentraba en la ciudad.
Fuera de la ventana, Gyéo Fúntuo observó las enormes murallas de Kórens, de un fuerte color a arena, con torres altas en las que se exhibía el emblema de la ciudad: una mano abierta con diferentes figuras sobre cada dedo: un hombre en el índice, una mujer en el anular, el sol en el medio, la luna en el meñique, y un moa en el pulgar. En la entrada los sirvientes mostraron la documentación a los guardias, que tras registrar brevemente cada vagón los dejaron pasar.
Por dentro la ciudad estaba repleta de sonidos, colores y olores con los que Gyéo Fúntuo pudo distraerse un rato. A su lado pasaban pastores con sus moas enanos en dirección a las salidas de la ciudad, y éstos bien mansos lo seguían como a su madre desde que salieron del huevo. La caravana se fue reduciendo conforme varios comerciantes viraban por otras calles, hasta que sólo quedaron dos vagones de mercancías acompañándolos. Los niños, siempre curiosos, se acercaban a ver pasar los vagones, sabiendo algunos que podrían venir de lugares muy lejanos, y gritaban preguntando por si traían tal o tal artefacto o comestible con ellos mientras los sirvientes intentaban alejarlos y diciéndoles que no molestaran. Algunos de esos niños se veían humildes mientras que otros iban vestidos con ropa más costosa, pero la curiosidad y emoción por ver las mercancías nuevas era compartida por todos. Luego se vieron rodeados de negocios y compradores; por ahí estaba el que vendía carne de hipopótamo, cortando con su grueso cuchillo la barriga de uno mientras negociaba una venta con una mujer. El negocio de carne de moa se encontraba al lado del lote de moas para transporte, y más de un aventurero que acababa de rentar uno en el segundo negocio aprovechaba para ir al primero y comprar los restos ahumados de otro moa para el camino. Las frutas y verduras se apilaban a montones en cajas a punto de rebosar, y algunos ayudantes batallaban para no permitir que se les acercaran las moscas. Los negocios de ropa exhibían las prendas colgándolas de las ventanas, dejándolas ondear al aire como banderas.
Conforme se alejaban de la zona comercial y se acercaban al palacio, las calles dejaban de ser de tierra y empezaron a sentir el camino de ladrillos blancos. Los árboles aumentaron en número alrededor del vagón y detrás de ellos se dejaba ver el brillo de algunos lagos artificiales. La escolta los recibió. El sirviente de Zómwan les pidió que anunciaran su llegada al gobernador y se quedaron esperando por un largo rato, durante el cual Gyéo Fúntuo sólo vio cómo Zómwan seguía leyendo sus rollos. Cuando finalmente el sirviente tocó a la puerta de su amo para anunciarle que ya tenían permiso de entrar, Zómwan casi pega un salto; pero rápido se recompuso, guardó rápidamente el pergamino y salió del vagón. Gyéo Fúntuo lo siguió y se quedó caminando detrás de él.
—También quisiera hablar con el gobernador de algo que te concierte —dijo Zómwan—. Tranquilo; es una buena persona. Lo conozco desde antes de que naciera, y en mi presencia no te hablará con dureza.
Antes de entrar por las enormes puertas del palacio, Zómwan ordenó al resto de los sirvientes que descargaran las mercancías para el gobernador y las llevaran al lugar de siempre.

***

En aquellos tiempos era lo acostumbrado que el interior de los palacios tuvieran las paredes llenas de imágenes o grabados, como si además de sostener la edificación fungieran como lienzos para todo tipo de representación pictórica de los más celebrados artistas del momento, a los que se les recompensaba grandemente por llenar de ilustraciones tantas de las paredes como fuera posible. Desde los pasillos hasta las recámaras de los señores, la cocina, los comedores, los salones de baile e incluso en la sala de baño, centenares de pinturas ofrecían espectáculos a la vista de todos. Algunas pretendían relatar la historia de la familia, su ascenso al poder y a sus representantes actuales. Muchas dependían de la predilección del noble de turno, y cuando uno perdía su poder o era destituido, el nuevo noble podía ordenar el borrado de las pinturas viejas y ordenar la creación de nuevas.
De todo esto se enteró Gyéo Fúntuo más tarde, pero por ahora, mientras los conducían ante el gobernador, sólo se entretenía contemplando las imágenes lo más que el aparente apuro de Zómwan se lo permitiera. Algo que se notó enseguida era el motivo constante de guerreros asesinando animales y otras bestias. Zómwan le explicaría tiempo después que hacía mucho tiempo, los ancestros del actual gobernador habían batallado contra unas fieras que les impedían la construcción del palacio, y sólo lograron terminarlo cuando lograron exterminarlas.
Cuando llegaron a la sala del gobernador, éste se levantó de su trono y, sin esperar a que Zómwan se acercara, salió casi corriendo hacia él. Zómwan intentó hacer ademán de hincarse, pero el gobernador se lo impidió diciéndole:
—Maestro mío, deje de una vez esa costumbre, que ningún suelo es digno de sus rodillas.
A lo que Zómwan respondió:
—No le digas a un viejo qué costumbres debe perder. Nací sirviendo y moriré sirviendo a su familia.
—Vamos, levántese y cuénteme qué ha sido de su viaje.
—Las noticias son buenas, y le hablaré con más detalle en privado. Pero antes hay algo que me gustaría pedirle.
Dándose la vuelta, miró a Gyéo Fúntuo, que hasta entonces había permanecido alejado y silencioso, y le indicó que se aproximara.
—¿Quién es ese muchachito? —preguntó el gobernador al verlo llegar hasta ellos.
—Suponemos que fue el superviviente del ataque de bandidos. Quizá atacaron a su poblado, y por el trauma ha perdido la memoria y necesita ayuda para entenderse en el mundo. Quisiera solicitar su permiso para que resida conmigo aquí en el palacio, al menos durante el tiempo en que tardamos en localizar a su familia, si ésta existe. Yo me haré responsable de él. También quisiera pedirle que enviara a la guardia a revisar toda la zona del sur hasta el desierto, pues si en verdad ha sido víctima de atacantes, éstos aún podrían estar escondidos y atacando a las poblaciones.
—Quedan garantizadas todas tus peticiones, estimado —el gobernador lanzó una sonrisa de lástima a Gyéo Fúntuo—. ¿Cómo rechazar tus deseos cuando mi familia ha pedido tanto de ti y nunca te oímos decir que no?
Complacido Zómwan por la generosidad del gobernador, lo abrazó como un padre, y el gobernador recibió el abrazo como un hijo.
Poco después, Gyéo Fúntuo se encontraba en los aposentos de Zómwan, a los que habían ordenado llevar otra cama y ropas de su medida. Luego, Zómwan salió para su audiencia privada con el gobernador, llevándose consigo los pergaminos que había estado leyendo durante el camino.
Gyéo Fúntuo se quedó sentado en la que sería su cama, y observó los enormes estantes llenos de rollos y papeles que rodeaban un gran escritorio de mármol, sobre los que había más pergaminos.
Así pasó largas horas, dejando a su conciencia ignorar a las bifurcaciones de sí mismo que lo rodeaban, y que aunque le llamaran la atención a veces, preferiría no interactuar con ellas.
En un momento escuchó que una de las puertas se abría, pero en vez del anciano Zómwan, entró una mujer joven. Su cabello era largo, negro y adornado por varias cintas de colores similares a los del emblema de Kórens, peinada de tal modo que el bulto de cabello sobre la coronilla la hacía ver un poco más alta, aunque su frente apenas llegaría a la barbilla de Gyéo Fúntuo. Su piel morena estaba tan pálida que por momentos parecía gris. Su delgadez era tal que parecía que cualquier abrazo fuera a romperla. Pero a pesar de eso se dirigió corriendo rápido al escritorio de Zómwan, sin que su aparente debilidad corporal le quitara mucha energía. No había reparado en Gyéo Fúntuo, pues los sirvientes que habían llevado la cama, pensando que Gyéo Fúntuo sería un nuevo esclavo de Zómwan, la habían colocado justo en el rincón hacia dónde se abría la puerta izquierda, de manera que quedaba oculta tras ésta cuando se habría. Dicha costumbre existía para invisibilizar el espacio del esclavo de la vista de los visitantes lo más posible, y en ese momento funcionó para que la intrusa no se diera cuenta de que Gyéo Fúntuo la observaba sacar de su lugar varios rollos. Pero cuando ésta se dio la vuelta para ponerlos sobre el escritorio de mármol, fue imposible no ver a ese joven en una túnica que le quedaba grande sentado con la mirada indiferente, como si ella no fuera distinta del aire de alrededor. Primero se quedó paralizada, pero suponiendo casi de inmediato su condición de esclavo, regresó lentamente los pergaminos a su lugar y se acercó a él. No había aires de grandeza en su expresión, sino que de verdad parecía apenada de haber sido atrapada, aunque sólo fuera por un esclavo. Intentó mostrarse lo más autoritaria que pudo, aunque más bien parecía que en cualquier momento iba a comenzar a llorar, y dijo:
—No le digas a tu amo que me viste aquí. Es una orden.
Una orden más como una petición o un ruego dirigido hacia una figura de autoridad que hacia un esclavo.
—No diré nada —dijo Gyéo Fúntuo.
La joven salió corriendo de ahí, asegurándose de cerrar la puerta tras de sí.


           


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