La maldición 4
La señorita Onyená había evitado a Gyéo Fúntuo desde que los presentaron formalmente, haciendo todo lo posible por no pasar por los lugares del palacio donde sabía que estaba trabajando. No obstante, esto no era del todo predecible, por lo que fue inevitable que algunas veces se encontraran, a lo que Gyéo Fúntuo la saludaba con una reverencia como se le había instruido, y ella no tenía más opción que regresar el saludo.
Después de clases con sus tutores personales, uno de los cuales era de hecho Zómwan, a la señorita Onyená le gustaba caminar por los jardines para estirar las piernas, y a veces pasaba tiempo leyendo un pergamino al aire libre o simplemente contemplando los árboles y a los sirvientes trabajar. De lejos era difícil verlo, pero aunque su andar era normalmente enérgico como corresponde a su edad, tenía también cierta pesadez e incertidumbre en sus movimientos, como si estuviera siempre alerta de algo. Los ruidos repentinos la asustaban y la hacían correr y esconderse por reflejo, nunca salía a los patios por la noche ni aunque éstos estuvieran custodiados por decenas de caballeros. Caminaba siempre cabizbaja y derrotada cuando ya no había luz del sol, siempre quedándose a contemplar su puesta desde cualquier ventana, como deseando que nunca se fuera, porque entonces tendría que ir a la cama para dormir.
Cuando le dijeron que Gyéo Fúntuo sería su sirviente personal, no puso objeción pero tampoco se mostró contenta. Con motivo de ello, Gyéo Fúntuo fue trasladado de los aposentos de Zómwan a un pequeño cuarto justo al lado del de la señorita Onyená, a fin de atender rápidamente a cualquier llamado suyo. Es entonces que logró escuchar a la mitad de la noche los gemidos y gritos que ella daba durante sus pesadillas, y largas horas se quedaba escuchándola atormentarse. Aunque sabía que sería inútil, la señora Amúgona solía levantarse y corría a despertarla y abrazarla, pero la señorita Onyená casi nunca se despertaba, pues la maldición la mantenía encerrada con fuerza en la inconsciencia hasta el nuevo día. El propio Zómwan había recomendado no intentar despertarla durante sus pesadillas, pues de acuerdo con sus investigaciones, cualquier otro estímulo externo se sumaría a sus pesadillas, volviéndolas peores y más violentas.
Aquellas noches en los que la señora Amúgona no podía controlarse, lo normal era que el sirviente personal se encargara de regresarla a su dormitorio, por lo que esa noche le tocó entrar en la habitación de la señorita Onyená sólo para encontrarla acostada, gritando y retorciéndose como intentando sacarse algo de encima, y a su madre llorando amargamente a su lado. Era entonces su deber, justificado por las recomendaciones de Zómwan, acercarse a ella, poner una mano en su hombro y decirle en voz baja:
—Señora Amúgona, le pido que se retire; la señorita Onyená se encuentra en un estado vulnerable a los ruidos externos; me temo que su llanto empeorará las pesadillas. Déjeme acompañarla a su habitación; le prepararé un té de durazno para sus nervios.
La señora Amúgona tardaba todavía un rato para registrar lo que le había dicho, y sin decir nada aceptó levantarse y caminar ella sola hacia la salida seguida de Gyéo Fúntuo, únicamente rechazando el ofrecimiento del té de durazno cuando éste se lo recordaba.
Por largas semanas así fueron las noches, pero durante los días no había mucho avance en la tarea que le había dado su mentor. Sus deberes como su sirviente personal le hacían tener que prepararle el desayuno, arreglar su ropa, esperarla fuera del aula donde recibía clases, asistirla durante el almuerzo, asegurarse de que hiciera sus deberes, y sobre todo vigilarla durante sus paseos a lo largo del palacio y alrededores. La señorita Onyená obviamente se sentía incómoda por estar todo el tiempo acompañada de ese modo; si al menos hubiera sido otro de los sirvientes con los que ya se sentía en confianza, pero le tuvo que tocar aquél que había confundido con un esclavo, y aunque muchas veces tuvo ganas de pedirle que no la siguiera a todos lados, nunca tuvo el valor de hacerlo.
Cuando Gyéo Fúntuo le reportó sus avances a Zómwan, éste se sintió algo decepcionado, pues su discípulo no había ni siquiera intentado hablar con ella de otra manera que no fuera como sirviente.
—Maestro —respondió Gyéo Fúntuo a los comentarios de Zómwan—, dudo mucho que en estas circunstancias la señorita Onyená quiera congeniar más conmigo. Sólo me ve como otro sirviente más, y yo no sé si su sufrimiento en verdad pueda ser apaciguado con una amistad.
A lo que Zómwan contestó:
—Joven Gyéo, veo que tu trauma te ha hecho olvidar también a leer el alma humana. A veces uno no sabe que lo que necesita es a alguien que lo apoye, hasta que alguien se ofrece a compartir sus penas. Ábrete tú con ella; muéstrale tus vulnerabilidades, tus gustos, lo que odias y lo que te gustaría. No tienes que planearlo; sólo deja que salga. Algo tan sencillo como comentar sobre las frutas de un árbol podrían cambiar el cómo te ve. No fuerces nada; hazlo todo desde tu honestidad.
Gyéo Fúntuo asintió y salió de ahí.
***
Esa noche, cuando las pesadillas de Onyená comenzaron, Gyéo Fúntuo, en contra de lo que le habían dicho, entró a su cuarto y se acercó a ella. Los suaves sonidos de sus pasos en efecto parecieron agravar su pesadilla, pero eso no lo detuvo. Tenía planeado desconfigurar la maldición de una vez por todas, y así no sólo librarla de ese sufrimiento sino que quizás también podría liberarse de ese trabajo nuevo. La contempló con total frialdad, y ordenó a la maldición que se desconfigurara. Pero nada sucedió. Desconcertado, lo volvió a intentar, pero nada cambió. Había descubierto una nueva limitante a su libertad y no sabía cómo podía resolverlo. Intentó aunque sea reconfigurar su naturaleza para no tener pesadillas, pero el influjo de la maldición era más fuerte y se negaba a cambiar. Resignado y hastiado, Gyéo Fúntuo salió de ahí.
Normalmente descubrir una limitación nueva lo llenaba de curiosidad, pero esta vez sólo lo hizo sentirse atrapado.
***
Llegando la señorita Onyená al jardín interior, se acomodó a la orilla del lago artificial, donde nadaban peces, patos, ranas y tortugas. Sumergió los pies en el agua y comenzó a agitarlos suavemente, creando ondas que movieron de su sitio a los lirios y otras flores acuáticas. Una rana asustada dio un salto, y su peso al caer hizo que le salpicara un poco de agua en el ojo. Normalmente se habría reído de la reacción de la rana, que consideraba exagerada; pero ese día de nuevo estaba acompañada por Gyéo Fúntuo, que de pie detrás de ella la vigilaba como un soldado, lo cual la cohibía para proferir cualquier risa o expresión de agrado.
Era estresante que con todo y los temores que siempre la habían perseguido, algunos de sus propios placeres se habían arruinado por la orden de su padre de tener un guardián personal. Sabía que Gyéo Fúntuo igualmente sólo recibía órdenes de su maestro Zómwan, y que del mismo modo no parecía contento con ese trabajo. Pero también pensó en su trágica historia, que hasta ese momento consideraba verdadera, y al hacerlo le entraban ganas de saber más sobre él e intentar hacerlo volver a la normalidad, recuperar su memoria y gestos humanos, arrebatados por el fuerte trauma de perder a su familia. Varios días había querido iniciar la conversación, pero siendo ella misma inexperta para comunicarse con otros cercanos a su edad, había optado por el silencio y fingir lo más que pudiera que él no estaba ahí.
Pero ese día, Gyéo Fúntuo se sentó a su lado e igualmente metió los pies en el lago, imitando los movimientos para ondular el agua, moviendo a su vez a las flores y ranas de lugar.
—Se siente bien —dijo Gyéo Fúntuo.
—Sí —dijo Onyená, con timidez pero asombrada de esa acción repentina.
—Caminar por el páramo se siente diferente en los pies, no como tenerlos rodeados de agua.
—Obvio que no.
—¿Cómo estuvieron las lecciones de hoy, señorita?
Ésta regresó la mirada a sus propios pies, deformados tras el cristal del agua y por las ondulaciones de ambos pares de pies.
—Bien, supongo. Algo aburridas, pero no son difíciles.
—Sí, yo opino lo mismo.
—¿A ti te enseñaba Zómwan, verdad? ¿Por qué ya no tomas lecciones con él?
—Me dijo que no tenía mucho más que enseñarme. Que lo siguiente que tengo que aprender está aquí.
—¿En el lago?
—En el mundo.
Siguió un breve silencio, en el que se escucharon los graznidos de los patos y el chapoteo de las ranas.
—¿Qué más tienes que aprender?
—Mi maestro dice que volver a leer el alma humana. Pero no creo que sea realmente eso.
—¿Entonces qué?
Gyéo Fúntuo no contestó nada, sólo detuvo el movimiento de sus pies mientras reflexionaba.
—Señorita Onyená, ¿por qué entró así a la habitación de mi maestro el día de mi llegada?
La pálida piel de Onyená se volvió algo roja de vergüenza y bajó aún más la mirada, poniéndose muy tensa.
—No fue por ninguna razón.
—Parecía estar buscando información. ¿Tiene que ver acaso con su maldición? ¿La que le hace tener pesadillas y atraer monstruos? Porque de ser así, me temo que en ninguno de los libros de la biblioteca de mi maestro había nada al respecto. El viaje que hizo hace poco, de hecho, fue porque había escuchado...
Onyená no lo dio tiempo a terminar y se puso repentinamente de pie. Gyéo Fúntuo no se había dado cuenta de que tras mencionar la maldición, el rostro de la señorita empezó a llenarse de lágrimas y a dificultársele la respiración, tanto así que se sentía a punto de desmayarse, y al levantarse casi se cae por el mareo. Gyéo Fúntuo rápidamente se puso de pie y evitó que cayera, pero ésta de inmediato se liberó de sus brazos y lo miró con odio. Desconcertado, Gyéo Fúntuo iba a preguntarle si estaba bien, pero ella lo interrumpió al salir corriendo al interior de la mansión.
Fiel a su trabajo, Gyéo Fúntuo fue tras ella y la vio entrar en su habitación. Iba a tocar la puerta, pero desde ahí la escuchó llorar y prefirió entrar a su propio cuarto.
Reflexionó largo rato si algo en sus palabras o en el modo de enunciarlas había desencadenado esa reacción.
***
Poco rato después, escuchó golpes furiosos en su puerta. Al abrir, encontró del otro lado a la señora Amúgona, que colérica le dio una bofetada que apenas le hizo mover la cabeza.
—¡Plebeyo bastardo! ¡Lárgate ahora mismo de aquí! Si no te has ido cuando regrese, mandaré a la guardia a apresarte —tras lo cual salió dando un portazo.
Gyéo Fúntuo esperó un rato antes de irse, cuando tuvo la confianza de que la señora Amúgona se había alejado lo suficiente. Decidió dejar todas sus cosas porque las consideraba más un préstamo de Zómwan mientras estuviera ahí. Sólo se llevó una de las túnicas que le quedaban a la medida, a fin de no andar desnudo. Se dirigió a la salida de la mansión. Sabía que tanto Zómwan como el señor Núnde se hallaban fuera, así que no podría despedirse de ellos. Tampoco dijo nada a los sirvientes que encontró a su paso, y cuando le preguntaron adónde iba sólo respondió que le habían encargado algo. Lo único que lo tenía pensando profundamente era la decepción que sentiría su maestro cuando se enterara de que por un descuido con la señorita Onyená lo habían expulsado del palacio. Tal vez le importaba un poco que sintiera haber perdido su tiempo con él, después de lo bien que lo trató y el trato preferencial que le dio. Pero no se convenció de que todo ello le importara lo suficiente. Después de todo, ¿era toda esa experiencia con esos seres diferente de sentirse rodeado de aire, tierra y agua, o diferente de haber destruido y reconstruido esa montaña? No lo sabía, y dado que estaba a punto de irse consideró que no valía la pena pensar mucho en eso.
Salió del palacio y caminó a través el jardín hacia la salida, donde unos guardias que lo conocían lo saludaron. Gyéo Fúntuo los saludó de vuelta y se alejó en dirección a la ciudad.
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