La maldición 5
Ya estaba cayendo la tarde cuando el gobernador y Zómwan regresaron al palacio. Éste último, al darse cuenta de que Gyéo Fúntuo no estaba por ningún lugar, preguntó a los sirvientes, quienes le dijeron que lo habían visto salir del palacio hacía varias horas, por algún encargo que no les precisó. Informó de esto al gobernador y éste se dirigió a preguntar a su esposa. Ella aún seguía en la habitación de Onyená, reconfortándola sin despegársele. Cuando su marido entró, ella no se movió. El gobernador se alarmó al ver a su hija llorando y preguntó qué había pasado, a lo que la señora Amúgona respondió.
—Ese discípulo de Zómwan tuvo la culpa.
—¿Qué le hizo?
—Le habló de eso.
Entendiendo el mensaje, el gobernador salió acongojado y molesto de ahí, dispuesto a confrontar a Zómwan, pero éste había salido del palacio para buscar a su discípulo, como le dijeron los sirvientes. Dispuso que le avisaran en cuanto regresara y lo enviaran a su despacho.
***
Entrada la noche, Zómwan regresó al palacio, preocupado por no haber encontrado a Gyéo Fúntuo por ninguna parte de la ciudad. Pensando que quizá había regresado al páramo, ordenó que le prepararan un moa y que tres sirvientes lo acompañaran. Pero antes uno de éstos le dijo que el gobernador quería hablar con él de inmediato.
***
El gobernador no había podido conciliar el sueño. Entre varios problemas que había con los comerciantes, una sequía en una zona agrícola importante de la región y constantes disputas con las demás regiones, se sumó de repente el empeoramiento del estado de su hija y el constante temor de que en cualquier momento apareciera otra bestia para atacarla.
Durante varias semanas estuvo consultando con Zómwan acerca del pergamino que había encontrado. La inicial alegría se desvaneció cuando se dio cuenta de que se encontraba en un idioma desconocido que ni siquiera el sabio Zómwan podía entender. No obstante, éste le comentó de la curiosa anécdota en la caravana, en la cual al parecer el joven Gyéo Fúntuo había leído sin dificultad el contenido del rollo. Al saber esto, el gobernador quiso llamarlo de inmediato para hacerlo traducir todo, pero Zómwan pidió un poco de paciencia.
—Las circunstancias en torno a ese joven aún son muy claras, señor. Recomiendo que tengamos paciencia. Lo mantendremos observado para ver si es de confianza.
—¿Qué podrías desconfiar de él, Zómwan?
—Es posible que en su familia o su pueblo hubiera algún tipo de conocimiento que se nos hubiera pasado desapercibido. Si sabe hablar la lengua de ese pergamino, hay la probabilidad de que tenga alguna relación con la desgracia de su hija. En el mejor de los casos, podría ser benévolo y actuar a nuestro favor; en el peor, podría aliarse con la maldición.
—¿Crees que podría ser en realidad un hechicero conocedor de maldiciones?
—Es una posibilidad, pero no quiero concluir nada; y si llega a recuperar la memoria, hay que intentar que no sea por medio de ese pergamino. Pero como le digo, todavía quiero evaluarlo más, ver su potencial y examinar mejor su comportamiento.
—Está bien, haz lo que quieras. Pero prométeme que apenas estés satisfecho con él, harás que intente todo lo posible por traducir ese pergamino.
Zómwan asintió humildemente.
***
Entonces tocó Zómwan a la puerta, y dándole permiso para entrar, el gobernador le expresó su apoyo para encontrar a Gyéo Fúntuo, brindándole más sirvientes y soldados para acompañarlo, pero bajo una condición:
—Apenas regrese, le daremos a traducir el pergamino, sin importar lo que piense, maestro.
Zómwan comprendió la preocupación del gobernador, y aceptó resignado.
Cuando estuvo solo, el gobernador no supo si ir a contarle todo a su esposa, pero pensó que lo que menos necesitaba ahora era sentirse culpable por haber echado del palacio a una esperanza más para su hija.
***
Era más de media noche cuando los soldados y sirvientes estuvieron listos para salir con Zómwan. Planeaban seguir la calle principal que conectaba a las afueras de la ciudad y continuar por la carretera en la que lo habían encontrado, siguiendo la corazonada de Zómwan.
Ya habían salido unos metros cuando a lo lejos aparecieron varias figuras ensombrecidas por la noche, aunque iluminadas por pequeños fuegos azules y rojos que se mezclaban entre sí. Al caer en la cuenta de lo que eran, se le congeló la sangre a Zómwan. Rápido se dio la vuelta y gritó que sonaran la alarma a los soldados que custodiaban la puerta.
En instantes, enormes cuernos de bronce hicieron vibrar a la ciudad entera con un fragor agudo. Las puertas fueron cerradas apenas Zómwan y los demás entraron. Los pocos habitantes de la ciudad que aún se encontraban afuera se apuraron a refugiarse en sus hogares, y los que ya estaban adentro se mantenían juntos esperando a que pasara el nuevo ataque. Zómwan volvió a toda prisa al palacio, dando órdenes a los soldados para prepararse. Las bestias, que al principio parecían una sola sombra amorfa, fueron separándose en decenas de quimeras con ojos de fuego y dientes incandescentes. Los soldados desde las torres los observaron con horror, pero se mantuvieron firmes y se prepararon para atacarlos con flechas y agua hirviendo como ya habían hecho antes cuando una se acercaba, pero esa vez parecían ser docenas y docenas de ellas, y tuvieron miedo de ser superados en fuerza.
En el palacio, Onyená se encontraba durmiendo, víctima una vez más de sus pesadillas, cuando el clamor de la alarma de ataque sonó tan fuerte que logró despertarla a ella y a su madre. Ésta abrió los ojos aterrorizada y se levantó para salir de la habitación. Afuera justo la esperaba su marido, que la abrazó para suavizar la horrible noticia:
—Otra vez sucederá.
La señora Amúgona casi cae bajo su propio peso, y al mismo tiempo escuchó el movimiento de las armas y las armaduras de los soldados llenando el palacio.
—Esta vez me dicen que son muchos.
La señora Amúgona se soltó de sus brazos y regresó corriendo a abrazar a su hija con fuerza, llorando con desesperación.
—Madre, ¿viene otra vez, verdad? —preguntó Onyená, respirando con dificultad, al borde de un ataque de pánico.
Su madre sólo siguió abrazándola y empezó a cantarle una canción muy cerca de su oído.
El gobernador, lleno de angustia, cerró la pesada puerta y ordenó que veinte soldados la custodiaran. Después se dirigió a la torre del palacio para observarlo todo.
***
Las bestias llegaron pronto a las puertas de la ciudad y fueron recibidas por flechas, pero eso no evitó que sus embestidas y mordiscos empezaran a crear grietas en el grueso metal. Cuando el agua hirvió lo suficiente, fue arrojada sobre ellas y varias lanzaron gemidos de dolor, pero por lo demás no fue suficiente para evitar que las grietas se hicieran cada vez más grandes hasta lograr abrir agujeros lo suficientemente amplios. Al otro lado esperaban los soldados, recibiéndolas con flechas y lanzas. Unas cuantas criaturas sucumbieron a las heridas, pero las demás se lanzaron en manada contra los soldados, que desenvainando sus espadas empezaron a darles lucha.
Siguiendo la naturaleza con la que habían sido creadas, las criaturas preferían evitar a los soldados y rodearlos, pues su único objetivo era la señorita Onyená y no querían perder el tiempo atacando a nadie a menos que fuera absolutamente necesario. Gracias a su basta experiencia militar, los soldados lograron derribar a varias de las bestias, pero esta vez eran demasiadas, al menos cien, y las bajas de los soldados tampoco se hicieron esperar.
Desde la torre del palacio, junto con Zómwan, el gobernador dio la orden, a través de un enorme cuerno que amplificaba su voz, de que se concentraran los soldados alrededor del palacio. No temía por los civiles, ya que todos estaban refugiados en sus casas y las criaturas no iban tras ellos.
Los soldados se prepararon para interceptar a las criaturas en las entradas del palacio, bien cerradas y trancadas por dentro, y aun ahí esperaban más soldados dispuestos a perder la vida. Cuando el choque fue inevitable, las criaturas se precipitaron directamente a las puertas, y la batalla por liberarse de los soldados fue tan feroz que pronto el suelo se tiñó de sangre de ambos bandos.
Los fuertes impactos de las bestias contra las puertas retumbaban por toda la casa. En su habitación, madre e hija los sentían y lanzaban gemidos de horror con cada uno. El gobernador, viendo que los animales endemoniados eran demasiados y estaban prácticamente pasando sobre los soldados, bajó rápido de la torre para unirse a la defensa de la habitación.
Zómwan se quedó dirigiendo a los soldados y rezándole a los dioses.
***
La puerta del palacio finalmente cedió ante el peso de las bestias, que en tropel entraron para encontrarse con los soldados del interior. Esa nueva lucha sumió a todos en la desesperación, pues las criaturas sólo tenían en mente encontrar a la hija, y en su carrera los soldados intentaban con todos sus recursos al menos impedir su avance y encontrar cualquier oportunidad para matarlos. Pero incluso cuando los soldados de afuera se unieron a la lucha y usaron todas sus fuerzas para someterlos, nada funcionó. Se sentía en la piel cómo las enormes patas de las bestias se dirigían a la habitación de Onyená, que con los ojos perdidos se sumía en un trance de horror al saber que sus pesadillas se iban a cumplir en cualquier momento.
El gobernador desenvainó la espada junto con sus soldados en cuanto la primera bestia apareció por el pasillo adelante de la habitación. Parecía una especie de ave gigante de cuello corto, brazos pequeños, cola larga y las mandíbulas más enormes que hubiera visto en su vida. Sus ojos, como los de los demás, eran llamas azules, y sus dientes largos como espadas estaban rojas de fuego. El animal se abalanzó sobre el pasillo haciendo temblar el suelo, con la boca abierta emitiendo un fuerte grito. El gobernador fue el primero en correr hacia él, y al esquivarlo le clavó la espada en una de las patas. Los demás soldados lo imitaron y pronto la bestia se vio empalada desde varios ángulos, pero ninguno logró darle en la cabeza. En el forcejeo, la bestia se las arregló para atrapar a uno entre sus dientes y partirlo por la mitad, a otro lo estrelló contra la pared con su cuerpo, y uno más quedó con la cabeza aplastada bajo una de sus pesadas patas. El gobernador aprovechó que los soldados lo detenían para intentar subirse sobre su lomo y atravesarle la cabeza, pero fue noqueado por la enorme cola, que con la contundencia de un árbol le cayó encima. La bestia ni siquiera esperó a matar a todos los soldados; como de costumbre, sólo acabó con los suficientes para que no le estorbaran, y en un segundo estaba arrojándose contra la puerta de la habitación, detrás de la cual la hija gritaba mientras la madre la cubría con su cuerpo, gritando igual o más fuerte que ella.
La puerta se hizo pedazos al fin, y la bestia se lanzó al interior con un chillido como de victoria. Madre e hija sintieron el calor del fuego de los dientes y de los ojos de la bestia a pocos metros y se abrazaron cerrando los ojos con fuerza. Pero pasaron unos segundos y no sentían a la bestia acercarse ni gritando. En un último arrebato de esperanza, la señora Amúgona se dio la vuelta y vio que el animal demoníaco se había quedado como congelado en su lugar, totalmente paralizado, e instantes después su cuerpo empezó a desmoronarse en lo que parecía ser polvo, el cual se hacía cada vez más pequeño hasta volverse invisible. Desapareció poco a poco la cabeza, con sus ojos y colmillos de fuego, luego el cuerpo, las patas, y finalmente la cola. Detrás del polvo apareció la figura de alguien, aclarándose conforme la vista se aclaraba, hasta descubrir la imagen de Gyéo Fúntuo de pie en el umbral de la puerta. Onyená tuvo también el valor de mirar, y logró ver cómo los últimos restos de la bestia se desvanecían en el aire, frente a un Gyéo Fúntuo inexpresivo.
—¿Están bien? —preguntó Gyéo Fúntuo, pues aunque era evidente que sí lo estaban, Zómwan le había enseñado que eso debía preguntarse de todos modos.
Ninguna contestó, pues detrás de él, a lo lejos en el pasillo, apareció otra de las bestias. Ésta parecía tener el cuerpo de un hipopótamo, pero gigante y con la cola larga; la boca era un pico incandescente, y sobre sus ojos de fuego, coronando su cabeza, estaba lo que parecía un enorme abanico de carne. Esta nueva criatura cargó contra los últimos soldados que quedaban, lanzándolos contra las paredes, y centrándose en la habitación ahora abierta. Onyená se volvió a esconder en los brazos de su madre. Ésta se quedó observando a Gyéo Fúntuo más con miedo que con esperanza. Gyéo Fúntuo encaró a la bestia, y en cuanto ésta estuvo a punto de impactar contra él, explotó en millones de partículas de lo que parecía polvo negro, que una vez más se volvió nada en poco tiempo.
Otra bestia, similar a un moa gigante, apareció por el pasillo. Pero esta vez Gyéo Fúntuo caminó hacia ella, y al encontrarse, el animal también se desmoronó. Caminó así Gyéo Fúntuo de un lado al otro dependiendo de por dónde vinieran las bestias, siempre asegurándose de no alejarse mucho de la habitación.
Así fueron cayendo uno a uno los animales que pretendían llegar hasta Onyená. Todos se volvían polvo y luego nada apenas se aproximaban a Gyéo Fúntuo, y a veces ni siquiera tenían que acercarse, sino que bastaba con que él los detectara de lejos. Los soldados que estaban persiguiendo a las bestias dieron cuenta de todo cuanto pasaba, y obedecieron a Gyéo Fúntuo cuando éste les encargó decirle al resto de los soldados que no arriesgaran su vida en vano y que dejaran pasar a los animales. Pero los demás soldados, que no habían visto lo que había sucedido, no les creyeron a los soldados que sí lo habían hecho, tachándolos de locos y cobardes.
Cuando a su tiempo murieron todos los monstruos que habían entrado al palacio, se le informó a Gyéo Fúntuo, que finalmente se sintió seguro para dejar su puesto frente a la habitación de Onyená y se apresuró a llegar a la puerta del palacio, donde esperó a los pocos monstruos que habían quedado rezagados y les dio la misma muerte.
Al final, el palacio quedó cubierto de sangre, tanto de los soldados como de los monstruos. Los cuerpos de ambos bandos yacían por todas partes, así como miembros mutilados y heridos que apenas podían mantenerse conscientes. Por lo demás no hubo ninguna baja civil, y la madre y la hija estaban ambas a salvo, esta vez llorando de alivio.
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