El parque del lago 1


La llegada al Parque del Lago. Los recién graduados se instalan en sus cabañas.


Después de un último año universitario en el infierno, decidimos pasar una semana de vacaciones en el célebre Parque del Lago.

***

Habíamos calculado todo para llegar en una fecha en la que, teníamos la certeza, estaría casi vacío. Si bien nada más llegar fuimos recibidos por algunas familias con niños que nadaban en los canales entre las cabañas, nos bastó solicitar que las nuestras estuvieran en una de las zonas más alejadas. Llegamos así a una zona que casi rozaba la negra selva, donde en efecto no se escuchaba más que los pájaros, los peces que saltaban para cazar insectos, y muy pocos vecinos que disfrutaban de sus vacaciones solitarias, que poco podrían hacer para arruinar la tranquilidad que tanto necesitábamos.
Genáo y su novia Líru ocuparon la cabaña 48; Kuésta, Ánke y yo ocupamos la 49.

***

Por accidente metieron mi hielera en la cabaña de los novios, y la suya en la nuestra. Fuimos Ánke y yo a avisar a Genáo. Tan similares eran los contenidos que al principio decidimos mejor dejarlo así, total estaban llenas de cerveza y dulces fríos; no obstante, al menos quería recuperar mi termo lleno hasta el borde de té de bambú, y mientras lo buscaba debajo de tantas cervezas heladas y hielo, Genáo quiso saber más sobre mi tesis y empezó a hacer preguntas mientras instalaba las hamacas:
—No veo a qué le buscas tanto a mi tesis justo ahora —le dije.
—Es que ahora más que nunca te ves demacrado —contestó tras abrir una cerveza, dio un trago y añadió—: Te conozco, amigo. Sé que no disfrutarás estas vacaciones mientras no lo saques de tu sistema.
—No tengo nada que ventilar —encontré mi termo y saqué la mano.
—Aprovecha ahora que te doy la oportunidad —se acostó de un salto en la hamaca y empezó a columpiarse—, estoy de buenas y te puedo aguantar tus berrinches si con eso se te borra la mala cara durante esta semana.
—¿En qué concepto me tienes?
—No te enojes, amigo, sólo quiero que puedas por una vez relajar tus hombros.
Derrotado, me dejé caer en la misma hamaca, quedando sus pies junto a mi cabeza y los míos junto a la suya.
—Esta hamaca no se siente muy sólida —dije—. Debieron traer aunque sea una colchoneta.
—No nos pasará nada.
—Todos estos años escuché cómo rechinaban la cama por la noche.
—Decidimos no causar tanto escándalo mientras estemos acá.
—A ver si Líru lo recuerda después de cinco cervezas, y Kuésta trajo vodka y otras porquerías.
—¿Eso es lo que te molesta?
—Nada me molesta.
—Claro, amigo, sólo sigue hablando, yo te escucho.
Pero mejor me levanté y salí de la cabaña, y cuando iba de camino a la mía, Líru me salió al paso y preguntó riendo:
—¿Te peleaste con Genáo?
—Le dije que no deberían dormir en una hamaca.
A lo que ella me dio una palmada en el hombro.
—Ya, tranquilo, te prometo que ni nos vas a oír.
Cuando entré a nuestra cabaña, Ánke aún estaba desempacando y Kuésta ya se había tumbado en su hamaca.
—Luego buscas si ves mi traje de baño en tu maleta —me dijo Kuésta.
—¿Por qué lo tendría yo?
—No debería ser, pero es que no lo encuentro ni en mi equipaje ni en el de Ánke. Le acabo de pedir a Líru que vea si aparece en su equipaje o en el de Genáo.
Abro mis maletas y acomodo mis cosas. Entonces recordé mi té de bambú y lo metí en el minirefrigerador.
—Voy a caminar por la orilla en un rato, ¿me acompañan?
Ánke aceptó, pero de inmediato pareció recordar algo y se echó para atrás.

***

Esta arena no se decide si ser tosca o suave, pero si entre las piedras un pie descalzo encuentra un nicho lo bastante amable para permitirle dar un paso, lo aceptan como un colchón húmedo y que suena como a mordidas. Veo que el agua tampoco se decide a ser del todo transparente u opaca, pero en sus momentos de mayor claridad me siento ahogado por lo polvoriento del lecho lacustre, y en sus zonas más sólidas me incomoda lo poco agua que se ve, más pastizal hecho líquido. Sé que se han avistado cocodrilos y serpientes acuáticas, una vez un rinoceronte pigmeo que llegó nadando les dio a todos un susto y pensaron que había un nuevo monstruo en Danzílmar. Pero ante todo los insectos aprovechaban la calma del agua y poco temían de deslizarse sobre ella. Quiero ahora meter los pies y sentir esa falsa superficialidad, pues es fácil irse hasta los muslos pensando que con las espinillas sería suficiente. Hago un pozo con mis manos y me llevo agua a la cara, luego al pelo. Me doy cuenta de que me he alejado bastante y casi ya no se ve el Parque del Lago. Si me muriera ahora mismo, sin haber tenido la decencia de alejar mi cuerpo de la orilla, mi cuerpo se hundiría y quedaría sepultado por el polvo del lecho lacustre. No notarían mi ausencia en muchas horas y quizá sea lo mejor para mí; más tiempo para hornear el misterio y, algún día, la leyenda del recién graduado al que se tragó el Parque del Lago. Pero comienza a hacer frío, y eso es de las pocas cosas que no soporto mucho. Enfilo de vuelta hasta que veo a uno de los viejos vecinos chapoteando en el lago, sacudiéndose el agua al asomar su cabeza plateada, y llevándose el pulgar y el índice al bigote. Llego a la cabaña y escucho ruidos. Las cortinas están corridas pero no cerraron la ventana, con un dedo me abro espacio entre una de ellas y veo un fiero bulto humano en una de las hamacas. Alejo la cabeza y regreso sobre el puente que va a tierra, pero me desvío por el puente que lleva a la cabaña 48. Escucho por un instante y apenas hay respiraciones humanas y rechinidos metálicos muy agudos. Con el mismo procedimiento vuelvo a inspeccionar, y el mismo cúmulo de humanidad encerrado en la misma hamaca, que se convulsiona en su indecisión de columpiarse o permanecer estática. Me vuelvo a alejar, esta vez hacia tierra firme, y en mi camino aparece el viejo de hace un rato, que ahora luce un cuerpo robusto y muy velludo. Me observa como si entendiera algo que yo también entiendo, queriendo ignorar lo que yo también quiero ignorar. Sin más nada que hacer, me siento en una de las bancas a los pies de unas palmeras. Si al menos tuviera mi termo conmigo. Podría ir a la cafetería a comer algo, pero mi billetera también está en la cabaña.
Parpadea entonces un color azul intenso. Volteo hacia arriba, pero no hay nada.

***

Poco se han llenado los estómagos tras la cena de pescado frito, camarones y otras cosas que antes nadaban, pues pronto, bajo el refugio de la cabaña 49, se habrían de instalar a pasar el rato antes de dormir. La puerta y ventana abiertas para disfrutar del frescor del lago, y también para ver de tanto en tanto el fuerte contraste entre la iluminación del mismo con lo negro de la selva al fondo. Ánke en particular se quedó sentado frente a la ventana que daba al agua, deleitándose con los matices de luz que poco a poco se iban perdiendo a la lejanía. Le gustaba ese cambio gradual, esa fantasmagórica línea fronteriza entre la paz y el terror de un lago cuyo parcial verdor es un deleite a los ojos, y a lo lejos un mal sueño. Varias veces tuvo que convencerse de que no se había quedado dormido; pestañeó con fuerza tres veces, y luego hubo un cuarto pestañeo que en vez de ser negro fue de un azul intenso, y que no fue causado por sus párpados. Ya despabilado, asomó la cabeza por la ventana.
—¿Y sí escucharon lo del rinoceronte pigmeo? —preguntó Genáo
En medio de todos se desarrollaba un juego de damas chinas. Dézen iba a la cabeza ya con siete canicas adentro de la base rival, le seguían Kuésta con 5, Líru con 4 y Genáo sólo con 1.
—Podría estar justo debajo nuestro —dijo Líru, haciendo saltar varias veces su canica.
—¿Por qué le tendrían miedo a un rinoceronte pigmeo? —preguntó Dézen, que dio otro sorbo a su té de bambú.
—Daba miedo cuando no sabían que era un rinoceronte pigmeo, sino algo más —dijo Genáo.
—No atacan a la gente, ¿verdad? —preguntó Líru.
—Que yo sepa, sí, pero sólo si tú empiezas.
—Desde ahí nos avisas si ves algo raro en el lago, eh, Ánke —dijo Kuésta.
—No hay jorobas ni movimientos raros todavía —respondió éste.
—¿Qué le ves tanto al lago? —alzó la voz Dézen— Ahí estará mañana, y en diez años, pero yo ganando en este juego sólo se verá una vez.
Cayó la canica final, y Dézen se levantó ante las exclamaciones de derrota de los demás. Acompañó a Ánke en la ventana.
—Si al menos fuera un cocodrilo o una boa.
—A ti te mordió uno de esos una vez, ¿o no, Ánke? —dijo Kuésta.
—Me mordió un tiburón loro —Ánke descubrió una mancha rojiza en su pantorrilla derecha—, fue cuando estaba haciendo prácticas en Lyána.
—Por eso ahora te asusta el agua —rio Genáo.
—No me jodas, que no es miedo sino respeto, y aquí se pueden esconder muchas cosas que quizá no sean fáciles de explicar.
—Cierto que tú habrías estudiado criptozoología —dijo Dézen.
—Tal vez entonces sí, pero si sería más interesante descubrir un rinoceronte pigmeo con un comportamiento raro que un monstruo.
—A ver, tú que sabes, ¿por qué un rinoceronte pigmeo se pondría a vivir como hipopótamo?
—Lo más probable es que esta adaptación le ayude a encontrar comida donde antes no podría.
—Huy, tendremos una nueva especie de delfín en un millón de años —dijo Líru.
—Es el tiempo —dijo de repente Genáo—, el tiempo como excusa de todo cambio. Ya lo habían pensado los filósofos errantes de Prámi. El lago se ve inmóvil porque lo alimenta un río subterráneo, y esta inmovilidad debe estar sostenida por una movilidad ahí adentro en la tierra. El tiempo mueve la corriente y desemboca en la quietud.
—En la quietud evolucionará un día una ballena de un rinoceronte —dijo Dézen—, y luego descubriremos que su aceite es combustible para las máquinas del tiempo y lo llevaremos a la extinción.
—A mí también me dejó algo una marca —dijo Líru, y se descubrió la espalda baja—, casi no se ve, pero cuando era niña me picó un ciempiés marino cuando fui a la playa; casi no se ven los puntitos pero sí se sienten.
Uno a uno pasaron a sentir los dos cráteres casi invisibles que habían dejado las mandíbulas de dicho ciempiés marino, maniobra que Genáo aprovechó para darle una mordida con los dedos en un glúteo, haciéndola saltar.
—¿Así se sintió?
Haciéndose la ofendida, Líru intentó regresarle el piquete en donde alcanzaran sus manos, y se habrían enfrascado en un juego cursi si Dézen no hubiera interrumpido:
—¿Me creerían si les dijera que a mí me falta un pedazo del pene?
El juego terminó de inmediato, y en los silencios repentinos habían sonrisas nerviosas, como esperando que fuera todo otro juego, pero al ver que Dézen no se retractaban, se acomodaron para afrontarlo con más comodidad.
—Tenía seis años, fui con mi familia a la selva de Yáok de vacaciones. Nos instalamos en un hotel en medio de la selva, los muros llenos de enredaderas, todo decorado como árboles; me gustó, un día quiero volver. En fin, para no alargarme mucho, me metí a al rio a jugar con mi papá y un rato después empecé a sentir una fuerte comezón en el prepucio. Le avisé a mi papá y me llevaron a revisarme. Resulta que algo me había provocado una irritación en la piel y tenía una pequeña ampolla que sangraba un poco. Me recetaron una crema y que no volviera a entrar al agua hasta que pasara. Unos días después estaba mejor, por lo que volví al rio y por varios días todo estuvo bien. Pero el último día, cuando me animé a ir más lejos con mi papá, sentí de nuevo la comezón. Mi papá se apuró a sacarme del río, pero justo antes de salir... ¡Ñam! —hizo un gesto de mordida con la mano.
Los demás tuvieron un sobresalto, y esperaron ansiosos que el relato continuara.
—Resulta que por la irritación había comenzado a sangrar un poco por el prepucio, y un gémpi rojo justamente se metió en mi pantalón cuando mi papá me estaba sacando. El gémpi olió la sangre y pensó que había encontrado una presa débil.
—Pero un gémpi es muy pequeño y su mordida muy débil para causarte gran daño —dijo Ánke.
—Así es. De hecho, la mordida ni siquiera me dolió mucho y apenas dejó una marca.
—¿Entonces qué pasó? —se apresuró a preguntar Genáo.
—Pues lo obvio. La mordida se infectó, y, aunque me trataron de inmediato en un hospital, no cedía. En cuanto apareció la necrosis no quedó de otra opción, tuvieron que amputarme toda la zona del glande.
Justo entonces se escuchó un ruido húmedo y contundente bajo sus pies. La sorpresa les hizo levantarse y conjeturar en sus cabezas posibles explicaciones, intentando alejarse definitivamente del rinoceronte pigmeo o alguna otra criatura desconocida.
—Ya vamos a dormir —dijo Líe, que tiró de la manga de Genáo.
Ambos se despidieron llevándose sus cervezas sin terminar y salieron. Aún con todo el alumbrado que anaranjaba las cabañas y el lago, seguía habiendo algo de oscuro, quizá porque lo negro de la selva resaltaba por todas direcciones más allá de los límites del Parque del Lago, dejándolo aislado del mundo.


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