Avestruz
Una gaviota se cuestiona la naturaleza de las gaviotas y se imagina un ave con las cualidades opuestas a las suyas.
[1]Abrí los ojos y vi a mamá tras el agujero que mi pequeño pico había hecho a través del cascarón. Ya había visto las sombras casi amorfas, y escuchado los apagados sonidos del mundo exterior desde que todo mi cuerpo estaba cubierto por la yema. ¿Habría fuera del huevo un mundo similar o sería por completo diferente? Ambas posibilidades me parecían igual de aterradoras, pero era un hecho que tenía que salir de ahí. Siendo sinceros, nunca estuve muy cómodo ahí dentro; no había nada que hacer, no había propósito, no había confort, decidí que al salir iba a intentar buscar en el mundo exterior aquello que sentía que me faltaba dentro del huevo.
Mamá salió volando y chillé, mis hermanos y hermanas también chillaron y alzaban sus cabecitas, empezaron a salir de sus huevos y ninguno me vio ni me lanzó un graznido. Se atropellaron torpemente en el nido y yo me quedé un poco más en mi huevo hasta que mamá regresó, por instinto alzamos los picos, suplicando ser alimentados. Me sentí desesperado; mis hermanos y hermanas se atropellaban aún más a los pies de mamá y abrían los picos chillando. Nos dolía algo adentro y sólo sabíamos que mamá podría calmar nuestra desesperación. Mamá empezó a regurgitar una sabrosa masa rojiza en nuestros picos, a cada uno le tocaba menos y menos, temí que no quedara nada para mí, y fue verdad: no me tocó, pero mamá gaviota volvió a volar y yo chillé y lloré de hambre, y mis hermanos y hermanas satisfechos se habían puesto a picotearse entre ellos y a explorar los confines del nido. Mamá gaviota volvió y le supliqué “mamá, me muero, qué desesperación tan insufrible, algo me mata por dentro, por favor mamá”, y mamá alivió mi tormento con la mezcla rojiza que salió de salió de su pico y que cariñosamente vertió en el mío.
Así comencé a existir en la sociedad de las gaviotas. Por mucho tiempo no tuve contacto con mis compañeros de especie salvo por mi madre y mis hermanos y hermanas. Nunca logré comprenderlos, nunca me dirigían ni un sonido que compartiera sus pensamientos, únicamente se me acercaban para reconocerme picoteándome las plumitas y apoyándose en mí durante las siestas. Éramos seis en el nido. Uno murió por alguna razón una mañana, nunca supe por qué, simplemente amaneció muerto; un día antes había estado muy agotado, tirado en un rincón del nido y respirando con dificultad; sus plumitas se levantaban como el mar en un día de mucho viento. Mamá lo tomó con el pico por la cabeza y lo arrojó del nido. Una de mis hermanas también murió cuando, movida por su curiosidad y o imprudencia, se encaramó al borde del nido y resbaló; sus alitas, con apenas plumas, se agitaron desesperadamente en su intento por lograr apoyarse en un poco de aire para mantener el equilibrio. Un instante ahí estaba; al siguiente no. El único contacto que tuve con los demás de mi especie fue a través de los chillidos que nos llegaban a lo lejos, eso y las visiones lejanas que teníamos de ellos cuando sobrevolaban el mar y se veían tan pequeños, nada parecido a lo que éramos nosotros en el nido y tampoco se parecían a mamá. Me preguntaba si algún día cambiaría así como ellos y saldría del nido así como había salido del huevo.
Esa oportunidad llegó el día en que aprendí a volar. Mis hermanos y hermanas tuvieron miedo, pero yo estaba emocionado, pues iba a abandonar otro sitio en el que ya no me sentía cómodo e iba a poder habitar en el resto del mundo como los demás. Cuando llegó el momento me paré en la orilla del nido y miré al suelo, luego al mar, luego al cielo, luego al suelo otra vez y me arrojé. Mis alas ya desarrolladas se desplegaron y sentí el aire como un muro sólido debajo de ellas, me nivelé y luego alcé mi vuelo hacia el cielo. Entonces algo me incomodó terriblemente: había sentido la emoción de la experiencia nueva y necesaria para mi vida, pero por alguna razón ese acto tan natural en mi especie no logró alegrarme; no me sentí más vivo ni importante; sentí el aprender a volar como algo tan natural que no podía tener nada de especial, lo que me deprimió por completo y no me liberó de las inquietudes que había desarrollado en el nido. Alos pocos minutos de estar volando ya me sentía angustiado de nuevo.
No volví al nido. Me mezclé entre los míos y aprendí a pescar zambulléndome en el agua. Después de un tiempo me volví todo un experto; salía a pescar al alba y comía unos cuantos pescados, luego tenía algunas horas para vagar por ahí sobre la playa, el mar o el pueblo humano cerca del cual vivíamos. Mis compañeros no eran interesantes; cada vez que intentaba platicar con ellos acerca de mis experiencias volteaban la cabeza y me daban un pequeño picotazo como saludo, luego seguían chillando y se movían en los cables y se iban volando a pescar. Una vez vi a uno de los míos que igualmente se apartaba de los demás, permanecía horas observando el mar y volando muy cerca de los humanos. Quise decirle acerca de una idea que se me había ocurrido mientras observaba yo también a los humanos: “date cuenta de que ellos no se comen el pez tal y como nosotros, de algún modo les cambian el color, les quitan las escamas, pican la carne con pequeños dientes que tienen en las manos y desechan el esqueleto, ¿por qué nosotros no podemos ser así? ¿Tienen ellos algo que nosotros no sabemos aún? ¿No quisieras aprender sus secretos de cómo comer pescado de maneras tan diferentes? ¿No estás harto de tragarte el pescado completo?”, mas él sólo volvió a chillar y a volar. Sólo era una gaviota vieja que poco a poco se iba quedando sin energía, por eso contemplaba el mar y volaba poco. La observé durante días y vi que ya casi no volaba, y apareció muerta una tarde. Me dio un miedo atroz, al ver su cadáver devorado por los gatos, terminar de esa manera: muerto en el suelo, rendido ante el paso del tiempo, la vida escapándosele poco a poco hasta privarla del vuelo. Yo quise, desde entonces, que si había de morir, al menos fuera volando.
Como pasaba mucho de mi tiempo volando sobre las cabezas de los humanos, eventualmente logré escuchar detalles interesantes, aunque con poca importancia desde el punto de vista de una gaviota, como por ejemplo que la playa en la que nos encontrábamos la llamaban la Costa de Platino, ubicada en un lugar llamado Nió, al este de otro lugar aún más grande llamado Danzílmar. Me causó verdadera gracia que algún lugar pudiera estar dentro de otro lugar, y este dentro de otro lugar, así como yo había estado dentro del huevo y el huevo dentro del nido. Después me puse a pensar si tal vez, de ese mismo modo, todo aquello que podían contemplar mis ojos en realidad sólo se encontraba dentro de algo más grande, y miré al cielo y pensé que quizás ahí estaba el límite de ese lugar más grande, pero también ese lugar podría estar dentro de otro lugar más grande, y así y así hasta el infinito, pero ¿a quién le importaría, a quién le serviría de algo saber de la existencia de esos otros lugares tan grandes y lejanos a los que no podemos ir?
Otro día vi un enorme pez en el agua, era tan grande que pensé que en su boca podrían caber varias gaviotas de una vez, pero para mi sorpresa lo vi comiéndose otros peces. Quise acercarme para preguntarle por qué, siendo él un pez, comía a otros peces como él. ¿No sería más correcto que, si hay gaviotas que comen peces, haya peces que comen gaviotas? Pero por más que le hablé no me hacía caso, será que sólo los peces se entendían entre ellos, será que mis palabras no le llegaban a través del agua, y entonces me sentí de nuevo irritado porque me di cuenta de que no había diferencia entre hablar con los peces, algunos de los cuales yo comía, y hablar con mis compañeros, con los cuales no hacíamos nada más que picarnos y descansar al sol. Me sentí más a gusto con los peces, pues ellos al menos me podían dar su vida a cambio. Un día vi a ese mismo pez enorme dar un enorme salto en el agua hacia mí, vi sus enormes dientes, cada uno más severo que el pico de una gaviota, y el pánico se apoderó de mí, me alejé de él primero, pero luego pensé en aprovechar uno de sus saltos para hablarle, y con suerte me escucharía y saltaría de nuevo para responderme. El plan no funcionó; al siguiente salto le pregunté: “¿qué criatura eres?”, pero al siguiente salto no me contestó, sino que dio otra dentellada en el aire. Estuve meditando la razón por la que saltaba de esa manera fuera del agua, no le veía ninguna razón lógica, y luego se me ocurrió pensar que quizás era un pez que se había cansado de la vida de pez y había querido experimentar como se sentía volar en el aire. Esa idea me llenó de entusiasmo y me animó a volver a intentar hablarle. Me acerqué cada vez más a él, cuidándome de que sus dientes filosos no me atraparan, pues creía que la razón por la que se empeñaba en saltar hacia mí era para poder comunicarse conmigo, y como no entendíamos nuestros lenguajes, aquella era la única manera que él sabía para hacerlo; llegué a creer que se había dado cuenta de que yo era como él y estaba tan ilusionado por compartir sus experiencias como yo.
Mi desilusión llegó días después, cuando, al volar de nuevo hacia él para volver a intentar hablarle, uno de los míos fue por la misma dirección, dispuesto a zambullirse para atrapar un pescado pequeño. Yo había asumido que el gran pez no comía gaviotas porque sólo lo había visto comer peces, pero en ese instante saltó del agua y atrapó a mi compañero entre sus dientes, luego desaparecieron bajo el agua. Por un lado me felicité por acertar en mi idea de que un pez así comiera gaviotas del mismo modo que nosotras comíamos peces, pero de inmediato me sentí tan triste, tan traicionado, porque el único ser al que estaba empezando a considerar un posible semejante no tenía más intención que la de comerme, y esa tristeza se volvió un miedo obsesivo por esos peces enormes que comen peces pequeños y saltan para comer gaviotas.
El tiempo pasó y traté de olvidar el asunto. Me apareé con una hembra que había visto muchas veces pescando por la zona donde yo lo hacía; había nacido cerca de mi nido y fue de las primeras gaviotas con las que intenté platicar, pero hasta el día en que nuestros instintos nos movieron a juntarnos para procrear, nunca había notado nada interesante en ella; tan genérica como el resto, no concebía concepto más allá del que le dictaba su naturaleza. Medité por qué había aceptado aparearme con ella, quizá tenía la esperanza de que de mi descendencia surgiera otra gaviota similar a mí, o que quería intentar integrarme de una vez con el resto de mi especie, cumpliendo al menos con esa actividad a la que nuestros genes nos atrapan para perpetuar su infinita reproducción, sin más propósito que la búsqueda de la vida, evitando la muerte de la especie tanto como fuera posible.
La acompañé mientras empollaba nuestros huevos; le llevé comida todos los días hasta su pico mientras ella se dedicaba a brindarles calor, pero en su abrazo corporal no notaba más que el obligatorio cumplimiento de un instinto inviolable, una conducta maquinal que no lograba despertar verdadera admiración. Cuando nacieron mis pequeños tuve sentimientos encontrados; en ninguno de ellos vi parte mía; todos tenían la mente de su madre. La gestación había ignorado mis genes más importantes, los que me hacían darme cuenta del mundo como ninguna otra gaviota lo veía, y en su lugar se había centrado en los genes de mi pico y alas. Pese a eso, continué cuidando de ellos hasta el día en que aprendieron a volar, entonces se me ocurrió una idea y les sugerí que en vez de que cada uno volara lejos y se fuera del nido, sería mejor que todos permaneciéramos en el mismo hogar e hiciéramos un nido más grande, todos aportaríamos comida y materiales para el perfeccionamiento del hogar, pero todo cayó en oídos confusos; les parecía que lo natural, lo obvio, era volar del nido para conseguir el suyo en lugar de quedarse a fortalecer el que ya tenían.
Mucho tiempo seguí viendo a mis hijos volando por ahí. Mi hembra pronto volvió a poner huevos de otro macho, y yo decidí no volver a intentar reproducirme, tal vez porque el trabajo durante mi tiempo como padre me había cansado, o porque ya no quería darle a la naturaleza la satisfacción de volver a propagar mis genes.
Continué con mis solitarias observaciones el resto de mi vida. Cerca del final, cuando ya era una gaviota vieja y sentía cómo la energía abandonaba mis alas, hice una pequeña reflexión: así como nosotras las gaviotas somos de una manera, quizás exista otro tipo de pájaro que sea nuestro opuesto exacto. No hablaba de pelícanos o de las demás aves que siempre veía por ahí, sino otras que, si alguien las viera, diría: “esa es una gaviota con todas sus propiedades invertidas”. Nosotras tenemos alas largas, patas pequeñas, picos largos y finos, cuellos cortos, plumas que nos cubren la cabeza, colores claros, y este pájaro hipotético tendría piernas grandes y fuertes, alas pequeñas, incapaces de volar, colores oscuros, cuellos largos y cabezas calvas, deberían habitar además en un lugar diferente al mar; tener patas así de grandes sería más apropiado para correr por grandes distancias, así que de esa imaginación saqué también la existencia de un lugar en el que haya mucho espacio para correr.
Estas meditaciones fueron hechas con la superficialidad de un sueño. No volví a pensar en ellas hasta el último día de mi vida, en el que, encontrándome pescando de mañana, como era mi rutina, de repente mi pico atrapó un pez que nunca en mi vida había visto, rojo como un litro de sangre, con ojos tan negros como el mar a medianoche, de su espalda salían dos espinas que se movían al mismo tiempo que sus aletitas casi transparentes, y su cola era como cuando la luna está haciéndose grande o chica. Iba a tragármelo cuando este pez habló de repente:
“Si me comes, tu mayor deseo se volverá realidad, pero también tu mayor pesadilla”.
Sin saber qué pensar ante esas palabras, me quedé volando con el pez en el pico, con un contradictorio sentimiento de miedo y emoción. Intenté hacer que volviera a hablar, impresionado de encontrar a un pez capaz de comunicarse conmigo, pero fue como si, después de haber dicho esas palabras, su mente con conciencia hubiera vuelto a ser como la de los peces normales. Volé más alto, porque sentir el aire fresco de las alturas usualmente me ayudaba a pensar mejor. ¿Sería verdad lo que este pez había dicho? ¿Por qué no decir algo con más sentido, como: “déjame ir y tu mayor deseo se volverá realidad”[2]? No me lo habría creído tampoco, pero habría tenido sentido poniéndome en el lugar del pez. Estos pensamientos me aturdieron tanto que caí tarde en la cuenta de que, habiendo pasado demasiado tiempo fuera del agua, el pez ya estaba muerto.
Ya siendo inútil lamentarme, y sintiendo la necesidad de saciar mi hambre, lo engullí de un bocado. Y entonces, mientras aún seguía volando hacia el sol, volvió a aparecer frente a mis ojos esa mítica ave que había aparecido como resultado de mis juegos invirtiendo las características de mi especie. Lo vi imponente frente a las pequeñas gaviotas; no podía volar, pero podía reflexionar. Claro, la habilidad de reflexionar, aquello de lo que carecen las gaviotas. Esta ave, al ser nuestro opuesto, tendría que tener la capacidad natural de observar su mundo con otros lentes que no fueran los del instinto. Ni el deseo de encontrar otra gaviota como yo, ni el de tener hijos que compartieran en algo mi pensamiento fueron tan fuertes en ese momento como mi deseo de convertirme en esa ave. Y sucedió.
Me sentí caer. Mis pequeñas alas ya no atrapaban el aire, mis poderosas patas pataleaban y sentían el viento y la humedad de las nubes, mi cuello largo y mi cabecita sin plumas sentían el calor del sol. Me había convertido en mi mayor deseo. Pero ¿y mi mayor pesadilla? Claro, ¡imbécil de mí!, tenía que comérmelo estando justo encima del mar, justamente en donde ya había razonado que el ave en el que ahora me encontraba convertido no podría vivir.
***
Veo a ese pez enorme que come peces y gaviotas; cada vez se hace más grande. Salta fuera del agua, ansioso por recibirme con su eterna sonrisa hipócrita.
[1]Aparentemente este cuento está inspirado en una vieja leyenda danzilmaresa que narra el nacimiento de los moas.
[2]El pez decía esto en la leyenda original.
Se puede decir que tuvo una buena vida.
ResponderBorrarQue interesante relato, de como mezclas el personaje de un polluelo con ese pensamiento humano de conseguir algo imposible. Enhorabuena. Un saludo de ANTIGÜEDADES DEL MUNDO
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