Un libro perfecto 1

 



Írgend asiste al funeral de su abuelo.


Leí alguna vez en un libro de Ráu Shórsta un pensamiento que, pese a su fugacidad y poco desarrollo, resonó en mi cabeza igual que un timbal cuya membrana hubiera sido remplazada por una placa de aluminio. Recordé esta cita un día después de que mi primo Zái me enviara un correo electrónico con un mensaje triste y sorprendente, por el cual al día siguiente tomé el metro para dirigirme a la ciudad de Útod. Parafraseando, lo que leí del famoso escritor, hace ya tantos años que ni recuerdo el título del libro, decía: “Un libro es perfección en potencia, pero una vez publicado la perfección se le cierra”. Para ser exactos, lo recordé mientras el metro cruzaba la primera parte del puente del lago Dên. La isla de Útod ya había dejado de ser un trazo en la lejanía y daba la impresión de que era ella la que se movía hacia nosotros, o así imaginé que lo verían los conductores; yo no podía saberlo; por la ventana de mi camarote sólo veía el mar y algunas de las miles de islitas que salpican el lago. Hubo un tipo de ruido (primero lo relacioné a una rama que, viva y veloz, había raspado la ventana del camarote; pero luego pensé que eso no podría haber sido, porque estábamos sobre un puente) que me salvó de caer dormido, pues la constante cavilación sobre el correo que había leído horas antes me agotaba. El mensaje decía: “Hola, Írgend. Lamento informarte que el abuelo murió ayer. El entierro será en dos días y vamos a estar todos aquí. Significaría mucho para nosotros si vinieras”. Inmediatamente después de que aquel sonido misterioso hiciera aparecer en mi cabeza las palabras de ese gran autor, no pude dejar de rodar en mi litera intentando pensar qué rincones de mi mente se habían despertado para acceder a la petición de mi primo.
Yo tendría más o menos diez años cuando el abuelo comenzó a hablar de su libro perfecto, el libro que englobaría todos los libros, tras el cual todo intento literario causaría, en la situación más generosa, risillas como las de los que acaban de oír una curiosa nimiedad, y en la peor situación provocaría chasquidos de labios y ojos indiferentes, como el que se propone llamar la atención sobre un tema que a nadie importa y a nadie sirve. Pero mi abuelo decía que escribir el libro perfecto tenía un costo: nunca debía ser publicado, nunca, nunca. En aquel tiempo esos temas no eran de mi interés, pero la montaña rusa de la vida decidió que en algún punto de mis XXX años me encontraría recorriendo caminos no muy admirables que digamos; todos decían que había salido del camino seguro y que me encontraba cayendo de cabeza, en constante peligro de perecer; a mí me parecía que eran los demás los que se habían alejado y que me encontraba solo soportando las piruetas de la vida. Pero en una de esas piruetas cayó sobre mí una luz que con toda valentía vino caminando hacia mí sin importarle la violencia con la que mi vida se movía, se sentó junto a mí, y entonces, por primera vez, sentí el placer del freno, del disfrutar de la calma, la cordura que proporciona ver los objetos moverse a velocidad normal, y con ella aprendí el placer de lo estático, de aquello que permanece imperecedero en la forma de signos incrustados en papel, y me hacía pasar las manos para sentir la textura áspera pero dulce del cartón endurecido y las páginas secas, que cuando eran nuevas se sentían como su piel de seda, y cuando eran antiguas se sentía como cuando me hablaba con su voz de sabia, como una mujer que es cientos, miles de otros seres, ahora morando dentro de esa bella cabeza, la cabeza infinita de Selá. Y de nuevo en mi mente aparece la idea de perfección, y antes de que las sílabas desaparezcan de los oídos de mis recuerdos ya está su rostro frente a mí, y sus libros (sus montañas de libros, la tumba que me acogió durante años) y su imagen ya no podían separarse de la palabra “perfección”, como si el signo lingüístico hubiera hecho una excepción en su ley de arbitrariedad, y permitiera a Selá convertirse en una relación objetiva, indesligable, con aquél concepto, inalcanzable para todos los demás salvo para ella.

***

La levitación magnética del metro, intento pensar en ella después para distraerme de la perfección de ese supuesto libro. Me acuesto en mi litera, pero el masaje magnético, magia para los ignorantes como yo, me adormece, y siento que la tierra bajo el tren es la que pasa muy rápidamente y envía una sensación de hielo a lo largo de mi espalda. No me doy cuenta cuando de repente llegamos a la estación de Útod. Suena de los altavoces: “Estación de Útod, 5:34 pm”. Con toda calma me aseo la cara en el baño antes de salir. Los pasajeros de los cuales esta ciudad es destino se aprietan en los pasillos; el resto permanece en sus camarotes, esperando que el tren no tarde mucho en volver a partir. Me meto entre el tumulto de las gentes que han llegado desde Híns, Nió, Máryo, Yáok, o de otros pequeños pueblos por los que el tren hace su recorrido a lo largo de los páramos y selvas de nuestro país. En toda esa gente hay prisa y calma, pero si no descienden pronto, esa calma se esfuma. Incluso después de que se hayan bajado todos, aún tiene que pasar el boletero para asegurarse de que no haya ningún rezagado en su camarote, dormido o ebrio, como ya ha sucedido, porque el drama que se desencadena si alguien no se baja en su estación alcanza los periódicos y las redes sociales. Apenas salgo hago pedazos mi boleto “Híns-Útod” y lo arrojo a un bote de basura, luego avanzo entre la gente que quiere entrar y mis compañeros que acaban de salir; nuestro grupo se disuelve al subir las escaleras y vuelvo a ver el cielo. Y ahí estoy: Útod, la antigua capital de los dioses, de los majestuosos templos consagrados a sus favores, hoy llenos de turistas. Pido un Uber que va a tardar sólo cinco minutos en llegar. Mientras espero, contemplo la alta torre del templo más cercano: una punta que brilla con un azul pálido que sobresale entre dos grandes edificios de oficinas, y ahí, a la altura desde donde se creía que los dioses contemplaban las hazañas de los mortales, ahora trabajan los mismos mortales en sus tareas de mortales, nada divinas, poco relevantes, pero a la misma altura. Al llegar el Uber me subo y ni siquiera intento poner atención al rostro del conductor, incluso la pulcritud de su auto me dio lo mismo. En el camino reviso mi correo en el móvil; sólo spam, publicidad y el mismo correo de mi primo. Lo leo de nuevo. Vuelvo a recordar que mi abuelo murió y de repente ese pico entre los edificios sale de mi mente, y como si se tratara de una cadena, el rostro de Selá y el libro perfecto aparecen de nuevo, una sola banda de imágenes que primero vienen una después de la otra, luego se mezclan, se yuxtaponen y crean monstruos sin forma. Decido enviarle un whatsapp a mi primo avisándole de mi llegada, me contesta “ok” con un emoticono feliz casi de inmediato, y el resto del largo viaje contemplo el estado de la ciudad; está más activa que cuando me fui de ella hacía más de seis años, pero también había más humo y anuncios, restaurantes, lavanderías, tiendas y centros tecnológicos con los nombres de los antiguos dioses, cuya sola mención hace siglos hubiera significado la muerte, y ahora hasta sus rostros aparecían caricaturizados en las plazas comerciales donde se vende ropa de temporada.

***

No ha habido en toda la región de Zéu bruma más densa que la que inundó los ojos de mi primo Zái al verme bajar del Uber. Hacia mí se dirigió y me estrechó entre sus brazos, y su exagerada tristeza, que añoraba algún pasado lejano, cuando aún compartía mi vida con él en la infancia, me hizo sentir al principio un ardor en la nuca que bajó por mi espalda, pero luego me sentí de yeso cuando habló así:
—Casi creí que no vendrías, en serio. Adelante, están mi madre y mi hermana. Necesitan mucho consuelo, no tienes idea.
Y así hablome de lo mucho que mi tía Únza había llorado la muerte de su padre, que tan fiel amigo, consejero y cómplice había sido durante las múltiples desdichas de su atolondrada juventud, desde su embarazo accidental en la adolescencia hasta su pronta viudez, apenas dos años después de sus nupcias. Entre ellos había habido préstamos que el abuelo en realidad nunca pensó en cobrarle, visitas inesperadas que llenaban de consuelo su solitario corazón, y el más cariñoso intercambio de regalos en navidad. Me dolió escucharla desde la entrada, sollozando quedamente, quizás tapándose con la mano, y al verme vino a mi encuentro con mayor efusión, y diciendo mi nombre lloró en mi hombro. Ya sabía yo el cariño que por mí sentía, pues desde pequeño me habían llenado de “eres igualito al abuelo”, y era verdad: nuestras frentes anchas, las cejas pobladas, los pómulos delgados y los ojos distraídos, delataban nuestra unión sanguínea más allá de toda duda. Zái vino y la apartó suavemente de mí, con un tierno y bromista temor de que los brazos gruesos de la tía me aplastasen. Seguidamente apareció mi prima, llamada Biéda en memoria de la abuela. Ella, la que había sido un agridulce accidente, sostenía en brazos a mi sobrinito que aún ni la mollera cerraba, y diome la bienvenida con ese acento balbuceante que tenía desde niña, provocado por una pequeña deformidad en su paladar. Rápido me ofrecieron tiempo para asearme y acomodar mis pocas cosas en un cuarto, el mismo cuarto junto al estudio que usáramos para nuestras pillamadas; en bodega lo habían convertido desde esos días, pero lo habían regresado a aquel estado nostálgico de la infancia sólo por mi llegada, y pareciame más bien la maqueta en miniatura de un recuerdo ya distante, un burdo intento de mirar atrás en el tiempo.

***

Es la hora de la cena. Se ha servido un Penkak-Draóhi, el favorito de Írgend. La tía Únza no para de repetir de mortificarse, de recordar y extrañar.
—¡Ay, papito, papito!... ¿Ya te dije que eres igualito a él, Írgend?... Si no hubiera sido por él, hubiera tenido que dejarte en un orfanato, hijita…Zái, ¿ya te conté que si él no nos hubiera ayudado, probablemente hubieras muerto antes de nacer?...
Mis primos la consolaban y decían que sí a todo. Miraban disculpándose a Írgend, pidiéndole con los ojos que aguantara esos arrebatos de tristeza que ya parecían de la competencia de un psicólogo. Su apetito decrecía con cada triste recuerdo y con cada vez que volvían a compararlo con el fallecido. El libro perfecto había vuelto a enterrarse en las profundidades de su consciencia, en espera de que una situación propicia lo hiciera salir de nuevo.
—¿De qué murió el abuelo? —preguntó Írgend.
—No sufrió —dijo Biéda—, fue una muerte muy pacífica, casi envidiable en realidad.
—¿Fue natural?
—No; lo natural es doloroso —dijo Zái—, su muerte fue de una tranquilidad milagrosa: pocos días antes estaba de un humor increíble, luego su cuerpo se debilitó, pero su alegría crecía, decía que su tiempo ya había acabado, pero su optimismo estaba por los cielos.
—Yo estuve con él en sus últimos momentos —dijo Biéda—, le pregunté por qué estaba tan contento si estaba cada vez más delicado, y dijo algo de su libro perfecto, que ya le había dado todo lo que podía, y que por eso ahora vivía en él, su cuerpo sólo era una cáscara y que lo natural era desecharla ahora.
Írgend se llevó las manos a la cabeza; el libro perfecto había salido de su sótano, y de él volvió a salir la figura pálida, el cabello de cascada negra de Selá. Los dos primos, pensando que Írgend no pudiera asimilar la idea de que, entre los moribundos, las cursilerías estaban permitidas, comenzaron a hablar del entierro.

***

He ahí a Írgend, al pie del ataúd a punto de ser enterrado. Las lápidas que pueblan el cementerio, siempre triangulares y con inscripciones que dicen: “Dyér zuém…”[1], serán los vecinos finales de Kiént Bán, el cual, rodeado de los ojos inundados de sus familiares, recibe los últimos adioses y lágrimas. Sus cuatro hijas, sus tres hijos y sus más de quince nietos, se han alineado para así, cumpliendo con la tradición, pasar a decirle en frente unas últimas palabras, pues se cree que entre más buenos deseos o más fervor en las oraciones reciba el nuevo espíritu, mejor será su estadía en el Lérenh[2]. Írgend permanece quieto; las palabras lo han abandonado. Los ojos de su familia le animan diciendo que cualquier cosa estará bien, y él vacila y siente que él es el que va a ser enterrado en un ataúd si deja a su abuelo sin escuchar su voz por última vez. Entonces recuerda el proyecto del libro perfecto, del cual en realidad no sabe nada, no es nada para él más que una idea vaga que no deja de seguirlo desde que supo de la muerte del abuelo, pero que, después de todo, es lo que más lo une con él.
Tomó aire y dijo:
“Mi abuelo, el que escribió un libro perfecto, ha alcanzado la inmortalidad en sus páginas. Ojalá la alcance yo también algún día como tú. Duerme tranquilo”.
Todos a su alrededor hicieron un respetuoso saludo de cabeza[3] por poco más de tres segundos. Cuando regresó entre los demás, Írgend meditó sobre la reacción que la concurrencia pudiera haber tenido sobre sus palabras, que, siendo objetivo, resultaban muy extrañas y quizás no reflejaban el aprecio por su abuelo que se supone debía haber expresado. ¿Qué era exactamente el libro perfecto? Nadie lo sabía, y se arrepintió de no haber dicho algo más adecuado, aunque hubieran sido puros lugares comunes.
Después del entierro, los familiares cercanos se quedan en la Casa de lágrimas[4]. Írgend no tenía nada que decir; se la pasó silencioso en un rincón mientras su primo, su tía y otros se explayaban durante horas. Le pareció estar entre completos extraños al verlos así de tristes; contorneaban sus rostros en muecas que él nunca les había visto, y sus tonos de voz sonaban igual que si a todos les hubiera dado algo en la garganta. Ni siquiera cuando murieron sus padres se habían puesto así de tristes. Sea como sea, se llenó de paciencia y aguantó hasta que todos se fueran, pues pensó que, si no iba a decir nada, lo menos que podía hacer era ser el último en irse.
Cuando fue hora de cerrar, el guardián del cementerio fue a avisarles, pretendiendo mostrarse igual de triste que los familiares. Írgend dijo a Zái que caminaría hasta su casa (que no quedaba demasiado lejos), pues quería pasear un poco por la ciudad para refrescar memorias. En realidad sólo quería retrasar el inevitable regreso a esa casa en la que tan extraño se sentía, donde tendría que soportar las vívidas muestras de tristeza de su tía Únza y las patéticas muestras de familiaridad de sus primos. Planeó una ruta que pasaba en frente de varios templos; quizás entraría en uno y fingiría que rezaba, como todos, sólo para dejar correr el tiempo.



[1] “Aquí duerme…”, en danzilmarés antiguo.
[2] El Lerenh se vuelve similar al concepto del Paraíso occidental para las almas virtuosas que fueron muy amadas en vida.
[3] Expresión típica de Danzílmar que consiste en llevarse la mano a la barbilla e inclinarla hacia adelante, imitando una bandeja sobre la que se ofrece la cabeza.
[4] Pequeña construcción al lado de los cementerios donde es costumbre quedarse un rato después de un entierro para compartir y contar anécdotas del difunto, o solamente para recordarlo o llorarlo.


          


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