La trompa de elefante



 La esposa de un profesor se gana en una rifa una horrorosa trompa de elefante disecada.




A mi esposa Núnka le gustaba mucho ir a un templo cercano a nuestra casa que cada mes ofrecía rituales para atraer a la lluvia. Como en toda Danzílmar, esto era más bien un espectáculo cultural que un verdadero acto de devoción, pues lo importante era el pequeño festival que ofrecían después, donde había venta de comida, representaciones de teatro, música y baile, y sorteos de toda clase de artículos que cualquiera podía llevar. Estas loterías eran la principal razón por la que Núnka acudía sin falta, y era costumbre que trajera a casa alguna que otra chuchería que consideraba lo más hermoso del mundo hasta el siguiente festival.

Esa noche, terminado el festival, Núnka regresó mientras yo estaba sentado a la mesa de la sala calificando unos exámenes, y me dijo, con la sonrisa más radiante que alguna vez le hubiera visto desde que aceptó casarse conmigo, que adivinara qué había ganado en el templo. Como siempre, esperó a que fallara veinte veces antes de dignarse a decirme, o más bien mostrarme. Entonces colocó sobre la mesa su premio. Ante mí apareció una enorme trompa de elefante disecada, levantándose sobre mí como si estuviera a punto de caerme encima. Detrás de ella, mi querida esposa sonreía emocionada, esperando que dijera algo bonito, felicitándola por haber tenido la suerte de ganar un artículo tan extraordinario. Mis ojos ajustaron la distancia entre la trompa y mi esposa, como no creyendo que entre una cosa tan horrorosa y una tan hermosa pudiera haber ese tipo de conexión emocional. Esas gruesas arrugas animalescas seguían un camino vertical ligeramente curvado de arriba abajo; la punta dejaba ver dos negros agujeros, intuyéndose un interior tubular hasta la base, donde un corte limpio ponía fin a la trompa donde en algún momento estuvo pegada a la cabeza del elefante. Sentí escalofríos al ver ese corte final, pues en mi imaginación se formó la imagen del animal sin trompa, mutilado y sangrando, y quizá resoplando desesperadamente, confundido por ya no tener control sobre un apéndice del que tanto dependió durante toda su vida.

—¿Qué te parece? —preguntó Núnka, sacándome de esa horrible imagen.

—¿De verdad sortearon esa cosa? —pregunté, manteniendo la compostura.

—Ajá, ajá. Dijeron que era un objeto muy raro. Desde que se prohibió la caza del elefante, sólo unas cuantas trompas disecadas existen en el país.

—Pero... ¿no es ilegal tener algo así?

—Nop, dijeron que mientras no mates al elefante, puedes poseer una de estas trompas. ¿No te gusta?

Y volvió a poner esa sonrisa alegre que me había enamorado desde que la vi por primera vez. Retuve mis ganas de levantarme y arrojar esa trompa por la ventana, y en parte pude hacerlo porque me temblaban las piernas, y respondí que sí, intentando sonreír como ella. Tanta fue su emoción que la colocó en la sala de estar, así cualquier visita podría apreciarla.

***

Pero se equivocó al pensar que la sala sería su lugar definitivo, pues al momento de ir a la cama, Núnka la trajo consigo y la colocó en una de las repisas que estaba justo frente a la cama. Tan en alto se alzaba la trompa que casi tocaba el techo, imponente entre una hilera de libros a la izquierda y a la derecha. Mólto no se opuso, pero apenas se apagaron las luces, deseó haberlo hecho. Como hacía calor, dormían con las cortinas abiertas, lo que dejaba a la luz de la luna entrar al dormitorio. Esta luz no caía de lleno sobre la trompa ya que el estante estaba alejado de la ventana, pero era lo suficiente para intuir su silueta y su color, dominando en la oscuridad silenciosa. Mólto intentó dormir, pero apenas cerraba los ojos tenía el impulso de abrirlos, sólo para encontrarse con esa columna de carne ensombrecida pero discernible. No se notaba claramente, pero sentía las arrugas animales, los dos orificios de la nariz, el corte limpio en la base y el interior hueco de la trompa. Se cubrió el rostro con las sábanas, no importándole ya el calor mientras su cuerpo estuviera descubierto, pero entonces creyó percibir un sonido grave, tan quedo como si viniera desde muy lejos. Al principio su intuición fue asociarlo con un ronquido, pero su esposa no roncaba, por lo que, desconcertado, se destapó la cara y miró a su esposa, que dormía plácidamente sin emitir el más ligero ruido, aún contenta en sueños por su nuevo premio. Antes de volver a acostarse, dio un último vistazo a la trompa de elefante, y ésta seguía ahí, quieta y silenciosa.

***

Verás cómo a partir de entonces la trompa de elefante se abrirá paso en la vida de Mólto, pues no contenta con moverla a la sala durante el día y al dormitorio durante la noche, Núnka se la pasará tomándole fotos en diversos lugares de la casa, con diferentes fondos y adornos, las cuales subirá a sus redes sociales y compartirá directamente con su marido. No habrá día en el que, después del trabajo, Mólto no se encuentre con que su esposa le ha enviado una nueva foto con la trompa, y le preguntará si le gusta. Siempre responderá que sí, pero rápido la borrará del chat, pues se sentirá comenzar a sudar sólo por tener dichas fotos en su teléfono. En casa podrá tener cierto alivio cuando entre a su estudio a subir calificaciones o a hacer planeaciones, pero sabrá que al momento de salir, la trompa de elefante estará en algunos de los lugares principales de la casa. Le parecerá exagerado cuando Núnka comience a ponerla en una silla durante las comidas, como un invitado más, lo cual le reducirá en gran medida el apetito. Pero cuando quiera meterla en la cama con ellos, a semejanza de un hijo entre sus padres, ya no podrá soportarlo. Se quedará levantado frente a la cama mientras Núnka lo mira confundida, con la trompa a su lado, y dirá:

—Escucha. No te había dicho esto, pero creo que ya debes saberlo. Como sabes, mi papá es aficionado de la caza, y cuando yo era niño todavía no era ilegal cazar algunos animales exóticos. Así que un día fuimos al parque nacional, porque era la época en la que se podía cazar elefantes. Y pues, terminó matando a uno. Aún recuerdo que nos persiguió en el auto por un rato, porque mi papá le erró a varios tiros y quiso defenderse. Al final, le dio en la cabeza y cayó al suelo. Mi papá y su amigo estaban contentos, pero yo estaba horrorizado. El elefante siguió haciendo ruidos durante unos minutos, o eso creo, pero mi papá no me escuchó. Y entonces, tomó un machete y le cortó la trompa, y yo, te lo juro, seguía escuchando como si aún estuviera respirando mientras el filo cortaba su carne. Y luego lo vi ahí tirado; le brotaba sangre donde antes tenía la trompa, y juro que lo vi respirar, pero mi papá decía que no, que ya estaba muerto, que no sentía nada... No sé... hasta qué punto recuerdo bien todo eso, pero desde entonces me dan pánico los elefantes, y cuando trajiste esa trompa... Lo siento, pero no puedo estar cerca de ella.

Núnka escuchará el relato con atención, su rostro reflejando tristeza y lástima cuando su marido cuente las partes más fuertes. Luego se pondrá de pie e irá a abrazarlo.

—Lamento que hayas pasado por eso, amor. Pero, ¿no crees que esta es una buena oportunidad para superar tus miedos?

Mólto la soltará y la mirará incrédulo.

—¿Qué?

—Digo que, tal vez, si le das la oportunidad a la trompa, te darás cuenta de que no es tan malo como crees. Ven, mira, tócala —la levantará, tomará la mano de su marido y lo hará sujetarla—. No te hará ningún daño, y mira lo bonita que es. Al pobre elefante no le gustaría que terminara en la basura u olvidada en una bodega. Querría que lo recordaran por siempre, que convivan con él, o al menos un pedazo de él. Vamos, démosle un hogar. Ya verás que te acostumbrarás y te reirás de haberle tenido miedo.

Mólto mirará a su esposa como si no la reconociera. ¿Cómo es que esa mujer tan comprensiva y benévola esté sonriendo de ese modo ante un trofeo tan horroroso? No querrá ver Mólto que en la sonrisa jovial de su amada esposa pareciera asomarse también una curva maléfica, desagradable, como si le causara un placer morboso la presencia de esa trompa y el hacerle verla y tocarla. Su risa también habrá cambiado de tener la emoción de una niña a resoplar como si le faltara un poco el aire pero no pudiera evitar reír por el morbo. Cuando el susto le permita moverse, dará varios pasos atrás casi hasta chocar contra los estantes. Todo quedará en silencio mientras intenta entender qué ha pasado.

—¿Qué pasó? —preguntará Núnka con genuina preocupación, como si hubiera vuelto de esa inesperada transformación que había convertido su rostro en la representación de la perversidad.

—No, nada —dirá Mólto.

—Bueno, si quieres, no tiene que dormir entre nosotros todavía —Núnka la volverá a

poner en el estante frente a la cama y la contemplará como los devotos contemplan a una de sus divinidades.

—Pronto entenderás lo hermosa que es, amor.

***

Los días siguientes fueron duros para Mólto. Apenas podía dormir y su apetito disminuyó notablemente, pues no se acostumbraba a tener a su lado la trompa de elefante mientras su esposa observaba emocionada cómo convivían juntos. En su estudio estaba a salvo, pero en varias ocasiones casi le da un infarto cuando, al abrir la puerta, se encontraba con la trompa justo bloqueando su camino. Núnka le decía que era porque la trompa tenía curiosidad por ver cómo trabajaba, y le animaba a que la dejara entrar con él. Mólto no sabía cómo reaccionar, pues cada vez que ponía objeción a algo de lo que su esposa proponía, volvía a haber esa transformación en su rostro mientras ésta asumía el rol de defensora de la trompa, y juraba que cada vez había más perversidad en sus ojos y en su voz.

No quería ver eso, si acaso era real y no se lo estaba imaginando a causa del miedo que le daba la trompa. No podía concebir que la trompa pudiera tener tal impacto en su esposa. Intentó que todo fuera más normal saliendo juntos a cenar, al cine o a pasear, lo cual Núnka aceptó gustosa, pero para desgracia de Mólto, insistió en llevar la trompa con ellos, y la idea no sólo era desagradable en sí misma sino que sería incómodo para los demás y una vergüenza para ellos. Pero la sorpresa se la llevó él cuando, ahí donde fueran, todo el mundo parecía encantado con la trompa. En todos lados las personas le pedían permiso para tomarse fotos con ella, para acariciarla un poco, siempre maravillándose de lo bonita que era y lo agradable que era al tacto. Cuando fueron de visita unas amigas, no dejaban de alabar la trompa también y de expresar su deseo de tener una similar en sus casas. Como Núnka conocía a varios de los maestros con los que su marido trabajaba, éstos muchas veces le comentaban de lo linda que era la trompa de elefante que su esposa compartía en redes y que si un día les dejaban ir a su casa para acariciarla un poco. Mólto no objetaba nada, no opinaba nada en contra y sólo decía que sí a todo, pero la sola mención de la trompa cada vez le hacía sentir más débil. No quería volver a casa; tomaba rutas más largas, se desviaba para cenar afuera o ponía como excusa que quería ver a un amigo o comprar algo que se encontraba lejos. Pero aún fuera de casa, cinco de cada diez pensamientos tenían que ver con la trompa de elefante que lo esperaba al volver. Incluso sus propios dedos, sus propios brazos y piernas, le empezaron a recordar la forma tubular de la trompa, y un sonido como de ronquido ahogado y continuo resonaba constantemente en sus oídos.

Mi única esperanza era que con el tiempo Núnka perdiera el interés por la trompa, como solía pasar con el resto de las cosas que ganaba. Mólto tenía que aguantar hasta que ella misma decidiera que se había aburrido y quizá aceptara tirarla a la basura. Pero llegó el siguiente festival y ella no asistió, argumentando muy a su pesar que con la trompa en casa ya no sentía la necesidad de traer más cosas. Otro mes de angustia pasó y tampoco quiso ir, sino que parecía cada vez más cautivada por la trompa, y Mólto más observado por la misma.

***

Soñaba con trompas de elefante en lugar de las cabezas de la gente. Me miraban y de ellas salía ese pequeño barrito con apenas aire. Me miraban los agujeros de la nariz como si fueran los ojos, y me hablaban desde ellos como si también fueran bocas. Y al despertar ahí seguía la trompa. Cambiaba de habitación o iba a mi trabajo, pero en mi piel podía sentirla esperándome. Juro que aun a mitad de mis clases podía intuir a mis espaldas su presencia como otro alumno más, allá a lo lejos, observándome desde mi casa. Al ir conduciendo tenía la sensación de que la tenía como pasajero en el asiento de atrás; miraba constantemente el retrovisor, no veía nada pero sentía y escuchaba. Casi choco algunas veces por tener la mente en ella, invisible a mis ojos pero perceptible a mi piel y oídos. En la escuela empezaron a notar mi falta de concentración, por lo que me propusieron darme una semana libre para recuperarme. Yo no quería porque lo que menos deseaba era estar en el mismo lugar que la trompa, pues aunque siempre la sentía junto a mí, al menos no me torturaba la vista. Pero terminé aceptando porque, en un momento de lucidez, se me ocurrió que podía usar esos días para intentar resolver ese problema que cada vez hacía más complicada mi vida.

No quería ni mucho menos exigirle a Núnka que se deshiciera de la trompa, en parte porque temía su reacción; no sé por qué, pero algo me decía que si iba a deshacerme de la trompa, no debía ser por mi mano. Con eso en mente, le pregunté a Núnka si sabía quién había dado la trompa en el sorteo del templo, que con alta probabilidad debía ser alguien que también viviera cerca. Le sorprendió un poco mi pregunta, pero no tuvo problema en decirme. Se trataba del señor Ivó, un viejo apicultor que siempre llevaba miel a las reuniones del templo. Yo mismo había probado su miel en más de una ocasión y tenía algunos de sus frascos, así que sabía dónde encontrarlo. Cuando llegué, lo encontré sentado frente a su puesto, vendiendo miel casera en el pórtico de su casa. Aunque nos conocíamos de vista, no le había hablado en realidad, así que después de presentarme, fui al grano:

—Mi esposa se ganó la trompa de elefante de dio al templo. ¿Cómo la consiguió?

El viejo miró al aire con nostalgia, y contestó:

—Cuando era joven era aficionado a la cacería, y tenía un amigo que ya ni sé dónde está. Con él a veces íbamos al parque nacional cuando se habrían las temporadas de caza. Un día, durante la temporada de elefantes, llevó a su hijito con nosotros a cazar, y le dio a un elefante que nos estaba persiguiendo mientras yo conducía. Y ahí estaba el niñito bien emocionado alrededor del elefante muerto, pidiéndole al papá que le dejara a él disparar después. Obviamente no lo dejó, pero sí le permitió ayudarlo a cortarlo en pedazos para llevarnos unos trozos. El niño sólo le cortó la trompa y jugó con ella por un rato, luego la pusimos con el resto de los pedazos y regresamos a Yânt. Cuando descargamos los trozos, en mi camioneta se quedó la trompa. La disequé y la tuve por años, hasta el día del sorteo del templo.

Me quedé helado mientras escuchaba. No era posible que fuera una coincidencia lo similar de su historia con la mía, pero mucho menos que la representación de ese niño fuera tan diferente a como yo recordaba que pasó. Tomando aire, pregunté:

—¿Cómo se llamaba su amigo?

—El buen Érnte Nú —contestó sin vacilar y mi corazón lo sentí atorado en mi garganta, pues ese era el nombre de mi padre.

Me llevé las manos a la cara y estuve a punto de gritar. ¿Cómo puede ser? Yo estaba muerto de miedo; no me emocioné por la muerte del elefante y mucho menos me puse a jugar con su trompa cercenada, ¿verdad?

—Se encuentra bien, señor Mólto.

Levanté la vista.

—Señor Ivó, ¿no quiere su trompa de vuelta? —pregunté intentando mantener viva una esperanza ignorando la horrible historia.

El señor Ivó sonrió plácidamente.

—No, señor Mólto. Ya la tuve el tiempo que debía; ahora es suya y de su esposa.

—Señor Ivó, por favor, si quiere le pago, pero por favor venga a mi casa y dígale a mi esposa que quiere la trompa de vuelta —en mi desesperación, junté las manos y lo miré suplicante.

Su reacción me heló la sangre: ese rostro plácido y nostálgico adquirió una curva bucal desagradable y malvada, de la cual salió una risilla siseante. Retiré la mano sin dejar de ver esa nueva cara de perversidad como ya la había visto en mi esposa.

—Es suya, señor Mólto. A los elefantes les gusta estar con gente nueva. Trátela con cariño.

Me levanté y me fui de ese lugar, temblando mientras conducía y haciéndome mil preguntas de lo que había pasado. Cuando pude poner mis pensamientos en orden, enfilé hacia el otro lado de la ciudad, a la vieja casa de mis padres. Todo este tiempo sentía a la trompa atrás de mí y me la imaginaba esperándome en mi casa, con paciencia infinita.

***

La casa de la infancia de Mólto se encontraba a las afueras del norte de Yânt, a orillas de

la carretera hacia Shórsta. La madre de Mólto se sorprendió mucho de ver a su hijo de sorpresa, pero él dijo que quería hablar con su padre. Tras los abrazos y palabras habituales de bienvenida, Mólto se sentó con ellos en la sala.

—Papá, quiero saber qué pasó ese día en que cazamos al elefante.

—¿No lo recuerdas? ¿O qué quieres saber exactamente? —preguntó Érnte.

—Sólo que... verás, hace poco mi esposa se ganó en un sorteo una trompa de elefante disecada y... creo que es la misma de ese elefante.

Érnte abrió los ojos, sorprendido:

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Eso no es lo importante. Quiero saber si tú recuerdas... bueno, yo recuerdo que tú lo mataste de un disparo, y después... ¿Quién le cortó la trompa? —preguntó Mólto casi en un exabrupto.

Érnte se rio entre confundido y divertido.

—Tú se la cortaste, hijo.

Mólto se levantó de golpe, sintió un temblor en sus oídos y la espalda caliente.

—Y... ¿yo?

La madre se levantó y buscó algo en un cajón.

—Sí, hijo —contestó Érnte—. ¿No lo recuerdas? Me pediste que si no podías dispararle a un elefante, que al menos te dejara cortarle la trompa.

Los tímpanos de Mólto se sentían como timbales; el calor había bajado hasta los pies.

—Luego te pusiste a jugar con ella..

—No, ¡no es cierto! —su reacción preocupó a los dos.

La madre regresó con una foto enmarcada.

—Mira, es de ese mismo día. ¡Qué contento te ves!

El aire abandonó los pulmones de Mólto. Ahí en el retrato estaban tres personas adelante del cadáver de un elefante: el de la derecha, apoyado sobre el cuerpo del animal, era el señor Ivó en su juventud; el segundo, con una escopeta en la mano izquierda, era su padre; y el tercero era un niño en el centro de la foto, sonriendo con gran alegría mientras en sus manos sostenía una horrorosa trompa de elefante, toda flácida y escurrida, goteando sangre de ambos extremos, y la ofrecía a la cámara con gran orgullo.

Quería gritar, irse corriendo de ahí, pero ni sus pulmones ni sus piernas se movieron. Sus ojos tampoco se despegaban de la foto, como si quisieran que esa imagen perdida en sus recuerdos se quedara con él para siempre, para nunca más volverla a olvidar. Quiso no reconocerse, no aceptar que ese niño era él; pero sí lo era, no había duda. ¿En qué momento comenzó a existir entonces el Mólto que recordaba sentir horror durante ese día y que tanto lo odió?

—Lástima que hicieron ilegal matar elefantes —dijo Érnte—. Pero si quieres, podemos ir a cazar moas cuando sea temporada.

¿Cazar? Nunca había cazado en su vida, ¿verdad?

—Tienes tu licencia para cazar actualizada, ¿verdad?

¿Licencia para cazar? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Pero si quieres cazar de verdad, deberías comprarte un buen rifle. Esa pistolita que tienes no te servirá de mucho. Mira, de mientras te presto uno de los míos.

Diciendo eso, Érnte fue a su vitrina de armas y le entregó un rifle. Pero Mólto estaba desvariando. ¿Una pistola? ¿Cómo? Si nunca había disparado un arma en su vida.

—Y si te hace falta práctica, podemos ir al club de tiro. Antes íbamos bastante, pensé que ya no te interesaba.

Mólto ya no pudo hacer más que despedirse como pudo, insistiendo a sus padres que no pasaba nada y que les llamaría después, y con la escopeta en mano regresó a su auto.

***

A medio camino Núnka me envió un mensaje diciéndome que había ido con una amiga que vivía cerca y que tardaría un poco en volver. Ya era de noche cuando entré a la casa, y apenas encendí las luces, la trompa de elefante me recibió alzándose en todo su volumen en la sala. Tuve que usar todas mis fuerzas para no voltear a verla mientras pasaba de largo para beber algo de agua, y dándome cuenta de que no había soltado el rifle, lo dejé caer sobre el sofá, justo ante la trompa. Me bañé y cené ligero, siempre sintiendo a la trompa en la sala como si pudiera verme a través de las paredes. De nuevo un ligero barrito se sentía a lo lejos, a una enorme distancia, pero continuo. Me senté en la cama, y tras un rato de sólo ver el aire me fijé en el armario. No sé por qué; no tenía nada de diferente. El barrito se escuchó un poco más fuerte y me levanté de golpe. Miré de nuevo el armario y, ya cansado de luchar, dejé que mis pies me llevaran a él y lo abrí de golpe. Hurgué entre mi ropa y zapatos hasta encontrar una caja de metal. ¿Qué hacía ahí? No la recordaba. La llevé a la cama y la abrí. ¡Oh, no! Casi me caigo de espaldas. Había ahí una pistola, unas balas y lo que parecía una tarjeta. La tomé con horror y comprobé que era una licencia para cazar, mi licencia para cazar; era mi cara, mi nombre completo, mi fecha de nacimiento, toda mi información, y estaba actualizada, sólo hacía dos meses según la fecha. La dejé caer en la caja y escuché de nuevo un barrito más fuerte, pero había algo además de la intensidad; sentía una fragilidad, o una agonía, como un grito al que le falta aire pero no puede detenerse. Sin pensarlo tomé la pistola y la cargué; no sabía que sabía hacerlo; mi cuerpo actuó solo.

Por alguna razón bajé las escaleras con cautela y me asomé a la sala: estaba silenciosa y quieta, dominada por la trompa de elefante que me daba la espalda. Me acerqué a ella apuntándole, no sé por qué, pues no tenía la impresión de que los barritos agónicos vinieran de ella. ¿Cómo podrían hacerlo? Es sólo una trompa, amputada, cercenada, cortada, arrebatada a un elefante muerto, o que quizá estaba muerto. Yo recordaba que respiraba, pero si mis recuerdos estaban mal... ¿Es posible que no estuviera muerto en realidad cuando se la corté? Escúchenme, aceptando casualmente que yo lo había hecho. Sí, trompa de elefante, cortada, amputada, cercenada, arrebatada por mí. ¡No! No es verdad. Dejé caer la pistola, manipulé la trompa para darle la vuelta y encararla, ¡ja ja ja! ¿Encararla? Sí, encarar esos agujeros de su nariz como ojos sin fondo. Y otra vez el barrito sonó con mayor intensidad y agonía. Casi caigo de espaldas.

—¡No fue mi culpa! —grité, pero la trompa no respondió— ¡Yo no maté a tu dueño! Fue mi padre y su amigo. Sí, ¡ve a atormentarlos a ellos! —pero la trompa no contestó, y un nuevo barrito más cercano y agónico hizo retumbar mis oídos.

Volví a mi cuarto y cerré la puerta, me senté en la cama y vi a la trompa en la repisa de en frente, alzándose casi hasta el techo. Me acosté y ahí a mi lado estaba la trompa, arropada como Núnka habría querido ponerla en medio de nosotros. Me levanté y fui al baño, pero ahí estaba también la trompa, en la bañera. Fui a la cocina y estaba sobre el refrigerador. Volví a la sala y ahí seguía, y a donde volteara a ver la encontraba, como si todas las fotos que Núnka había tomado y subido a sus redes se hicieran reales ante mis ojos: sobre la tele, ante la puerta de la entrada, al comienzo y al final de las escaleras y en cada uno de los escalones, junto a la estufa, junto al lavabo, junto la cortina, detrás de la cortina, en medio del corredor, en la lavandería, en mi estudio junto a mi computadora, y con cada nueva visión de la trompa que me perseguía escuchaba barritar a ese distante elefante sin trompa que se acercaba cada vez más, y volví a la sala y tomé desesperado el rifle de mi padre, y el elefante volvió a barritar más cerca, y más cerca, ¡y más cerca!

¡Estaba al otro lado de la puerta! ¡Lo escuchaba! La abrí y apunté. Una bestia de ojos brillantes y sin trompa me esperaba. La sangre le salía como un río del lugar donde antes tenía la trompa, y emitía sonidos como de un motor agonizando, o un ronquido de algún demonio. Sin pensarlo, disparé. Sólo un disparo, sin apuntar, sin premeditar; un disparo surgido de la más honesta desesperación. Luego dejé caer el rifle conforme mi mente se aclaraba y la imagen que mi cerebro había creado desaparecía para dejarme percibir la realidad.

¡Oh, no! ¡Núnka!

Había regresado de la casa de su amiga y se estaba estacionando. La bala atravesó el parabrisas y le destrozó la cara. ¡Núnka! Corrí hacia ella, pero sólo quedaba una cabeza sin rostro en carne viva. Tosí, me atraganté y vomité de rodillas. ¡Núnka! Se me cortaba la voz por el horror, la tristeza y el asco, y sonaba como un llanto con risa sin aire, y ahí me quedé mucho rato, temblando sobre el suelo.

Momentos después me levanté. Sentía un dolor inmenso, pero aun así regresé al interior de la casa a tropezones. Tomé la pistola del suelo y miré directamente a la trompa. Puse el cañón de la pistola justo en el lado derecho de mi nariz, que se había puesto a respirar agitadamente previendo lo que le esperaba.

—Esto es lo que quieres, ¿verdad? —pero la trompa no contestó. El silencio se me volvió agónico. Cerré los ojos y respiré sonora y hondamente unas cuantas veces más, intentando retener mis gimoteos en preparación. Apreté el gatillo.

***

La policía llegó minutos después, tras haber sido notificada por un vecino que había escuchado el primer disparo. Encontraron el cuerpo de Núnka en el auto, y a Mólto tirado en el suelo de la sala, retorciéndose en la sangre que le salía de donde antes estaba su nariz. Fue condenado a veinte años de cárcel, pero debido a su condición mental, los pasaría en un hospital psiquiátrico. Al menos la trompa de elefante había abandonado sus pensamientos, pero sólo para que éstos fueran ocupados por el recuerdo y la muerte de su esposa, encerrándolo en un silencio del que no podía salir.

Varias semanas después, abrieron la celda y uno de los enfermeros entró. Éste miró desde lo alto con una lástima exagerada los dos enormes agujeros que había dejado la pérdida de su nariz, como un nuevo par de cuencas oculares con los ojos extirpados.

—Anímese, señor Mólto —dijo con cierta sorna—. Sería muy cruel dejarlo así en ese estado, así que le trajimos una prótesis.

Mólto levantó la mirada confundido, pero de inmediato pasó a un profundo terror cuando vio que pusieron frente a él, elevándose en toda su carnosa y arrugada extensión, la trompa de elefante que ya había empezado a considerar un objeto perdido para siempre. Y ahí estaba de nuevo, traída hasta él para seguir siendo parte de su mundo, o más bien la única parte de su mundo, el único complemento de su vida. No pudo evitarlo y empezó a lanzar gritos que le podrían desgarrar las cuerdas vocales, pero sin palabras, sólo terror y agonía.

—Esta pobre trompa hermosa no tiene cuerpo, y tú no tienes nariz. ¡Son perfectos entre sí!

El enfermero salió riendo, dio un último portazo y apagó las luces. Desde la única ventana de la celda, la luz de la luna caía de lleno sobre la trompa de elefante, imponiéndose como lo único que Mólto podría ver y sentir a partir de ahora, y por más que éste grite, no lo abandonará nunca más.


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