La maldición 1
Ocurrió que un cúmulo de naturalezas de Apogyéus se manifestó en una ficción.
Éstas se las arreglaron para darse la apariencia de un habitante más de ese mundo, al cual le dieron atributos compatibles con ellos, y lo dejaron en medio de un páramo verde durante la mañana.
Gyéo Fúntuo se dio cuenta de que su percepción se había limitado y se incorporó. Se dio cuenta de que podía moverse, pero no se sentía ser él el movimiento. Miró su cuerpo, pero no se sintió ser cada una de sus partes y componentes. Entendió que ahora era un testigo más de sí mismo y miró a la hierba en la que estaba sentado. Con qué calma recordó haber sido cada una de esa hojas, los tallos, las células y cada cosa dentro de ellas. Las tocó por encima y se sintió a sí mismo siendo tocado. Se levantó y el peso de su cuerpo lo sintió sobre él. Inhaló el aire y recordó haber sido cada una de las partículas que lo componían y el vacío entre ellas. Miró a los árboles y recordó haber sido la corteza, las hojas, las raíces, los frutos. Se acercó a uno de esos árboles, arrancó un fruto, le dio una mordida y se sintió a sí mismo siendo mordido.
Comenzó a caminar sin rumbo, y durante varias horas recordó ser las montañas, las nubes, el sol y sus rayos, la humedad y la sequedad, la tierra y las piedras, e incluso cada hora y segundo, cada soplido del viento, cada ruido, cada minúsculo pensamiento de los insectos y animales que se encontraba en su camino. Y también había sido el miedo y la curiosidad de estos últimos al percibirlo. Pero nada a su alrededor parecía reconocerlo a él: el viento no se dio cuenta de que se refrescaba a sí mismo; la tierra no entendió que se estaba pisando a sí misma; los animales no podían comprender que el ser que les ofrecía la mano para acariciarlos eran ellos mismos con otra naturaleza.
Caminó varios días con una nueva curiosidad; quería saber si podría encontrarse con algún ser que lo reconociera y manifestarse a sí mismo en ellos desde otras naturalezas. Pero tras varios días y noches de no ver nada más que el páramo y las mismas entidades, comenzó a aburrirse, y reconoció que ya había sido el aburrimiento y se sintió irritado, y reconoció ya haber sido la irritación y se sintió harto, pero también había sido el hartazgo, y el sentimiento que le sobrevino a ése, y el siguiente, y el siguiente. Cuando llegó al enfado, y reconoció ya haberlo sido, se dirigió a una enorme montaña y en pensamientos le impuso destrucción. Y la montaña, y todo de lo que estaba hecha, se obedeció a sí misma y quedó reducida a escombros, y éstos parecían temerosos de no haberse destruido lo suficiente. Gyéo Fúntuo se acercó a ellos y entonces le reconocieron, o más bien se reconocieron a sí mismos pero desde otra naturaleza. Se alejó un poco de ellos y le impuso reconstrucción al polvo y a las piedras que quedaba de la montaña, y éstos obedecieron y volvieron a erigirla. Pero ante todo esto, Gyéo Fúntuo no se sentía parte de nada de cuánto hacía o cuánto había. No sintió lamento cuando la montaña se desmoronó ni alegría cuando volvió a formarse. Él lo era todo, así lo reconocía, pero aunque ahora veía la existencia desde adentro no la sentía como algo independiente de sí mismo.
Varias horas después encontró un camino artificial, y entonces ocurrió algo increíble: recordó haber sido el camino, pero no podía recordar hacia dónde iba ni de dónde venía, ni quiénes lo habían creado. Esos agujeros en su conocimiento de sí mismo lo emocionaron, y se alegró de que su naturaleza le hubiera concedido esa limitación para tener algo que le motivara a continuar existiendo en ese mundo.
***
Han pasado varias horas desde que comenzó a seguir el camino sin saber adónde lo llevaba. Ya se había acostumbrado lo suficiente como para no estarse recordando que todo a su alrededor era él mismo, al menos si se esforzaba lo suficiente. Entonces escuchó detrás de él un ruido, y como su vista estaba limitada a sus ojos, se dio la vuelta y vio que a lo lejos se acercaba una caravana de decenas de carruajes. Se hizo a un lado del camino para permitirles pasar y, al mismo tiempo, observarlos mejor. A su lado empezaron a pasar los moas que jalaban enormes vagones, la mayoría con lo que parecía ser mercancías, y otros con personas adentro. Ese nuevo estímulo ante entidades diferentes a las del páramo le hizo volver a ser consciente de sí mismo en todas ellas. Tuvo que esforzarse mucho para no verse en los animales, en los vagones cúbicos, en las ruedas, en el ruido de estas, en el polvo que dejaban atrás.
Pocos segundos después de que la caravana hubiera pasado de largo, escuchó que alguien gritó dentro de uno de los vagones, haciendo que la caravana entera se detuviera tan repentinamente que los moas chillaron de sorpresa. De uno de los vagones salió un hombre de edad avanzada, pero que aún mantenía vigor en su amplio tórax. Su cara era de rasgos fuertes, pero cuando dirigió los ojos hacia Gyéo Fúntuo, sus ojos se volvieron compasivos. Casi corrió hasta él, pero cuando estuvo lo bastante cerca aminoró el paso y lo examinó con más calma y lástima.
—¡Grande es Áikan, joven! ¿Estás herido?
Gyéo Fúntuo lo miró confundido, miró su propio cuerpo y comparó su desnudez con la larga toga y el sombrero de tela de aquel ser, que en respuesta a su prolongado silencio, preguntó:
—¿Te han asaltado?
Gyéo Fúntuo no dijo nada. El ser le siguió haciendo preguntas sobre su origen o a dónde iba, pero lo único a lo que respondió fue cuando le preguntó su nombre:
—Llámeme Gyéo Fúntuo.
El viejo se sintió complacido de escuchar su voz y de inmediato le indicó que lo siguiera, y mientras se acercaban a su vagón, ordenó a uno de los sirvientes que le trajeran una túnica para.
Una vez dentro del vagón, ya vestido con una túnica blanca que le cubría hasta los tobillos, el viejo le ofreció a Gyéo Fúntuo un poco de agua, el cual la bebió tras observarla absorto por unos segundos, y mientras la ingería recordó haber sido la sensación del líquido bajando dentro de él.
—Llámame Zómwan a mí —empezó a hablar el viejo, lo cual no despertó a Gyéo Fúntuo de sus cavilaciones sobre el agua y todo lo que veía a su alrededor. —Pobre muchacho; si no recuerdas nada, habrás pasado por algún trauma muy duro. Pero no te preocupes; te llevaré a Kórens e intentaré buscar a tu familia.
Gyéo Fúntuo pareció darse cuenta de que le hablaba, y sólo dijo:
—Gracias.
Por la noche se detuvieron para servir la cena, alrededor de una fogata que prepararon los esclavos. Gyéo Fúntuo fue presentado ante los demás miembros de la caravana y probó también la comida, aunque no quiso comer mucho porque no podía dejar de ser consciente de que se estaba comiendo a sí mismo. Durante las conversaciones se enteró de que Zómwan era al parecer un erudito muy reconocido de Kórens, y que estaba volviendo a la ciudad después de un largo viaje a otras tierras junto con otros comerciantes. Tanto los sirvientes como los comerciantes le demostraron su admiración por recibir a Gyéo Fúntuo, e igualmente sintieron lástima por él al considerarlo víctima de alguna situación violenta no esclarecida, pues era raro que hubiera asaltantes de caminos por esa parte de la región. Algunos conjeturaron que podrían haber atacado su pueblo y que por el trauma se había puesto a vagar desnudo por el páramo, o que tal vez había nacido con algún defecto de la consciencia y no percibía el mundo de forma normal, como ya se había visto antes en otras personas. A todo eso Gyéo Fúntuo no decía nada, pues pensó que cualquier explicación que pudieran inventarse era mejor que revelar su naturaleza, o que al hacerlo en verdad pensarían que tendría un defecto en su comprensión de la realidad. Pero fuera de todo eso, una vez más Gyéo Fúntuo recordó ser todos y cada uno de ellos, y de nuevo le intrigó el no poder recordar exactamente qué había hecho cuando fue ellos en esa versión de la realidad. Esta intriga al mismo tiempo mantenía su interés, pero no lograba hacer que los viera como nada más que otra versión de sí mismo. Impacientado por no poder pensar en otra cosa, se levantó y regresó molesto al vagón de Zómwan, dejando consternados a los demás que cenaban alrededor de la fogata.
Al poco rato, Zómwan regresó a su vagón y el viaje se reanudó. Gyéo Fúntuo seguía sentado muy rígido y con la mirada perdida.
—Lamento si dijimos algo que te molestara —dijo Zómwan.
Esta vez, Gyéo Fúntuo decidió decir más que puros monosílabos que llevaran al silencio.
—No se preocupe, señor. Sólo estaba pensando en otras cosas. Además, tampoco tenía mucho que decirle a sus amigos, ni tengo mucho de qué hablar en general.
Zómwan se asombró por la buena dicción de Gyéo Fúntuo, infrecuente en los habitantes de los pueblos, o en cualquiera que no estuviera educado en el lenguaje.
—Dime, joven, ¿sabes leer y escribir?
Gyéo Fúntuo lo miró desconcertado y reflexionó por un rato. Sabía lo que era el arte de descifrar y codificar con símbolos, pero esa parte de su naturaleza no se había manifestado en él.
—No lo sé en realidad —respondió rendido.
De inmediato, Zómwan sacó de su bolsa de cuero un rollo, lo abrió y se lo entregó a Gyéo Fúntuo.
—Intenta leer esto.
Gyéo Fúntuo miró los símbolos y los grabados del pergamino, ignoró el hecho de reconocerse a sí mismo en cada uno de ellos, y su naturaleza una vez más le reveló otra libertad que poseía. Así empezó a leer lentamente, con buena pronunciación y ritmo. Zómwan estaba asombrado, y cuando Gyéo Fúntuo terminó de leer, le pasó otro pergamino, y luego otro. Por último tomó el pergamino más pequeño de su bolsa, protegido por una gruesa cubierta de cuero, y dudó por un momento, pero su curiosidad fue más fuerte y terminó por entregárselo también. Así leyó Gyéo Fúntuo:
—“Maldiciones provocadas por criaturas oscuras. Algunas criaturas han sido puestas en el mundo por los dioses para probar las interacciones del hombre con la naturaleza, y cuando el hombre falla y trata con desprecio a dicha criatura, una maldición puede surgir. Estas maldiciones con frecuencia se dirigen hacia el ser más preciado que tiene el humano que provocó la ofensa, del mismo modo que él ha ofendido a la creación, lo más preciado que el dios Áikan ha creado...”
Se detuvo de golpe y vio que Zómwan estaba al mismo tiempo pasmado y preocupado. Le regresó el pergamino y lo observó leerlo en silencio. Pasaron las horas de la noche y tanto Gyéo Fúntuo como Zómwan seguían despiertos. El primero sólo observando al segundo leer el pergamino y notando la profunda concentración de éste, así como los matices que se mostraban en su cara de tanto en tanto. Finalmente, Zómwan pareció darse cuenta de lo tarde que era y cerró el pergamino.
—¿No tienes sueño, Gyéo? —preguntó.
Gyéo Fúntuo sólo negó con la cabeza.
—Deberíamos irnos a dormir ya —dijo Zómwan—. Deberíamos llegar mañana temprano; será un día ocupado.
Gyéo Fúntuo sintió curiosidad.
—¿Adónde llegaremos?
—A Kórens —Zómwan se acomodó en el asiento en una posición más cómoda—. Más exactamente al palacio del gobernador Núnde, a cuya familia sirvo. Estoy seguro de que te recibirán también. Pero por ahora, vamos a dormir. Tengas buena noche.
Apagó de un soplido la última vela que iluminaba el vagón, y se quedó dormido rápidamente.
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