El Oxímoron 1


 
Zómwan llega al pueblo para investigar sobre el Oxímoron.


Alguien había hecho algo, o algo había pasado en algún lugar y en algún momento, por alguna razón y para algún propósito. En mi curiosidad, me obsesioné con encontrar la respuesta a tal enigma.
Decían algunos que el suceso había ocurrido aquí o allá, tanto en los acantilados de Zéu en el norte como en el desierto de Kyél en el sur, en la isla de Lyána o en las tres Kínt, dentro del país o fuera de él. Decían que había sucedido hacía un año, o hace tres días, o hace mil años, e incluso que aún faltaba mucho tiempo para que ocurriera. Había sucedido porque era algo importante y porque era insignificante; había sido producto de la inspiración artística, de la investigación científica, del aburrimiento, de la magia, del canto de un gusano azul cornudo, del aleteo de un tigre de mar, de los vientos de la boca de un borracho. Nadie había sido testigo, pero todos sabían que ese algo había ocurrido; era tan evidente como la existencia de nuestros dioses. Este evento había sido llamado el Oxímoron.
Me encontré en un pueblito sin nombre en el estado de Trún, rodeado de la pradera homónima célebre por sus pastizales azules cuyas hierbas se usaban para formar un sabroso té para el dolor de meñique [1] (mal frecuente por esa zona, según me contaron). Los locales me recibieron con indiferencia; miraban al cielo constantemente mientras deambulaban por sus calles de tierra, los pies hacían surgir pequeñas nubes de polvo que flotaban hasta el cielo donde los nírgis volaban, a veces sus plumas negras de más de medio metro caían al pueblo y los niños se abalanzaban sobre ella para devorarlas al igual que un postre. Entré en una tiendita de frutas, asenté mi maleta en el suelo y pregunté al dueño:
—Buenos días, señor, ¿sabe usted algo del Oxímoron?
El frutero volteó hacia mí, y al hacerlo, su barba, verdosa por el moho, delgada como la cresta de un pollo, comenzó a vibrar conforme la sonrisa de su dueño se transformaba en una risa seca.
—¿De dónde ere’, viejo? E’ que tu aceto, no sé, e’ divertío.
—Soy de Rìnd —dije y me disponía a repetir mi pregunta pero el frutero habló primero.
—Ah, güeno. Ahí prononcian l’otra erre, ¿verá? La que pareze que tinen algo en la garganta, ¿ah?
—Eh, sí, exacto. Vine desde ahí porque quiero saber sobre el Oxímoron.
—Nadie sabe naa’ del Oxímoron, sólo que pazó y ya etá.
—Se sabe que fue hecho por alguien, ¿verdad? —contesté, mostrándome disgustado adrede— Si alguien lo hizo, entonces alguien sabe de él.
—Pos sí, ¿verdá?
—¿Al menos sabe algo acerca de quién es ese alguien?
—Nadien sabe quién e’ ese alguen —el frutero espantó unas horrendas moscas que habían comenzado a rodear los plátanos y las naranjas, lo hizo con un gesto en su boca que me repugnó, quizá por lo chueco y lo ennegrecido de los dientes.
—¿Tiene alguna idea de dónde pudo haber sido?
—Según yo, jue haze un día en la selva de Yâok, en el tronco d’un árbol de déngya que sus raíces sobresalen de la tierra y suben hazta l’altura de zus rama’, juntoáun laguito onde suelen descanzar los frinhis, ejos gatos tinen muy buena carne, déjeme decirle, —mientras hablaba, el frutero se puso a limpiar la barra donde estaba la caja con un trapo aún más sucio que la mesa que limpiaba—, aonque mi vieja me dijo que jue haze cuatro años, tre’ mese’ y ocho día’ en la bañera d’la casa d’un abogao en Hyíng, uno que acotumbra salir en la’ noche’ con una máscara roja pa’ sustar a los niños.
En ese momento salió de otra parte de la tienda un muchachito de ojitos opacos y nariz chata, venía cargando una caja de madera llena de frutas, la cual se dispuso a colocar junto a las manzanas.
—Oye, Érnte —le dijo el frutero—, ¿onde ocurrió l’Oxímoron?
El chico ni siquiera lo dudó:
—Jue haze apena’ cincuentainoeve segundo’ en el espejo sucio del cuarto d’la niñita de aquí a la vuelta, a la que ze comieron lo’ avestruce’ salvaje’ haze un año.
Miré al ayudante y luego al frutero.
—¿No encuentran raro que todos ustedes sepan cosas diferentes con respecto al Oxímoron? —pregunté y de inmediato comprendí, al ver sus caras de alegre confusión, que no había valido la pena entrar ahí en primer lugar.
—Nah —exclamó el frutero—, ¿quén poede dezir la verdad n’este mundo? No, no’ importa la verdá’ saber cómo ocurrió l’Oxímoron; no’ basta con saber que suzedió, y si no hubiera suzedido no no’ hubiera importado tampoco.
Agradecí de mala gana por su tiempo, compré un paquetito de fresas, tomé mi maleta y salí.

***

Al salir de la frutería una joven pasó corriendo frente a él. Su cabello era largo y oscuro, cubriéndole la cara, el viento en su huida lo hacía ondear.
—¡Paren a eza ladrona! —exclamó inmediatamente un viejo que penosamente corría tras ella.
Zómwan logró ver la pieza de pan que la chica tenía en una mano instantes antes de que ésta desapareciera por una esquina. Sintió que ella, instantes antes de desaparecer, había volteado la cabeza para lanzarle un vistazo frío. El viejo apenas llegó junto a él comenzó a jadear y a lanzar maldiciones, lamentándose por la debilidad de sus piernas y espalda, comenzó a toser incontrolablemente. El frutero salió inmediatamente:
—¿Qué pazó, sñor Hén? —dijo ayudándole a apoyarse en su hombro, pues el viejo parecía estar al borde del desmayo.
—Eza chica me robó otra vez—dijo entre pesadas respiraciones, esforzándose para no toser.
Y fijando la vista en Zómwan, quien lentamente pretendía retirarse de ahí:
—¿Por qué no la detuvizte, cabrón?
—Yo… no tuve tiempo de reaccionar —dijo Zómwan plantándole cara ofendido, aunque compadecía el estado deplorable del viejo, lo que le impidió alzarle la voz.
—Eres de juera, ¿verdá’? —dijo el viejo mirándolo receloso.
El frutero, que aparentemente conocía el difícil carácter del viejo hacia los forasteros, se apresuró a decir apresuradamente:
—Ezte joven sólo vino preguntando sobre el Oxímoron. Eh, no se lo tome perzonal. Venga a toma’ algo di agua a mi tienda y no ze preocupe por él. Cuando ze dé coenta de que no hay na’ que buzcar, ze irá.
Y al terminar, intentó conducir al viejo a la frutería, pero éste forcejeó, como si estuviera de repente lleno de nuevas energías, y se dirigió a Zómwan, que retrocedió cuando el viejo se le acercó con aire hostil.
—Ya que tú podiste haber detenido aesa ladrona, pero no lo hiziste, lo justo e’ que tú me pague’ los cuatro yao’ que valía eze pan.
—¿Qué le pasa, viejo? —Zómwan lo encaró, desprendiéndose de toda la compasión que le había inspirado antes—No me va a hacer pagar a mí lo que se llevó esa chica.
—O me paga’ tú o llamaré a las autoridade’.
—¡Ja! Y ¿qué va a decirles, viejo? “¿Quiero que este joven inocente pague por lo que otra persona ha robado?”
—Ere’ culpable por no habé ayudado —dijo el viejo con una mueca burlona—, n’este pueblo azí e’ cómo funcionan la’ cosa’ y no te liberarás d’ella porque zeas de ajuera.
—Inténtelo pues, viejo. Pero será mucho tiempo antes de que las autoridades, que de seguro lo único que harán será reírse de usted en su cara, se dignen a tomarse en serio cualquier acusación que salga de este terreno baldío que mancha la imagen de nuestra nación danzilmaresa. Váyase a cobrarle a alguien más.
Comenzó a caminar hacia ninguna dirección, sólo lejos de la frutería, indignado y con ganas de quebrarle los huesos al viejo de un ligero golpe.
—¡Espera un poco! —el viejo gritó de repente, su voz se notaba calmada, liberada repentinamente de su enojo, y caminó unos pasos tambaleantes hacia Zómwan. El frutero lo observaba desde la entrada.
—¿Qué quiere ahora? —preguntó Zómwan, algo sorprendido por ese veloz cambio de aire del viejo, y porque su dicción también había cambiado.
—Dices que quieres saber del Oxímoron, ¿verdad?
—Es como le dijo su amigo el frutero —dijo Zómwan, cínico, pero sorprendido por escucharlo hablar un danzilmarés más estándar.
—Te propongo un trato —el viejo ahora le sonrió cordialmente, incluso demasiado amistoso; una poderosa amnesia había borrado toda emoción anterior—, trabajas en mi tienda hasta que cubras el pago de ese pan, y a cambio te doy información sobre el Oxímoron.
Los ojos de Zómwan se abrieron sorprendidos. Volteó hacia el frutero y éste alzó los hombros.
—¿Tiene usted información sobre el Oxímoron? —Zómwan se rebajó a la altura del viejo, el cual le llegaba apenas al pecho.
—Ciertamente tengo información más valiosa de la que cualquiera en este pueblo te pueda dar. De seguro ya has preguntado a otros —y al decir esto, volteó hacia el frutero, el cual prefirió escabullirse de nuevo hacia el interior de su tienda—, pero sólo te habrán dicho que el Oxímoron pasó en tal y tal lugar y que no les importa. Pero yo no soy así; los hechos que rodean al Oxímoron no me son indiferentes y también he estado investigando al respecto. ¿Viste la rapidez con la que el frutero mencionó que buscabas el Oxímoron para intentar aplacar mi ira? Pensó que si mencionaba que tenías un interés similar al mío, te perdonaría y te dejaría ir.
—¿Por qué no sólo me propuso ese trato en vez de hacer ese escándalo para que le pagara con dinero?
El viejo echó unas risas secas, avergonzadas y roncas.
—La costumbre y las circunstancias, amigo; mi desesperación por recuperar el dinero nubló mi interés en lo relacionado al Oxímoron. Ya sabes, la necesidad económica, sobre todo en un pueblo como este que se cae a pedazos, es más fuerte que las necesidades intelectuales, las que engrandecen y dan sentido al alma humana; se puede vivir sin cuestionarse la vida, sin pensar mucho sobre sus absurdos, sin rebelarse contra sus caprichos, pero no sin pan en el estómago. Mi viejo cerebro necesitó ver cara a cara tu desobediencia y tu rechazo a mi capricho irracional para recordar que lo más importante no está aquí —se tocó el estómago—, sino aquí —se tocó la cabeza—. Incluso mi viejo acento ha vuelto a mí con sólo volver a pensar en el Oxímoron.
Aún desconfiando, Zómwan examinó una vez más la apariencia gentil del viejo y apretó los labios. No podía estar seguro de que el viejo estuviera diciendo la verdad y de que sólo fuera un truco para hacerlo trabajar gratis, pero también pensó que, si decía la verdad, su investigación se habría topado con una suerte inesperada. Se decidió por aceptar la propuesta del viejo, aunque nunca debería confiar plenamente en él; tendría que estar atento a cualquier señal de engaño, comprobar con la utilidad de su información si era digno de confianza.
—Está bien, señor Hén —dijo intentando recrear la misma sonrisa de confianza del viejo, aunque el resultado no logró esconder su recelo.
—Estupendo, podrás comenzar mañana entonces —dijo el viejo, y comenzó a alejarse hacia la esquina por la que había salido—, mi panadería está a dos cuadras, junto a un restaurante clausurado, no te perderás.
Fue entonces que Zómwan se dio cuenta de que la tarde había caído. Las débiles luces de la vía pública comenzaron a parpadear anticipándose a las tinieblas, y de repente surgió en él la preocupación de buscar un alojamiento.


              



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[1] Enfermedad que paraliza los miembros de la persona infectada hasta por medio año. Su síntoma más característico es el repentino dolor y parálisis en los dedos meñiques, síntoma que pronto se extiende a los brazos y piernas.

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