El Oxímoron 2

 


Zómwan recibe una extraña petición.


La dueña de la posada del pueblo, con sus robustas manos, entrenadas desde su niñez para decapitar gallinas y arrullar bebés, pelaba con un cuchillo las papas para la cena. No había más que un inquilino en la posada en aquel momento, un viejo labrador que habían echado de su casa por inútil y quebradizo, que había encontrado en el gran corazón de la posadera un refugio temporal sólo hasta su muerte, la cual desde hacía varios meses contaba con días.
—¿Cuánto faltará? —dijo el labrador, melancólico, pasándole las tristes papas a la dueña de la posada.
—No piense en eso, señor Nín —dijo la dueña, sin dejar de despellejar las papas—, ¿mejor búsquese algo con qué distraerse mientras termino la cena?
—No debería desperdiciar sus papas en mí, ya voy a partir en cualquier momento y lo poco de bueno que aún pueda salir de esas papas será un desperdicio en mi barriga.
—No diga eso, por favor. Me sentiría muy sola si no lo tuviera conmigo, mejor cuénteme más de sus aventuras de juventud. Acordarse de tiempos mejores siempre me distrae.
—Ya le he contado todas las hazañas de este viejo, de cuando aún podía aplastar el pescuezo de un ipolotám sólo con mis piernas, recordar esos tiempos sólo me pone mal.
—Por favor, no me haga sentir más triste de lo que ya estoy. Desde que mi hija se fue no ha habido día en que no tema por ella ni noche en que no se la encomiende a los dioses. Sigue en el pueblo; cada vez que voy al mercado el carnicero me dice “vi a su hija en tal lugar, hurgando entre tal basura”, me dicen que la ven corriendo con pedazos de comida o durmiendo en una callejuela sucia, y rompo a llorar apenas me despido y camino lejos.
—No llore, señora Ótant, no es su culpa que el demonio de la obsesión se la llevara.
—Lo sé, pero no dejo de pensar que debí decirle algo mejor cuando me preguntó sobre el Oxímoron.
—Nadie sabe nada de eso más que lo que cada uno sabe.
—Sí, pero hubiera visto su enojo cuando le respondí eso. No debí considerarlo sólo un capricho de una muchacha; había algo en su voz, temblaba y se callaba a ratos como si estuviera sufriendo un dolor de cabeza, y por más que me insistía que le ayudara, ¿qué podía hacer yo, señor Nín? ¿Quién sabe algo sobre el Oxímoron que no sea sólo lo que uno sabe de él? No aguantó eso y se fue.
—Es una joven fuerte; nunca la vi con un problema que no pudiera arreglar. ¿Recuerda la vez que usted estaba con fiebre y salió a buscar agua al pozo del pueblo en plena noche? Usted le dijo que bastaba con agua de la llave, pero ella insistió en traerle agua limpia. No volvió hasta la mañana siguiente porque los avestruces la rodearon sobre el viejo toldo de una de las tiendas abandonadas, pero ella resistió ahí toda la noche, cuidando el agua para usted, y viera que aún después de todo eso regresó sonriendo e ignorando las heridas que le habían picado los avestruces. Si ni siquiera esos pajarracos pueden con ella, no tendrá ningún problema para sobrevivir en este pueblo.
—Lo sé, señor Nín, pero ¿qué hay de su cabeza? Si no se deshace de su manía por el Oxímoron, esa locura podría ponerla en peligro.
Escucharon pisadas en el vestíbulo, cuya vieja madera rechinaba como ratones ante el más leve peso.
—Buenas tardes —exclamó Zómwan.
—Seque sus lágrimas, señora Ótant —dijo el labrador—, hay que ir a atender.
La casera así lo hizo. Su sonrisa servicial volvió a salir de sus labios y se dirigió al vestíbulo, donde vio al joven de piel levemente amarillenta, cuya ropa carecía de remiendo o mancha de polvo acumulada por los años. Su maleta café era lo más nuevo y limpio que hubiera visto en su vida.
—¿Busca alojamiento, joven? —dijo con una leve coquetería, reminiscencia de sus tiempos de juventud.
—Sí, señora, voy a quedarme unos días en el pueblo, mi nombre es Zómwan Semt.
—Qué bueno que vino entonces, yo soy la casera, Kísa Ótant. Venga, lo llevaré al mejor cuarto —lo llevó al segundo piso, hasta el último cuarto de un pasillo que se sentía tan húmedo como un ataúd enterrado. —No es bueno que se quede afuera o se lo comerán los avestruces; el último forastero que vino se durmió en el parque y despertó como un montón de huesos.
El mejor cuarto tenía una cama cuyo colchón estaba recubierto de paja para amortiguar la dureza de los resortes saltados, no había ni una silla pero sí una mesa circular con patas tan frágiles que amenazaban con romperse al mínimo peso, había también un pequeño baño con un espejo roto, y una enorme ventana que daba al jardín trasero, cuyos arbustos y enredaderas invadían el que antes parecía haber sido un buen césped, y más allá se encontraba el bosque de árboles secos. La casera encendió la luz y ésta tardó varios segundos en prenderse, las grietas de las paredes y la vieja pintura que se desmoronaba quedó al descubierto.
—Serviré la cena en una hora —dijo la casera—, acomódese a gusto.
—¿Cuánto me va a cobrar, señora?
—En esta habitación serán veinte yáos por día. ¿Preferiría una más barata?
—No, señora, ésta está bien —dijo satisfecho.
Colocó su maleta en la cama, la abrió y sacó los veinte yaos para el primer día, la casera los recibió con una sonrisa que aparentaba ser desinteresada y apenada.
—¿Y cuántos días piensas quedarte, cielo?
—No estoy seguro, sólo el tiempo que necesite mientras intento resolver un asunto.
—Ah, ¿y qué asuntos te traen a este pueblo tan desolado? —preguntó la casera como si lo de pueblo desolado fuera una broma.
—He venido porque estoy investigando el Oxímoron —dijo Zómwan con un poco de orgullo, mientras fingía examinar atentamente los detalles de los muebles y las paredes de la habitación—. Desde hace mucho tiempo que he tenido esa inquietud acerca de resolver qué es lo que ocurre realmente. He decidido dedicar mi vida y todos mis recursos a desentrañarlo, aunque nadie más se lo tome en serio.
La casera de repente dejó de sonreír, apartó la mirada hacia la nada y dejó de respirar, adoptando sus músculos la tensión de una estatua. Zómwan vio que la mención del Oxímoron había despertado en ella una reflexión inquietante, y una parte de él se emocionó porque aquello podría significar una pequeña esperanza para su propia inquietud.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó, mostrando preocupación.
La casera se controló al escuchar su voz; volvió a sonreírle con pena y una pizca de coquetería.
—No se preocupe, joven.
Entonces le regresó los veinte yáos que había metido en un bolsillo de su delantal. Zómwan los miró confundido, sus interrogantes ojos giraron hacia la posadera.
—Tómalos, cielo, anda.
Zómwan extendió la mano, y titubeando tomó su dinero.
—No quiero recibir tu dinero, querido —dijo la casera—, por favor, no me lo des.
—No tengo el corazón para permanecer aquí gratis —dijo Zómwan, una parte de él lo decía honestamente, pero por otro lado le alegraba aquella suerte extraña.
—Ya nos arreglaremos después —dijo la casera—, sólo ponte cómodo y ya platicaremos en la cena.
La casera salió y Zómwan se quedó rodeado de silencio. El sol terminaba de ocultarse por detrás de los árboles al otro lado de la ventana, poco a poco se volvían siluetas nocturnas.

***
Dejolo la ducha con una sensación de suciedad en el cuerpo, pequeñas partículas de polvo metálico salían de la regadera y despedían olor a óxido. Terminose de bañar frotándose fuertemente con su toalla para sacarse la tierra de la piel. Acercose a la cama y abrió su maleta sólo para sacar su muda de ropa limpia. Miró también, mientras se vestía, hacia la selva seca y tuvo la sensación de que algo se movía; primero solo fue un sonido que atribuyó a un animal; recordó que a esa hora los avestruces se paseaban libremente por el pueblo, pero luego escuchó los reconocibles pasos de pies humanos sobre una hojarasca y asomose por la ventana. No vio nada al principio, pero al acostumbrarse sus ojos a la escasa luz pudo notar que, a unos diez metros de distancia, entre dos árboles secos, una cara muy pálida lo observaba, con una boca que sonreía satisfecha. Esa cara desapareció en la oscuridad instantes después. Zómwan, tras reponerse del susto, diose cuenta de que ya había visto ese rostro antes, muy fugazmente, pocas horas antes, y la chica que lo llevaba tenía en las manos un pan que acababa de robar.
Minutos después, cuando Zómwan se disponía a comerse el paquete de fresas que había comprado en la frutería, la señora Gramt tocó la puerta y avisole que la cena estaba lista. Zómwan bajó y reparó, con algo de miedo, en que la posada no tenía puertas (cuando entró por primera vez no se fijó en ese detalle por la prisa). En la calle había un avestruz paseándose con recelo, y Zómwan no pudo evitar sentir un temblor en la espalda.
—No te preocupes —dijo la casera—, los avestruces nunca se meten dentro de las casas.
—¿En serio? —dijo Zómwan, aliviado pero confundido— ¿Por qué?
—Nadie sabe —la casera encogió sus robustos hombros—, le han de tener miedo a algo. Pero vamos a cenar, te presentaré al otro huésped.
Zómwan la siguió a la cocina sin dejar de estar pendiente del avestruz. Cuando llegaron se encontraron con el señor Nín, sentado a la mesa y con la joroba de su espalda haciendo sombra en la pared de atrás.
—Señor Nín, éste es Zómwan Semt —dijo la casera—, va a quedarse con nosotros por unos días.
El señor Nín levantóse, temblándole las piernas, y diole una reverencia ofreciéndole la cabeza [1].
—Mucho gusto —respondió Zómwan regresándole la reverencia.
Para la cena hubo un caldo de hueso con un poco de carne de un animal desconocido, un poco de arroz viejo y unas verduras lavadas con agua de la llave, también unas pocas frutas que había que comer en la siguiente media hora o tendrían que tirarse. Fue una cena silenciosa: Zómwan sentado al frente de la mesa, la señora Gramt a su derecha y el señor Nín a su izquierda; ella lo miraba sonriéndole maternalmente, parecía que en cualquier momento iba a decir algo y por eso Zómwan detenía su comida, pero continuaba al ver que la casera volvía a concentrarse en su plato; el anciano lo miraba con ojos adormilados, analizando toda su indumentaria críticamente, y sólo una vez hablole para pedirle que le pasara un plátano del frutero. Cuando Zómwan hubo tragado la última gota de la sopa (con gran esfuerzo, por cierto), agradeció a la casera por la comida con la intención de retirarse.
—Espere un momento —detuvolo la casera, en cuyo rostro había aparecido la misma tristeza que había mostrado antes, cuando Zómwan hubo mencionado al Oxímoron—. Quiero hablar de algo muy importante con usted.
Zómwan volvió a tomar asiento y la casera contole acerca de su hija Ámia, que se había vuelto loca hacía unos meses después de empezar a hacer preguntas sobre el Oxímoron, y que había huido de la casa para vivir en algún lado del pueblo, sobreviviendo entre los avestruces de algún modo. Conforme hablaba, su voz se tornaba más y más entrecortada, al final tuvo que hacer grandes esfuerzos para no romper en llanto. El señor Nín escuchaba con tristeza e impotencia, sus ojos estaban ligeramente implorantes hacia Zómwan. Finalmente la casera, ya tranquila, continuó:
—Entonces, señor Zómwan, no quisiera molestarlo con mis tristezas, pero si le he contado todo esto es porque necesito que me haga un gran favor, y a cambio no le cobraré un yáo ni por el alojamiento ni por la comida mientras permanezca aquí.
Ese trato interesó a Zómwan y pidiole que dijera de qué se trataba. En el fondo ya tenía una idea de qué podría tratarse ese favor, dada la efusividad con que la casera adjudicó la culpa de la locura de su hija al Oxímoron y por el hecho de que ya sabía que había venido al pueblo a causa de él.
—Quiero que encuentre a mi hija, señor Zómwan, y la ayude a recuperar la cordura —dijo la casera.
Zómwan dudó si asentir o negar con la cabeza, terminó haciendo una combinación de ambos movimientos.
—Lo intentaré, señora Gramt —dijo sin sonar convencido—, pero en un caso como el de su hija no estoy seguro de cómo podría yo ayudarla.
—Si logra descubrir el secreto detrás del Oxímoron, quizás se cure —dijo el señor Nín repentinamente, y miró a Zómwan con severidad—, tú eres la única persona a parte de ella que se interesa en él, y como pareces conservar tu cordura, podrías ayudarla si te la llevas contigo.
—¿Llevármela?
—Lo hablé con el señor Nín mientras cocinaba —dijo la casera—. No sólo te interesa el Oxímoron, sino que también se ve que eres de una clase muy distinta a la nuestra, vienes de donde hay oportunidades y esperanzas…
—No, señores, se equivocan —dijo Zómwan, alzando la voz—, lamento desilusionarlos, pero no soy de familia rica, puesto que mis padres me desheredaron cuando les dije que quería dedicarme a investigar el Oxímoron. El dinero que tengo se lo debo a mi abuelo, que antes de morir también se obsesionó con el Oxímoron, pero estaba tan enfermo que no tenía posibilidades de hacer nada, así que me dejó una pequeña herencia en cuanto se enteró de que yo también estaba obsesionado como él…
—Si te dejó una herencia, se puede decir que eres, hasta cierto punto, rico —dijo el señor Nín.
—Bueno, yo… tampoco es como si me hubiera dejado una fortuna…
—Por favor, no se trata sólo de dinero —dijo la casera, levantando la voz—, lo que trato de decir es que te veo como una esperanza para liberar a mi hija de su locura. Es muy probable que, si se queda en este pueblo, nunca pueda satisfacer su obsesión por el Oxímoron, y temo que si no tiene una guía, una mente cuerda que la acompañe, algo malo le pueda pasar —en este punto su voz y rostro comenzaron a volverse tan histéricos que Zómwan estuvo seguro de que la casera había enloquecido—. Así que eso es lo que le pido, señor Zómwan: encuéntrela y llévesela de aquí, cásese con ella, cuídela hasta que sane y no la deje padecer sola esas enfermas obsesiones.
Zómwan levantose alterado.
—¿Cómo me pide eso, señora Ótant? Soy un completo desconocido, no debería pedirme que me llevara a su hija conmigo.
—Tal vez sea un desconocido, señor Zómwan —dijo la casera, un poco contrariada por la negativa de Zómwan, y su rostro se volvió avergonzado como si estuviera consciente de que lo que pedía era un absurdo—, pero no sé por qué siento que usted es el indicado para ella, que podrá comprenderla y quererla de un modo en que ni siquiera yo misma podría hacerlo, pues no importa cuánto la ame yo, la verdad es que cuando alguien se obsesiona con el Oxímoron, el amor de una madre no es más que un estorbo, y como usted dice tener la misma obsesión, usted puede llegar a amarla mucho más que yo, y ella podrá amarlo a usted mucho más que a mí.
Perplejo por esos razonamientos, Zómwan titubeó por un momento.
—No será necesario, señora Ótant —dijo tras pensar bien en sus palabras y calmarse—, lo más probable es que descubra el secreto del Oxímoron en este mismo pueblo, haré que su hija lo conozca, recuperará la cordura y volverá a casa.
Pero no apareció esperanza en el rostro de la casera.
—Por favor, señor Zómwan —dijo casi implorando—, haga lo que necesite, pero llévesela con usted, se lo suplico.
Zómwan vio que el señor Nín lo miraba enojado, regañándolo con su arrugada frente. Tardó un rato en tomar valor para decir que aceptaba el trato. Luego se despidió con una cordialidad apresurada, volvió a su habitación casi corriendo. Una vez adentro tranquilizose, sentose sobre la cama y comió las fresas secas que estaban a minutos de ser incomestibles. El amargo sabor alivió la sensación polvosa que le había dejado la sopa.

          


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[1] En Danzílmar, es común saludar formalmente poniendo las manos bajo la barbilla e inclinándose hacia adelante, como si se ofreciera la cabeza en una bandeja.

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