El estilo del pato


Los bandidos del estilo del pato aterrorizan a la gente. 


Cerca de la ciudad de Bárum se encontraban los dominios de los bandidos conocidos como los Guerreros del estilo del Pato, temidos por una terrorífica técnica que ocasionaba que, cualquiera que fuera víctima de ella, entrara en un trance de risa tan intenso y profundo que la muerte era lo único que le podía poner fin. Una vez a la semana, a veces los miércoles, los Guerreros del estilo del Pato bajaban de las montañas hacia la ciudad de Bárum, donde todos les cedían el paso en su camino hacia los restaurantes y tiendas, en las cuales tenían absoluta libertad para apropiarse de todo cuanto les diera el capricho, y si por ignorancia o estupidez alguien intentaba hacerles frente, a uno de los guerreros le bastaba con colocar su mano en posición, comprimiendo los dedos alargándolos hacia adelante sobre el pulgar a imitación del animal en el que se basaba su estilo, y después, con una sofisticada técnica de garganta perfeccionada durante años de misterioso entrenamiento en lo profundo de las montañas, un único sonido gangoso, que era una prolongada sílaba “kué”, estallaba al mismo tiempo que la mano se abría bruscamente como la boca de un pato siendo estrangulado, y se convulsionaba por todos lados con un movimiento errático y caótico, para volver a su calma inicial instantes después. El efecto en la víctima era devastador: primero se quedaba mudo, como hipnotizado ante la combinación de ese sonido que imitaba al pato y el movimiento de la mano como si se estuviera quemando viva; luego suspiraba fuerte y pausadamente como previendo un ataque de tos, entonces surgía una pequeña risa que poco a poco se volvía aguda y prolongada; terminaba la pobre víctima soltando carcajadas como gritos de alguien que siente un intenso dolor en las entrañas, y de inmediato esa risa alcanzaba alturas y tonos propios de roedores dando chillidos de agonía. Una vez terminado el aire de sus pulmones, la risa continuaba en silencio, y ahora seguía el espectáculo de las caras que se volvían rojas, azules, pálidas, y finalmente llegaban a la rigidez del desmayo, pocos instantes detrás del cual se producía el colapso del corazón. Si las víctimas hubieran podido describir lo que sentían durante sus últimos segundos de vida, habrían dicho que sentían como si el corazón se les arrastrara lentamente por el esófago hasta la boca.
Pero lamento decepcionar al espectador de este relato si esperaba encontrarse con alguna anécdota importante, o al menos curiosa, acerca de los guerreros del estilo del pato, pues de ellos en realidad hay poco que decir más allá de que habían salido del capricho de aquel mundo, sin explicación ni justificación, simplemente porque su existencia había sido definida como necesaria en las entrañas de esa realidad. Por otro lado, los habitantes de la ciudad de Bárum captaron más mi interés cuando un día un grupo de vecinos se conjuró en una casa para discutir el problema de los guerreros del estilo del pato. Ese día presidía un vecino de cuerpo enorme, obeso pero con los brazos y piernas casi en los huesos. Tomó asiento en una silla que había puesto en su chalet, y miró a los vecinos que se habían sentado en las sillas que había sacado al jardín. Me ahorraré los minutos de discusiones inútiles, en los que los vecinos no hacían más que mandar al demonio a los guerreros del estilo del pato mientras se quejaban de todos los hurtos y muertes que ocasionaban. Saltémonos a la parte en la que Dóshte, el presidente de la reunión, levantó su mano huesuda, lo cual bastó para hacer que la grasa de su cuerpo diera un pequeño salto. De inmediato todos se callaron.
—Escuchad, vecinos… no, estimados habitantes de Bárum, sé que estáis enojados con enojo justificado, que el miedo a los guerreros del estilo del pato es lo que los mantiene despiertos por la noche y paranoicos durante el día, pero debéis comprender que, tal como ya ha sido establecido, la existencia y las acciones de los guerreros del estilo del pato, por más reprobable que parezcan, son parte fundamental del funcionamiento del universo, y si nos atreviéramos a actuar en contra de ese designio universal, podríamos ocasionar algún desastre que afecte a toda nuestra realidad.
—¿Por qué siempre defiendes a esos cabrones? —gritó un vecino, que tenía un labio leporino y hablaba escupiendo.
—Cierto, ¡siempre repite lo mismo!
—No nos podemos resignar a que hagan lo que quieran.
—Hay que matarlos.
Las palabras del hombre del labio leporino detonaron más de cinco minutos de improperios contra Dóshte, que sabiamente les dejó que se les cansaran las gargantas antes de volver a hablar:
—Zóto —se refirió al hombre del labio leporino—, no soy un defensor de aquellos, sino que después de tantas experiencias en mi vida, he comprendido que es inútil oponerse a los designios del universo, y que el intentar cambiar cómo son las cosas por la fuerza, únicamente por lo que sería beneficioso para nosotros en nuestro lugar y época, tendría consecuencias fuera de nuestro control. He de deciros que, cuando era joven, sentí igualmente deseos de cambiar la realidad que el universo había designado para mí: intenté cambiar mi forma; luché por hacer que mis brazos y mi cuerpo tuvieran una proporción equivalente para darme estética, pero en cuanto intenté hacerlo las desgracias ocurrieron en mi vida: mi esposa murió, mis hijos fueron secuestrados, mis padres fueron abducidos por alienígenas, y mi antigua casa se hundió en la tierra. Desde entonces estoy seguro de que es mejor vivir con lo que la realidad nos ha puesto, y si es voluntad del universo que algo cambie, entonces así sucederá, y si hay algo que el universo sabe hacer bien es cambiar las cosas a su momento debido.
Los gritos e improperios de antes se habían convertido en murmullos escépticos o escandalizados; muchos se sintieron un poco convencidos tras escuchar la historia de Dóshte; pero Zóto, poniéndose de pie de un salto y mirando a Dóshte con ojos fulminantes, dijo casi gritando:
—Crees que la realidad va a cambiar sólo porque sí, sólo porque a ti te jodió por intentar cambiarla, pero realmente sólo eres un cobarde. Si no te hubieras dejado asustar, habrías logrado lo que querías sin importar que te hubieras quedado incluso sin dientes. El que de verdad quiere cambiar la realidad, tiene que hacer sacrificios, y esos sacrificios valdrán la pena. ¿Y qué si intentar destruir a los del estilo del pato provoca algunos terremotos, huracanes, o destruye nuestra isla? El futuro nos agradecerá nuestro sacrificio a cambio de entregarles un mundo sin esos imbéciles del estilo del pato.
—¡Es cierto, vale la pena!
—Sí, con tal de que se mueran, ¿qué importa lo que nos pase?
—No me importa si yo muero con tal de que ésos paguen por lo que hacen.
El patio de Dóshte se había vuelto una cuna de revolucionarios dispuestos a arrancarse los ojos. Estaban tan ensimismados en el calor de su odio y miedo, que no hubiera habido palabras de sabiduría que les hubiera calmado. Dóshte miraba entristecido e impotente cómo empezaban a maquinar un plan para acabar con los guerreros del estilo del pato. Habíase transformado la reunión en todo un cuartel en el que de un instante al otro se crearon jerarquías de mando entre los vecinos, que habiendo olvidado que se encontraban en la propiedad de Dóshte, empezaron a armar un campamento con muebles y tiendas que iban trayendo de sus casas. Pocas horas después, la casa entera de Dóshte había sido confiscada y declarada la base de los revolucionarios. El dueño, comprendiendo que no había manera de ir en contra de ese furor, se fue caminando de ahí.

***

En un parque donde había dos fuentes, una al lado de la otra, fue Dóshte a sentarse en una banca. Quizá me equivoque, pensaba, y es la voluntad del universo que los guerreros del estilo del pato sean finalmente confrontados y derrotados. Pero ¿cómo saber que ése es el caso? ¿Cómo saber cuándo se está actuando a favor del universo o en contra? Tal vez si hubiera intentado cambiar mi forma en otro momento, o de otra manera, habría acertado a cumplir la voluntad del universo, o habría empeorado todavía más mi desgracia.
Todo eso pensaba cuando reparó en alguien que se había quedado parado a varios metros de él. Era un hombre joven con un pañuelo con un pato estampado colgándole del cuello. Era alto y delgado, encorvado hacia delante de manera que sus brazos parecían colgarle como aretes; sus ojos eran de un azul tan pálido que de lejos casi parecían totalmente blancos salvo por la diminuta pupila del centro; además tenía una pequeña barbilla terminada en punta, adornada por unos cuantos pelitos rizados. Su presencia hizo que las personas del parque salieran corriendo de ahí. Sin embargo, Dóshte se quedó paralizado, no porque no tuviera miedo, sino porque sus piernitas le comenzaban a temblar de cansancio y tenían que descansar después de haber caminado hasta ahí desde su casa. El guerrero del estilo del Pato caminó hacia él, diciéndole con voz ronca y somnífera:
—No tengas miedo, amigo. No vine a matarte. Muy al contrario, estoy aquí para abandonar y redimirme de las acciones de la especie a la que por desgracia pertenezco.
Dóshte nunca había oído a uno de esos engendros hablar de manera civilizada, por lo que, cuando el guerrero llegó frente a él, no pudo evitar decirle:
—Si es así como te sientes, ¿cuál es tu propósito conmigo entonces?
—¿Me das permiso de sentarme? —preguntó el guerrero, con humildad.
En vez de contestar, Dóshte reunió fuerzas en sus brazos y piernas para hacerle un poco más de espacio en la banca. Cuando se sentó, sin que Dóshte quitara de él su mirada atenta, comenzó a contar su historia:
“Yo nunca fui un guerrero como los demás; lo supe desde que salí de la tierra, pues te digo que a nosotros no nos engendra ni nos pare nadie, sino que es la tierra la que nos hecha al mundo para cumplir la voluntad del universo. Como mis compañeros y compañeras, aprendí y refiné nuestro estilo tan característico de combate, sin exteriorizar nunca en todos mis entrenamientos ni ataques a la ciudad mi asco y desprecio por nuestro papel en la vida, el cual veía yo sin sentido ni fin, y que había que eliminar si quería mi objetivo de vivir una vida de paz y sin peligro no sólo para mí sino para todo el mundo. Mi nombre, por cierto, es Pato 354; todos nos llamamos del mismo modo, sólo cambiando nuestro número. Pero bueno, el caso es que un día me mandaron a recorrer las montañas del desierto con el fin de encontrar alguna gruta que pudiéramos añadir a nuestra extensa colección de guaridas, y, si había suerte, encontrar una red de cuevas subterráneas. Durante varios días recorrí las montañas del sur de la isla, sudando y deseando por dentro no tener que regresar con los míos. En algún momento encontré una cueva mientras recorría la zona oriental, donde las montañas se hacían más escarpadas y formaban entre ellas estrechos caminos naturales en los que me habría gustado vivir si no hubiera sido por la falta de agua. Es en uno de esos senderos apretados que me topé con una cueva muy extraña: parecía como si alguna máquina hubiera cortado con precisión milimétrica un arco en la roca sólida y excavado un túnel perfectamente liso que se perdía en el interior de la montaña. No tardé mucho en empezar a adentrarme en ella tras encender mi antorcha. Pero no tuve que caminar mucho, pues apenas la luz del exterior quedó lo suficientemente lejos para desaparecer a la distancia, me encontré con algo que sólo puedo definir como un tapón gigante; era como una circunferencia tan grande como un elefante, tallada con la misma máquina en la pared en la que terminaba la cueva. Tras examinar de cerca este botón gigante de roca, vi que en el centro decía: “Puerta hacia las entrañas del universo”. La toqué y no pareció haber nada de extraño. Mientras debatía si debía regresar con los míos e informarles de esa cueva, o quedármela como un secreto, noté que el enorme aro que encerraba a la inscripción empezó a iluminarse, y el interior del aro, junto con la inscripción, se volvieron transparentes hasta asemejar un espejo en el que no se reflejaba nada, sino que sólo se veía una membrana tras la cual seguía la oscuridad de la cueva. Debo admitir que lo primero que hice fue salir corriendo de la cueva, con los pensamientos apenas cuajándose en mi cerebro y sudando la poca agua que quedaba en mi cuerpo. Cuando mi raciocinio logró ponerle un alto a mis piernas, me hallaba en medio del laberinto de las montañas, y mi inicial miedo se volvió un profundo reproche. ¿Por qué no había marcado el lugar exacto en donde se encontraba la cueva? Un descubrimiento como ese podría ser de gran importancia para el mundo, si es verdad que se trataba de la entrada a las entrañas del universo. Sin dejar de reprocharme, regresé sobre mis pasos e intenté con todas mis fuerzas volver a encontrar la cueva. No exagero cuando digo que tardé horas en volver a dar con ella, tan laberínticas son las sendas de esas montañas. Cuando al fin volví a llegar a ella, me atrapó la duda de si debía entrar en ella de nuevo e investigar el extraño fenómeno que había visto, o sólo registrarla en uno de mis mapas. De nuevo pasé horas debatiéndome, o más bien tomando el valor de entrar a ella, ya que en el fondo sabía que eso acabaría haciendo y sólo quería postergar el momento. Cuando por fin decidí que no importaba lo que sucediera, entré en la cueva y llegué hasta el tapón. Una parte de mí había predicho que a última hora acabaría por acobardarme y huir de ahí, mientras que la otra parte detenía a esa parte cobarde para evitar arrastrarnos a todos con ella. Cuando el tapón volvió a adquirir esa transparencia, lo toqué y mi mano lo atravesó. Mi parte cobarde por poco consigue el control de mis pies, pero mi lado curioso, y el lado que me recordaba que cualquier cosa era mejor que volver con los míos, lograron mantenerme en control e hicieron avanzar mi mano, luego mis pies y finalmente todo mi cuerpo, hasta que cruzamos del todo.
Por dentro creía haberme caído en un oscuro pozo con paredes hechas de la noche. La única luz salía de miles de palabras que, escritas con luz, adornaban las paredes, el techo y el suelo de aquella cueva, que ahora se había alargado infinitamente ante mí. Mientras caminaba, las letras tintineaban como las estrellas, perdiéndose más allá de donde mi vista podía atisbarlas en lo más al fondo de la cueva, y conforme avanzaban aparecían más y más, miles de estrellas que nacían conforme aumentaban mis pasos, y nunca se terminaban. Me tomé un momento para leer lo que decían algunas de ellas, la primera que recuerdo decía: “No existe el bien sin el mal”, después encontré otras que decían, más o menos: “La violencia causa sufrimiento”, “Después del día viene la noche”, “El poder corrompe”, “Todos estamos conectados”. Básicamente aquella cueva infinita contenía todo aquello que consideramos una verdad en nuestro mundo; algunas de ellas eran bien conocidas: leyes de la ciencia, sabiduría popular o filosófica; otras eran simples hechos necesarios para el funcionamiento del mundo, postulados lógicos de los cuales nadie se escapa, e incluso largas inscripciones que decían cosas como: “Para lograr acabar con el hambre, hay que hacer tal y tal y tal”. No podría nunca terminar de escribir todas las verdades morales y científicas que están escritas en esa cueva, y no hay manera de que una sola mente pudiera llegar a memorizarlas todas ni aunque viviera miles de años. Estaba tan absorto que casi no me di cuenta de que, a lo lejos, una figura se encontraba agachada en el suelo, como si estuviera escribiendo. Mi lado razonable me decía de nuevo que debía regresar por donde vine, pero antes de obedecerlo, la figura se dio cuenta de mí, aunque sin dejar de escribir. Me quedé paralizado, pues me había parecido que el rostro de esa entidad era a la vez muy humano, pero al mismo tiempo no tenía una forma concreta, ni nariz, ni ojos, ni boca, sino que tenía todas las narices, todos los ojos y todas las bocas de todos los habitantes y animales del planeta. No sentía su presencia, como si estuviera hecho de aire, y estaba cubierto por algo que al principio asocié con un antiguo táig, pero que después comprobé que no era más que puro espacio al que no llegaba la luz; literalmente estaba vistiendo oscuridad. Cuando terminó de escribir, esa figura se levantó del suelo y caminó hacia mí. Por instinto me puse en la guardia que había aprendido, la del estilo del pato, preparándome para atacar de ser necesario, pues la idea de echarme a correr me llenó de pavor porque significaría perderlo de vista. Avanzaba hacia mí mientras yo retrocedía lentamente con mi mano en forma de pato hacia adelante. Llegó a mi lado; me miró con todos los ojos del mundo y del universo, con todas las expresiones y emociones mezcladas en una sola “cara”, luego me pareció que lanzó un quejido, como aclarándose la garganta, pero que no provenía de una garganta sino de un abismo. Entonces señaló hacia el lugar en el que había estado escribiendo hacía un momento, y aunque no manifestó nada, sentí insistencia en aquel dedo sin uña ni falanges, como una flecha que no podía desobedecer. Tras eso, siguió su camino por la cueva, y desapareció a lo lejos por donde yo había llegado. Queriendo evitar encontrármelo de nuevo si intentaba regresar, avancé de espaldas y en guardia hacia donde me había señalado. Al llegar al lugar pude leer en el suelo las siguientes palabras: “Para exterminar a los guerreros del estilo del pato, se requiere el sacrificio de Dóshte, habitante de la ciudad de Bárum, un hombre de cuerpo gordo como albóndiga y miembros como palitos.”

***

Las piernas del hombre que parecía albóndiga con palitos de dientes se llenaron con una energía repentina que le permitieron ponerse de pie, tan de prisa que Pato 354 creyó que se habían vuelto resortes. Dóshte no sintió el dolor que dicho movimiento normalmente le hubiera producido a causa de su turbación, el espanto y el asombro ante tal historia. Pero su raciocinio al instante le tranquilizó el corazón con una esperanza lógica. ¿Por qué creería tu historia, guerrero del pato?, preguntó no con tono escéptico, sino alterado, casi hasta confundirse con el éxtasis, sin saber esperar si prefería que fuera verdad o una mentira. Dije que no vine a matarte, dijo Pato 354, sólo vine a avisarte que, en lo profundo de las entrañas del universo, tu nombre aparece como la solución a los problemas que mi clan le ha ocasionado a tu gente. Dóshte sintió entonces el dolor de las piernas y se dejó caer en la banca. Al mismo, tiempo, como sincronizado, Pato 354 se levantó. ¡Espera!, gritó Dóshte, pensando que el guerrero se marcharía. Pato 354 se quedó de pie, compadeciéndolo con la mirada, mudo, como ofreciendo sus respetos a un héroe o a un moribundo. Parte de mí quiere creerlo, dijo Dóshte casi entre lágrimas, otra parte tiene miedo de que lo sea, porque no pareces mentiroso, pero sería estúpido de mi parte confiar en un guerrero del pato. Dime, ¿cómo es que existes así, cómo es que no eres un salvaje como los tuyos, es un truco nuevo de los guerreros del pato para engañarme, para engañarnos a todos? Pato 354 dijo: En efecto, serías muy tonto si me creyeras. Sólo quiero que me contestes una cosa: ¿si pudieras tener la certeza de que mi historia es verdad, de que la existencia de mi clan de guerreros del pato depende de la tuya, estarías dispuesto a dejarte sacrificar? Dóshte observó las pupilitas de los ojos de Pato 354, intentando ver a través de ellos alguna pizca de malicia, pero sólo encontraba la más sincera piedad y remordimiento. Entonces dijo: Sí, lo haría; si pudiera elegir lo que creo, elegiría creerte, pero no puedo elegirlo.
Pato 354 se alejó caminando por donde vino, más agachado de lo que era la posición natural de su cuerpo. Dóshte no quiso verlo irse, así que sacó fuerzas, lentamente se puso de pie y viró hacia su casa. Estaba a punto de salir del parque cuando sintió que alguien corría detrás de él. Pato 354 lo alcanzó con lágrimas brotando de sus ojos rojos, y dijo con voz aguda y temblorosa: Yo también moriré si tú lo haces, pues lo quiera o no, soy un guerrero del pato, y si mueres significa que yo también lo haré. Entonces extendió su mano hacia Dóshte, adoptando ésta la forma de ataque de su estilo. Aún si no es razonable que me creas, lo que yo creo, o más bien lo que yo sé, nadie me lo puede quitar. ¿No puedes al menos intentar convencerte de que me crees, de que de entre los miembros de mi clan ha surgido alguien con el corazón noble, dispuesto a morir para librar al mundo de nosotros? Dóshte no sentía miedo sino una profunda lástima, y se lamentó no poder obligarse a creerle. Dijiste que no venías a matarme, dijo Dóshte, a lo que Pato 354 respondió: ¡Cambié de opinión! Tras lo cual se quedaron como estatuas, el uno como una cobra con cabeza de pato a punto de abalanzarse sobre una albóndiga con patas. Por la mente de Dóshte pasaron sus intentos por cambiar lo que era, y todas las desgracias que había ocasionado. Casi burlándose de sí mismo, llegó a la idea de que la razón por la que la realidad le había castigado por intentar cambiarse, era para que esta nueva regla del universo pudiera realizarse llegado el momento. Tal vez ése era el momento, tal vez aquella historia descabellada fuera la justificación de toda su vida, o tal vez un mero capricho del universo sólo para joderlo una vez más.
Si cambiaste de opinión, ¿qué puede evitarte que me mates?, dijo Dóshte, calmado como si, en vez de buscar salvarse, le aconsejara paternalmente al guerrero, pero tras ver que Pato 354 no decía nada, agregó: Si es verdad lo que dices, se realizarán nuestros deseos; si no, sólo seré otra víctima del montón de los guerreros del pato, ¿qué importa eso en la gran escala del universo? El pato de la mano del guerrero tembló; las pupilitas de sus ojos se dilataban y contraían mientras la garganta tragaba saliva continuamente; había ya tenido que matar a mucha gente por órdenes de su clan, pero ahora que podía llevar a cabo la muerte que terminaría con todas las muertes, se sentía indefenso. ¿Cómo podría matarte y tener la conciencia limpia, si no me crees?, preguntó sollozando. Dóshte contestó: No deberías matarme por lo que yo crea o no, sino por lo que tú creas; si yo no puedo convencerme de creerte, al menos convéncete tú de que yo en el fondo estoy convencido y que sólo no puedo exteriorizarlo. Esas palabras no tranquilizaron a Pato 354, pero le hicieron reafirmar la postura de su mano y aclarar su garganta. Pasaron quietos casi diez minutos esperando a que el guerrero pudiera convencerse lo suficiente para dar el golpe final sin sentirse muy culpable. Dóshte finalmente vio abrirse la boca del pato, que se convulsionó mientras soltaba su alarido gangoso.

***

Pato 354 lloro amargamente ante el cuerpo de Dóshte, que se había desparramado boca arriba sobre el concreto. Algunos tuvieron la curiosidad de ver aquel extraño espectáculo en el que un guerrero del pato lloraba tan vivamente por una de sus víctimas, pero la poca compasión que aquello les pudo llegar a inspirar pronto sucumbió al miedo de ser las próximas víctimas. Algunas de esas exclamaciones de miedo y asombro le hicieron recordar a Pato 354 que aún seguía escuchando, y luego que todavía seguía viendo y respirando. Sus pupilitas de repente se dilataron hasta no dejar casi nada de azul en su iris. Se palpó el cuerpo y tembló, respiró sobre su mano y comprobó que todavía inhalaba y exhalaba aire. ¿Era aquél un piadoso milagro o el indicio de una terrible pesadilla? ¿Era acaso el regalo de una poderosa excepción o la consecuencia de una dolorosa equivocación? Salió corriendo del parque y de la ciudad casi gritando como si estuviera herido, y se dirigió a las montañas donde su clan vivía. Tenía la esperanza de encontrarlas vacías, o al menos llenas de los cuerpos de sus compañeros, muertos al igual que el pobre Dóshte. Pero cuando entró a una de las cuevas vio de inmediato a unos compañeros: Pata 687, Pato 431, Pato 948, que cenaban a la luz de una fogata.
—Eh, Pato 354, ya era hora de que llegaras. ¿Cómo te fue con lo de las cuevas? —preguntó Pato 431.
Pero su compañero, en lugar de sentarse con ellos y contarles lo que hubiera encontrado, pegó un grito de furia y dolor, tan fuertes que pensaron que alguien le había atravesado una pierna con una bala silenciosa. Repuestos del susto, quisieron acercársele, pero apenas se terminaron de levantar de alrededor de la fogata cuando Pato 354 ya se encontraba corriendo hacia las montañas.

***

Pato 354 no descansará aunque los pies le sangren en su frenética carrera hacia los laberintos montañosos de la isla. Los vericuetos del laberinto le harán dar vueltas la cabeza. El sol le hará ver visiones de figuras gordas como albóndigas y manos colocadas como la cabeza de un pato, y entre las paredes de roca sólida escuchará el remoto eco del sonido gangoso del pato que se convulsiona, tras el cual también escuchará el rumor de cientos de risas que comienzan suaves, y van subiendo volviéndose cada vez más desesperadas e histéricas como gritos, hasta que el aire se les termina de repente y vuelven al silencio. Así irá corriendo con los ojos en blanco, tapándose los oídos y emulando sin darse cuenta las risas que los muertos dejaban detrás, en especial la del pobre Dóshte. Será un milagro que encuentre la cueva, más bien como si ella se hubiera transportado hacia él en el momento en el que su delirio lo hacía caminar más erráticamente. Sin esperar un instante, correrá hacia el tapón y lo atravesará. Estará de regreso en las entrañas del universo, con sus miles y miles de frases brillando como estrellas en el cielo. Correrá ahora más que nunca hasta el lugar en el que aquellas traicioneras palabras, las que le habían impulsado a matar a Dóshte, habían sido escritas por ese ser vestido de sombra que tenía todas las caras del mundo. Irá con los ojos pegados al suelo intentando encontrar aquellas palabras. Durante horas se adentrará en las entrañas del universo buscando con precisión milimétrica no sólo en el suelo, sino que su desesperación le hizo buscar también en el techo y las paredes, pensando que podría haber cambiado de lugar. Cuando su frenesí dé paso al agotamiento, se dejará caer de rodillas con la boca abierta hacia el techo. Parecerá estar flotando en el espacio, en donde en vez de estrellas hay verdades devastadoras de las que nadie es capaz de escapar. Entre los momentos de claridad que podía tener con la visión borrosa por la deshidratación, el cansancio y la extrema angustia, percibirá en el techo una frase que parecía brillar más intensamente que las demás. Con la poca energía que le quede la leerá, tras lo cual volverá a sollozar con fuerza hasta que su llanto se vuelva una risa. Sí, su llanto se volverá una risa ligera pero desquiciada. Seguidamente apuntará su mano en posición de pato hacia sí mismo, y lanzará el mismo graznido y hará el mismo movimiento epiléptico que se le había enseñado desde que tenía memoria. Entonces su risa saldrá explotando de su boca, no porque le afecte su propio ataque, pues los guerreros del pato son inmunes a su propia técnica, sino porque se obligará a reírse hasta morir, a acabar aquella absurda comedia con una carcajada final.


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