El parque del lago 5


La muerte de Ánke.


 El agua verde sostiene su cuerpo abierto ante el delicado sol de la nueva mañana. Rozan en su espalda los tímidos peces que quieren saber si entre sus ropas encuentran un mendrugo comestible, aunque sea de su propia piel muerta o tela desprendiéndose. Se sumerge para empaparse la cabeza y cuando sale lo ve todo azul. En la orilla está Kuésta ondeando la mano. Dézen nada hasta ahí y se seca. Ánke se siente mal, le dicen, no se ha querido levantar ni comer. Sobre el puente chorrea el agua del lago, anunciando con su humedad la precipitación del recién salido del agua.

En medio de la habitación se ve una hamaca que envuelve un enorme bulto. A su lado están Genáo y Líru, mirando el bulto sin mucho interés. Kuésta tampoco reacciona ante la absoluta inmovilidad del objeto dentro de la hamaca, pero cruza los brazos y mira con atención.
Dézen es el único que se acerca, no exteriorizando en sus gestos la extrañeza por la casi perfecta solidez de lo que yace en la hamaca. Una mano toma el costado de la hamaca y la abre. Ánke reacciona con un suave gemido como si sintiera dolor al ser descubierto, pero éste sólo le sonríe y extiende las piernas.
—No hay gran problema —dice Ánke con voz murmurante—, sólo voy a dormir un rato más.
Pero Dézen lo detiene de volver a como estaba, pues algo raro ha visto asomarse por debajo de su camisa. Creyó que era una quemadura al principio, pero al tomarle de la camisa para exponerle el abdomen vio más bien una protuberancia negra y muy grande, formando un bulto justo donde debía estar el ombligo. Esa masa reaccionó al ser descubierta retrayéndose un poco hacia adentro del cuerpo.
—No es nada —dijo Dézen.
Volvió a cubrir la masa y propuso que lo dejaran dormir. Todos salieron de la cabaña y caminaron hacia la cafetería para desayunar, sentándose en la misma mesa de siempre.
—En algún momento habrá que comprar más cosas —dijo Líe.
—¿Qué hace falta? —preguntó Kuésta.
—Más que nada, comida para tener en la noche. No estarían mal más cervezas.
—¿No prefieres cenar aquí?
—No tienen buenas cenas, puro pato y pescado.
—Hoy habrá pasta y draóhi.
—La probé el primer día, pero me cayó mal. Estoy bien con unas frutas, nada más.
Genáo se levantó de golpe y dijo:
—Vamos a nadar todos en la tarde.
Todos estuvieron de acuerdo, pero de inmediato Kuésta dijo:
—Ánke se sentirá abandonado.
—No le importará —dijo Dézen.
Y en la tarde se dispusieron a nadar en el lago, pero antes entraron Dézen y Kuésta por sus toallas. Aprovechó el primero para ver cómo estaba Ánke, y al no recibir respuesta volvió a desenvolverlo. Se detuvo cuando lo vio sonriendo con los ojos abiertos, y esta vez la masa del ombligo había crecido tanto que era como si escondiera varias prendas de topa bajo la camisa.
—¿Van a nadar sin mí?
Dézen le levantó la camisa y palpó la masa, ésta intentó esconderse de la mano como la primera vez, pero ahora ocupaba tanto del cuerpo de Ánke que no tenía a dónde escapar.
—Debes descansar un poco más.
—Cierto, cierto. Diviértanse.
Kuésta había visto también la masa negra en el cuerpo de Ánke, pero sólo apuró a Dézen, pues ya escuchaba a los novios chapoteando en el agua.
Cuando llegaron, no obstante, los encontraron flotando tranquilamente como Dézen lo había hecho en la mañana. Parecían entre los cuatro como muertos flotando en un río sagrado, y todos habían pensado lo mismo porque sin decirse nada, y casi sin respirar, se dejaron hundir en el agua uno por uno. Cada uno vio al sol tintinear debajo del agua opaca en su camino al lecho del lago. Los cuatro yacieron sobre la arena con la misma pose con la que habían entrado, como dispuestos a dormirse. Entonces algo llamó la atención de Dézen, y volteando hacia la izquierda vio una silueta entre las aguas que se desplazaba hacia ellos, no nadaba, o al menos no hacía los movimientos característicos de ningún ser que nadara, simplemente se acercaba. Dézen fue el primero en quedarse sin aire, por lo que tranquilamente nadó hacia arriba y volvió a llenarse de aire, pero en vez de volverse a hundir empezó a nadar hacia donde había visto a la sombra, sumergiéndose cada tanto para asegurarse de que ahí siguiera. En una de sus inmersiones, se dio cuenta de que por más que avanzara nunca llegaría a ella. Incluso cuando alcanzó los confines del lago vio que la sombra sólo había cambiado de orilla. Y como estaba muy cansado para volver nadando, salió del lago y se encaminó a su cabaña. Cuando llegó, Ánke estaba acostado en el suelo, mojado y con problemas para respirar.
—¿Cómo te sientes?
La masa negra de su cuerpo ahora le llegaba al cuello, y su camisa estaba echa jirones.
—Estoy mejor.
Dézen se sentó a su lado.
—¿Quieres que te traiga algo de comer?
—No, gracias, amigo. No tengo hambre...
Un gemido ahogado lo interrumpió y se llevó las manos al pecho, luego empezó a reírse como si sintiera cosquillas.
—Ya llegó a mi corazón, Dézen.
Dézen tomó su termo y dio un trago.
—Parece que en un rato Genáo va a salir a comprar unas cosas. ¿Necesitas algo?
—Oh, sí, quiero agua, mucha agua, por favor.
—Le diré.
Mientras hablaban, la masa negra estaba trepando por la mejilla de Ánke, el cual seguía riéndose divertido. En eso entró Genáo con Líru y repitió lo que había dicho Dézen de ir a comprar.
—Dice que quiere mucha agua —dijo Dézen, mientras a su lado Ánke seguía abrazándose y riendo.
Genáo se fue y Líe se sentó al otro lado de Ánke. Empezó a hablar:
—¿Sabes? Ahora que tenemos tiempo, hay que aprovecharlo, ¿no?
—¿Aprovecharlo en qué? —preguntó Dézen.
—No sé, en lo que sea, pero antes de que vuelva.
—¿Quieres jugar a algo?
—Sí.
Dézen sacó el tablero de damas chinas y acomodó las canicas para tres jugadores. Ánke movía sus canicas con dificultad, dado que la masa que ahora crecía en su cabeza le empezaba a obstruir un poco la vista. Cuando contra todo pronóstico fue el primero en ganar, dejó de reírse y se tragó una de sus canicas, luego otra, y así hasta que su lugar quedó vacío.
—Este es uno de los mejores recuerdos de mi vida, amigos, siempre lo atesoraré.
El peso de la masa era tal que lo hizo caerse de espaldas. En su cabeza sólo quedaba descubierto un ojo y la boca.
—¿Vas a dormir ahí? —preguntó Líe.
Ánke no contestó, pero volvió a retraer las piernas en posición fetal. Líru se acostó a su lado y lo rodeó con los brazos como a un hermanito que quisiera adormecer. Sus manos tocaron la sólida masa que ahora parecía petróleo cristalizado. Dézen se levantó y salió, pues se preguntaba dónde estaría Kuésta en ese momento. Ella estaba de hecho en la banca en frente de la cabaña, toda mojada y chorreando.
—¿No te vas a secar?
—Me volveré a meter en un rato. ¿Ya se fue Genáo?
—Hace rato.
Kuésta se levantó.
—Entonces hay que aprovechar —empezó a caminar hacia la cabaña, pero de repente se detuvo y volteó a verlo—, tardaremos un rato.
Dézen se quedó ahí sentado, mirando la selva y el lago a través de la cabaña. El viejo robusto pasó caminando a su lado y éste le hizo un gesto de desaprobación. ¿Qué desaprobaba exactamente? Dézen pensó un rato en eso mientras el viejo se zambullía en el lago. Poco después llegó Genáo cargando dos bolsas.
—¿Cómo sigue Ánke?
—Bien, bien. Ahora están los tres en la cabaña.
—Ya veo, están aprovechando.
Genáo se sentó a su lado y empezó a comer unas galletas, que compartió con Dézen.
—Compré una pizza para microondas.
—¿Cuánto fue todo?
—No te preocupes, amigo, yo invito. Además también me estoy hartando del pato y pescado.
Tras acabarse la bolsa de galletas, dejando sus camisas llenas de migajas, Genáo se levantó:
—Creo que ya podemos entrar.
Dézen lo siguió hasta la cabaña, y cuando abrieron la puerta vieron sólo una masa sólida casi totalmente oval en medio de la habitación. Líru y Kuésta estaban sentadas a cada lado, recargando sus cuerpos contra ella. Genáo dejó las bolsas en la mesa y se acercó a la masa.
—¿Cómo sigue?
—Está bien —dijo Líru, algo somnolienta.
Genáo le dio la vuelta hasta que descubrió que la boca y el ojo seguían descubiertos, como una mariposa que hace un agujero en su capullo antes de tiempo.
—¿Quieres agua, amigo?
—Sí, por favor.
Genáo le hizo beberse dos de las botellas que había traído. Intentó hacer que comiera algo, pero Ánke se negó. Luego prepararon la pizza y comieron mientras jugaban otra partida de damas chinas, dejando a Ánke en el suelo descansando. Rato después, los novios volvieron a su cabaña, y Kuésta decidió que era hora de dormir.
Dézen se durmió rápidamente, pero pocas horas después lo despertó un grito intensó y agónico. Se dio la vuelta para intentar seguir durmiendo, pero el grito cada vez era más tortuoso, por lo que se levantó y prendió la luz. Ánke seguía lanzando alaridos dentro de su capullo negro cuando Dézen se sentó junto a él.
—¿No puedes dormir? —preguntó Dézen.
—No hay necesidad de dormir ahora —dijo Ánke, que había vuelto a sonreír.
—¿Quieres agua?
—No, gracias, amigo.
—¿Quieres que intente meterte en tu hamaca?
—No es necesario. Aquí estoy muy cómodo.
Durante varias horas, Ánke siguió gritando y gimiendo en agonía. Dézen se quedó a su lado viendo al cielo por la ventana y preguntándole de tanto en tanto si necesitaba algo, a lo que Ánke siempre se negaba. En cierto momento, la curiosidad le ganó a Dézen, y preguntó:
—Entonces, ¿qué sentiste?
—¿Cómo?
—Cuando me hablaste junto a la fuente. ¿Sentiste ese miedo a la indiferencia? Si es así, lo siento si mi reacción te lo provocó.
Desde el suelo, Ánke lo miraba abriendo muy grande su único ojo destapado.
—Descuida, mis tontos miedos no son tu culpa.
—¿Pero tuviste ese miedo?
Ánke empezó a sollozar, lo que luego se volvió un llanto como si uno de sus padres hubiera muerto.
—¡No fue mi culpa, Dézen! —gritó.
—¿Qué no fue tu culpa? —preguntó Dézen, tras bostezar.
—¡Nada!
Ese último grito fue tan fuerte que Dézen supuso que se había escuchado en todo el lago, pero afuera todo seguía dormido, así como Kuésta.
—Lo siento, Dézen, no debí gritarte. Deberías volver a dormir.
Dézen se acomodó más en la silla y siguió contemplando al exterior.
—¿Vendrás a nadar con nosotros mañana si te sientes mejor?
—Ahora tengo miedo de nadar.
—Mañana quizás...
—Me ahogaría...
Un repentino dolor le hizo dar un alarido.
—¿Quieres agua, o comer algo?
—No importa, nada importa, nadie me importa. Sólo duérmete o sigue mirando la noche, pero no me preguntes si quiero algo.
Entonces empezó a toser, lo que luego se convirtió en arcadas cada vez más fuertes. Dézen vio cómo desde adentro de su boca aparecía la masa negra, la cual engulló sus dientes y sus labios hasta cerrar por completo el agujero de la boca. El único ojo seguía muy abierto en una expresión de dolor y asombro, moviéndose de un lado al otro.
—¿Sabes a qué le tengo miedo yo?
Pero de Ánke sólo salían sonidos sin palabras, no pudiendo hacer más que mover su ojo vertiginosamente hacia todos lados, como si la pupila intentara escaparse del cuerpo.
—Las sombras, pero sólo si se distingue bien alguna forma, si no, no me importa.
El ojo parecía estar siendo empujado desde abajo, casi saliendo del agujero de masa sólida.
—Cuando estábamos en el campus, a veces veía sombras en tu ventana, y se distinguía todo, amigo, o casi todo, así que sólo estaba medio aterrado.
El ojo finalmente se rompió desde adentro, y brotó una fuente de esa misma materia sólida que terminó por tapar el agujero. Todo ese cuerpo negro, casi oval, empezó a retorcerse como un polluelo desesperado por romper el huevo. Dézen recordó haber leído que una gran cantidad de aves mueren por no poder salir de su huevo, e intentando recordar más detalles siguió contemplando esa masa moviéndose y lanzando gemidos sordos por un rato, hasta que finalmente se detuvo y se calló. La mañana estuvo a punto de despuntar cuando la masa empezó a desinflarse. Dézen regresó a acostarse en su hamaca e intentó dormir. Durante los siguientes minutos previos a la salida del sol, la masa perdió su volumen y dureza hasta quedar como una pelota desinflada totalmente vacía por dentro.


          


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