El rey del cacahuate


 
Un recién graduado no tiene más opción que trabajar pelando cacahuates.


[1]
El lector o espectador me perdonará si comienzo esta triste historia revelándoles el final: el protagonista, un miserable filólogo recién graduado, muere, y la causa no es otra que unos miserables cacahuates que absorbieron su alma, sus sueños y esperanzas, y lo condenaron a la más grande desesperación que un espíritu frágil pudiera sentir, entre otras razones dramáticas.
Nuestro protagonista en cuestión se llamaba Daremó. Pocos meses después de haberse graduado de filología danzilmaresa se encontró con que no podía conseguir trabajo por más que mendigara con su currículum en mano. Durante sus años de estudio había trabajado como profesor de etimología en una preparatoria, y a pesar de que odiaba tener que lidiar con tantos adolescentes, se consolaba diciendo que cuando se titulara tendría experiencia para no dejar su currículum tan vacío. Tantas horas se la pasó batallando para que los jóvenes aprendieran aunque sea alguna raíz, o tan siquiera el alfabeto danzilmarés antiguo, y tanto tiempo estuvo sentado preparando sus clases y devanándose los sesos ideando actividades que hicieran a los alumnos poner al menos una atención mínima, que cuando terminaron sus dos años de labor había adquirido un aspecto muy avejentado para sus XXX años: su cabello, originalmente liso, se le había rizado como si quisiera contraérsele dentro del cráneo; su piel acartonada y deshidratada por el insomnio parecía que se le desprendería; sus ojos siempre parecían estar viendo a través de las cosas con una expresión exageradamente seria; su espalda había adquirido una rigidez tan grande que su postura había quedado levemente encorvada: cuando se quitaba la camisa se le podían ver las vértebras del cogote como las púas de un dinosaurio. Lo único en él que aún conservaba juventud y energía era su voz, fortalecida tras años de tener que hacerse oír en las aulas. El más mínimo murmullo se le escuchaba con el volumen de alguien que intenta hablar normalmente con otro en una habitación a prueba de sonido, y cuando tenía la intención de alzar la voz, era difícil no pensar que debía tener amplificadores en los pulmones. Precisamente esa voz, potente sin ser escandalosa, era el único medio por el cual se exteriorizaba su optimismo y seguridad durante las entrevistas de trabajo; los empleadores se sentían honestamente impresionados por su manera de modular y proyectar la voz de manera que era imposible no prestarle atención, y todas las entrevistas terminaba con amistosos saludos de cabeza y la aparente promesa de que le llamarían.
Pero pasaban los meses y no sonaba el teléfono ni llegaban mensajes. La madre empezaba a impacientarse porque su hijo aún no trajera dinero a la casa después de tanto tiempo y energía invertidos en unos estudios tan caros, y le reclamaba diciendo que los hijos de tal o tal amiga ya hacían buen dinero tras haber estudiado tal o tal carrera. Además de esas discusiones, Daremó notó que su madre poco a poco iba reduciéndole la comida con cada día que pasaba sin trabajo, y llegó al punto de poner una hora límite de uso de electricidad para su hijo, y sólo le dejaba una cubeta de agua al día para todo su aseo, lo cual de poco le bastaba después de estar todo el día caminando de escuela en escuela para no gastar dinero en el autobús. El punto más bajo llegó cuando, finalmente agotada su paciencia, su madre le advirtió que si no traía dinero en una semana, lo echaría de casa. Desesperado, Daremó agarró las últimas copias de su currículum que le quedaban y salió a la calle. Visitó tiendas, supermercados, restaurantes, empresas, ofreciéndose como mesero, empacador, conserje, barrendero o desplumador, pero todos los puestos, incluso el de quitar las gomas de mascar de las bancas del parque, estaban ocupados, y nadie le dio la esperanza de que el más insignificante e ínfimo empleo se abriera para él en el futuro cercano.
Totalmente abatido se quedó deambulando por la ciudad. Su último currículum lo había dejado en una peluquería que olía a cabello quemado, cuyo peluquero apenas tenía los dedos suficientes para ponerse las tijeras. Le dolió dejar su último currículum en aquella mano deforme, y se imaginó que, apenas hubiera salido, se había puesto las tijeras para hacer pedazos la evidencia de todos sus años de esfuerzos que lo habían mermado, y se sintió tan reducido a cenizas que decidió ni siquiera regresar a su casa. Se sentó en un banco a visualizar su vida de vagabundo en el parque, intentando imaginar que al menos las latas y botellas vacías podrían darle unos centavos para no morirse. Tardó muchas horas, pero finalmente se resignó a su suerte, así que con lágrimas agarró varios periódicos que el viento hacía volar por todo el parque, a fin de reservarlos como sábanas cuando fuera de noche. Pero fue al ver más de cerca uno de los periódicos cuando un rayo de esperanza apareció. Sólo por curiosidad se había puesto a ojear la sección de empleos, casi todos de los cuales eran imposibles de cumplir para él, todos menos uno, el cual decía: “Se busca persona para pelar cacahuates”, tras el cual aparecía una dirección y un teléfono. Daremó saltó de la banca: ¡el lugar estaba cerca de ahí!

***

Pocas personas han alguna vez sentido a sus corazones latir con más esperanza que Daremó, tal vez los que se han perdido en el bosque, en el desierto o en el mar, y escuchan a lo lejos las voces de los rescatistas. Con cuánta desesperación dobló por las calles del centro de Uér, cuyas rojas aceras resonaban bajo los pies de Daremó como si estuvieran huecas. Al llegar al domicilio se dio cuenta de que era una mansión, de esas en las que uno tarda media hora en llegar desde la reja hasta la entrada a pie. Tocó el timbre y en el intercomunicador se escuchó una voz:
—¿Qué se le ofrece?
—Vengo por el anuncio del periódico —dijo Daremó, tras limpiarse la garganta, soltando la voz más tranquila y segura que pudo, que siempre era del agrado de todos los que la oían.
—Adelante.
La reja se abrió, y de quién sabe dónde salió un guardia de seguridad que lo escoltó con mirada de sabueso hasta la entrada de la mansión. Estaba tan nervioso que no fue sino hasta llegar a la puerta que volteó a mirar el verde jardín, lleno de flores, árboles y estatuas como sólo las mansiones danzilmarsas las acomodan: desperdigadas en desorden, mirando en todas direcciones, algunas pareciendo escondidas tras los árboles y arbustos, estatuas de desnudos, dioses, animales, quimeras y formas redondas mezcladas con triangulares que casi daban la impresión de caras. Daremó de inmediato sintió miedo de tener mal olor o de estar tan desalineado; hacía más de un día que el agua no le tocaba en ningún lugar que no fuera la boca. Tuvo poco tiempo para preocuparse, pues casi de inmediato abrió la puerta un hombre con cara de viejo, pero con cuerpo fornido y tan alto que Daremó a penas le llegaba al pecho.
—Tenga buenas tardes, señor, mi nombre es Daremó Inái—hizo un saludo de cabeza—, lamento haber llegado así de repente. Me interesa el anuncio que pusieron en el periódico, que necesitan a alguien para pelar cacahuates.
El viejo con cuerpo de levantador de pesas le indicó con un gesto que entrara, lo condujo a través de varios salones de pisos tan brillantes que parecían de plata, las cortinas eran tan gruesas que, si hubieran estado cerradas, no habría podido saber si era medio día o media noche, y por todos lados, pintados en toda la variedad de estilos y colores, cientos de cuadros que representaban cacahuates o escenas que los involucraban: ora un paisaje con árboles que daban cacahuates, ora, gente hecha de cacahuates, ora cacahuates dentro de cacahuates que a su vez tenían cacahuates dentro de cacahuates. No tardó en notar que las sillas, los jarrones e incluso las lámparas tenían alguna estampa, forma o bordado que representaba cacahuates. Finalmente lo hicieron pasar a un despacho, igualmente lleno de referencias a los cacahuates en forma de cuadros, esculturas y bordados. Le hicieron sentarse en una lujosa silla de seda con bordados de cacahuates partidos por la mitad.
—Le doy la bienvenida en primer lugar, puede usted llamarme Démo —el viejo tomó asiento al otro lado del escritorio—. Seré directo con usted: aquí nos tomamos muy en serio el trabajo de pelar cacahuates. Esta mansión pertenece al Rey del Cacahuate, del cual soy sirviente. ¿Ha escuchado hablar de él?
Daremó negó tímidamente.
—Lo lamento, pero nunca había oído de él… y lamento no tener mi currículum a mano —intentó no sonar demasiado lamentable—, en cuanto pueda, yo…
—No se preocupe, señor Daremó —interrumpió el viejo amistosamente—. A nosotros sólo nos interesa que pueda cumplir bien con el trabajo que le asignaremos. ¿Puede comenzar hoy mismo?
Los ojos de Daremó brillaron, pero su boca se mostró confusa:
—¿Ya me está contratando?
El viejo sonrió como disculpándose:
—Nos urge un pelador de cacahuates, sí, pero eso no quiere decir que le hagamos firmar el contrato a cualquiera, por lo que antes deberá pasar por unos días de prueba.
—Claro, desde luego, evidentemente —Daremó sonó más apenado entre más intentaba esconder su vergüenza por haberse precipitado.
—Bien, entonces desde ahora mismo quiero ser lo más claro posible —el viejo apoyó su cabeza blanca sobre su puño musculoso, de forma intimidante—: al Rey del Cacahuate le disgustan como no tiene idea los cacahuates con cáscara: los aborrece por lo mucho que le dañan el intestino, así que durante tres días usted nos probará que es capaz de pelar absolutamente bien todo cacahuate que caiga en sus manos, sin dejar ni el más mínimo rastro de la más insignificante cáscara sobre ninguno de ellos. Si al tercer día no es capaz de dejar todos los cacahuates sin cáscara, lamento que tendremos que rechazarlo.
—No hay problema alguno —Daremó estaba confuso, pero con su profunda voz transmitió su total disposición.
—Sólo una cosa más: estos días de prueba se le pagarán como es debido. Por cada cacahuate que usted pele el primer día, se le pagarán diez yáos.
Daremó casi se levanta de un salto.
—¿Diez yáos por pelar un cacahuate? —exclamó con tanta fuerza que el viejo casi tiene que taparse los oídos, ante lo cual Daremó cortó su voz súbitamente, avergonzado.
—En efecto —Démo cruzó las piernas—, diez yáos por cacahuate perfectamente bien pelado. Sin embargo debo advertirle, si al final de la sesión de prueba encuentro un solo cacahuate con aunque sea un fragmento de cáscara, no se le pagará ni un yáo aunque haya pelado correctamente mil.
Pese a lo extraordinario de aquella información, Démo nunca dejó de verse como si le hablara a un amigo de toda la vida, como no dándose cuenta de lo inaudito de tales circunstancias con respecto a la prueba. Daremó tardó varios segundos en asimilar lo que posiblemente sería una prueba injusta, pero estaba tan desesperado que no consideró apropiado ponerse a discutir con el que le estaba ofreciendo su última esperanza. Si todo salía bien, después de todo, podría regresar a casa con una buena cantidad de dinero y por primera vez en mucho tiempo dormir tranquilo.
—En caso de que logre completar los tres días de prueba, y sea oficialmente contratado como el pelador de cacahuates oficial del Rey del Cacahuate —continuó Démo, ahora con solemnidad—, se le pagará doscientos yáos por cacahuate pelado.
El corazón le latió tan fuerte a Daremó, y sus oídos zumbaron tan fuerte al oír esa cifra, que aceptó de inmediato, y casi gritando preguntó cuándo comenzaban las pruebas.

***

Al volver a su casa, era otro. Si hubiera sabido silbar se habría hecho oír hasta por los vecinos y habría superado en volumen la música de mal gusto que solían poner por las tardes, disque porque así se digería mejor la comida.
Apenas había puesto un pie dentro de su casa, y el segundo ya estaba empezando a tocar el suelo, cuando escuchó:
—¿Ya encontraste trabajo?
Su madre seguía donde la dejó: frente a la tele, con el mismo vestido rojo que poco a poco se volvía rosa y luego blanco, aún jugueteando con una mano la pinza con la que se arrancaba los pelillos de la barba. Daremó le refirió brevemente su historia en la mansión del Rey del Cacahuate, haciendo énfasis en que le pagarían diez yáos por cacahuate pelado, y lo repitió tantas veces, y cada una con mayor intensidad que la anterior, que pronto se sintió como un hecho estúpido en vez de fantástico, similar a repetir una palabra durante mucho tiempo y terminar preguntándose por qué carajos se decía de esa manera y no de otra.
—¿Entonces mañana vendrás con dinero?
Con tanta emoción, o tal vez por cierto temor a la reacción de su madre, Daremó había omitido la parte en la que no se le pagaría si se le olvidaba pelar un solo cacahuate. Con el ánimo de un niño que espera un regaño, proporcionó esa información sin mirarla a los ojos. La madre sólo lanzó un bufido, como diciendo: “era demasiado bueno para ser verdad”. Ella no dijo nada, pero lo miró entreabriendo los ojos, frunciendo las cejas y curvando la boca, como diciendo: “este imbécil lo va a estropear”.
Pese a todo, nuestro miserable héroe se fue a dormir en paz. Estaba tan ansioso de que llegara el nuevo día que empezó a fantasear con todo lo que podría hacer con tan sólo el dinero de la primera tanda de cacahuates pelados. Por un momento temió que, no siendo del todo estúpido el mayordomo o sirviente (ya había olvidado exactamente cuál era su rol) del Rey del Cacahuate, no fuera a hacerle pelar más de cinco o diez cacahuates, por lo que se volvió más modesto en sus fantasías y se conformó sólo con unos cincuenta o cien yáos. Pero esa pequeña suma a corto plazo pronto quedó opacada por la promesa de los miles de yáos que podría traer a casa cuando fuera contratado, y en su mente pasó de tener unos zapatos y ropa interior nueva a ser el poseedor de una pequeña y acogedora casita en un lugar humilde, que luego se transformó en una casa ya no tan pequeña en un lugar ya no tan humilde. Y escalando así en su futuro cimentado en cacahuates, se quedó dormido.

***

La habitación a la que me llevó Démo era, ¿cómo decirlo?... Para empezar, las paredes parecían haber sido pintadas de manera que asemejaran estar hechas de enormes piedras, una sobre la otra, en patrones irregulares; pero bastaba un instante para darse cuenta de que eran simples paredes de concreto al igual que el resto de la mansión. La única luz provenía de una lámpara que se encontraba justo por encima de la puerta por la que entramos, y estaba dispuesto de tal modo que su luz, una suave cortina blanquecina, cayera de lleno sobre mi puesto de trabajo. En el centro exacto de la habitación había algo parecido a un embudo gigante, cuya boca se alzaba hacia la oscuridad del techo. El embudo desembocaba en una caja metálica, delante de la cual se encontraba un banquito de madera, ambos casi al ras del suelo, de manera que quedé casi en cuclillas cuando Démo me hizo sentarme. A un lado de la caja metálica había una estructura similar a una aspiradora: una caja de vidrio de la cual salía una manguera que desembocaba en la caja metálica, me recordó lejanamente a un elefante hueco que descansaba la trompa en un estanque.
Démo rápidamente me enseñó el funcionamiento de toda esa maquinaria: encendió un interruptor en la pared y se escuchó un estrépito en el techo, como de algo rompiéndose; levanté la vista pero mis ojos no pudieron penetrar la oscuridad (de hecho parecía que el techo sólo era un agujero que diera a la noche más oscura). Al mismo tiempo se escuchó un sonido como de aspiradora proviniendo del elefante de cristal, y pronto comprobé que la trompa se encontraba absorbiendo el aire de la caja. Lo siguiente que oí fue que algo pequeñito cayó en el embudo, y el sonido que hizo al rozar contra sus paredes mientras descendía fue tan nítido que creí estarlo sintiendo en mi piel más que oyéndolo con mis oídos. Entonces cayó ante mí, a la mitad de la caja metálica, un pequeño cacahuate, cuya roja cáscara tenía un brillo intenso a la luz de la lámpara. Démo me indicó que pelara el cacahuate y dejara la cáscara en la caja, luego me dijo que pusiera el cacahuate frente a la manguera del elefante de cristal, el cual inmediatamente lo absorbió y lo acogió en sus entrañas. Desde afuera se podía ver al cacahuate, ahora desnudo, reposando tranquilamente en sus entrañas.
Una vez repetido ese proceso unas cuantas veces más, Démo me indicó una trampilla que estaba en una de las esquinas de la caja, la cual sólo tenía una argolla de la que había que jalar. Al hacerlo, sólo vi negrura, una réplica exacta del techo. Me indicó que, cuando la caja se llenara de demasiadas cáscaras, las hiciera caer por ese pozo (así llamó a ese agujero). Tras verme repetir el proceso completo varias veces, es decir, verme pelar el cacahuate, alimentar al elefante, y arrojar las cáscaras al pozo, decidió que era tiempo de dejarme solo, pero antes me advirtió con repentina seriedad que, en algún momento, el Rey del Cacahuate podría querer bajar hasta ahí para ver cómo trabajaba, y que era indispensable que nunca, bajo ningún concepto, intentara yo siquiera voltear a verlo. Aseguró que el Rey del Cacahuate no me hablaría ni interferiría en absoluto, que se limitaría a observarme a mis espaldas desde lejos, y que sus visitas, de haberlas, serían muy, pero que muy breves. Luego, tras ver que yo no preguntaba nada más, salió de la habitación, o más bien del calabozo. No pude gastar tiempo teorizando, pues los cacahuates seguían cayendo del embudo hacia la caja, y de inmediato me sumí en la tarea de quitarles la cáscara.

***

Un cacahuate caía, un cacahuate perdía su rojo vestido, un cacahuate era absorbido por la trompa del elefante de vidrio. Yo sentado casi en cuclillas. Mis manos iluminadas por la luz mientras desvestían a aquellas semillas. Pese al ruido de la trompa del elefante, escuchaba el momento preciso en el que las cáscaras se rajaban, se desprendían y finalmente caían, y diez o veinte cacahuates desnudos después, abría la trampilla y arrojaba los pellejos al pozo. Una y otra vez caen las gotitas, el embudo las recibe por la boca grande, allá en lo alto de la oscuridad, y las expulsa por la pequeña. En la fiebre del aburrimiento, cuento cada cuánto tiempo el techo deja caer su semilla. Diez segundos; cinco de los cuales empleo para desnudar al cacahuate y hacer que el elefante se lo coma. Cinco segundos libres que desperdicio pensando en qué debería pensar. Apenas se me ocurre algo y ya cae otro. Mi cerebro se resetea, pues toda su atención se enfoca en su monótono trabajo. No sé en qué momento, sin que mis manos se detengan, visualizo una carretera, y en ella vehículos que pasan sin sonido. No, yo estoy dentro de uno de esos autos. Alguien conduce, pero no es nadie que me llame la atención. Sólo contemplo el desierto sin sonido desde la ventana. Los granos de arena los siento demasiado grandes; sólo con verlos mis manos se sienten llenas. Pero íbamos a la playa, sí, cuando todavía vivíamos cerca del mar. El conductor rápidamente adquirió una cara pálida pero ruda como la de un tejón. Mi padre y mi madre comían nueces, y yo quería pero no me atreví a pedirles que me pasaran la bolsa. Entonces pensé que podría estirar la mano fuera del carro y agarrar uno de los granos de arena, pero no era granos ya sino cacahuates. Volteo a ver al elefante y está todavía muy vacío. Por un instante creo que los cacahuates desnudos de su barriga son los granos de arena que había visto ese día a través de la ventana del carro. ¿Cuánto había pasado? No iba a ponerme a calcular ahí el tiempo que había trabajado sumando diez segundos por cada cacahuate. Un descanso. No pasaría nada malo levantarme para estirarme por veinte segundos. Sólo tendría dos cacahuates que pelar y podría hacerlo antes de que cayera el siguiente. Pero no, no podía, porque entonces escuché la puerta abrirse. Me quedé quieto, aterrado, pues no escuché la voz de Démo. Hubo un silencio muy extraño, porque me pareció incluso que el ruido del elefante y el de los cacahuates al caer se había atenuado en un cincuenta por ciento. Aquél debía ser el Rey del Cacahuate, que me observaba desde el umbral. Aceleré el ritmo de mis manos en un desesperado intento por convencerlo de que, como si hubiera podido leer mis pensamientos, no tenía la intención real de pausar mi trabajo para estirarme unos segundos. No, señor Rey del Cacahuate. Nada del mundo me hará siquiera pensar en dejar mi honorable puesto en el que tan honrado me siento. Y como queriendo enfatizar mis pensamientos, empecé a atrapar los cacahuates antes de que éstos tocaran la caja de metal, logrando mi cometido en menos de tres segundos. Los siete segundos restantes permanecía en guardia: las manos esperando juntas debajo del embudo, inmóviles como si pertenecieran a una estatua, pero a la vez listas para lanzarse al ataque al momento de sentir a la presa. Estuve tan concentrado en ese nuevo estado que lo único que me sacó de él, fue el sonido de la puerta al cerrarse.

***

El día ha terminado al fin. Entusiasmado, vi a Démo abrir la tapa del elefante de cristal mientras Daremó, que se había puesto de pie y descansaba sus piernas de tanto descanso, miraba ansioso los cientos y cientos de cacahuates que se convertirían pronto en preciados yaos para él. Démo se puso un guante y metió su musculosa mano en las entrañas del elefante, revolviendo los cacahuates con los ojos entrecerrados. Daremó sólo pensaba en el momento que le dieran la pequeña fortuna que había valido todo su trabajo, y se permitió fantasear. Probablemente pasaría antes a comprarse ropa nueva, al menos unos zapatos o calcetines; comida de algún restaurante de comida rápida, algo dulce con azúcar, algo para llevar a casa y comer en su cama. Y el resto se lo pondría en la cara a su madre, que no diría nada, ni lo felicitaría, sino que lo tomaría como si fuera el dinero de una deuda que había empezado a acumular desde su nacimiento. Más entonces soy testigo del inicio de la desgracia del pobre Daremó, pues Démo se le aproximó lentamente, sonriendo con lástima, como intentando consolarlo de antemano. En medio de su palma había una de esas semillas, una de esas infinitas gotas, que aún brillaba de rojo. Se había colado como Odiseo de las manos de Polifemo, que cegado no podía darse cuenta de que lo que dejaba salir de su caverna era la misma causa de su ceguera.

***

Estimado lector, si yo supiera dibujar me encantaría exponerle aquí los diversos retratos de Daremó que surgieron ante mis ojos. Hubiera expuesto cuatro de ellos: el primero al terminar de escuchar la terrible noticia y fijar los ojos sobre el cacahuate en la mano con guante. El segundo cuando Démo lo despidió con tanta gentileza como si aquello no hubiera sido un fracaso, diciéndole que al día siguiente el precio sería de cincuenta yáos por cacahuate, pero que por ahora, sentía mucho no poder pagarle. El tercero sería cuando en el camino de vuelta a su casa, justo frente a una de las tiendas de ropa a las que ya no podía entrar, o mejor junto al local de hamburguesas en el que ya no podía comer. El cuarto, y el más triste, al momento de cruzar la puerta de su casa, su madre lista para recibir el dinero y, como si fuera una pintura, una nota al pie diciendo, obviamente por parte de Daremó: “Mañana me darán cincuenta yáos por cacahuate”. La respuesta de la madre, o lo que sucedió después, preferiría no retratarlo más que como muecas de un regaño que se quedó congelado antes de salir.
Pero como no sé dibujar, debo caer en la bajeza de intentar representar con mil signos todo lo que habría podido con una imagen, mas aquello lo escribiré otro día, en otra lámina.

***

Extrañamente esa noche dormí muy bien. No puedo explicarlo. Mis músculos me ardían sólo instantes antes de quedarme dormido, y cuando escuché el despertador me sentí ligero, sin poder recordar haber soñado nada en particular. Alguna imagen volvió a mis recuerdos mientras me vestía, y otro tanto cuando salí de casa y me dirigí a la mansión. Debía ser una recreación del momento exacto en que el cacahuate con cáscara se había escapado de mis manos y se había infiltrado entre los demás. Una sensación fibrosa en mis manos me acompañó todo el camino, y mis dedos hacían el movimiento de quitar cáscaras de manera obsesiva. Me vi a mí mismo jugueteando el cacahuate con cáscara, y ésta estaba tan adherida que ni con todas mis fuerzas hubiera podido removerla. No sé si esas imágenes las creé en el momento o si eran recuerdos del sueño que había olvidado al despertar.
En fin, volví a mi posición, frente al embudo, la caja de metal, y al lado del elefante de cristal. Démo me volvió a dar las instrucciones, como si al hacerlo me dijera discretamente que tuviera más cuidado y que me distrajera menos. Cuando me quedé solo, y los cacahuates empezaron a caer, empecé a llorar; primero fue despacio y las lágrimas se quedaban colgando en mis ojos, pero luego empezaron a caer casi al mismo ritmo que los cacahuates en la caja metálica. Lo curioso es que no me sentía triste, ni enojado, ni nada: estaba como anestesiado, como la imagen de un sueño, pero de todos modos mi cuerpo había decidido reaccionar por sí mismo. Tal vez esas breves lágrimas eran la manera en que mi cuerpo me decía que concentrara mejor mi vista, que la “limpiara” de fantasías y me enfocara en lo que tenía en frente. Sea como sea, ese día tuve un cuidado obsesivo con los cacahuates. El sonido de aspiradora del elefante de cristal me pasó desapercibido de tanto que me concentré examinando cientos de veces un solo cacahuate antes de darlo por bien pelado. Esta vez acercaba el cacahuate desnudo muy cerca de mi cara, dándole vueltas y observando con sumo cuidado que no tuviera ni la menor partícula roja en su superficie, y al mismo tiempo me repetía gritándome a mí mismo en mi mente: “el cacahuate ya no tiene cáscara, el cacahuate ya no tiene cáscara”, pero por más que me dijera lo mismo, o alguna variación semejante, siempre me daba pavor dejarlo ir por la trompa por miedo a equivocarme, a que en realidad mis ojos me engañaran y estuviera mandando al elefante un cacahuate con cáscara en vez de uno pelado. Me tuve que repetir decenas de veces, incluso en voz baja, que mis dedos estaban pelando el cacahuate, y sentía que si no lo repetía obsesivamente era como si no lo pelara. Naturalmente los cacahuates empezaron a juntarse, ya que pelar exitosa y convincentemente cada uno me tomaba al menos veinte segundos. Afortunadamente la caja era bastante grande para que cada uno pudiera esperar su turno en paz, sin estarse amontonando demasiado.
Tanta concentración me llegó a abrumar eventualmente. Cuando uno pasa el inicial momento de energía durante un trabajo demandante, el cerebro empieza a exigir algún tipo de descanso, y ocurre que éste órgano tiene la costumbre de agarrar cualquier recuerdo que tenga en la bodega y lo pasa como un video o un audio en bucle: el fragmento de una canción o de una película, una antigua cara que no recordamos, o tan sólo una imagen de cemento del techo. Yo empecé a recordar contra mi voluntad precisamente esto último: al despertar, lo primero que vi fue una mancha en mi techo, y mi cerebro se empeñó en imaginar que parecía un cacahuate. Entonces mi propia voz, o más bien esa voz con la que todos pensamos que no es precisamente la nuestra, me dijo: “Apenas te despiertas y ya ves cacahuates”. Eso hizo que apretara con más fuerza los cacahuates, pero el destino impidió que cometiera una locura (no sabría decir bien qué tipo de locura) cuando escuché la puerta abrirse. De nuevo ante la expectativa de que entrara el Rey del Cacahuate, apreté los músculos con todas mis fuerzas y me volví como un robot que no se desprendía de su trabajo. Afortunadamente mi cuerpo cooperó y me ayudó a esconder mi angustia cuando sentí al Rey del Cacahuate entrar al calabozo. Mis manos se movían en automático, lentas pero seguras. Mi cerebro se dividió en dos: una parte se encargaba de los cacahuates, pelándolos con la misma obsesión que ya os he descrito; la segunda había vuelto todo mi sentido del tacto y del oído hacia atrás de mí, donde estaba el Rey del Cacahuate. Puedo decir que durante ese tiempo fui dos personas en un solo cuerpo: una trabajaba y la otra vigilaba, pero las dos compartiendo el mismo temor.
El vigilante sintió que la figura de atrás se acercaba, lo que hizo que el trabajador se tensara al principio, pero rápidamente retomó su ritmo normal, concentrado y seguro. El vigilante, que estaba ciego pero no sordo ni insensible, percibió otra cosa que hizo a los dos sentir un escalofrío. Aún ahora, mucho tiempo después, intento darle una explicación a aquello que el vigilante sintió, y si no era más bien una ilusión táctil que percibía a través del aire que me separaba del Rey del Cacahuate. Lo que el vigilante reportó era que la figura detrás de nosotros era mucho más grande que la del día anterior, y por alguna razón tenía la certeza, a causa de alguna inexplicable agudización del sentido del tacto, de que no tenía una forma reconociblemente humana. Sabía que no tenía brazos, pies, cabeza, ni siquiera carne ni huesos ni nada, pero aun así sentía ojos que observaban y nariz que respiraba. El trabajador y el vigilante, o sea yo en plural, se sintieron desmayar en diferentes momentos, y cada uno sostenía al otro para evitar que cayeran. Tuve miedo de que el Rey del Cacahuate pensara que me estaba desmayando, pero también tuve miedo de qué era precisamente la forma del Rey del Cacahuate, lo que a su vez me acercaba cada vez más al desmayo.
Entonces tuve la sensación de despertar; es decir, seguía en el mismo lugar, y mis manos seguían pelando en automático, pero ya era de nuevo una sola persona y estaba solo en el calabozo. ¿Cuándo se fue el Rey del Cacahuate? ¿Me habría desmayado aunque sea por un segundo? ¿Seguí trabajando durante ese segundo de desmayo? No hubo tiempo para contestar nada, pues en ese momento entró Démo.

***

Revuelve la mano las entrañas llenas de cacahuates del elefante.
La mancha del techo gira, se retuerce como entre los dedos de dos manos.
Cuando en otro tiempo era libre y vestida.
Y ahora desnuda y encerrada.
Se mueven los cacahuates con ruidos de oleaje.
El concreto del techo se descascara, cayendo sobre mis ojos y nariz.
El embudo descansa ya.
Ahora muerto y apagado.
Sale el pequeño orbe vestido.
La mano que lo toma es su pedestal.
Veo una sonrisa de lástima sobre unos hombros amenazantes.
Qué mísero, mísero y con las entrañas quemándome.
El patio y luego la calle me abrigan.
Mañana suena como un día demasiado lejano.
Pero no quiero que llegue.
Aún tengo entre mis dedos la sequedad de las cáscaras.
En mis ojos los pedazos que cayeron del techo.
En mis oídos al elefante de vidrio barritando.
Mi voz potente ahora está ronca.
¿Cuántas noches afuera pasaré, entre las bancas y los árboles, cuando deje de ver las cáscaras entre mis dedos?

***

Esa noche soñé que dormía, y en mi sueño soñé que llegaba a mi casa y me dormía, y soñaba que llegaba y me dormía, y soñaba que llegaba y me dormía, tantas y tantas veces como una película que se repetía, cayendo cada vez más en un pozo de inconciencia al que quizá sólo los que estuvieron a punto de morir sintieron. En mi último sueño soñé que iba a la mansión del Rey del Cacahuate, me sentaba frente al embudo y pelaba los cacahuates, y volvía a llegar el Rey del Cacahuate a observarme, pero a pesar de que sabía que era el Rey del Cacahuate, mi vigilante lo percibió como un perro enorme cuyo aliento me calentaba la espalda, luego llegaba Démo y, como si ya supiera donde meter la mano exactamente, sacaba de inmediato un cacahuate vestido. Y entonces me desperté de ese sueño y soñé de nuevo que iba a la mansión, que me ponía a pelar los cacahuates, que el Rey del Cacahuate llegaba, que lo percibía de alguna otra manera, que Démo llegaba y sacaba un cacahuate con cáscara, y me volví a despertar, y volví a ir a la mansión, y volví a pelar cacahuates, y volví a percibir al Rey del Cacahuate como otra cosa, y Démo volvió a entrar y volvió a sacar un cacahuate con cáscara, y me volví a despertar, y volví a la mansión, y volví a pelar cacahuates, y volví a percibir al Rey del Cacahuate como otra cosa, y Démo volvió a entrar y volvió a sacar un cacahuate con cáscara, y desperté, y fui, y trabajé, y percibí, y vi un cacahuate con cáscara, y desperté y fui y trabajé y percibí y volvía a aparecer un cacahuate con cáscara, y seguía despertando, yendo, trabajando, percibiendo y viendo sacar un cacahuate con cáscara, y de nuevo despertar e ir y trabajar y percibir y ver sacar un cacahuate con cáscara. Todo tan lentamente y sin conciencia, o si la tenía, ésta iba adormeciéndose con cada día que se repetía. Y el Rey del Cacahuate era a veces un cuervo gigante, o un hongo venenoso, o un espejo en el que veía mi espalda, o una mariposa sin alas, un tiburón sin aletas, un ciempiés sin patas, una casa sin techo, un árbol sin raíces, una mano sin uñas, una línea sin fin.
No sé si llegué a despertar realmente o si seguía en un sueño, pero tras una de las despertadas me sentí ebrio, con la boca seca como si hubiera comido tierra, y al caminar me tambaleaba con todo el cuerpo entumido. No era diferente a un sueño. Fui a la mansión, donde Démo me recibió y me deseó la mejor de las suertes, recordándome que ese día serían cien yáos por cacahuate. El embudo empezó a recibir cacahuates y el elefante despertó. Pelé cacahuates con tanta obsesión que me convencí de que al fin había despertado, aunque aclaro, incluso hoy no me atrevo a decir si ese día fue real o si sólo fue el último de mis sueños. Descascaré cada cacahuate, alimenté al elefante y arrojé las cáscaras al pozo. Tenía la impresión de que tardaba horas entre la caída del cacahuate y su entrada al elefante, y más horas entre cada descascarada y el tiempo de arrojar las cáscaras por el pozo, sólo que esta vez sabía que vendría el Rey del Cacahuate y, olvidándome de que ya había aceptado que estaba despierto, el vigilante se empeñó en adivinar de qué forma lo sentiría hoy. Y estaba yo en la parte más tensa de mi trabajo cuando la puerta se abrió y entró el Rey del Cacahuate, pero mi vigilante se encogió de horror, pues en vez de sentir que algo entró sintió que algo salió. ¿Qué salió exactamente? Todo lo que estaba a mi espalda: las paredes, la puerta, la lámpara que nos daba luz, aunque no por eso me sumí en la oscuridad; simplemente sentí que todo detrás de mí había salido por la puerta y no quedaba más que una pared de vacío, incluso el ruido del elefante fue atraído por aquella nada a mis espaldas y se ensordeció. Y yo seguía pelando cacahuates, y me pareció que entre más pelaba más se acercaba ese vacío hacia mí. Y recibía un cacahuate, y lo pelaba y se lo daba al elefante, y el vacío se acercaba como una manta que ha cobrado vida y prepara una emboscada. Y pelaba los cacahuates y más se acercaba, y mis manos no hacían sino trabajar más rápido, y más rápido, y más rápido, hasta que el vigilante se sintió al borde de un abismo: las patas del banquito estaban en el borde, y poco a poco se iban quedando sin suelo en el que apoyarse.
Entonces sí me desmayé, de eso sí estoy seguro, aunque sólo haya sido en un sueño. Lo siguiente que recuerdo es que Démo había sacado del elefante un cacahuate con cáscara, y esta vez en lugar de sonreír paternalmente se vio triste, auténticamente triste, más quería yo llorar por verlo tan triste que por haber fallado definitivamente. Entonces volví a considerar la posibilidad de que fuera un sueño, pues no sentía nada, literalmente veía mi cuerpo moverse siendo yo tan sólo un espectador en mi propia cabeza. Me acompañó a la salida y me dijo:
—No todos están hechos para este trabajo, yo mismo lo intenté una vez y no lo logré.
Regresé a mi casa en el mismo estado, sin sentir nada, sin saber nada, sin darme cuenta de nada. Mi madre me esperaba. Me preguntó insistentemente qué había pasado, al principio esperando buenas noticias, pero luego, al ver que no le contestaba y sólo la ignoraba, se desbordó en ya no recuerdo cuántos improperios aberrantes contra mí, y su voz no cesó ni cuando entré en mi cuarto y cerré la puerta. Di un último vistazo a la mancha de cemento que había en el techo y ya no me pareció que tenía forma de cacahuate, por lo que de mí se escapó una única risa que me pareció muy estúpida, y me volví a reír de lo estúpida que fue.
Me dejé caer sobre mi cama, convencido de que en cualquier momento despertaría a otro sueño.

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Y morí.

[1] La expresión “Rey del cacahuate” es un coloquialismo para referirse a las personas que aparentan estar ocupadas pero que sólo pierden el tiempo no haciendo nada.

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