El parque del lago 7


La muerte de Kuésta. 


Por primera vez en ese verano caía lluvia en el Parque del Lago. Las nubes taparon el sol creando una noche precoz. La electricidad tuvo que ser cortada debido a la intensidad de los rayos, que tanto se oían lejanos sobre el cielo como a sólo unos metros del lago. Los relámpagos apenas filtraban destellos de luz por debajo de la puerta de la cabaña 48, las ventanas crujían por el azote del fuerte viento, un concierto de percusiones de madera acompañado por la lluvia y ornamentado por intensos truenos. Una de las ventanas sonaba especialmente fuerte, producto de un pasador que luchaba contra todos los años que traía encima.
Vosotros tres intentabais jugar su acostumbrada partida de damas chinas, pero la poca luz que apenas lograba brillar en las canicas cristalinas apenas les dejaban distinguir algún matiz de color, por lo que, tras tantos errores en la identificación de vuestras propias canicas, decidisteis mejor guardar todo y acomodaros en vuestras hamacas a fin de intentar dormiros.
A ti, Dézen, la constante percusión del pasador de la ventana te mantenía tan alerta y sobresalía tanto de los demás sonidos que creíste que no podrías dormir, pero con perseverancia mantuviste los ojos bien cerrados y cansaste a tu mente con tantos pensamientos que creíste haber logrado dormirte, pues por un rato muy largo no oíste el rugido de ningún trueno ni del pasador, ni viste el chispazo de ningún relámpago, pero no, la tormenta sólo os dio un pequeño respiro antes de volver con todos sus instrumentos. Entonces sentiste frío y fuiste a buscar una sábana a tu maleta, con ella te hiciste crisálida y esta vez sí dormiste un rato hasta que sentiste un cuerpo abrirse paso en tu hamaca e intentar acomodarse junto a ti. Escuchaste:
—Oye, hazme espacio; tengo frío.
Reconociste la voz y el aroma femenino de Kuésta. El viejo pasador seguía crujiendo.
—¿No trajiste una sábana?
—No pensé que se pondría tan feo el tiempo. Anda, déjame espacio; me muero de frio.
Tras algunas contorsiones incómodas, por fin lograsteis formar un capullo con dos orugas adentro, quedando en el proceso torso a torso, tu barbilla por encima de la cabeza de Kuésta. Así os quedasteis por horas sin hablaros, durmiendo y despertando de tanto en tanto para preguntarse si estabais dormidos, para sólo responderos que no. En uno de tus momentos de oscura vigilia sentiste un bulto duro tocándote el abdomen, el cual a su vez se movió cuando lo encontraste con tu mano; era redondo y amplio como un plato, de inmediato seguiste su forma hacia arriba hasta encontrarte con uno de los senos de Kuésta, ésta se movió y emitió una risa.
—¿Estás bien?
—Sí, pero me diste cosquillas.
—Lo siento.
Intentaste apartar tu mano, pero Kuésta impidió su huida, dejándola entre su seno y la masa debajo de él.
—Estás enferma.
—No me siento muy bien, pero tampoco me desagrada estar así.
—Oye, ¿qué planeas hacer cuando volvamos?
—Supongo que seguir con un posgrado en cultura antigua, ¿no te lo había dicho ya?
—No lo recuerdo. ¿Te irás a otra ciudad?
—Creo que sí, pero probablemente no me vaya muy lejos. Quisiera poder volver seguido a Yelí, me daría mucha nostalgia irme.
—¿Regresarás un día a Útod?
—Tal vez, si me aburro de Yelí o de otro lugar.
—Pensaba que preferirías estar en un lugar con mucho más folclor y leyendas.
—El folclor de Útod nunca me pareció muy interesante; casi todo es o muy sangriento o muy político, pero a mí me gustan más otras cosas.
—¿Como qué?
—Prefiero lo que la gente suela pasar por alto; no me gusta ignorar las cosas sólo porque no son muy populares. No sé, sólo me emociona investigar y saber sobre cosas que a pocos les importe o recuerden. Las leyendas de Útod las conoce todo el mundo; no es emocionante.
—Por eso te emocionaste tanto cuando mencionaste al Rínfel, ¿verdad?
—La verdad sí; ahora que he estado pensando más en él, creo que debería hacer algo al respecto. ¿Sabes? Una de las razones por las que el Rínfel no es más popular es porque, según las leyendas, él mismo hace que su presencia no nos importe.
—Sí, algo así dijiste.
—¿Qué hay más emocionante que un misterio que quiere evitar ser descubierto? ¿Qué habrán atestiguado los antiguos para llevarlos a inventarlo?
Empezaste a zafarte del capullo, y lo aflojaste hasta que pudiste salirte de él. Cada vez te molestaba más el oxidado sonido del pasador de la ventana aporreándose.
—Tengo sed, ya vuelvo.
Casi totalmente a ciegas fuiste a la mesa a por un trago de tu té, que ya casi había perdido su calidez y sabor. Un repentino relámpago te hizo ver sobre la mesa el celular de Kuésta, para volver a desaparecer en la penumbra, pero tus ojos ya acostumbrados a la escasa luz lograron divisar la forma rectangular. Tu mano se apoderó de él y la luz repentina del reloj casi te deja ciego, pasaste tu mano sobre la pantalla táctil, pero tenía contraseña. Te quedaste ahí con el celular en la mano, pues tus ojos empezaron a agradecer aquella nueva luz. No te diste cuenta de que Kuésta también la veía.
—Oye, tráeme mi celular.
Volviste a tu hamaca, le diste su celular y volviste a envolverte en el capullo de tela. La masa en el cuerpo de Kuésta se había hecho más grande y apenas podías sentir sus senos con tu torso. Kuésta se puso a ver algo en su celular, y al reflejársele la luz en la cara notaste que tenía gruesas manchas negras desde la frente hasta la barbilla, uno de los ojos ligeramente más grande que el otro y la nariz prácticamente hundida en la cabeza, tapada por una película negruzca que se movía con su respiración. La luz irónicamente empezó a adormecerte, incluso te hizo olvidarte del insoportable ruido del pasador de la ventana, pero poco antes de quedarte dormido, la escuchaste soltar risas suaves, iliminándosele el rostro y volteando a verte emocionada.
—¿Quieres ver una cosa?
Sin que respondieras, volteó la pantalla del celular hacia ti y observaste.
—Fui la única que no la borró. Iba a ser una broma, pero después todo se salió de control. Discutimos largo tiempo pero yo era la única que no estaba aterrada; al contrario, me sentí más emocionada. ¿Cómo habrían sido las cosas, Dézen, si los demás no hubieran sucumbido al asco, a la lástima, a la culpa?
Una mano con todos los dedos fuera de lugar se arrastró bajo tu camisa, y pese a estar cubierta por la masa negra, no había perdido aún su calidez humana.
—Nadie empezó, nadie lo terminó, sólo dejamos que todo naciera, que todo creciera, que todo se extendiera, y nadie dijo nada, nadie corrigió nada, nadie se retractó de nada. Pero entonces: “hay que unir a Dézen”, y luego: “es imposible que se nos una”, pero yo: “sí deberíamos dejarlo”, y alguien: “si él entra, yo me voy”, y nadie me apoyó y acabé cediendo.
La mano baja y se adentra. La deformidad encuentra a la otra deformidad. El viento hace salir del viejo pasador de la ventana un rechinido aún más fuerte que los anteriores.
—Pero siempre quise, te lo juro. Mañana haré que te nos unas, te lo aseguro. Ya no habrá más excusas.
—Ya quisiera dormir.
Kuésta apartó el celular y hundió su cara deforme en tu pecho, desde ahí la escuchaste seguir riendo, y a juzgar por su risa, la masa ya estaba invadiendo su garganta y nariz, haciéndola sonar atragantada y constipada. Tus manos viajaron por su cuerpo cada vez más grueso, rasposo en algunas zonas donde la piel se iba endureciendo, espinosa en otras zonas donde antes debía ser carne suave. La mano que se asía a ti ya no tenía palma, los dedos estaban hundidos y las uñas flotaban sobre la poca carne que quedaba, pero pese a todo seguía posesiva y muy cálida, hasta el punto que tu propia sangre empezó a acumularse haciéndote ocupar más espacio. Kuésta ahora quería carcajearse pese a estar asfixiándose. El polvo oxidado del pasador era visible con sólo escuchar el incansable traqueteo.
—¡Lo sabía, lo sabía!
Y lo que había sido su mano se movió con más energía.
—Siempre quise saber, me encanta saber. Este misterio está resuelto.
Entre los truenos y la lluvia que percute sobre vuestras cabezas, escuchas el profundo ronquido de Genáo, que casi te parece una palabra sin significado.
—Deberíamos parar.
—¿Ahora? No, Dézen. Aún quiero resolver un misterio más antes. Por favor, déjame intentar resolverlo.
Ahora se aferró contra ti con lo que antes habían sido brazos y tu boca sintió el agujero que había sido una boca. Tus manos ya no sabían qué había sido lo que ahora tocaban, no sabían dónde comenzaba una pierna y terminaba la rodilla, dónde estaba un hombro, si lo que parecía un seno no era en realidad un codo, si tocaban la espalda o la barriga. Kuésta ahora hablaba con los labios paralizados en una gran apertura; si no hubiera estado tan oscuro, o si los relámpagos hubieran sido lo suficientemente fuertes, no habrías visto ahí más que una lengua ágil articulando lo mejor que pudiera:
—Sólo un poco más. Puedo hacerlo, estoy segura de que es posible.
Un repentino golpe de viento terminó por vencer la poca fuerza del pasador. Éste salió volando y cayó al suelo bajo la hamaca donde estabais los dos. El intenso soplido que entró por la ventana abierta zarandeó todo lo que no tuviera una consistencia firme o estuviera pegado a alguna superficie. Entraron disparadas hojas y agua fría, y como queriendo entrar también en la cabaña, los truenos y relámpagos se intensificaron, dejando muda a tu garganta mientras por breves instantes quedaba iluminada tu mandíbula abierta, y también fueron visibles, como en una sesión de fotos, los ojos de Kuésta ennegrecidos y endurecidos, lejanamente separados por la puntiaguda protuberancia en que se había convertido su nariz, su lengua en forma de lombriz que se asomaba por un agujero casi totalmente redondo e imposible de cerrar, el brillo de su nueva piel negra de petróleo sólido.
Pero justo después la fuerza de la naturaleza quedó satisfecha. Alguien desde lo alto había apagado el interruptor de la lluvia, del trueno, del relámpago y del viento, sólo dejando las frondosas nubes entre la tierra y el sol. En la súbita calma, sólo la risa jadeante de Kuésta era audible, y tanto te habías acostumbrado al ruido que su abrupta terminación hizo sonar la risa de Kuésta mucho más fuerte de lo que en realidad era.
—¡Lo descubrí! ¡Tenía razón!
Tu jadeabas y resoplabas con los ojos cerrados.
—Todos decían que no podrías, pero yo sabía que sí. No hay duda ya de que dejarte fuera fue un error. Pero no te preocupes, mañana mismo lo solucionaremos, te lo juro.
La nueva forma de Kuésta quiso levantarse de la hamaca, y lo hizo despacio y con cuidado para no perturbar tu descanso, y tanta falta te hacía que apenas notaste cuando estuvo totalmente afuera.
—Duerme, Dézen. Duerme para recuperar el tiempo perdido.
Su voz estaba tan ronca y grave que bien habría pasado por un hombre grande, moribundo por alguna grave afección pulmonar. Con lo poco que te quedaba de conciencia, percibiste cómo se arrastraba ese cuerpo sin pies hasta su hamaca, en la que se acostó pesadamente haciéndola rechinar como silbidos agudos.
Tu sueño se desarrolló por etapas: primero creíste que seguías despierto porque seguiste escuchando los silbidos de la hamaca de Kuésta y los ronquidos de Genáo, pero luego viste un lago y una fuente llena de patos y te convenciste de que estabas durmiendo, luego te metiste en el agua y te pareció tan real que diste por hecho que en realidad estabas despierto y que la tormenta había sido una invención tuya, luego llegó nadando hasta ti un rinoceronte pigmeo y retozaste con él en el agua hasta que te convenciste de que era otro sueño, lo cual hizo al mundo temblar a tu alrededor para terminar desmoronándose, apareció entonces una fuerte luz proveniente de la ventana rota, detrás de la cual estaba el cielo despejado de la mañana. Aún sin saber si era un sueño o no, te levantaste lentamente de la hamaca y viste el bulto en la de Kuésta. Apenas tocaste la tela para destaparla, cuando aquella cosa dio un brinco repentino sobre ti, tumbándote en el suelo y dándote una vista clara del extraño miembro alargado que le salía de la nariz, de sus ojos que eran pura pupila abiertos como si no tuviera párpados, y de su cuerpo espinoso con algunos apéndices similares a manos y pies proyectándose sobre la espalda.
—Buen día, Dézen, ¿descansaste bien?
Fue lo que interpretaste cuando hizo salir sonidos del agujero perfectamente redondo de la boca, pero lo animalesco de la dicción y lo rasposo del timbre te hizo pensar que quizá habías oído mal.
—Sí, estoy bien. Soñé que me encontraba con ese rinoceronte pigmeo.
Tras lo cual lo que había sido Kuésta levantó la mirada y empezó a retorcerse.
—¿Y tú?
Pero ya no pudo responder, porque su grueso cuerpo empezó a ablandarse, el miembro alargado de la cabeza se volvió tan pequeño en la base que se desprendió y cayó sobre tu pecho. Tal pareciera que alguna fuente de calor invisible estuviera haciéndola arder desde adentro hasta derretirla. Durante algunos minutos, Kuésta pasó lentamente hacia ese estado líquido hasta que te encontraste revolcado en una charca de materia negra, sin rastro alguno de que alguna vez hubiera tenido forma humana o de cualquier otra. Te levantaste y sacudiste el líquido de tu cara y cabello mientras salías de la cabaña. No esperaste nada antes de quitarte la camisa, saltar al lago y caminar hasta que el agua pudiera cubrirte mejor. Te zambulliste varias veces hasta que te sentiste limpio, y te quedaste un rato más contemplando las dulces nubes de la mañana después de una tormenta, como si alguien en lo alto usara esa belleza para intentar disculparse por el desastre de la noche anterior.
Escuchaste a alguien más zambulléndose en el agua, volteaste y encontraste al viejo robusto en su chapuzón de la mañana. Apenas os visteis y regresasteis a ignoraros.


          


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