El parque del lago 8


La muerte de Genáo y huida del Parque del Lago.


Ya habías empezado a masticar tu draóhi de mariscos cuando notaste a la nueva familia llegar a su cabaña con cuatro hijos, Genáo también vio a otra que pasó detrás de ti, ésta con sólo dos hijos, pero cinco adultos. Las mesas lentamente fueron ocupadas por varios grupos de turistas, la mayoría eran danzilmareses, pero también escuchaste a varios japoneses, estadounidenses, y otros de lugares que no pudiste identificar por su idioma. Para cuando Genáo hubo terminado su ensalada, la tranquilidad había disminuido lo suficiente para hacerte querer irte de ahí. Sugeriste ir a jugar un poco a las canchas, a lo que Genáo aceptó con gusto y fue a pedir un balón de fútbol. Jugaron durante un rato hasta que te cansaste y te detuviste.
Genáo: Esto se va a llenar de niños en poco tiempo. Ya algunos nos están viendo desde la cafetería con ganas de jugar. No me molestaría jugar un rato con ellos.
Dézen: Si tanto se va a llenar, prefiero pasar el resto del día en mi cabaña.
Genáo: El día está increíble, amigo, no hay modo de quedarse encerrado.
Te incorporaste y diste un vistazo a la fuente de los patos, te diste cuenta de que uno de ellos parecía cojear, y avanzaba dando extraños saltitos. Caminaste hasta ahí mientras Genáo te seguía confundido. Cuando llegaron, Genáo se dio cuenta del pato que caminaba extraño y lo contempló con lástima.
Genáo: Pobre patito, le falta una pata.
Intentaste acercarte a él, pero, sintiéndose atacado, emprendió el vuelo tras correr atropelladamente por unos segundos. Tuviste una buena vista del muñón donde había habido una pata alguna vez.
Dézen: Y sin embargo vuela.
Genáo: ¿Sentiste miedo?
Dézen: ¿Miedo de qué?
Genáo: De esa pata faltante.
Dézen: ¿Por qué me daría miedo?
Genáo: No sé, sólo creo que es normal que las deformidades nos asusten. Pero como este pato aún puede volar, no da tanta lástima como si no pudiera.
Dézen: Tal vez si lo que le faltara fuera una ala, o parte del pico, me sentiría un poco más perturbado.
Genáo se sentó en el césped e intentó atraer a otros patos imitando sus graznidos, pero tras fracasar en ello, se resignó y jugó con algunas hojas que le quedaban a la mano.
Genáo: Creo que la razón por la que nos asustan las deformidades es porque las asociamos con la posibilidad de la muerte. Alguien sin brazos, sin ojos, sin piernas, con la cabeza demasiado grande, con el cuerpo torcido, con la cara despedazada o sin dedos tendría pocas probabilidades de sobrevivir por sí mismos; esto lo sabemos y reaccionamos con miedo, porque no quisiéramos vernos como ellos.
Dézen: Pero no todas las deformidades son peligrosas, algunas sólo son feas.
Génao: Creo que aún ésas nuestros instintos las interpretan como potencialmente dañinas o peligrosas, ineficaces para la convivencia. Si mis ojos me salieran por la nuca, me salieran dedos en la lengua, me saliera trompa de elefante, provocaría miedo aún si nada de eso limitara mi supervivencia.
Dézen: ¿Le tienes miedo a alguna deformación en especial?
Genáo sonrió, pero bloqueó la salida de su risa en un instante.
Genáo: Sí, hay un tipo de deformación que no puedo soportar tener cerca de mí: las deformaciones genitales.
Dézen: ¿Masculinas o femeninas?
Genáo: Las dos. No sé, pero siento que si hay alguna forma de deformidad que hay que evitar a toda costa, sería esa. Hasta los que nacen sin brazos ni piernas pueden reproducirse, pero una deformación en esa área probablemente no te lo permita.
Dézen: ¿Te asusta tanto porque podría hacerte estéril?
Genáo: No te rías. Sólo creo que no sería lo mismo vivir sabiendo que no podrás dejar un legado.
Dézen: Ese legado podría propagar la deformidad, de ser genética.
Genáo: La vida es bella, incluso si no puedes disfrutarla del todo.
Dézen: Dices eso porque lo tienes todo en su lugar y en su justa medida.
Una repentina tos interrumpió la risa de Genáo, llevándolo hasta el atraganto y obligándolo a golpearse el pecho con el puño para aliviarse.
Dézen: ¿Estás bien?
Le tomó a Genáo unos segundos para responder.
Genáo: Pensé algo terrible.
Dézen: ¿Qué?
Genáo: Oh, no, amigo, no quieres saber eso.
Le sostuviste la mirada.
Dézen: Si estabas pensando en mí, te digo que no me importa.
Genáo se levantó, ahora estaba pálido y su equilibrio delataba un leve mareo.
Genáo: No me siento del todo bien. Hablar de las cosas que me asustan nunca me ha gustado.
Dézen: Lo siento.
Genáo: No lo lamentes, amigo, no es tu culpa, es mi culpa por ser tan sensible. Supongo que tengo que aprender a resistir las cosas incómodas.
Dézen: ¿Adónde vas?
Genáo: Necesito una siesta. Pero no quiero dormir mucho, así que por favor ve y despiértame a las cuatro, ¿sí?
Genáo pasó a devolver el balón antes de meterse entre las nuevas familias de la cafetería. Las conversaciones ya no se sentían tan desesperantes, incluso si objetivamente el volumen era más alto. Pero durante un rato creíste quedarte sordo, en medio de los patos que tenían miedo de aproximársete. Tus pies te llevaron hasta el borde de la fuente para ver si podías escuchar los gruesos chorros de agua que salían escupidos hacia el cielo antes de caer en arco. No oías, pero viste del otro lado de la fuente, vagando entre los patos que no se asustaban de su presencia, a un rinoceronte pigmeo. Pensaste que debía haberse extraviado y había salido de la selva por error. La presencia de los patos y de la fuente quizá lo confundía y hacía pensar que aún se encontraba en una extensión de la selva, no reconociendo la mano humana en aquella cascada invertida. Se acercó a beber del agua, y al parecer reconoció que el agua tenía algún tipo de manipulación artificial, porque en seguida se apartó. Los patos ahora estaban repentinamente curiosos por el nuevo animal, y, perdiendo rápido el miedo, se acercaron a picotearlo con suavidad. El rinoceronte se dejó examinar por un rato, pero inevitablemente decidió que ahí no había nada que le interesara y enfiló de vuelta a la selva. Lo seguiste de lejos, asegurándote de que no te viera, pero estabas seguro de que al menos podía olerte porque, en tu perspectiva de humano, el animal daba vistazos detrás de él como esperándote. Entraste en la selva, te abriste paso entre las ramas y matorrales que le estorbaban a tus pies y cara, bajaste por pequeñas cuestas pedregosas e hiciste ruido sobre las hojarascas, pero el rinoceronte no aceleró el paso ni se mostró alerta, sino que incluso tuvo la osadía de detenerse por momentos para masticar hojas, hongos y raíces que encontraba por el camino. No pasó mucho para que te dieras cuenta de que te hallabas en medio de la selva; por más que volteaste no encontraste más que árboles torcidos con hojas húmedas, hierbas invadiendo la tierra y abriéndose paso entre las piedras, y sobre todo mucho silencio salvo por los pájaros que habitaban invisibles en algún lugar de las copas de esos árboles. Sentiste un repentino pánico, pues ni siquiera localizaste las señales de tu propio avance por la selva que pudieran ayudarte a volver sobre tus pasos. Antes de que tu cerebro se serenara para pensar en tu siguiente decisión, el rinoceronte terminó su bocado y volvió a moverse. Ahora tuviste que decidir si intentabas regresar por donde viniste, arriesgándote a perderte aún más, o seguir al rinoceronte. Entonces pensaste que en algún momento el rinoceronte tendría que beber, y hasta donde sabías la fuente natural de agua más cercana sería el propio Parque del lago. Eso desparalizó finalmente a tus pies y casi corriste tras el rinoceronte, como pidiéndole que te esperara. Por un tiempo que no pudiste determinar, dieron vueltas dentro de la selva a paso desesperadamente lento. En varios momentos el rinoceronte amenazaba con tumbarse en la tierra para descansar, pero a lo sumo sólo se rascó la comezón revolcándose un rato en el lodo. Tu paciencia casi llegaba a su límite cuando entre los árboles alcanzaste a ver un brillante cuerpo de agua, hacia el cual se dirigía el rinoceronte. Con el alma de nuevo adentro de tu cuerpo, lo seguiste hasta la orilla apartando con vehemencia las molestas ramas de tu cara. No sólo te había conducido de vuelta al Parque del Lago, sino que, ahí a lo lejos, era visible la sección de las cabañas construidas sobre el agua; en concreto te encontrabas justo delante de la tuya. Muchos días te habías entretenido mirando a ese punto de la selva desde el otro lado, pero ahora habías llegado ahí por accidente y mirabas tu propia cabaña. Esa realización te hizo quedarte un rato más en la orilla, deleitándote en la ironía y sintiéndote contento de haber vivido esa pequeña aventura antes de volver a casa. A todo eso, el rinoceronte bebía a pocos metros de ti, habías olvidado que no querías que te viera, pero al perisodáctilo no le importunaba tu presencia; más aún, cuando dejó de beber viró su cabeza gris hacia ti, y en tu percepción humana creíste ver en su aburrido rostro una expresión de fastidio. Pero como es costumbre, la vida continúa antes de poder analizarla, por lo que el rinoceronte no perdió tiempo en meterse en el agua y empezar a nadar hacia las cabañas. Lo viste alejarse despacio, por momentos zambulléndose para luego emerger con plantas en el hocico. La idea de tener que dar todo un largo rodeo no te entusiasmaba, pero tu felicidad de ya no estar perdido se interpuso y te hizo no poder dejar de sonreír. Pero tuviste una mejor idea para cerrar con un mejor final esa pequeña aventura. ¿Quién diría que tu, entre todos los huéspedes del Parque del Lago, se animaría a entrar al lago y cruzarlo a nado así como si nada? Pues a partir de ahora podrás contar a tus futuros amigos, a tu futura esposa, a tus futuros hijos y nietos, que hasta a alguien como tú le pueden pasar cosas raras, imprevistas, fuera de lo ordinario. Nadaste con gusto y soltura, disfrutando cada gota de agua, muy desprevenido en medio de un lago opaco en el cual pareciera que en cualquier momento aparecería un cocodrilo gigante. Pronto llegaste en medio del lago y volvió a tu mente el rinoceronte. Te quedaste flotando por un largo rato, volteando de un lado a otro, pero sólo viste muy a lo lejos a otras familias de bañistas cerca de la zona de la cafetería. Te sentiste solo, abandonado por ese curioso animal que le había dado la vuelta a tu día, y con algo de melancolía te quedaste mirando una vez más la selva de la que acababas de salir. Pero recordaste que Genáo te había pedido que lo despertaras, y temiendo haberte pasado de la hora continuaste nadando. Saliste rápido por la otra orilla, entraste a tu cabaña para ver la hora en tu celular. Refunfuñaste al ver que te habías pasado por quince minutos, por lo que de inmediato te cambiaste de ropa y fuiste a la cabaña de Genáo.
Desde afuera se escuchaba una tonada suave y bailable, lo que te hizo detenerte un momento antes de empujar la puerta. La bocina de Genáo estaba conectada al bluethoot de su celular, y sonaba Das Tanzlied, del poema sinfónico Also Sprach Zarathustra. Genáo era una masa tan pesada que los hilos de la hamaca se habían roto, y ahora yacía en el suelo sobre su propio cuerpo grueso y lleno de espinas. Los ojos estaban tan secos que habían adquirido un color café. No tenía ya pelo, sino que lo poco que le quedaba de piel en la cabeza se desprendía para revelar una sustancia aceitosa de olor amargo.
Genáo: Necesito que me ayudes a empacar, amigo.
Tu primer instinto fue acercarte a él, poner tu mano sobre su cabeza y asentir.
Dézen: ¿Hay algo que quieras hacer mañana antes de irnos?
Genáo: Hoy mismo, amigo. Quiero ir una vez más con los patos. Pero no ahora. En un rato.
Procediste a hacer el equipaje de tu amigo. Guardaste su ropa, sus zapatos, unos libros de la universidad que no habías visto antes.
Dézen: ¿Estuviste leyendo esto?
Genáo: Las costumbres son difíciles de romper.
Encontraste el tablero de damas chinas en la mesa, junto a su cepillo de dientes y su peine. Cuando dejaste todo limpio, colocaste la maleta frente a aquella masa cuyos ojos se proyectaban hacia el exterior, duras como madera y sin pupilas, la mandíbula se abría y cerraba como buscando aire.
Genáo: Sería bueno que empacaras desde ahora.
La voz te sonó ahogada y rasposa, de una garganta llena de llagas, muy anciana. De inmediato fuiste a tu cabaña y empacaste sin prisa. El sol aún iluminaba bien, y más que nunca el lago te pareció tan apetecible desde la ventana. Viste al rinoceronte nadando, pasó por tu cabeza que te estaba buscando a ti, su temporal compañero de exploración y de nado. Eso te hizo desempacar tu traje de baño y ponerlo sobre tu valija. Viste tu termo sobre la mesa, bebiste las últimas gotas de té y las sentiste muy amargas. Se ha acabado tu té, pero tu cuerpo pide volver al agua y asomas la cabeza por la ventana. ¡Qué bello es el Parque del Lago! ¡Qué cristalina es el agua, qué nítido se puede ver el lecho con sus plantas y peces! ¡Qué verde se ve la selva y cuán suave es el viento que se escapa de los árboles! Tienen que disfrutarlo juntos un poco más, esta vez de verdad ahora que todo se acaba.
Sales prácticamente corriendo de tu cabaña, ansioso por empujar a Genáo al agua. La música ha regresado al principio, repitiéndose en bucle. Te hace querer saltar al agua y bailar en ella, y contemplar el cielo desde el fondo, esta vez sintiendo que todo el lago te pertenece.
Entras empujando la puerta de golpe. Pobre Genáo; ya no es más que un rostro sin ojos ni nariz en medio de un monolito redondo. La trompa espinosa sale de donde antes estaba la boca, pero a pesar de eso su voz es clara.
Genáo: Vamos a ver a los patos, y luego a nadar juntos.
Tus piernas ya no resisten y te hacen caer, y toses tan fuerte que te raspas la garganta.
Dézen: Vamos, amigo.
Empiezas a gimotear en el suelo, cada vez aumentando el volumen hasta que casi gritas como si te doliera todo por dentro.
Genáo: ¡Aléjalo de mí!
Dézen: No te duermas ahora
Genáo: ¡Me asusta!
Dézen: Vamos al Parque del Lago, todos juntos, todos.
Genáo: No te hicimos parte.
Dézen: Lo soy.
Genáo: Perdónanos, porque sabíamos lo que hacíamos.
Dézen: ¡No te vayas también!
Tu grito coincide con la desaparición total de los restos de la cara de Genáo en esa masa negra. Ahora brotan de ella gruesas patas de tigre. La trompa crece hasta ser del largo del cuerpo, de una cabeza pequeña sin orejas. En el pecho se crea una abertura horizontal como una sonrisa. Todo el cuerpo, desde las patas hasta la trompa, son espinosos, pero no hay ningún otro color aparte del negro.
La música sigue sonando cuando sales de la cabaña y caminas hasta la orilla por el puente de madera. De la cabaña ves surgir a lo que antes era Genáo, destruyendo parte de la puerta al hacer pasar su grueso cuerpo de elefante. Se estira y menea su trompa como evaluando su fuerza y elasticidad. Tú no haces más que contemplarlo con lágrimas, con pequeños espasmos como hipos, reteniendo la respiración hasta que tu cuerpo te obliga a meter más aire. Da unos pasos y adquiere una pose felina, y con movimientos igualmente felinos sale a galope hacia la fuente de los patos.

Se vuelve el Parque del Lago y sus habitantes en las víctimas de lo que antes era Genáo. Uno a uno los inquilinos fueron atrapados por la trompa espinosa, despedazados y devorados por la boca en el pecho. Pero los padres no se escandalizaban cuando sus hijos eran exprimidos y desgarrados por la trompa y las patas. Los hijos no gritaban aterrados cuando las cabezas de sus padres caían de sus troncos. Los propietarios y trabajadores ni siquiera apartaron los ojos de sus deberes mientras el Parque del Lago se teñía de rojo. Todos murieron en el estado más tranquilo, despreocupado y ameno: algunos comían, otros dormían en las hamacas, otros nadaban, otros se besaban, jugaban en las canchas, trabajaban, hacían llamadas. Pero la trompa los apresaba, apretaba, reducía a jirones de carne y órganos. Tu caminaste lentamente hacia él aún con la música a tus espaldas, y sus movimientos eran severos, furtivos, pero también con gracia, dancísticos, regocijados y llenos de energía. Aturdido y maravillado, lo viste llegar a la fuente de los patos y empezar a atraparlos con la trompa, sin que sus compañeros siquiera se apartaran ni quisieran salir volando. Fue entonces que no pudiste aguantarlo más y volviste a tu cabaña, de inmediato tomaste tu equipaje y saliste. Afuera te encontraste con el viejo robusto, el cual dio un vistazo hacia las gruesas manchas de sangre y restos de órganos mutilados que enrojecían la arena. Nunca supiste si veía de verdad, porque sólo sacudió la cabeza y se dirigió al lago a refrescarse. Tus pies te llevaron rápido a la salida; tu cabeza no volteó a ver. Llegaste a la carretera y comenzaste a caminar hacia Yelí, bordeando la selva a tu izquierda, cada vez dejando más atrás el famoso Parque del Lago.

***

A unos metros sale el rinoceronte de la selva. Dézen lo observa cruzar la carretera con precaución. Desde el otro lado, es ahora el rinoceronte el que observa a Dézen caminar. Éste primero camina cabizbajo y aturdido, pero voltea a ver al rinoceronte una vez más, y poco a poco la calma lo abraza. Se ríe contemplando el anaranjado de la tarde y su paso adquiere más energía. El rinoceronte lo contempla conforme Dézen se vuelve una sombra sin forma a lo lejos hasta desaparecer tras la oscuridad de la nueva noche.


Fin

               


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