Estaciones: Otoño I


 
El viajero consume una fruta que cambia su percepción de la realidad.


Me llevó mi guía hacia un enorme valle donde las hojas de los árboles, según me explicó, se preparaban para morir. Pero lejos de ser aquello algo triste, debía verlo como que ya habían cumplido su función y se entregaban a su descanso, con la promesa de que después otras nacerían para ocupar su lugar. Es así que me hallé inmerso entre millares de hojas volando arrastradas por el viento, pero a diferencia de la arena en el desierto, que sentí como pequeñas mordidas en mi cuerpo, esta vez el viento las mecía con suavidad como intentando usarlas para acariciar. Las hojas estaban también perdiendo sus colores verdes, y poco a poco se tornaban amarillas, naranjas, rojas e incluso algo rosadas. Tuve que hacerme a la idea de que, tanto a mis pies como frente a mis ojos, las hojas disfrutaban de ese estado y no les importaba que mis pies las aplastaran o que de tanto en tanto tuviera que apartarlas de mi cara a la fuerza cuando intentaban cegarme.
Muchos de los animales que ya había visto antes también retozaban entre las hojas. Me explicó mi guía:
“Mira como esa pareja de mamíferos reúne las hojas con sus grandes bocas y las llevan hasta su madriguera. Ahí, las usarán para tener un poco más de resguardo del frío cuando el sueño largo se los lleve. Además podrán comer de ellas para sobrevivir durante ese sueño largo. Así las hojas cumplen con un propósito no sólo en vida sino también en la muerte.”
Llegamos después a una zona donde los árboles, a pesa de carecer de hojas, todavía tenían frutos colgándoles de las ramas. Éstos eran muy redondos y naranjas, de consistencia jugosa y aterciopelados al tacto. Muchos yacían a los pies de los árboles y emitían un aroma fuerte que atraía a muchos herbívoros que tranquilamente se alimentaban de ellos. Mi guía tomó uno de dichos frutos y me lo ofreció:
“Este fruto tiene una propiedad especial: cuando se cae naturalmente de su árbol y se espera unas horas, produce lo que yo llamo la felicidad inmerecida. Al comer varios de ellos, la percepción del mundo cambia un poco, y con ella los sentimientos también. El mundo se volverá más interesante y sorprendente; cada color y forma será placentera a los sentidos, y querrás comer más y más de ella hasta que dejes de tener control de tu cuerpo y te hagan dormir.”
Movido por la curiosidad, tomé la fruta y la comí para experimentar esa felicidad inmerecida. Tenía un sabor entre amargo y dulce, no muy agradable pero dejaba una sensación curiosa en la boca. Fui al lado de los demás animales y seguí comiendo de las frutas que había en el suelo, mientras mi mente seguía pensando en las hojas que en algunas zonas creaban un lecho tan denso que las frutas no tocaban la tierra.

No tardé mucho en sentir una emoción desconcertante cuando seguí el vuelo de las hojas sobre mi cabeza. El movimiento me pareció grácil, liberador y ensoñador, y sin darme cuenta imité su movimiento desde mi posición en el suelo. Seguía comiendo la fruta y el azul del cielo, que a mi llegada a ese mundo me había parecido extraordinario, lo vi todavía más sorprendente, tan al alcance de la mano, pero nunca podía tocarlo. Seguí comiendo la fruta y miré el colorido lecho de hojas a mis pies, y me entretuve con el sonido que hacían cuando se despedazaban sobre mi peso, y una parte de mí se imaginó que gritaban de dolor y tuve ganas de llorar. Me senté suavemente sobre ellas y otros animales vinieron a hacerme compañía, cada uno con su respectiva fruta, y se revolcaron sobre las hojas como si de agua se tratara. Seguí comiendo la fruta y me atreví a hacer lo mismo; agarré un montón de hojas y las lancé al cielo para sentirme empapado de ellas; di vueltas mientras el viento me las regresaba a la cara o se las llevaba lejos e intentaba atraparlas en el aire. Me hundí en los gruesos montículos que se formaban como consecuencia del viento y de mi andar descuidado. Seguí comiendo la fruta y vi cómo los animales parecían tropezarse y caerse, pero no parecía que el viento fuera lo suficiente para empujarlos como lo había sido en la tormenta. Yo también me sentí caer y me reí porque no entendí porqué no podía caminar bien. Caí una y otra vez sobre las hojas y me levantaba. Con mucho esfuerzo logré mantener el equilibrio y andar un poco más lejos. Pero seguí comiendo la fruta y el bosque empezó a moverse sin que yo lo hiciera. Un momento veía un árbol en frente de mí y sentía muy claramente que alguna fuerza extraña lo empujaba hacia la izquierda sin que se moviera en realidad. Me reí muy fuerte de lo impresionado que estaba por ese efecto tan curioso de la realidad, y seguí preguntándome cómo es que el mundo se movía a pesar de estar seguro de que todo permanecía en su mismo lugar. ¿Era en verdad posible sentir el movimiento mientras se estaba consciente de lo estático? Como si contestara a mis pensamientos, mi guía dijo:
“No olvides que todo cuanto percibes es un engaño. La fruta te altera para que puedas experimentar la realidad desde el adormecimiento de los sentidos. Nada es confiable mientras estés así, ni lo que ves desde afuera ni lo que sientas desde adentro.”
Y yo sólo asentía porque me parecían palabras de gran sabiduría. Si mi guía me hubiera pedido que me trepara a un árbol y aleteara como ave para volar, sin duda lo habría hecho, o al menos lo hubiera intentado según me lo permitiera mi cuerpo. Sólo de pensar en eso me hizo ir hasta un árbol y apoyarme en él, pero no tenía fuerza para impulsarme hacia arriba. A mi lado otros animales parecían haber tenido la misma idea que yo, y por primera vez les hablé, preguntándoles si podían ayudarme a subir, y no respondieron nada; sólo se quedaron ahí moviéndose al mismo tiempo que permanecían estáticos. Pero yo creí que me miraban raro, como si adivinaran que yo sólo era un visitante que no tenía idea de su mundo, y que les divertía que yo no entendiera y que tuviera un comportamiento extravagante. Les conté de otras realidades que había visitado, y cómo ahí se reirían de lo que ahí entienden como muerte, comida, agua, o incluso el movimiento. Les hablé de cómo ellos serían ahí los extraños comiendo sus frutas y apagando sus sentidos. Y creo que los vi reírse porque no me creían y me sentí indignado, y les dije que así como al comer esa fruta percibían una realidad falsa, esta realidad falsa era la verdadera en otro mundo, y que ahí al comer otra fruta lo verían todo como aquí se entiende la normalidad, pero se rieron más y me disgustaron. Me disgustó la forma, los sonidos, los colores, el hecho de que todo se moviera hasta el punto en el que ya no era consciente de que en realidad todo estaba quieto. Pero seguía comiendo la fruta y lo vi todo más detallado; cada arruga de cada hoja, cara dibujo natural en los cuerpos de los árboles, cada pelaje y pluma de los animales que poco a poco yacían a los pies de los árboles, fue todo cada vez más y más detallado hasta que de repente se volvió todo mucho más brumoso. Me caí y no pude volver a levantarme, pero seguía comiendo la fruta casi por instinto, y aún arrastrándome sobre las hojas extendí la mano para coger otra. Entonces otro estado empezó a apoderarse de mí, que no había experimentado durante toda mi estadía en ese mundo. Todo dejó de importar; sólo quería quedarme quieto; los pensamientos y reflexiones dejaron de surgir en mi mente y deseé no poder pensar en nada. La energía me fue abandonando conforme surgían en mis recuerdos las visiones de todo lo que había experimentado hasta ese entonces. Vi de nuevo a los animales apareándose y a los bebés naciendo, a los depredadores cazando, a las forma de vida muriendo, a los espíritus marchando, la tormenta de arena y de agua, todo eso al mismo tiempo sin forma, sin principio ni fin, creyendo por momentos que todo aquello no había sido más que una invención mía. Intenté comunicarme con mi guía para que me explicara, pero no pude fonar de tan entumecido que me sentía. Afortunadamente, él pareció comprender, y poniéndose a mi lado dijo cosas que no recuerdo ya, pues su imagen y su voz dejaron de tener sentido en mi cabeza hasta que, en algún momento, dejé de funcionar, por así decirlo.

Rato después, cuando la realidad volvió a ser perceptible, seguía en la misma posición, sólo que ahora sentía incomodidad en todo el cuerpo, como si el mero hecho de moverme me causara sufrimiento. Mi guía se había sentado a mi lado y dijo que me había desvanecido por varias horas, y aunque poco a poco me iba recuperando de los efectos de la fruta, faltaría algún tiempo para retomar el control completo de mi cuerpo y mente, y continuó diciendo:
“Digo que esta es la felicidad inmerecida porque no te la has ganado con tu esfuerzo; no hiciste más que consumir una fruta. Nuestra realidad es muy quisquillosa cuando se trata de la felicidad; aquella que es una recompensa producto de nuestra grandeza es profunda y significativa, siempre animándonos a superarnos para volver a sentirla. La sienten los depredadores que han logrado cazar, las presas que han logrado sobrevivir, los padres que han criado a sus hijos, los que han evitado el peligro o encontrado un lugar mejor. Esa es la felicidad importante en nuestro mundo. Por otro lado, la felicidad inmerecida es vacía y sólo para un placer momentáneo; la puede sentir el animal mediocre que no conoce del mundo, la siente el macho que nunca ha atraído a una hembra, la siente la hembra que nunca ha parido a una cría, la siente el depredador exitoso y el fracasado, la siente el que ha conseguido una vida mejor o una peor. Esta felicidad es castigada con lo que sientes ahora; una pesadez en el cuerpo apenas los efectos te han abandonado. Durante un tiempo sentirás que no quieres volver a comer la fruta, porque sabes el sufrimiento que te proporciona después. Pero eventualmente tu cuerpo olvidará o le dejará de importar esta sensación y volverá a desear comer la fruta, y el ciclo se repetirá una y otra vez. Si te dejas atrapar en él, no sobrevivirás mucho tiempo; dejarán de tener sentido las luchas importantes que te llevarán a una felicidad real y merecida; te acostumbrarás a que la felicidad se encuentra fácilmente sólo con tomar una fruta. Debes aprender a resistir la felicidad fácil y aceptar que la felicidad verdadera es dolorosa de conseguir. O al menos así lo es por ahora. No descarto, e incluso ansío, que llegue un día en que sea posible romper este molde tan cruel, y que no haya diferencia entre la felicidad merecida y la inmerecida.”
Y mientras mi guía hablaba, yo contemplaba con cierta dificultad a las mismas hojas que durante toda mi travesía por la visión deformada de la realidad no habían dejado de ser mecidas por el viento; el bosque no había detenido ni por un momento el baile de las hojas sobre la tierra. Toda la realidad había seguido su marcha imperturbable, totalmente ajena e indiferente de las nuevas sensaciones y exploraciones facilitadas por aquella fruta extraordinaria. Ahí entendí que a esa realidad, aunque nos ofrezca maneras de contemplarla deformadamente, no se preocupa por lo que sus habitantes piensen ni cómo la perciben. Era una realidad que no debía ser ignorada, pero a la vez nos otorgaba mecanismos para ignorarla.
Era cruel, mi guía estuvo de acuerdo; pero nadie podía rebelarse todavía.


          




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