Helado y la cruz de chocolate



Helado secuestra a una persona y la hace comer una cruz de chocolate.



Una larga barba entrecana y quemada servía de cucurucho a una cabeza calva con orejas del tamaño de ojos y ojos del tamaño de orejas. Veía tan bien en la noche gracias a ellos que no le costó trabajo divisar, aun con ese cielo sin luna, a una silueta descansando en una roca a unas decenas de metros de su casa. Se puso su abrigo, abrió la reja y salió al desierto acompañado por las luciérnagas que se apareaban sobre las flores de los cactus, las espinas de algunos de los cuales fueron desprendidas por los involuntarios y descuidados balanceos de la masa de madera que Helado, en su incontenible emoción, blandía mientras se aseguraba de que la arena escondiera sus pisadas de los oídos de su presa. Nuestra desventurada víctima, que se había perdido en la infinitud del desierto de Kyél, tenía los sentidos tan entumecidos de sed y cansancio, que lo único que percibió fue una repentina sacudida del mundo a su alrededor e imágenes sucesivas de cactus, piedras, arena, cielo, y la cabeza con barba previamente descrita.

***

Olía a plátanos cuando despertó, y nada más vio que un poco de luz bajo oscuridad.
Helado se da cuenta de que se mueve y le retira la bolsa de la cabeza.
Amordazado y amarrado, el pobre hombre forcejeó y gimoteó al ver a Helado con su máscara blanca de lucha libre.
Helado había estado revisando la mochila de su víctima, y en ella encontró una cruz de chocolate y unos lentes oscuros.
Puso éstos últimos a su víctima y le quitó la mordaza.

El hombre atado lloriquea de miedo y porque le duelen las rodillas.
Helado toma la cruz de chocolate, le quita la envoltura y le pone el extremo largo en la boca.
El hombre la evita haciendo amplios no con la cabeza.
Helado lo detiene de la barbilla. Imagínese el lector que Helado, más que hablar, es como si hubiera alguien hablando por él detrás de la cámara que lo filma, siempre con una voz murmurada y ronca:
—Come.
Pero no abre la boca.
Helado lo detiene fuerte de la nariz y repite:
—Come.
El miserable forcejea con violencia hasta que se le va acabando el aire.
Repliega los labios para que el aire se filtre entre sus dientes.
Helado se molesta, y sujetándolo con fuerza le tira del labio inferior hasta que abre la boca.
—Come.
La cruz de chocolate fue partida y masticada a la fuerza.
Se rehúsa tanto a tragar que casi acaba por atragantarse.
—Come.
Harán lo mismo hasta que se haya comido toda la cruz de chocolate.

—¿Qué quieres? —preguntará el hombre, los dientes sucios de chocolate.
—Soy alguien que te ama, y que quiere matarte —dirá Helado, como murmurando en voz alta, con la voz incluso más ronca.
Imagínese ahora el lector que una cámara de baja calidad se aleja para enfocar a Helado tomar la bolsa que le había quitado a su presa. Luego le quitará los lentes, los arrojará a un lado y dirá:
—Si eres capaz de aguantar la respiración por un minuto dentro de esta bolsa, te dejaré ir.
Se la volverá a poner y la víctima inflará las mejillas.
Tras diez segundos, Helado lanzará un gruñido de fastidio, arrancará una de las ramas de la palmera en la que está amarrado el pobre hombre, y dirá:
—Qué aburrido, mejor te degollaré.
Como si fuera un hacha, blandirá la palma sobre el cuello de su víctima y lo decapitará.
Imagínese el lector que cae un balón de soccer dentro de una bolsa de plástico, el cual saldrá rodando y tras de él caerán gruesas gotas de cátsup sobre el suelo de concreto.
Helado recogerá los lentes del suelo, se los pondrá y dirá:
—De ahora en adelante, haré yo mismo las cruces de chocolate.

***

Imagínese el lector que otro hombre, un poco más bajo que el anterior, está durmiendo en un sofá junto a una puerta. De repente se despierta como si lo hubiera picado un mosquito en el cuello, y se da cuenta de que tiene la mano izquierda metida en un guante de boxeo del cual sale un cable que lo conecta a una lámpara en una mesita. Gritará pidiendo auxilio cuando vea a Helado bajar por las escaleras con su máscara, sus lentes oscuros y un largo destornillador en la mano.
—No grites, que me duelen los pies —dice Helado.
—¡No me mates! —implora el hombre llorando.
—Hagamos una cosa, si te puedes quitar el guante, te dejaré ir.
Desconfiando, el miserable intentó quitarse el guante y recibió una descarga eléctrica que lo hizo retorcerse como si tuviera tétanos. Helado llegó hasta él y esperó a que recuperara el aliento.
—Está bien, te daré otra oportunidad, te dejaré ir si no gritas cuando te haga esto.
De una rápida clavada le arranca el ojo derecho. El ahora tuerto grita hasta que parece que va a morir de risa.
—Pero si solamente fue un jodido ojo.
A la mitad de la agonía, se abre otra de las puertas de la casa y sale un jorobado tullido, que se acerca dando saltitos y babeando, haciendo sonidos como de serpiente. Se pone a saltar frente al tuerto con grotesca emoción. Helado lo aparta suavemente.
—Ya, ya, tranquilo. Sé que lo amas pero tendrás que aguantarte por ahora, luego te dejaré hacerle lo que quieras a sus huesos.
Tras lo cual el jorobado vuelve a saltar con repugnante alegría. Los gritos del tuerto ya han bajado un poco.
—Bueno, bueno, no te ha ido muy bien, pero no te desalientes. Mira, si resistes una cosa más te dejaré ir.
Helado vuelve a empuñar el destornillador y le atraviesa la mano dentro del guante varias veces. El tuerto y parcialmente manco retoma sus gritos que hacen bailar al jorobado. Helado usa la sangre del destornillador para frotársela vigorosamente sobre un brazo hasta tener un orgasmo.
Altérnese la cámara entre el pobre del sofá gritando de dolor y terror, los asquerosos saltitos del jorobado, la sangre frotada sobre el brazo de Helado, la órbita vacía del tuerto, la arrugada joroba del pequeño monstruo, los lentes oscuros de Helado mientras éste se echa para atrás en éxtasis, la mano perforada del torturado dentro del guante de boxeo, la cara babosa y seseante de la vomitiva criatura, el destornillador aún clavando el ojo, etcétera, etcétera…
Pero como los diversos éxtasis no duran para siempre, poco a poco todo se calma y el torturado sólo resopla fuertemente por la nariz.
—Bueno, ya sufriste mucho, ahora te degollaré.
Iba el torturado a reclamar tartamudeando cuando sintió el destornillador atravesándole el estómago, desparramando su ácido sobre sus vísceras hasta volverlas líquidas.
—Bah, qué aburrido. Y tú tráete la olla, pero antes limpia todo lo que hayas hecho en ella.
El jorobado se fue por la puerta por la que había salido. Entonces de una patada entró por la puerta principal un hombre de voz aguda que vendía cruces de chocolate. Helado se abalanzó sobre él.

***

El soñador, no decidiéndose si lo que veía le daba miedo o risa, se despertó escuchando sus gelatinosos ronquidos como si estuviera siendo estrangulado, y aun despierto roncó.
 

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