Un grito
Un extraño sonido despierta la imaginación de Álkun.
Era más de la una cuando Álkun finalmente tuvo sueño, por lo que con mucha calma fue a lavarse la cara antes de encender el ventilador del techo y apagar la luz; se dejó caer pesadamente sobre la cama sin cubrirse con la sábana para sentirse más fresco, aunque sabiendo que, aproximadamente a las cuatro, el frío de la madrugada lo haría despertarse para abrigarse un poco. Pero mientras tanto se dejó bañar por el aire fresco que caía fuertemente del techo.
Las primeras alucinaciones de un cerebro adormilado apenas empezaban a volar frente a sus ojos cuando de ningún lugar brotó un sonido agudo, de volumen tan bajo que no era ilógico atribuirlo a las ya mencionadas alucinaciones al borde del sueño. Pero este sonido no duró mucho dentro de la escasa conciencia onírica de Álkun; su último resquicio de vigilia tuvo la certeza de que no se encontraba adentro sino afuera, junto con los tenues sonidos de la calle y de los vientos. Con un poco de conciencia recuperada, su cerebro, con el enojo y fastidio producto del descanso interrumpido, comenzó a recopilar la información más inmediata en torno a ese sonido, lo cual se podía reducir a lo siguiente: no quedaba claro si era un sonido fuerte muy lejano, o suave y muy cercano; se repetía a intervalos muy precisos, dejando entre cada uno un incómodo espacio de silencio que daba la vana esperanza de que se detuviera definitivamente, y que asemejaba a una reja o una puerta metálica oxidada que se abría y cerraba.
Su primera reacción, una vez asimilada la realidad y características de ese sonido, fue la de darse la vuelta, como si con eso sus oídos se alejaran kilómetros de la fuente de ese sonido, pero al no funcionar, abrió los ojos por reflejo y se quedó viendo la oscuridad. La esperanza de que, si sacaba un poco de paciencia, el sonido pasaría por sí solo, lo relajó lo suficiente para que su consciencia se desinflara durante los lapsos de silencio. En vano cerraba los ojos y se dejaba hundir por la superficie del sueño cuando una nueva repetición se los hacía abrir de nuevo, pues pese a no ser fuerte, su oxidado chirrido le mordía lo suficiente los tímpanos para hacerle poner caras casi de dolor.
Se repitió una vez más, luego dos, luego tres, luego perdió la cuenta durante su breve caída de consciencia, y de nuevo una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, y así hasta que volvía a quedarse dormido por apenas décimas de segundo. No era la primera vez que algún ruido nocturno se empecinaba por mantenerlo despierto, fuera por la música de algún vecino desconsiderado, fuera por un inusual problema vial justo afuera de la ventana, fuera el viento que a veces, durante una tormenta o sólo porque le diera la gana, hacía golpetear la rama de un árbol contra alguna ventana como una mano huesuda. Sabía que era cuestión de tiempo para que su cerebro se quedara sin energías para sentirse irritado, que antes de darse cuenta esas vibraciones oxidadas se perderían en el camino entre sus oídos y cerebro, y ni toda la fricción o tintineo de ningún ruido podrían ya volver a hacerle oír los ojos.
El plan de la paciencia pareció funcionar. El cerebro se había acostumbrado al sonido lo suficiente para ignorarlo, al igual que ya se había acostumbrado a ignorar el noventa por ciento del mundo a fin de no abrumarse innecesariamente.
Pero algo en el sonido cambió y los párpados volvieron a abrirse. El sonido era el mismo, igual de aburrido por la excesiva insistencia, pero la consciencia tan repentinamente recuperada no estaba lo suficientemente lúcida como para entender exactamente qué había sido diferente esta vez. Esperó un minuto, y no entendió por qué su corazón se había acelerado tanto. La lenta respiración lo calmó, así como el comprobar que, escuchando con atención, el ruido era igual de oxidado y constante que antes, incluso ya menos molesto. Tras haberse oxigenado bien, volvió a cerrar los ojos, y la paciencia de nuevo fue como una piedra que, atada a sus pies, le permitió sumergirse en un nuevo sueño. Entonces ese nuevo sonido llegó como una flecha a sus oídos; Álkun abrió los ojos con la violencia de una lámpara que se enciende desesperada en medio de la noche, y casi se incorporó sobre la cama, impulsado por su instinto de supervivencia, que envió la orden inmediata de huir de algún peligro.
Sus manos actuaron por cuenta propia, tomaron la sábana que yacía a su lado y la obligaron a cubrir su cuerpo, pese a que aún hacía calor, sólo para calmar al cerebro haciéndolo creerse dentro de un refugio. El sonido había vuelto a la normalidad.
La estrategia de la paciencia ya no podía funcionar, pues los instintos de Álkun le gritaban que si volvía a dejarse arrastrar al sueño, esa mutación del sonido volvería a manifestarse. Se quedó bajo las sábanas, respirando lentamente, pensando sin palabras por qué exactamente no quería volver a escuchar ese nuevo sonido, intentando recordar qué tipo de imagen mental se generó en su mente en cuanto se manifestó. Eso era, pensó, lo que cambió: no fue tanto el sonido, sino la imagen mental que lo acompañó.
Con la mente más despierta y calmada, pudo finalmente ponerse de acuerdo en qué había consistido ese nuevo sonido, y qué imagen le había hecho surgir en su cerebro. El sonido se había vuelto ligeramente más agudo y fuerte, más nítido y orgánico, la imagen había sido la de una boca blanca abriéndose.
Se tapó los ojos como si con eso apagara los ojos que tenía dentro de la cabeza, pero al hacerlo el nuevo sonido volvió, y con él la misma imagen de la boca blanca. Casi dio un salto y apretó la cara contra la sábana, escondiéndose totalmente debajo de ella, pero antes de asimilar lo que había pasado, el sonido nuevo volvió a aparecer, e instantes después lo hizo de nuevo, y de nuevo. El nuevo sonido ahora era el único sonido.
Fueron unos cuantos minutos muy angustiosos para Álkun, pues su lucidez tenía que luchar por encontrar un espacio entre las nuevas reacciones de protección que su cerebro no podía evitar. Una vez más la costumbre, producto de la exposición reiterada a ese nuevo sonido, logró apaciguar los instintos de supervivencia, convenciéndolo de que no había peligro, y que de hecho era ahora más pertinente que nunca ponerse a pensar.
Sin abandonar su refugio, Álkun pensó con toda la seriedad que sus nervios se lo permitieran en el origen de ese ruido. Ciertamente tenía algo de gatuno; intentó recordar los varios tipos de ruido que eran posibles para un gato, y lo que más se le acercó fueron sus llamados de apareamiento, pero también dominaba la sensación de dolor intenso, como de gato que se lamenta de haber perdido un ojo o la cola. Mas eso no podía explicar la regularidad y similitud milimétrica con la que el sonido se repetía, sin ofrecer la más mínima variación o retraso entre uno y otro. Después pensó en que sería sólo una reja mecida por el viento, como originalmente parecía; pero tendría que ser un viento muy exacto y hábil para soplar dicha reja con tal precisión, además que, pese a la sensación de óxido y metal en el sonido, también se sentían carne y pulmones en él. Ya más desesperado, lanzó muchas otras explicaciones incluso menos probables: un vecino roncando, una rama crujiendo, una chica gimiendo, un ratón chillando, algún pájaro nuevo cuyo canto desconociera. Pero ninguna de esa imágenes acababa de encajar, ni siquiera lo suficiente para engañar al cerebro y darle algo de paz. Únicamente esa boca blanca, que acompañaba a cada manifestación del sonido, era la única que sentía encajar tan satisfactoriamente como una pieza de rompecabezas en su único y legítimo lugar, que sólo a ella pertenece y al que pertenecerá para siempre, sin discusión.
Cuando la falta de respuestas tranquilizadoras produjeron una curiosidad equiparable al miedo, que ahora tan honestamente admitía, surgió la natural idea de levantarse para intentar buscar el origen del sonido y, de ser posible, hacerlo callar, o al menos descubrir su necesaria fuente natural y perfectamente lógica. Mas ahora su cerebro, que tan fríamente había soportado el enviste del sonido con la imagen de la boca blanca, paralizó de repente todos los miembros de Álkun apenas comenzó las locomociones necesarias para apartar la sábana, y es que no sólo distinguió un indudable aumento en el volumen del sonido, sino un cambio más: ahora el timbre gatuno era inconfundiblemente humano, o al menos una casi perfecta pareidolia acústica. Como si percibir el sonido como humano implicara necesariamente la imposición de otras características humanizantes, ahora el sonido parecía también más vivo, más adolorido y agónico. Pero ¿qué tipo de humano podía dibujarse a partir de esa voz? Quizás uno muy viejo o muy joven, pero con las cuerdas vocales capaces de producir habla si no fuera porque alguna especie de tortura lo tuviera atrapado en pura desesperación y angustia. Esta descripción se formuló con la poca cordura que le quedaba a Álkun. La verdad era que la mayor parte de su cerebro se había congelado y no podía hacer llegar órdenes a los miembros, a la boca, o ni siquiera a su imaginación para intentar expulsar las nuevas imágenes que ahora se producían ante los ojos de su imaginación: la boca blanca dejó de ser una mera boca y se volvió un rostro difuso, sólo nítido en la parte de la boca y borroso en el resto.
El sonido se repitió, y la nitidez se acrecentó un poco más en la zona de la frente, luego por las mejillas, la nariz, el cuello, y finalmente los ojos. La boca seguía abriéndose y cerrándose al ritmo del sonido, que no dejaba de aumentar, y aumentar, y el tono oxidado y metálico iba desapareciendo para sonar a carne y pulmones humanos.
Álkun consiguió el suficiente control de su cuerpo para taparse los oídos con los dedos, pero el sonido, por más amortiguado que fuera, ahora podía sentirlo vibrando a través de sus brazos. Además esa nueva pose le hizo sentirse increíblemente vulnerable; el cerebro sintió la urgencia de tensarse y preparar las manos para una inevitable lucha, para defenderse de algo que no entendía. La columna se contrajo en un escalofrío cuando adoptó una posición fetal. Se tapó la cara como si así ya no pudiera ver esa imagen blanca que el sonido hacía aparecer ante él, pero ahora ésta estaba más nítida; los ojos sólo eran agujeros negros, la expresión era indiferente, resignada y con apenas vida, en gran contraste con lo vivo y dominante del sonido, que ahora parecía querer que todos en el edificio lo escucharan.
¿Podría ser que de verdad alguien lo escuche, se espante y vengan a tocar a su puerta para ayudar al pobre supliciado que se está desgarrando la garganta?
Pero también le aterró la idea de que, si alguien viniera, tendría que salir de su refugio y arriesgarse a verlo. ¿A verlo? Se le detuvo el aliento. No podía ser que su cerebro, en su intoxicación, se hubiera convencido de verdad de que fuera de los límites de la sábana y de la cama se encontrara ese rostro. No se hubiera dejado engañar por el exceso de estímulo auditivo y la falta de estímulo visual, llevándolo a la conclusión de que aquella imagen estaba indudablemente manifestada fuera de su mente a escasos metros de él. Era imposible que las falsedades de un cerebro aterrado pudieran trascender los confines de su cráneo y esperar por él ahí afuera.
¿Cuánto tiempo había pasado? No le exijamos a su pobre cerebro que sea capaz de llevar la cuenta del tiempo cuando la única medida podía ser cada repetición del grito, y cuántas veces esa boca se ha abierto y cerrado acompasadamente con él. Probablemente el ruido se había repetido cientos de veces, o miles.
La situación se volvió desesperada para Álkun. Cuando su pánico finalmente pudo dar paso a la ira y al hartazgo tomó la resolución de salir y encender la luz. Luchó contra la inmovilidad de sus brazos y piernas mientras seguía soportando el golpe auditivo y visual. Lentamente se arrastró sobre la cama hasta que sintió el borde. Era el momento de sacar el primer pie, y poco a poco lo siguió el resto de su tembloroso cuerpo, que no había tenido el valor suficiente como para desprenderse de la sábana y había optado llevarla sobre sí como una última muralla defensiva, más que nada para resistir a la tentación de mirar atrás. Antes de lograr asentar el segundo pie sintió que algo se movió detrás. Se le quemó la espalda y se le tensaron las piernas, haciéndolo caer al suelo y llevándose las manos a la cabeza para evitar que la sábana se le saliera de encima. Teniendo consciencia de hallarse en el suelo, el miedo cedió paso a los instintos de supervivencia y el cerebro ordenó las mociones pertinentes para el escape rápido. Álkun comenzó a arrastrarse por el suelo con toda la fuerza de sus miembros en dirección a la pared donde estaba el interruptor de la luz. Sintió de nuevo que algo detrás de él se movía, persiguiéndolo lentamente, sin dejar de escuchar el sonido ni de ver el rostro blanco. Durante esa persecución cruzó por colinas empinadas, llenas de piedras, donde la gravedad se confabulaba en su contra arrastrándolo hacia atrás; las piernas entumidas apenas tenían tracción y constantemente sentía que ni siquiera se movían. Se arrastró por varios metros, luego kilómetros con la cara casi rozando el suelo, cuando finalmente chocó contra la pared. Un calor jubiloso en la espina le dio nuevas fuerzas para ponerse de pie, lo más pegado que podía a la pared, y sacando la mano derecha de su armadura de tela, empezó a palmearla en busca del interruptor. Pero lo que sea que estuviera persiguiéndolo no se detuvo, tampoco aumentó su velocidad, sino que se tomó su tiempo para acercarse a él sin prisa. El sonido se hizo más potente conforme la mano buscaba el interruptor; ahora la cara parecía más enojada, pero también suplicante y agresiva en sus muecas. Álkun estaba a punto de gritar de miedo y coraje cuando su mano accionó un interruptor, pero no se encendió la luz. Por instinto supo que sólo había apagado el ventilador, y que el interruptor de la luz se encontraba justo al lado. Pero el grito se hacía más fuerte, y más fuerte, y la boca se abría más y más. Con un último impulso frenético, se apoderó del segundo interruptor y lo hundió hasta el fondo.
La luz se vio anaranjada tras la sábana roja. Álkun permaneció ahí adentro, resoplando y con los ojos bien abiertos. El sonido se había detenido.
Cuando el cerebro se halló en suficiente paz ante el alimento de la luz en las pupilas, Álkun salió de la sábana y, dándose la vuelta, vio su habitación tal cual había estado siempre. Se sentó un rato al borde de la cama para descansar del esfuerzo de la huida desesperada. Ahora estaba tranquilo y a salvo, y se dio el lujo de disfrutar de unos minutos para gozar de ese nuevo estado. Pero la duda no se había ido todavía, faltaba saber qué había sido ese ruido y por qué se había detenido al encender la luz. Una idea le aterró: ¿regresaría una vez volviera a apagar la luz? Ese nuevo miedo le hizo voltear a ver al interruptor como si quisiera impedir que una mano invisible lo pulsara aprovechando lo lejos que se encontraba. Pero entonces cayó en su consciencia que también había pulsado el interruptor del ventilador del techo, y esa realización le hizo ponerse de pie y acercarse a él. Deseó con todas sus fuerzas que su teoría fuera cierta, además sintió que la presencia de la luz le daría apoyo emocional y atenuaría cualquier impresión fuerte. Pulsó el interruptor y esperó a que el ventilador se pusiera en marcha hasta su velocidad límite. Sostuvo la respiración. Entonces se escuchó un rechinido metálico, oxidado y suave como el chillido de un ratón, pero ahora era patético, irritante, pero tan inofensivo e inocente como su propio origen trivial.
Se llevó las manos a la cara y dio gracias a los dioses. Dio unas vueltas levantando la cabeza hacia el techo como bañándose de gracias divinas. A poco estuvo de pegar un salto, pero tuvo la suficiente autoconsciencia como para saberse en ridículo, aunque no hubiera nadie para atestiguarlo. Miró el reloj de su celular y comprobó que eran las cuatro y media; el tiempo ya estaba lo suficientemente fresco como para poder prescindir del ventilador por esa noche. Tendría que hacer algo mañana para no tener que volver a soportar el rechinido la noche siguiente, pero por ahora el sueño había vuelto a hacerse escuchar y exigía ser satisfecho. Dio un bostezo y con calma apagó la luz, dejando el ventilador apagado. La oscuridad se sentía acogedora y pacífica. Se metió en la cama y se metió plácidamente bajo la sábana. No debía tardar mucho para quedarse dormido.
***
*Chuik*
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