Un libro perfecto 4

                                                                     


Írgend examina y evalúa el libro perfecto.



Írgend abre inmediatamente el primer pdf, contempla el título en letras enormes que se impone en la primera hoja. El autor ha sido sustituido por un anónimo, coincidiendo con la costumbre de la época en la que los textos escritos raramente se firmaban a menos que los kényi[13] hubieran reconocido al autor como digno de ser recordado en sí mismo, y no como un colectivo; firmar con el nombre antes de eso era considerado un acto de arrogancia[14]. Írgend sale de este pensamiento, una pequeña excusa que su cerebro había ideado para que la emoción no le hiciera bajar directamente hacia el texto, pues era un hecho que la emoción puede contaminar, positiva o negativamente, el efecto inicial de la primera lectura. La reflexión sobre el anonimato del texto le baja el pulso, y finalmente lee las primeras líneas. Lee y relee cuidadosamente las tres oraciones que abren el libro perfecto, dado que siempre es este pequeño espacio de texto el que, muchas veces, marca la diferencia entre lo efímero y lo inmortal.
Durante poco más de tres horas, recorre con los cinco sentidos las veinte páginas que conforman todo el documento, con la espalda encorvada, las manos colgándole de los lados excepto cuando tiene que cambiar la página. Apenas percibe a Yaubú cuando entra con la cena: un sencillo draóhi de pasta con carne, algunas verduras y un aderezo de aceitunas, además de un gran vaso de jugo de naranja fresco. El viejo coloca el plato en una pequeña mesa con ruedas que estaba al lado del escritorio. Írgend le agradece sin siquiera ver la comida y continúa con su lectura. Yaubú lo vuelve a dejar solo, no sin antes repetirle lo de llamarlo si algo le hiciera falta.
Írgend va terminando el segundo documento cuando siente hambre. Para entonces ya es más de media noche, su Whatsapp está lleno de mensajes que llegaron silenciosamente, y la comida ya está a temperatura ambiente. El hambre le hace dejar el documento, voltea la silla, come y bebe. Este descanso le sirve para asentar en su cerebro las impresiones que tiene del libro perfecto hasta ese momento, pero se niega a evaluar todavía, y se concentra en los aspectos más diferenciadores que ha notado. El segundo documento no es más que una ampliación del primero; había añadido siete páginas y hecho muy pocas correcciones a lo iniciado por el primer autor. ¿Qué tanta debía ser la ambición del autor por crear la historia perfecta como para apenas escribir en toda su vida el equivalente a veinte páginas en un documento Word? A lo mejor la idea se le ocurrió en una etapa muy tardía de su vida y el tiempo le ganó antes de tener una idea bien formada, pero ¿por qué el siguiente autor había añadido tan poco? Tal vez no estuvo muy interesado en el proyecto, aunque lo duda dado el esfuerzo que quedó tan evidentemente plasmado en la versión final; quizá sólo se aburrió o se quedó sin ideas; no era implausible tampoco que hubiera querido dárselo al siguiente autor o que se lo hubieran robado al poco tiempo de haber comenzado.
Sin embargo, todo ese análisis es una distracción para no comentar sobre el contenido en sí.
Ya ha acabado de comer cuando vuelve la vista al tercer documento, que espera ser leído, y su rostro está inmóvil, su energía drenada, su espíritu escéptico, y sus pulmones liberan suspiros que evidencian que su inicial emoción se ha perdido, o dormido como mínimo. Saca una USB de su bolsillo, guarda en él el mismo documento zip que había visto en la primera ventana, y tiene la intención de irse. Es entonces que revisa su celular y mira los mensajes de Zái, todos preguntando en dónde estaba y cuándo volvería, y el tono comenzó a hacerse más preocupado conforme se acercaban a la media noche. De repente ya no quiere marcharse; lo golpea un súbito cansancio que le hace temblar. Usa el comunicador de al lado de la cama para avisarle a Yaubú que pasaría ahí la noche. Se da una rápida ducha en el baño y se pone la misma ropa. El interruptor de la luz se encuentra debajo del comunicador, lo hace girar y la luz se atenúa hasta volverse oscuridad, sólo entonces se da cuenta de que, en lo alto de la pared del fondo, rozando el techo, hay una gran ventana que sirve de marco a una enorme luna. Esa ventana habría sido muy evidente para todo aquel que no tuviera los ojos tan enterrados entre páginas y símbolos, pero para Írgend había sido tan invisible como el aire. Al acostarse, la luna le quedaba de frente, la misma luna que había visto dormir a su abuelo cada vez que pernoctaba en ese extraño lugar, lleno de ambiciones que nunca verían la luz. A lo mejor por eso estaba esa ventana; después de pasar tanto tiempo intentando crear una ficción perfecta, había que dejar descansar al cerebro con un espectáculo simple, nada del otro mundo, sin intenciones, sólo la mera contemplación de un fragmento de la realidad para evitar que las ficciones se lleven nuestra cordura.
Esa noche soñó con Selá.

***

La tensión no bajo del rostro de Írgend hasta que Séker, que para ese punto ya se había quitado el abrigo a causa del calor, miró el rostro blanco de su hijo (que estaba algo confuso, pero esforzándose por corresponderse al sentimiento de impotencia de su padre), se alzó de hombros como haciendo de cómplice resignado, y volviéndose hacia él, dijo:
—No se diga más, amigo. Despídete del señor, hijo —y le dio unas palmaditas en el hombro al pequeño.
—Adiós, señor —dijo el niño, que de inmediato alzó la mirada hacia su padre.
Írgend ya había volteado medio cuerpo hacia el pasillo cuando se detuvo, y dijo:
—Una última cosa, Séker. ¿Fuiste tú el que ayudó a mi abuelo a pasar nuestro libro perfecto a formato pdf?
Séker, suspirando, puso una cara de nostalgia, similar a los que recuerdan una agradable memoria de la infancia.
—Ya estaba casi terminada cuando yo empecé a ayudarlo —dijo y suspiró—. Con ese libro aprendí a escribir a computadora.
Y no queriendo quedarse más, sobre todo por el miedo a cambiar de opinión, se despidió de ellos con un gesto de la mano y se fue. Al salir de la casa, se volvió para ver la colina que no había visto a su llegada, dentro de la cual habían construido la casa, y para su sorpresa ahí estaba, inmensa y gris, salpicada de verdor de malezas. En su cabeza volaron pensamientos que intentaban explicarse cómo había pasado por alto un detalle tan evidente, un adorno de la naturaleza de ahora en delante tan inseparable del recuerdo de su visita a aquella casa. Esperó su uber mientras sentía el usb a salvo en su bolsillo, y por un momento tuvo ganas de dar un rodeo a la colina para buscar la parte de afuera de la ventana de la sección de su abuelo. Lo hubiera hecho si el auto no hubiera llegado a recogerlo tan rápido.

***

Permitirá el lector que hagamos un salto de varios meses en el futuro, pero es que tengo la osadía de afirmar que nada de gran interés sucedió desde el momento en el que Írgend abandonó esa casa construida en la colina hasta el momento que quiero referir. Antes de eso, sin embargo, es necesario ubicar la situación actual de nuestro protagonista.
Írgend había regresado a trabajar en la Universidad de Humanidades de Nóske, como lo hacía antes de su ya narrado viaje a Útod, y a su regreso su vida estaba tal y como la había dejado, siendo la única novedad que ahora era el poseedor de un libro perfecto, que de inmediato se convirtió en el eje de la organización de su valioso tiempo. Se había propuesto que todo momento que no estuviera empleando en trabajar, dormir u otras actividades para su manutención, sería momento destinado a la lectura del libro perfecto, pues iba a leerlo en todas las versiones, de principio a fin, antes de pensar en la posibilidad de añadir, borrar o modificar una sola palabra. Para eso hizo uso de su celular, que llenó con algunos de los documentos para leerlos siempre de camino al trabajo o de regreso a casa. Creó un horario para leer de manera que sólo tuviera unas cinco horas de sueño, y constantemente imprimía algunas hojas para leerlas durante las comidas o en la bañera. Todo esto era llevado a cabo sin prisas; no dudaba en releer pasajes que le llamaran la atención hasta prácticamente sabérselos de memoria. Para algunos de los escritos más antiguos, se lamentó no contar con las versiones originales en el antiguo alfabeto danzilmarés, pues las transcripciones en físico de éstas se habían quedado en Útod y no tenían versión electrónica. Le hubiera gustado estudiar si la estética del escrito había sufrido alguna degradación al pasar de un alfabeto al otro.
Esta fue su vida por un periodo de aproximadamente un año y medio, no tanto porque el contenido del libro perfecto era excesivamente monumental en su conjunto (todas las versiones reunidas formarían una torre similar a la altura de cinco copias de La montaña Mágica), sino por la manía de Írgend de leer muy lento y releer aún más lento. La atención que le ponía a cada escrito se asemejaba a la del biólogo que explora una célula, que con sus instrumentos microscópicos la abre y la va despedazando poco a poco hasta exponer los rincones más inhóspitos de sus mitocondrias. Del mismo modo, Írgend descomponía los textos en párrafos y les daba una lectura; luego descomponía los párrafos en oraciones y los leía individualmente; las oraciones eran descompuestas en palabras y éstas recibían una nueva lectura; alguna vez llegó al extremo de descomponer las palabras en letras y examinarlas una por una, como si diera por hecho que el génesis de toda perfección literaria comenzara por aquellas semillas simbólicas, sobre las cuales se construyen los significados y se da forma a los conceptos mentales para plasmarlos fuera de la mente, y que por eso debían ser tan perfectas como la ambición del proyecto en el que se encontraban.
Todo este ejercicio no llegó a su fin ni siquiera cuando hubo leído cada palabra de todo el enorme volumen. Muchos meses estuvo postergando la fecha en la que finalmente haría planes para crear su propia versión, y la razón por la que siempre iba postergando el momento de terminar era porque, a través de toda esa travesía simbólica, no había podido impedir a su mente realizar evaluaciones apresuradas, que eventualmente esperaba hacer más justas y precisas conforme continuara leyendo. Cada vez que en su ser surgían juicios valorativos y críticas, tenía que recordarse que aún no había leído todo, y por ende aún no podía dictaminar nada. Temía el día del fin porque eso implicaría llegar al momento de hacer una valoración de los escritos. Releía para intentar salvar la estimación que sentía por ese proyecto, pero no podría andar huyendo por siempre, pues el delirio por tener que callarse sus opiniones empezaba a hacerle más daño que encerrarse en un proceso de lectura sin fin. Su opinión final sobre el libro perfecto era, más o menos, la siguiente: no es bueno.
Este es el siguiente momento que considero de interés en nuestro relato, el cual retomamos a continuación.


          

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[13] Reyes de Danzílmar.
[14] Costumbre real hasta 1898, con la destitución de Duánh Írke, el último Kény de Danzílmar.

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