Un libro perfecto 7
Írgend conversa con Selá sobre el Libro perfecto.
Selá (sentada en la mesa): ¿Cuándo vas a añadir tu parte?
La hoja en blanco: No sabe qué poner.
Selá: Mi pobre Írgend, que nunca has escrito nada de valor en tu vida, obligado a andar por el camino de la perfección. Pero es puro humo, pues ese libro, bien lo sabes, no es más que un cúmulo de imperfecciones.
Írgend perseverantemente procrastinaba el momento de sentarse a trabajar en su libro perfecto. Su impulso inicial fue más de sustracción y modificación que de adición, pero cada vez que tenía el dedo sobre las teclas sentía una súbita parálisis. Las manos quedaban suspendidas en el aire; un domo invisible asiduamente les impedía avanzar hasta el teclado; intentaba mover el cursor hasta la parte que quería modificar, pero le abandonaban las fuerzas y el cursor no se movía; sus fuerzas sólo volvían si su intención era cerrar el documento.
Selá: ¿Recuerdas el abeto del campus? Ahí me leíste tu primer cuento corto. Le llamaste La silla. Vi en tus ojos que en verdad esperabas que la parte seria me impresionara; tus ojos daban rápidos vistazos hacia mí, rodando tiernamente y volviendo a su lugar sobre el cuaderno como dos ratones que se asoman a comprobar si hay peligro, y rápidamente vuelven a su agujero al ver sus temores confirmados. Casi siempre me veías así, con esos ojos como ratones asustados; intentaba que me miraras fijamente, sin esconderte en tu madriguera; a veces fingía leer para hacerte rodar los ojos hacia mí, y los míos se abalanzaban sobre los tuyos como un águila, y te volvías a esconder, y yo me reía y tú también.
Durante los siguientes diez años, el Libro Perfecto permaneció detenido en el tiempo. Írgend comenzó a tomarse más en serio su trabajo en la universidad, cargándose tanto de trabajo que sus colegas no pudieron sino considerarlo exagerado, de adicto al trabajo y desprovisto de toda vida fuera de él. Llegó al puesto de coordinador de maestros al mismo tiempo que fungía como profesor de cuatro materias, mientras también asesoraba tesis y escribía artículos para revistas y periódicos casi a diario. Nadie pensaba que esa insana obsesión por el trabajo era para escapar, por el tiempo que su juventud se lo permitiese, de aquel agobiante proyecto literario que le aguardaba en su casa igual que un monstruo que espera pacientemente su regreso antes de devorarlo.
Selá: Bajaste del metro en la noche, tambaleándote de sueño, y parecías un alma en pena cuyo cuerpo se hubiera quedado en el camarote. Aún huelo la hierba mojada por la llovizna de hacía unas horas; flotaban en el aire fresco esporas de flores llevadas por el viento hasta mi cabello y ropa. Esas noches de húmedo frescor, con una pizca de viento frío y olor a hierbas, las odiabas porque te hacían sentir mal de la garganta. Nunca fuiste un modelo de salud en ese aspecto; no podías ni humedecerte la ropa con el más leve rocío o permanecías disfónico por cuatro días. Escribiste algo en tu trayecto, me lo mostraste, y mientras caminábamos fuera de la estación, leí esa pequeña línea: Era una calavera, oculta en una cueva, esperando que su cuerpo entrara a recogerla, y desde entonces cada vez le íbamos añadiendo calaveras y creamos una cancioncilla, sólo nuestra: Eran dos calaveras, ocultas en dos cuevas, esperando que sus cuerpos entraran a recogerlas; eran tres calaveras, ocultas en tres cuevas, esperando que sus cuerpos entraran a recogerlas… ad infinitum.
A veces tenía la impresión de que las cosas estaban diferentes en su casa cuando regresaba después de no haber dormido ahí por días. Su casa adquiría un aire sombrío, propio de las casas que se saben abandonadas y pierden la vida por falta de habitantes. Una silla en otra posición, una ventana que estaba abierta, un ventilador que se había quedado encendido; todo eso producía en Írgend un estremecimiento de inseguridad, aunque no eran más que deslices de su memoria y descuidos desde su última estadía. Lo único que permanecía inamovible era el Libro Perfecto; las copias impresas a salvo en sus cajas en el armario. Cada vez que lo abría para asegurarse de que estuvieran ahí, le daba la impresión de que las hojas, como animalitos que han pasado mucho tiempo encerrados, abrían los ojos y bostezaban del cansancio producto del sedentarismo, y piden con la mirada ser libres y que jueguen con ellos; Írgend cerraba la puerta del armario casi de inmediato, sintiéndose cruel y asustado.
La versión electrónica del Libro Perfecto también era constantemente revisada; no porque se dispusiera a trabajar en ella (pues apenas volvía algunas noches casi sólo para dormir e irse a primera hora) sino sólo para asegurarse de que aún estuviera ahí, como el que a regañadientes vigila el sueño de un bebé cuyos llantos no soporta. Surgió en él la macabra esperanza de que la computadora se estropeara por falta de uso y los datos quedaran irrecuperables, de que la memoria USB donde también yacía el Libro Perfecto se perdiera o se rompiera, y de que una invasión de ratones royeran hasta la última hoja de las copias ocultas en el armario. En seguida se arrepintió de tales pensamientos y le sobrevino el miedo de que todo aquello se cumpliera, por lo que realizó varias copias de seguridad del Libro Perfecto en varios USB, que después guardó en varias partes de la casa, en su oficina de la universidad, y una que siempre llevaba consigo en su portafolios, pues para este punto, lejos de sentir al libro perfecto como un hijo indeseable del qué alejarse, su temor ahora era perderlo. Así pues, si no lo iba a ayudar a crecer, al menos no lo dejaría morir.
Selá: Hay cosas que es mejor no contar, como la vez que nos conocimos. Hay cosas que vale más contar a medias, como cuando comenzaste a agradarme: había perdido mi Lobo Estepario, casi lloraba por no poder encontrarlo, entonces tocaste a la puerta de mi dormitorio y ahí lo tenías, encontrado perdido en la biblioteca de la universidad, me dijiste; leíste mi nombre en la parte de atrás de la cubierta y fuiste a devolvérmelo. Te di las gracias y te fuiste, luego lo abrí pero el marca páginas estaba en un lugar muy diferente. ¿Habías leído algo y lo pusiste ahí por accidente, se te cayó y se perdió la página e intentaste hallarla de nuevo, o la colocaste de manera aleatoria? Quería saber.
Hay cosas que es recomendable contar de manera más detallada, como la primera vez que yo te presenté un escrito mío, un cuentito de nada llamado Una promesa, y nunca te había visto leer nada con tanto empeño, con tanto interés e incluso, si es la palabra correcta, terror; no un terror por el contenido, sino el terror por estar leyendo por primera vez un cúmulo de decisiones que, pretendía, mostraban fragmento de mi alma, y luego no ser capaz de decir nada, de no saber formular una opinión, de que la intimidación que te causaba te quitara la capacidad para el razonamiento crítico. No quería tu elogio; quería tu reacción al final, y tu cara de confusión me dejó satisfecha. Preguntaste muchas cosas que no entendías, por qué había decidido hacer tal o tal cosa, y en un punto te lo tomaste tan en serio que en verdad llegué a sentir que no había sido un buen trabajo, y que había fracasado en mi objetivo de crear una historia impactante. Algo de esos sentimientos se filtró por mi cara y ya no pude sonreír como antes. Te callaste de pronto al verme así, y esta vez sí tuviste auténtico miedo en tu rostro. Ese miedo fue tan lindo que me hizo reír un poco, y pasaste de asustado a perplejo, un poco ofendido. Te levantaste para irte, avergonzado y quizás algo humillado, pero te detuve y te obligué a sentarte e nuevo. Entonces sólo hubo silencio, mi mano seguía sujetando la tuya como una cadena, intentaste zafarte, pero yo agarré con más fuerza y me reí, diste un tirón, pero yo resistí, hiciste fuerza lentamente para liberar tu mano, pero yo no la dejé. Entonces, aprovechando que me distraía riéndome con la boca cerrada, juntaste tus labios con los míos: un empuje y un roce muy superficiales, como se besan los pájaros, con la sequedad y la rapidez de un accidente, pero bastó para derrotar mi agarre; te liberaste y te fuiste. Yo, con mi sonrisa idiota, sentada en la cama…
El concepto de podredumbre abarca el concepto de lo inmóvil. Lo que no se mueve se pudre: el agua al estancarse se muere y no puede albergar más que horrorosas bacterias que enferman con su aire ponzoñoso a toda forma de vida superior. Toda grandeza que se precie huye de la podredumbre que causa el estancamiento. ¡Sí, hasta las ideas inmóviles se pudren! Un día notó Írgend un olor a muerte en su casa, su nariz de pronto se volvió como una mano que sentía la textura del pelaje viscoso de una rata muerta. ¿Dónde estaba? Revolvió todos los lugares buscando la fuente del olor, pero éste ya se había hecho uno con los muebles y las paredes; toda la casa se contagiaba de la podredumbre, moría por dentro y aceptaba resignada su destino dejándose impregnar por el olor de la rata muerta. Finalmente la encontró en el armario donde guardaba las copias del Libro Perfecto. A un lado de la caja con las copias en su interior, estaba la rata llena de gusanos y derramando líquidos detestables. Írgend tuvo que ir corriendo a vomitar al baño y no salió hasta que su olfato comenzó a perder algo de su escaso poder. Cuando logró deshacerse del cadáver de la rata, revisó la caja: estaba íntegra, ¿qué extraño?, una rata con hambre bien hubiera podido roer el cartón de la caja y darse un banquete de hojas, pero lo intacto de la obra era indicio de que había muerto por alguna otra causa, quizás una enfermedad o la vejez. Abrió la caja y sacó las copias del Libro Perfecto: no olían, ni una sola de las hojas estaba impregnada con el olor a muerte al que el resto de la casa se había resignado, y no había manera de que esa simple caja de cartón hubiera sido suficiente para hacer frente a las emanaciones de la rata si éstas habían viajado hasta las cortinas del baño, que había estado con la puerta cerrada. Aún había vida en las hojas. Los ojos se le humedecieron: el Libro Perfecto se había salvado de la podredumbre, mas su estancamiento aún era un peligro para la salud del libro. Desgraciadamente su bienestar estaba en sus manos, que ya no eran tan jóvenes ni ágiles, ni sus ojos tan vivos, ni su mente tan despejada ni llena de la misma creatividad que alguna vez creyó tener.
Selá: Siento haber tenido que dejarte así, Írgend, pero la naturaleza no perdona; nadie le gana en crueldad a la naturaleza y nadie tiene aún el poder de vencerla. Yo incluida. No te diré que no me llores; yo lloraría igual por ti, lloraría más, hasta que se me acabara el agua y la sangre. Mis manos ya no pueden agarrar tu cabeza y ponerla en mi pecho, mi voz ya no puede llegar a tus oídos, pero quizá mi esencia pueda, de algún modo, hacerse perceptible para tu piel. ¿Será tu imaginación?, tu entristecido cerebro es ahora susceptible a la superstición. No me importa, Írgend, que no creas ya en mi existencia; después de todo, si piensas así, se debe en gran parte a mí.
Ahora te veo batallar con tu Libro Perfecto. Qué tierno por quererme hacer parte de él, pero qué mal que no puedas pasar de las intenciones. ¿Sabes?, dices mi nombre a veces por las noches; en tus sueños me pides consejo, me preguntas qué debes hacer con el Libro Perfecto, qué deberías cambiar, agregar o eliminar. En sueños te doy ideas; te digo cómo, a criterio mío, mejorarías el Libro Perfecto. Largos sueños me pasé detallándote cómo lo habría escrito todo yo con la esperanza de que lograras plasmar todo eso al despertar. Pero la desilusión llega con el amanecer; nunca recuerdas nada de lo que te aconsejo, la memoria de tus sueños es borrada por la luz cuando entra por tus ojos. Comprendí que tal vez era una señal de que el Libro Perfecto no acepta intrusos; yo no soy su dueña; tú lo eres. Por más que acudas a mí, el Libro Perfecto es proyecto tuyo; no puedo ser la autora en tu lugar.
No te preocupes, querido Írgend, no estaré decepcionada de ti si es una carga muy pesada para tus hombros. Nunca te dejaré.
Al crear una ficción, una de las cosas que debe tener en mente el autor es el público al que va dirigido. Pero, si lo que escribes es un libro que nunca debe ser publicado, ¿qué tipo de público se debe tener en mente?, ¿es el Libro Perfecto literatura para fantasmas, para demonios o para seres de otros mundos?
Selá: No sé de otros mundos, pero en el que estoy ya a nadie le importa sentirse identificado con las ficciones de tu mundo.
El principio, el desarrollo y el final de una historia no son más que meras comodidades para que el lector acostumbrado al orden no se sienta perdido, pero la realidad nunca cumple este sistema, sino que cada paso de su historia se estructura de ahora, ahora y ahora; el pasado es la ficción madre de la realidad presente, el presente es la ficción del pasado y el futuro es la ficción hacia dónde vamos. ¡Ah!, si nos tomáramos más en serio a las ficciones, quizás hace ya mucho tiempo habríamos comprendido que no podemos escapar de ellas, sino que ellas son nuestro porvenir. Pero un libro que no está destinado a ningún lector ¿qué porvenir tiene?, ¿el porvenir de la ficción por la ficción misma, el porvenir del olvido, el porvenir de otra cosa?
Selá: ¿Para qué vivir sino por la vida misma? La muerte es vista como continuación de la vida. ¿Se le puede llamar continuación de la vida a un estado que es en esencia estancamiento, como si después del camino sólo hubiera un gran campo del que uno nunca saldrá?
¿Cuántas veces no hemos criticado a las ficciones por sus incongruencias, sus inconsistencias y sus absurdeces; de que los personajes no actúan en relación a lo que dicen ser, que sean odiosos, aburridos, contradictorios y fastidiosos; que la historia no va a ningún lugar, que está llena de relleno que dura la mitad del libro, que no aporta nada de sustancia y que es predecible? ¿He descrito a las malas ficciones o acaso he descrito a la vida real?
Selá: Qué desgracia que seamos más severos al juzgar a las ficciones que a la realidad, como si ésta última tuviera un permiso especial sólo por ser real.
Si lo más importante en una ficción es, al fin y al cabo, crear un vínculo emocional entre la obra y el lector, entonces ¿qué se debe esperar de un libro que no se supone que nadie más lea? ¿Con quién va el autor del Libro Perfecto a crear este vínculo emocional tan indispensable de las ficciones (aunque no necesariamente de las buenas ficciones)?
Selá: ¿Por qué los autores de ficciones aún se toman tan en serio lo de buscar la vinculación con el lector? ¿No se dan cuenta de que ese vínculo esclaviza a las ficciones y las restringe?
Si toda gran obra debe crear oportunidades para el debate intelectual, para confrontar a los lectores y retar su perspectiva del universo y la vida humana, entonces ¿a quién va a confrontar y retar un libro que nadie va a leer? Esta respuesta sí la sé: ¡a su propio autor y a su conciencia! Pero ¿a quién le sirve o qué tiene de interesante alguien que sólo se confronta a sí mismo? Alguien por ahí dirá que sí tiene interés, pero ¡qué optimistas son!
Selá: ¿Deben acaso las ficciones tener alguna obligación impuesta? ¿Por qué nos empeñamos en decir que una ficción tiene que servir de algo?
Hay libros cuyo comienzo es señal inmediata de la grandeza de la obra. Asimismo, el comienzo de todo libro es la sección que más se debe cuidar, la que más hay que corregir y la última en ser plenamente terminada. Entonces ¿cómo debe comenzar un Libro Perfecto? ¿Es razonable esperar que la perfección quede plasmada al principio de la obra en un libro que nunca debe terminar de escribirse?
Selá: Yo nunca juzgué una ficción por su comienzo.
¿Dónde está la “perfección” de un Libro Perfecto sino en su simple anhelo de inmortalidad? Todo ser imperfecto que viva eternamente alcanzará un mayor grado de perfección que los seres de grandeza que tuvieron un inicio y un final.
Selá: Yo soy la prueba de que la vida es un proceso horrorosamente interminable, ¿estoy en camino a la perfección acaso?
¿Qué tal si lo que consideramos inmortal en realidad está ya moribundo, y que lo verdaderamente inmortal es aquello de cuya existencia no nos damos cuenta? ¿La perfección requiere estar rodeada de seres que no la perciban?
Selá: Los que creen en dioses asumen su perfección apelando a la perfección de sus obras. ¿Es acaso la obra de un dios perfecta por definición, o eso no es más que una excusa para intentar defender la perfección de dicho dios?
¿Es razonable pretender crear perfección usando palabras, las cuales por definición son las cosas más imperfectas alguna vez concebidas?
Selá: La imagen también engaña, así como el sonido, el olor, el gusto o la sensación. ¿Cómo podría un ser imperfecto pretender hacer que algo es perfecto si el filtro de su percepción es lo menos perfecto que hay?
¿Hasta qué punto es el dibujo superior a la palabra? Coloquialmente se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero nadie ha hecho realmente la prueba, quizá por temor a descubrir que no es verdad.
Selá: Probablemente descubran que no lo es.
Tal vez sea verdad que hay que escribir menos y dibujar más.
Selá: Mejor es dejar de crear y empezar a contemplar.
¿Cómo crear una historia que diga algo nuevo sobre el universo humano, y que luego ningún humano pueda leer?
Selá: No la escribas para el humano, escríbela para el universo.
¿Puede una ficción muy buena ser aburrida y seguir siendo muy buena?
Selá: Muchas de las grandes ficciones son aburridas.
¿Puede una ficción no tan buena ser muy emocionante y seguir sin ser tan buena?
Selá: Muchas de las ficciones más emocionantes no son tan buenas.
¿Merece una ficción que emociona, pero no explora lo desconocido de la realidad humana (o más allá), ser llamada una obra maestra?
Selá: Nada merece ser llamado una obra maestra. Todo lo que haga el ser humano necesariamente estará limitado al ser humano.
¿Merece una ficción que explore lo desconocido de la realidad humana (o más allá), pero que no emociona, ser llamada una obra maestra?
Selá: Ídem.
¿Qué es una obra maestra?
Selá: Algo objetivamente imperfecto que todos sientan subjetivamente perfecto.
¿Para qué crear entonces?
Selá: Para no destruir.
¿Dónde crear?
Selá: Aquí a mi lado.
¿Cuándo?
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