La realidad de Yáke y Sínke 3: Gloriantur et letantur

 


Los gemelos se reencuentran con Kúsat. Los jínnyi visitan la casa de los gemelos tras decidir que debían conocerlos mejor.


9

“Si desde la cima de la montaña puedes ver el mar, has escalado la montaña correcta”[1]

Han pasado meses desde que ingresamos a ese instituto. Por voluntad propia me he mantenido alejado de todos y no hay manera de que mi hermano me haga convivir con esos seres. Me miran con lástima y temor a lo lejos, y voltean hacia otro lado cuando me doy cuenta; otros son más curiosos y tratan de hablarme, pero su curiosidad pronto es convertida en fastidio cuando solamente me alejo sin más. Planeaba sobrevivir así durante esa época.

De improvisto llegó Kúsat un día a nuestra casa. Mi hermano lo recibió con teatral y ridícula energía. Nos avisó que el maestro Gyéo le había sugerido venir a hacernos compañía en la preparatoria. Desde entonces vive con nosotros.
Es la única persona de todo el instituto con el que acepté romper mis solitarios descansos para juntarnos los tres cómodamente a recordar y platicar. Nos veían todos como el grupo más raro, incluso más que el de esos otros chicos que tenían un jínnliù, de los que no quiero ni acordarme. Kúsat, pese a ser de nuestra edad, era mucho más alto que nosotros, ancho de hombros y de brazos musculosos, su cabello cortado casi al ras de su cuero cabelludo también contrastaba con lo largo del nuestro; sus ojos eran simplemente negros. Él es el único nexo que enlaza mis actividades con las de mi hermano, y el único con el cual me siento cómodo. Mi hermano tenía la costumbre de llamarlo primo pese a no estar emparentados. Kúsat se tomaba la molestia de persuadir a mi hermano en algunas de sus ocurrencias especialmente absurdas, como cuando se le ocurrió que jaqueáramos las calificaciones de los parciales solamente para ver cómo se reaccionaba. Lo convenció de abandonar tal idea proponiéndole pensar mejor en un experimento que no involucrara las calificaciones, que sería más divertido jugar con la psicología de los estudiantes. Lo que mi hermano hizo después tuvo tanto escándalo como si hubiera llevado a cabo su idea inicial, pero eso no importa.
Un día Kúsat apareció de un humor más animado que de costumbre. De manera muy casual nos propuso que subiéramos a la azotea, trepáramos la reja de seguridad, y nos lanzáramos al vacío como clavadistas directamente hacia el suelo. Le entusiasmó a mi hermano la idea, pero yo me negué; fuertemente expresé que era una imprudencia, no porque nos fuéramos a hacer daño, sino porque aquella acción podría ser vista por alguien. Era obvio cuál sería la reacción de cualquiera al ver a tres personas lanzándose de cabeza desde un edificio de más de veinte metros, incluyendo la alta reja, y salir ilesos. Sería mucho más escandaloso que si saliéramos heridos o muertos. Kúsat prometió que lo harían después de clases, asegurándose de que no hubiera nadie que los viera. Seguí insistiendo que eso era confiar demasiado en la suerte, pero simplemente no les importó. Llegado el momento, cuando la escuela estaba casi vacía, se dirigieron hacia la azotea y encararon la zona trasera del edificio, donde había un enorme jardín de árboles en el cual sobresalía un enorme naranjo. Treparon la reja, se pararon sobre el tubo de metal, y acordaron caer directamente sobre el naranjo, asegurándose de golpearse con todas las ramas que pudieran. Mi hermano me retó a unirme a ellos; apeló a mi miedo, imitando los modos de los seres de esta realidad. Al final accedí, pues debo admitir que verlo dudar de mi resistencia fue como tener una aguja enterrada en el cráneo. Kúsat estaba en medio de ambos, y a la cuenta de cuatro nos precipitamos de cabeza hacia el árbol. La sensación de caer afloró recuerdos de cuando el maestro Gyéo nos hacía saltar por acantilados mucho más elevados que ese edificio, y de nuestros huesos rotos, cuyo número iba decreciendo con cada intento. “Huesos y carne, permanezcan unidos, fuertes, la gravedad no debe ser su enemiga, sino que sobre ella deben proclamar victoria”. Caímos sobre el árbol, los tres de cabeza. Se oyeron nuestros cuerpos chocando, ropas desgarrándose, ramas desquebrajándose, pájaros volando asustados por nuestra carrera entre el follaje hasta el suelo. Una de las ramas detuvo mi caída por unos segundos antes de romperse, por lo que fui el último en tocar el suelo. Reían mi hermano y Kúsat; este último con una pequeña herida sangrante en la mejilla. Propuso mi hermano, como un niño, que lo hiciéramos otra vez. Pero entonces reparé en un ser que temblaba contemplándonos con ojos aterrados; su rostro era como el de un infante; sus titubeos, articulaciones guturales; y sus pupilas, platos de opaca blancura.

***

Ecce gratum, hermano,
Ecce gratum,
et optatum
ver reducit gaudia

En corazón la mano, brazo levantado apuntando al sol. ¡Ah! Primavera. La época en la que todo renace, listo uno para aparearse, aunque sólo sea en consuelo por el fin del ¿agradable? invierno danzilmarés. “¡Continúa conmigo, primo!”

purpuratum
floret pratum,
Sol serenat omnia.

Gargantas afinadas entonaron con diferentes timbres; el uno alto, gritado y sinvergüenza; el otro bajo, profundo y solemne. “Alégrate, hermano, desecha la apatía de la fachada de tu cabeza”. En alegría por en falsa realidad existir todos los seres a nuestro alrededor desean. Caminaron entre los puestos del festival. ¡Uh, carne ahumada! ¡Ay, no! Es del estilo sureño; su salsa es dulce como un jugo de frutas; símbolo del renacer de la vida. Inútil es, ciertamente os digo, “¡Inútil es, os digo, estimados, cada vuelta de la tierra el resurgimiento de la vida celebrar!”, pues es como hacer fiesta por cada vez que tus pulmones de aire se llenan. Algunos ojos aterrizaron en el trío por escasos segundos antes de regresar a sus tareas en aquella entusiasta festividad de primavera. “No importa. Hermano y primo, entonemos pues las bellezas de las lenguas antiguas”.

Iam iam cedant tristia!
Estas redit,
nunc recedit
Hyemis sevitia.

***

Trazo a trazo las figuras en la tela fueron tomando forma a lo largo de varias semanas. Se encerraba Yáke en su habitación desde comenzadas las vacaciones de invierno y alegaba inconvincentemente que la culpa era del frío. La montaña aún necesitaba mucho trabajo, mientras que el valle que se encontraba a sus pies lo convencía cada vez más de haber acertado en la elección de su tema. Con pulso inseguro trabajaba en la cima de la montaña.
De un salto, Kúsat entró por el balcón e ingresó sin reverencia alguna.
—¿Sigues trabajando en lo mismo, Yáke?
No obtuvo respuesta sino hasta que el pincel terminó de recorrer la ladera.
—Todavía me quedan partes que arreglar.
Kúsat echó un vistazo desde el piano.
—Curioso, Yáke, que tanta atención prestes al valle mientras que la cumbre parece como si hubiera sido descuidada. ¿Tanto le temes a la cima?
—Mi metáfora interna debe verse reflejada en mi creación: se empieza desde abajo teniendo en mente la cima, luego subes poco a poco; la cima se vislumbra a lo lejos, y cuando tus cimientos son sólidos, sólo queda subir más.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer cuando llegues a la cumbre?
—Ese es el punto —dijo Yáke mientras su mano dudaba al pie de la montaña—, muchos se quedan en el valle al pie de la montaña pudiendo dirigirse hacia la cumbre, pero una vez ahí el camino se acabó y te das cuenta de que eras más feliz viviendo en el fondo del valle.
—Has pintado una bonita villa en el valle, llena de personitas que parecen estar celebrando una alegre fiesta —se aproximó a la tela—, en la ladera se ve a unas pocas personas subiendo, cada vez en menor número y más dificultosamente conforme ascienden; pero en la cumbre está solamente el pequeño y descolorado esbozo de una persona pequeñita. ¿Quién se supone que es?
—No pretendo ser yo, por si lo piensas. Es el hombre desdichado que ha alcanzado la cima y su camino ha terminado. Es desdichado porque se da cuenta de que la cima es un lugar solitario y frío, y es cuestión de tiempo para que se rinda y decida descender hasta la calidez del valle.
—Tienes mucho trabajo si es que quieres que ese pequeño dibujito exprese tanto.
—Sabes que eres de las pocas personas cuya compañía no me molesta, pero en verdad ahora quisiera terminar esto solo.
—Como quieras —caminó hacia el balcón. Pasó los dedos suavemente por las teclas del piano sin hacerlas sonar, y luego preguntó—: ¿cómo se va a llamar tu pintura?
—No lo tendrá —contestó Yáke tras unos segundos.


10

La mañana del domingo, el molesto sonido del celular interrumpió a Séntsa mientras leía calmadamente un libro a la suave luz del sol en su balcón. Era Yúska, que pedía una reunión de emergencia con los demás de manera muy exagerada, pero que no le avisara a los gemelos. Ese extraño comportamiento por parte de Yúska la tomó por sorpresa, y acató inmediatamente a su petición tras cerrar con fuerza el libro.
Entre las dos llamaron a los otros tres, pero Hínta había sido castigada por haber llegado tan tarde el día anterior y no se le permitía salir.
—No importa —le contestó Yúska—, nosotros iremos a tu casa entonces.
A pesar de su estricto temperamento, el padre de Hínta permitió la visita al tratarse de sus jínnyi, y les dejó que se reunieran en el dojo para conversar.
Debido a lo inesperado del aviso, y a la seriedad exagerada con la que fue comunicado, se originó un sentimiento de curiosidad e inquietud que se contagió a todos los presentes. El rostro de Yúska estaba sumamente concentrado y sereno, con los ojos ceremoniosamente cerrados, como si fuera la primera vez en su vida que tuviera algo serio que decir y no sólo otra de sus ideas disparatadas provocadas por su sangre azucarada. Tuvieron la esperanza de que finalmente se hubiera dado cuenta de que el unir a los gemelos al jínnliù había sido una tontería.
Yúska les compartió, citando con la exactitud de una grabación, las cosas que Yáke le había contado la noche anterior junto a la cascada del parque, y mientras lo hacía, Hínta se daba cuenta de que sus palabras tenían semejanza con las que Sínke le había dicho junto al lago.
—Sólo me suena a un chico con problemas emocionales —contestó Séntsa, cruzándose de brazos—, todos sabemos que es un antisocial, no me sorprende que tenga esas ideas.
—Pero ¿no te parece demasiado extraño? —preguntó Yúska— Dice que no se siente como parte de este mundo o esta realidad.
—Bueno, muchos jóvenes con problemas podrían sentirse así —interrumpió Kányu—, yo digo que quizá sólo necesite un psicólogo.
—Pero, ¿y si es verdad? —continuó Yúska— Él me dijo que no sentía que la gente fuera real, que se sentía como si viviera en un mundo irreal, que el mundo a su alrededor era como…
—…una caricatura de la vida —le robó Hínta las palabras de la boca.
Emocionada, Yúska se acercó a Hínta y le preguntó con entusiasmo cómo lo sabía.
—Sínke me dijo casi lo mismo ayer —contestó zafándose nerviosamente, y refirió la aventura que había vivido con Sínke.
Poco vale la pena recordar los detalles que siguieron a esa revelación, salvo por la indiferencia de Yúska por haber sido espiada, la decepción y confusión de Séntsa y Áte, y la optimista y cobarde posición de Kányu que no ayudó en nada.

***

Yáke apretó el paso. ¿Por qué tuve que hacer todo eso? De nuevo ese maldito gato sobre el muro. Lo extravagante, lo poco común, la exageración por lo nuevo. No debí haberlo hecho. Se frotó la cara con la mano. ¿Por qué creí que hablarle iba a darle motivos para alejarla? ¿No es de ese modo como todos deberían actuar? Si escuchas a alguien hablar así, no le crees y sólo te quedas sorprendido. No es real, no es verosímil. ¡Vaya! ¿Desde cuándo la realidad ha sido verosímil como para quejarme por eso ahora? Esto no debería sorprenderme. Y no. No lo hace. Sólo me fastidia. ¿De qué me sirve quejarme? Elegí lo que elegí, ya no puedo dar marcha atrás. O sí podría, ¿pero por qué no lo haré? ¿Por qué tan rápido? ¿Por qué tan de repente? Cedí demasiado rápido. Debería dejarlo todo de una vez. No voy a darle la oportunidad. Ahí está ella. Me mira con esa sonrisa y esos enormes ojos y cabello azul que me hacen tener náuseas por lo irreales que son.
—¡Qué tal, Yáke! —exclamó Íma tiernamente al verlo; sus largos cabellos del color del mar profundo fueron soplados por el aire cuando ladeó la cabeza para sonreír.
Yáke respondió con el mismo saludo en voz baja, agachando la cabeza igual que un perro.

***

Comenzará otra semana normal en el instituto Ítuyu. Los días pasarán, se darán las clases, los jóvenes aprenderán, leerán, escribirán y se aburrirán. Ustedes, los ahora siete jínnyi, continuarán almorzando juntos bajo la sombra de las mismas palmeras como la semana anterior. Y casi todo seguirá igual con ustedes, gemelos. Yáke, continuarás llevando un nuevo libro para leer todos los días y no hablarás excepto cuando te pregunten algo, y tus respuestas serán siempre vagas y desganadas.
—Así que estás leyendo El Quijote —observarás, Séntsa, el jueves, intentando abrir comunicación con él.
—Es la quinta vez que lo leo este año —contestarás, Yáke, antes de volver a tu silencio.
—Mi personaje favorito es Sancho Panza —dirás alegremente tú, Kányu—, aunque siempre me pregunté cómo un campesino analfabeto era capaz de hablar con un estilo tan estético y ordenado… ¿o será que todos hablaban así en ese tiempo?[2] —te llevarás el índice a la barbilla y pensarás en eso profundamente.
—No te rompas tanto la cabeza —bromearás, Yúska—, sólo es una obra de ficción, no tiene que representar fielmente la realidad… —te interrumpirás de repente y mirarás a Yáke, intranquila —No quise decirlo de ese modo —dirás con un exagerado ademán con las manos.
Yáke, sólo pasarás la hoja silenciosamente, y Yúska, le sonreirás como pidiéndole disculpas.
—Hablando de ficción —hablarás, Sínke, como si recitaras un poema melancólico—, ¿no os parecen, jínnyi, vívidas las flores y vívidos los árboles que el jardín adornan este día?

***

A lo largo de toda la semana, los gemelos notaron una actitud extrañamente más abierta hacia ellos por parte de sus jínnyi; aunque no por eso fue una semana muy diferente a la anterior. Intentaron llevarle la conversación a Sínke por más tiempo y se animaron a hablarle directamente a Yáke, aunque fuera con mucho recelo y obvia desconfianza. Yúska seguía acompañando a Yáke hasta la panadería de la calle hyú, arrastrando su bicicleta junto a ella y hablándole como siempre, como si no recordara nada de lo ocurrido el sábado.
—Por cierto, Yáke —dijo de repente al llegar a su punto de separación—, este sábado pensamos en ir todos a su casa —sonrió con entusiasmo.
—Como quieran —contestó Yáke y siguió su camino.

***

Sínke se empeñó desde el lunes en llevar a Hínta a su casa corriendo con ella sobre sus hombros, a manera de inusual transporte humano.
—Vamos, no tienes que tener miedo —le dijo con confianza, mientras tranquilamente se inclinaba hasta el suelo ante ella para que se sentara en sus hombros—, parecías divertirte mucho el sábado, y ya te dije que si te caes me romperé una mano con un martillo.
Con mucha cautela Hínta se subió sobre sus hombros, y el incansable gemelo, levantándose de un rápido salto, voló sobre las calles y esquinas a enormes zancadas.
Cada día de esa semana Hínta llegaba a su casa con el corazón acelerado, la cara roja, el cabello despeinado y el espíritu agitado, pero en algún momento del salvaje paseo la adrenalina lograba invadir su sistema, haciéndole sentir un pequeño placer para ella misterioso, intensificado por el aire que chocaba contra su cara. El gemelo lanzaba gloriosos aspavientos al cruzar de un salto las calles, dando a veces alguna voltereta sobre los autos. Una tímida sonrisa divertida luchaba contra el miedo que había en el rostro de Hínta. Sínke se despedía de ella tan rápidamente como llegaban y se alejaba corriendo hasta desaparecer por la esquina. Hínta caía rendida sobre su cama.

***

Pares esse Paridis. Ah!


11

—Cuéntame qué sucedió ese día.
—El sábado por la tarde, los cinco jínnyi se reunieron en frente de la mansión de los gemelos. La vivienda en cuestión se encontraba en una tranquila colonia de ricos relativamente cerca del instituto Ítuyu, no muy lejos de donde solían separar sus caminos Yáke y Yúska. Había una enorme reja semioxidada en el frente, y el terreno estaba todo rodeado por un muro de concreto un poco ruinoso. En un principio se sorprendieron de ver que la mansión no era tan grande como esperaban; era de esas mansiones cuyas áreas verdes circundantes, llenas de árboles, ocupaban mucho más terreno que la casa en sí, pareciendo ésta más una caja blanca en medio de un parque. Pese a su relativa pequeñez, la casa era todavía bastante grande y con el aspecto de ser la típica casa de ricos, de dos pisos, ancha y con dos grandes balcones visibles desde la reja, bastante separados entre ellos, y debajo de éstos, una entrada muy cuadrada con dos puertas de madera; parecía una cara boquiabierta con ojos pasmados. Para llegar a la mansión desde la reja había cruzar un pequeño bosque por un camino de piedritas.
—Así que estos gemelos son ricos también—dijo Áte, con un resoplido.
—Pero no es tan grande como la de Séntsa —Hínta rascó su sien.
—Qué raro que no nos dijeran nada —dijo Yúska apoyando una mano en la cadera—. Cuando conocí a Séntsa, lo primero que hizo fue alardear sobre su situación social.
—¡Eso no es verdad! —Séntsa le apartó la vista.
La reja se abrió lentamente, chirriando de óxido. Desde el pequeño panel que había pegado al muro salió la voz de Sínke:
—Sed bienvenidos, estimados jínnyi, a la humilde mansión de los Grámt.
Los jínnyi caminaron entonces hacia la mansión, contemplando los árboles y jugando un poco con las piedritas del camino.
Por dentro la mansión era más pequeña de lo que se veía por fuera. A los chicos les sorprendió que no hubiera alfombra, ni pinturas caras en las paredes, ni estanterías con objetos valiosos y frágiles, sino que se sentía como si la mansión hubiera sido comprada por gente que no tuviera nada que poner en ella. Incluso las sillas que había en algunos lugares eran de simple plástico. Encarando a la puerta había una gran escalera que se bifurcaba en dos caminos en el segundo piso, hacia la izquierda y derecha, y en la parte superior había una gran ventana sin cortinas que daba al enorme patio trasero, que también era un bosque, al fondo del cual se divisaba un dojo. Pero no había señal de los hermanos. Yúska gritó con voz potente que ya habían entrado, y su voz hizo eco por unos segundos en la casi vacía mansión. Entonces un pato apareció volando desde una sala que había la derecha. Era un pato mandarín de colores brillantes, y con su sonriente pico se puso enfrente de los chicos exclamando un chillón “kué”[3].
—¡Qué bonito! —exclamó Yúska mientras se agachaba y lo acariciaba en la cabeza.
Séntsa también se agachó para observarlo de cerca, con una mirada sospechosa y desaprobatoria.
—No deberían dejar a los animales entrar en la casa —dijo—, van a ensuciarlo todo y a romper cosas…las pocas que haya.
Sínke apareció un momento después por el pasillo derecho de la escalera, el pato voló hacia él y descendieron juntos. Luego de saludarlos, Yúska le preguntó por el nombre del pato.
—No me gusta ponerles nombres tontos a los animales —contestó—, así que sólo lo llamo pato.
—Muy original —murmuró Áte.
Yáke se unió a ellos en el comedor un rato después. Ahí no había más que una modesta mesa de moderada largura y unas sillas de plástico. Sínke les sirvió té, limonada y unos panecillos en unos vasos y platos de plástico de colores. Fue más evidente la extrañeza de los chicos por la austeridad que llenaba esa casa de ricos. Cuando le preguntaron a Sínke por qué no tenían vajillas, tazas de porcelana u otros utensilios que uno acostumbraría ver en tales mansiones de ricos, éste dejo caer un vaso de plástico vacío al suelo.
—¡No se rompió! —exclamó como si de un importante descubrimiento científico se tratara.
Sínke les enseñó el resto de la casa como si fuera un guía, con la misma actitud exagerada se siempre.
—Aquí es la cocina —dijo como si les enseñara la última maravilla del mundo—. Aquí se ejecuta la sagrada tradición de la preparación de alimentos. Cuenta la leyenda que si los dejas mucho tiempo fuera del refrigerador, se pudren.
En ese lugar no había más que un refrigerador de aspecto viejo, una meseta con un lavamanos, una astillada mesa de madera con un mantel rojo de plástico, una estufa y un horno de microondas, todo de segunda mano.
—Esta es el sala —la cual estaba vacía salvo por una mesa japonesa tradicional, con las patas tan cortas que uno tiene que sentarse en el suelo, y un enorme sofá americano forrado en rojo y con espacio para ocho personas—, aquí se hace lo que sea posible hacer.
En un momento del recorrido, una enorme tortuga Galápagos les salió al paso, paralizando a los invitados porque era tan grande que les llegaba al ombligo. El reptil los miró aburrido.
—Esa es la tortuga de mi hermano —dijo Sínke, acariciándola—, tranquilos, sólo muerde a veces.
Kányu se armó de valor y posó una mano sobre su cabeza, y de inmediato la tortuga se encariñó con él y se dejó acariciar.
—Sólo dile tortuga —dijo Yáke cuando Kányu le preguntó por su nombre…

***

La visita se hizo larga y aburrida. La casa no tenía nada más importante que mostrar más que parecer una casa de ricos habitada por pobres, e incluso el segundo piso no mostró nada más de interés. Sínke les dijo que sus habitaciones eran lo único que no iban a mostrarles todavía. Habló con la desconfianza e impetuosidad de alguien que oculta un tesoro valioso, lo que aumentó un poco la curiosidad de unos, y no importó en absoluto a otros.
Terminada la excursión, fueron a la sala para sentarse alrededor de la mesa, junto con los dos animales, que tomaron lugar como si fueran otras personas más. Pero el ambiente se volvía cada vez más incómodo.
—¿Por qué nunca nos dijeron que eran ricos? —interrumpió el silencio Séntsa, aunque dudó un poco al pronunciar la última palabra.
—Para nosotros no tiene mucha importancia —contestó Sínke.
—Pero es muy extraño que siendo de padres ricos vivan en una mansión que tiene menos cosas que mi casa —dijo Yúska—, ¿qué hacen sus padres, por cierto?
—La verdad es que no tenemos idea —contestó Sínke muy despreocupado—, nuestros primeros recuerdos son el haber estado en un orfanato en la ciudad de Kutuzá.
Para mi fastidio, el silencio volvió a invadir el lugar. No quisiera describir el tipo de rostro que pusieron aquellos seres ante tal repentina revelación, pero si tuviera que definir yo las expresiones que pusieron, creo que las definiría de patéticas. Evitaron por un rato el contacto visual con los gemelos, siempre como si alguna palabra estuviera a punto de salir de sus bocas, pero la lástima y el desconcierto los mantuvieron callados. Yáke no se inmutó en absoluto. Para él era como si simplemente le dijeran que el sol salía por el este como siempre.
—¿Entonces son huérfanos? —se atrevió a preguntar Áte. (¿Por eso dijo que su concepción fue enigmática?)
—En realidad, la palabra huérfano implica que los progenitores están muertos—dijo Sínke con tono impertinente—, y ya que no podemos estar seguros de esa posibilidad, no garantizo que la orfandad sea lo que defina nuestra situación. Pero si a lo que se refieren es a nuestros padres adoptivos, dirigen una gran compañía de artefactos tecnológicos. De seguro la conocen, se llama Mâre’kói…
Séntsa se sobresaltó al oír ese nombre.
—¿Eh?, ¿esa no es la empresa rival de tu padre? —dijo Yúska, dándole un codazo a Séntsa.
—Sí —dijo Séntsa desconcertada—. Esa la empresa rival de la Wrìo’Fonet.
Sínke echó el cuerpo hacia atrás y rio con la boca cerrada.
—¡Qué coincidencia! —dijo Yúska— Ahora eres jínne de los hijos del dueño de la compañía rival de tu familia.
Después de algunas malas bromas por parte de Sínke, explicaron que sus padres adoptivos se encontraban en el extranjero por razones de trabajo. Su padre, Náo Grámt, se encontraba en los Estados Unidos, mientras que su madre, Kinábi Grámt, se encontraba en China, pero les mandaban dinero continuamente.
Esa situación de que sus padres los hubieran dejado solos confundió a Séntsa, quien tenía trabajadores y sirvientes como toda hija de empresarios ricos, pero a ellos les habían dejado estar totalmente por su cuenta, lo que no supo si envidiar o lamentar.
Durante el resto de la tarde, comenzaron a indagar un poco más en la extraña vida que habían tenido los gemelos, enterándose, entre otras cosas, de que ellos no habían vivido en Shórsta hasta hacía menos de cuatro meses, justamente cuando comenzaron las vacaciones de verano, y esa modesta mansión había sido una vieja propiedad de su abuelo cuando visitaba la capital, pero después de su muerte, tras una corta enfermedad, ésta pasó a manos de su hijo, y permaneció inhabitada por haber preferido éste instalarse en Kutúza. (¿No habría sido más lógico venderla?; aunque qué bueno que no lo hicieron). Descubrieron además, no sin asombrarse de nuevo, como de costumbre, que los gemelos no habían visto a sus padres adoptivos en muchos años antes de mudarse a Shórsta. Yáke lo había dicho sin voluntad, persuadido por su hermano para que contara algo de su historia. (No me convenzan de entristecerme por eso).
—Entonces, ¿qué pasó con ustedes en todo ese tiempo? —preguntó Yúska, cada vez más entregada a su curiosidad.
Los gemelos comenzaron a hablar entre ellos en otro idioma, lo que desconcertó a los demás jínnyi (¿Qué tanto más quieres que sepan?). Por cómo se escuchaba, parecía ser alemán (Son nuestros jínnyi, tienen el derecho a saberlo), aunque luego comprobaron que estaban hablando en varios idiomas alternativamente (¡Eso es demasiado!), entre los que Séntsa, Hínta y Kányu reconocieron el francés y el mandarín (Es parte de nuestra naturaleza, no puedes negárselo a nuestros jínnyi). El tono de Yáke de repente se volvió más apresurado y enojado (ya es bastante con lo ocurrido antes), su rostro encaró con imprudencia a su hermano y se tornó severo, el otro seguía tan contento e irreverente como siempre (Aunque sea sólo un poco debemos hacerles saber). Parecía como si discutieran, y Yáke fuera el que se estuviera rehusando (No les dirás lo del agua), pero Sínke seguía intentando convencerlo (Está bien, pero al menos una parte sí debemos decirles). Una cosa que todos pudieron notar era que (¿cuál es tu urgencia por hacer esto?) regularmente Sínke decía la palabra jínnyi como si con eso fuera a ganar (Para que nuestros jínnyi estén más seguros de cómo somos nosotros). Finalmente, después de un rato, Yáke (Pues hazlo) bajó la mirada resignado y dejó de hablar (gracias, hermano).

***

El pequeño reloj de la pared marca ahora las siete y media de la tarde y la reunión social termina poco a poco. Séntsa es la primera en retirarse; sigue algo pensativa por enterarse de que los gemelos son los hijos de la compañía competidora de su padre, y reflexiona en eso durante mucho rato, tal vez para intentar no pensar en las cosas que vio, que la llenaban de incomodidad y hasta temor. Kányu y Áte se van un rato después, mostrando el primero una sonrisa un tanto forzada que dejaba ver su inquietud; el segundo estaba igual de sorprendido, aunque su turbación se veía disfrazada por el sueño.
—Estos hermanos sí que son algo más, ¿no crees? —pregunta Áte, cuando ya están en la calle.
—A mí me pareció… bastante interesante —contesta Kányu, meditativo—. Perdona, pero debo irme. Mis tíos salen hoy y debo cuidar a mi primo. Ah, por cierto, me enteré por Séntsa de que tu hermana vuelve hoy. Me la saludas —su voz es nerviosa pero afable.


12

Yúska y Hínta permanecieron un rato más en el salón con ellos, pero no supieron qué decir, quedándose en un silencio lúgubre. (Levántate y vete) Yáke se retiró de la mesa sin decir nada y se dirigió a las escaleras con la intención de subir a su habitación. (Síguelo) Yúska fue decididamente tras él, sin ser impedida por los dos jínnyi restantes. Yáke no le impidió seguirlo, dobló hacia el largo pasillo de la izquierda hasta la puerta de su cuarto, pero una vez ahí se detuvo y le dijo que ya era suficiente. Yúska le mantuvo la mirada retadora por unos segundos, decidida a no dejarse intimidar.
(Dile:)
—Vamos, déjame entrar un rato.
Yáke volvió a ver en ella la misma mirada de esa noche junto a la fuente.
—¿Qué debo hacer para que un ser como tú me deje en paz? —dijo Yáke.
(Entra) Sin esperar un segundo más, Yúska abrió la puerta y entró sin permiso.
Sus ojos se abrieron muy grandes y, con la boca semisonriente, su mirada saltó por toda la habitación, y pensó que era sin duda una habitación bastante inusual para alguien como él: alta y espaciosa como una suite; había una cama con sábanas grises sin nada más notorio que su tamaño, donde fácilmente cabrían cinco personas sin estorbarse. Había una mesa con una computadora y un escritorio con una silla y algunos libros en ella. Había a lo largo de la pared del fondo tres grandes libreros repletos de libros; en un pequeño sofá descansaba un violín. También había un bello piano vertical negro apoyado contra una de las paredes, a un lado de la cual se encontraba uno de los balcones que habían visto desde afuera.
—¡Vaya! Así que ésta es tu habitación —exclamó mientras juguetonamente se adentraba en ella y la observaba mejor.
Yáke no hizo más que entrar dejando la puerta semiabierta.
Como si se tratara de su casa, Yúska se acostó en la cama y se estiró placenteramente sobre ella; se echó encima la sábana y fingió dormir unos segundos; luego ojeó algunos libros, sujetándolos sin mucho cuidado, y vio que muchos de ellos estaban en varios idiomas que no pudo reconocer, pero aún así fingió leerlos. Se dirigió al piano y se puso a juguetear con él como si fuera la primera vez que estuviera ante uno. Yáke la vio revolotear y manosear las cosas de su habitación sin contemplaciones, y aunque sintió un poco de coraje por eso (coraje que, por cierto, no quedó reflejado en sus facciones), tomó la decisión de aguantarla por un rato más.
—¿Por qué no tocas algo en el piano? —preguntó Yúska alegremente.
—Mejor no.
—Vamos, no seas tímido —continuó mientras continuamente apretaba la tecla del sol5—, Sínke ya nos ha dicho que son muy buenos tocando música, ¿o no? Como yo no sé nada, ni sabré si te equivocas.
Tomando aire, Yáke se sentó al piano y permaneció por un momento sin saber qué tocar. Observó cómo a su lado Yúska le sonreía emocionada, y por un momento, sólo por un momento, ignoró lo mucho que no soportaba las ridículas facciones de la gente de ese mundo. Apretando entonces los dedos, miró de nuevo el piano y colocó las manos sobre las teclas. Comenzó a tocar la sonata Claro de luna de Beethoven. El contraste entre la frialdad del rostro del gemelo con aquellas notas suaves hizo sonreír a Yúska, y su inquieta personalidad menguó conforme más notas salían de los dedos del frío pianista. Éste, conforme avanzaba la sonata, se desenfriaba cada vez más, hasta llegar a parecer casi humano.

***

—En silencio, Hínta y Sínke escucharon la pequeña discusión de Yáke y Yúska en la escalera; Yáke pidiéndole que la dejara de seguir, y Yúska insistiendo tercamente en ir con él. Cuando esos hubieron desaparecido tras la habitación de Yáke, Sínke se incorporó con energía y se dirigió hacia las escaleras.
Hínta no se atrevía a mirar a Sínke; todavía sentía su pulso acelerado, producto de la impresión por lo que había hecho el gemelo con el martillo y lo demás; no quiso ni mirar el mueble roto que yacía a unos metros de ella.
—Ven un momento a mi habitación, Hínta —le propuso amablemente.
(Hazle caso)
Después de una pequeña duda ocasionada por la sorpresa, Hínta se puso de pie y dijo que era mejor que se fuera. Pero Sínke prometió que no iban a tardar mucho. Accedió entonces, sintiendo algo de ansiedad y el corazón pesado. Subieron las escaleras y fueron por el lado contrario al que los otros dos se habían ido. Se detuvieron entonces en la entrada de la habitación.
—Dijiste que no podíamos entrar aquí —dijo Hínta, intentando mantenerse tranquila.
—Eso sólo era para los demás —contestó Sínke y abrió la puerta.
(Entra sin temor)
La habitación era casi igual a la de su hermano: espaciosa, con muchos libreros, una salida a un balcón, una cama, un guardarropa de madera tallada y un piano, todo pegado a las paredes. La parte central de la habitación se mantenía despejada, y el piso relucía los dibujos romboidales de su loza.
—Como ya notarás, ésta habitación antes fue un salón de baile, a algún genio se le ocurrió ponerla aquí en el segundo piso en la dirección contraria de donde mora mi hermano.
—Así era el estilo danzilmarés durante la ocupación europea, ¿no? —dijo Hínta.
—Sí, en algunos estilos, porque en aquel tiempo había la costumbre de ofrecer grandes fiestas con muchos bailarines. Ahora es algo poco solicitado…
Se dirigió hacia su piano y jugueteó con unas teclas.
—¿Qué era lo que me querías mostrar? —preguntó Hínta, deseando terminar lo antes posible.
—No tengo idea.
Y de inmediato, Sínke comenzó a tocar en el piano el Golliwog’s Cakewalk, de Claude Debussy. Mientras las notas salían de sus dedos, el cínico pianista tarareó en voz baja la voz principal durante unos segundos hasta llegar a un estruendoso forte.
—¡Tesol;fa me re do sol do re!... —solfeó con voz potente para continuar tarareando en la siguiente parte.
(Quédate)
Hínta lo dejó terminar sin interrumpirlo, sentándose en una silla junto a una mesa en la que se encontraba una grabadora de discos compactos, la cual tenía una pista en pausa. Cuando terminó de tocar, Hínta aplaudió.
—Tocas muy bien —dijo con cierta admiración.
Sínke se levantó e hizo una reverencia exagerada. Hínta dijo entonces que ya tenía que irse, pero antes Sínke apretó un botón de la grabadora para despausar la música. El ambiente se sumergió en el forte de un alegre, suave pero enérgico vals. Sínke empezó entonces a bailar con una compañera invisible por toda el área de su habitación que estaba libre, ante la confusión de su jínne, quien no sabía si sentirse incómoda o sorprendida ante la falta de vergüenza del chico, el cual se movía tan naturalmente y con tanta facilidad y gracia, que lo único que le recordaba que aquel era en verdad Sínke era su soberbia sonrisa. El vals terminó rápido, y Sínke detuvo la grabadora antes de que sonara la siguiente pista.
—Existen miles y miles de bailes alrededor del mundo —habló con tranquilidad—, y he logrado vivir muchas de las danzas de las más diversas culturas, desde el ballet hasta el bacchu-ber, pasando por el tango argentino y la jota española, así como por varios otros tipos de bailes de salón… —cambió de nuevo a un tono más animado— y para mí una desgracia es, que para de tal ejecución deleitarme pueda, de una pareja requerir obligado me veo.
Diciendo eso, se acercó a Hínta y le ofreció la mano derecha caballerosamente…

***

Las notas de la sonata se difuminaron en el cuarto de Yáke tras el ímpetu del cuarto movimiento, quedando todo en silencio otra vez hasta que el frenético aplauso de Yúska lo rompió.
—¡Tocas muy bien! —lo felicitó revolviéndole los cabellos con rudeza.
Yáke iba a pedirle calmadamente que se fuera, cuando Yúska descubrió en un rincón una mesa con una paleta y pinceles, al lado de un soporte con un lienzo al que ya le habían dado algunas pinceladas. Rápidamente como lo vio, llegó hasta ellos con la curiosidad de una niñita.
—¿También sabes pintar?
—Así lo intento.
—¿Qué es lo que estabas pintando aquí? —Yúska intentó ver más claramente los trazos y pinceladas, que no parecían formar nada específico sobre el lienzo blanco. De hecho, aquella combinación de colores balnquecinos y formas disparejas asemejaba, con mucha imaginación, una playa de arena rojiza y mar amarillo.
—Es un proyecto fallido —contestó Yáke fríamente—, una imagen que apareció en mi mente en algún momento, pero he fallado al intentar transportarla al lienzo.
La chica tomó entonces uno de los pinceles y se volteó a él con una sonrisa brillante.
—¡Enséñame a pintar! —exclamó.
—¿Para qué? —preguntó Yáke, inmutable.
—Pues para aprender a pintar —jugueteó pintando el aire.
Yáke quiso rehusarse al principio, pero de inmediato pensó que tal vez una acuarela sería suficiente para calmar su curiosidad. Yúska se sentó frente al lienzo mientras Yáke preparaba la paleta con la pintura y un pincel de pelo de marta. Yúska se extrañó de que no quisiera usar un lienzo nuevo, a lo que Yáke le dijo que no importaba porque era una pintura fallida y no había problema en pintar sobre ella. La manera en que Yúska tomaba el pincel y lo desplazaba era como una niña de primaria con el pulso torpe. Ella, tomándoselo más como un juego, le pidió que la ayudara un poco más sujetando el pincel.
Yáke tomó aliento, y sentándose en otro taburete tras ella, colocó la paleta de colores sobre el regazo de Yúska, luego tomó suavemente su mano con el pincel mojado en pintura azul y la dirigió hacia el lienzo pintado. Al sentir eso, Yúska sintió un leve escalofrío recorriendo su espalda, y la sonrisa pícara de su rostro dio paso a una mueca nerviosa.
—La mano debe estar suave —comenzó a hablar Yáke con menos frialdad que de costumbre—, no estás sujetando una espada o un hacha, pero también debe ser firme y conciso, porque ahora la realidad la estás creando tú.
Diciendo eso, dibujaron suavemente un gran círculo azul que casi rozó los cuatro límites del lienzo. Aquella playa difícilmente reconocible fue encerrada en un marco circular de agua. Dirigía Yáke los movimientos de Yúska con delicadeza. Yúska tragó saliva, pues la voz del gemelo soplaba un aliento que le calentaba la oreja, y no pudo evitar tensar más la mano.
—Es difícil —tartamudeó Yúska al completar el círculo.
—Lo será menos cuando no tengas miedo —contestó Yáke.
De inmediato remojó el pincel en agua, y luego lo untó en la pintura roja que se encontraba en la paleta sobre el regazo de Yúska, y haciéndoselo tomar nuevamente, dibujaron otro círculo adentro del primero, con mucha más suavidad. Yáke se sentía desconcertado por esa situación, que en parte le avergonzaba e irritaba; pero por otra parte también sintió una tensión en el ambiente mientras conducía a su jínne por la tela. Le pareció percibir que se hallaban encerrados por membranas frías que contraían el espacio entorno a ellos. Pensó Yáke: “La mano que sujeto no me es real, las circunstancias que nos llevaron a esto tampoco son creíbles…” Observó luego temblor en la mano de Yúska, lo que hizo que una parte del círculo se desviara. Yáke se puso de pie y, con el rostro pálido, retrocedió varios pasos como alejándose de un fuego imaginario, pero cuyo calor lo quemaba aún. Yúska, al sentirse libre, volteó a mirarlo con la cara roja. El espacio se destensó forzosamente, como una banda elástica que regresa a su forma original luego de estirarla hasta su límite, y volvió todo a una incómoda calma.

***

Los ojos de Hínta tintinearon de miedo al ver la mano de Sínke extendiéndose como una ofrenda hacia ella, no porque tuviera miedo de él, sino porque la acción que le pedía realizar con él era para ella un desafío impensable.
—Yo… no sé bailar.
—No te preocupes, yo te enseño —dijo Sínke. Tomó su mano suavemente y la llevó al centro de la habitación.
Apretó el botón de pausa y comenzó a sonar una hermosa y dulce melodía tocada por cuerdas y un clarinete.
—¡Ah! ¡Ésta me encanta! —exclamó Sínke, y procedió a tararear con los ojos cerrados unos breves segundos de la melodía que comenzaba a sonar— Este es el famoso Júndei[4], ¿te es familiar?
—Eh… sí. Ya he visto esa película, pero no recuerdo la música —contestó Hínta.
Sínke alargó su brazo y detuvo la música. Luego, juntó su cuerpo con el de su jínne y la hizo colocarse en la posición clásica para bailar vals, con él sujetándola suavemente por la cintura, y poniendo la mano de ella en su hombro. Hínta se quedó sin aire al sentirlo tan cerca por la vergüenza de estar tan pegada a otro chico. Le pidió que la soltara, pero Sínke, con una sonrisa que radiaba confianza, le dijo que no temiera.
—Yo voy a guiarte —le murmuró.
Con la mano que tenía libre apretó el botón de nuevo y la música sonó desde el principio. Al comenzar, dieron unos pasos a la derecha para tener más espacio mientras Sínke la movía rítmicamente y con delicadeza, y entonces comenzó una extraña escena en la que Hínta seguía con torpeza los rítmicos movimientos de Sínke al son de la música mientras daban vueltas tranquilas.
—No puedo, Sínke —se quejó en el momento en que la música hacía una pequeña pausa, y continuaba con unos suaves acordes.
—Te mueves bien —murmuró Sínke.
La melodía principal de la obra, interpretada por toda la orquesta, brotó de repente con sus festivas notas, marcando el ritmo las cuerdas, la armonía los alientos y el clarinete volando de un lado al otro. Ambos comenzaron a moverse siguiendo el ritmo. Sínke siempre con los ojos cerrados, como sumido en una profunda meditación. Juntos dieron vueltas hasta el final de la frase musical. Cuando inició la siguiente frase, enfatizada por casi toda la orquesta tocando al unísono, Sínke abrió los ojos y, levantándole la mano, suavemente hizo a Hínta dar una vuelta algo torpe antes volver a sus brazos, y lo hizo tres veces más hasta que las notas los condujeron a la siguiente frase, que era un poco más calmada. Entonces, moviéndose hacia atrás, Sínke la hizo girar suavemente varias veces, tratando ella de no desviarse, luego hicieron lo mismo avanzando hacia adelante, toscamente. La música continuó con la encantadora melodía de la flauta, los oboes y los clarinetes, y los dos bailarines se juntaron de nuevo bailando con los cuerpos pegados.
—Lo estás haciendo bien, Hínta —dijo Sínke—, sigue mis pasos así.
—Ya no puedo más, Sínke —temblaba ella—, ¿podemos parar?
Sínke, deteniéndose por un momento, le sonrió con esa mirada amistosa e impaciente que la ponía roja.
—Ya viene la mejor parte —respondió emocionado.
Y al terminar de hablar, el fortissimo sonó, llenando la habitación de la jovial melodía tocada por toda la orquesta, donde la trompeta tenía ahora la voz principal junto con los violines. Con movimientos rápidos, pero delicados, recorrieron la mitad de la habitación dando unas cuantas vueltas, luego regresaron por el camino que habían recorrido dando la misma cantidad de vueltas, y terminaron la frase con un último giro de ella. La última parte la bailaron abrazados, casi sin moverse de su lugar, mientras la orquesta continuaba. Entonces sentí la tensión de la realidad, las membranas invisibles que de repente se volvieron perceptibles para Sínke. El espacio en torno a ellos se contrajo con calidez, apretujándolos suavemente uno contra el otro.
“Ésta es la realidad otra vez”, pensó Sínke.
Cuando la melodía comenzó a menguar, tocando el tema principal de nuevo, esa mística fuerza también lo hizo. Se separaron lentamente y se miraron a cierta distancia con la respiración acelerada. Conforme lo hacían, el ambiente entre ellos volvía a la normalidad. Toda aquella sensación de forzado confort volvió a la nada de donde había salido. Al tocar las últimas notas, Sínke se inclinó para hacerle la debida reverencia a su pareja de baile, y se quedó así hasta que el sonido de las notas se perdió en las paredes.

***

—También sentiste eso cuando estabas con Yúska, ¿verdad?
—Era como en esas ocasiones de hace mucho tiempo, cuando mi escepticismo de la realidad tenía la costumbre de apagarse ante lo que llegaba a impresionarme.
—¿Eso te significa algo o es insignificante?
—Absurdo.
Risas saltaron de la garganta de Sínke.
—Yo también lo sentí así.
—Esto todavía no significa tu victoria.
—Incluso si ahora declararas tu rendición, no la aceptaría. Todavía hay mucho que experimentar.



[1] Dicho popular danzilmarés.
[2] Algunos traductores danzilmareses han sido criticados por modificar sin razón el tono de algunas obras literarias.
[3] De acuerdo a una vieja tradición, el graznido de los patos libera de los sentimientos de angustia, por eso el kué se utiliza entre algunas personas como expresión para calmar a alguien enojado.
[4] Nombre dado a un vals que apareció en la película nominada al Óscar Bajo las ramas, de 1945.

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