La realidad de Yáke y Sínke 19: Infiernos
El infierno es diferente dependiendo de la realidad.
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La clausura sería en unos días, por lo que Sínke presionó a su hermano para que eligiera la última actividad del club que tendría lugar fuera de la escuela. Por aquel entonces había en Shórsta una convención de literatura, una de las más grandes y extravagantes del mundo, en la que la gente tenía la costumbre de disfrazarse de todo tipo de personajes literarios. Yáke era consciente de eso cuando propuso que debían participar.
Se encontraron con una multitud que esperaba fuera de un enorme edificio abarrotado de puestos, la mayoría vestida de los ficticios protagonistas de diversos libros, incluyendo a aquellos cuya apariencia física no era del todo explicada por los autores, por lo que tenían que ponerle algo de imaginación y actuar de manera que fueran reconocibles.
Fue Sínke vestido como Don Quijote en su traje de caballero, hecho de cartón y aluminio, incorporándo además una barba postiza y una lanza que había hecho con un palo de escoba y cartón. El resultado era bastante tosco, pero alegaba que era justificable tomando en cuenta que el propio personaje que representaba debía verse igual de ridículo. A su lado, un tímido Kányu con los cabellos teñidos de dorado, vestía un traje blanco con capa azul y una espada de plástico emulando al Principito, elección prácticamente forzada por Sínke.
“Os lo ruego, estimado príncipe planetario”, dijo Sínke, exagerando su postura caballeresca, “le suplico permitirnos, a simples lacayos de vuestra merced, el honor de escuchar de su boca las grandes y filosóficas palabras que famoso le han devenido, y que, en la posteridad, serán indispensable material de estudio para todos aquellos principiantes en el maravilloso mundo de las letras”.
Se moría Kányu de vergüenza, pero al fin terminó diciendo: “Por favor, dibújame un cordero”.
“¡Oh! ¿Pero cómo podría yo negarme ante tan tierna y reflexiva petición?”, luego garabateó Sínke en un hoja (traída exclusivamente para aquel acto) el tosco dibujo de una bolsa de papel y se la entregó diciendo: “Que no se engañe vuesa merced de lo que vuestros ojos a priori vean, puesto que en realidad no se trata de una bolsa de supermercado, sino que en el interior se hallan un cordero, dos bacalaos, tres hipopótamos, cuatro tortugas, cinco osos hormigueros, veinticuatro periquitos y treintaisiete elefantes”.
Séntsa, que había ido vestida con ropa hecha de sábanas en imitación de Penélope, se quejaba de la incomodidad de su disfraz, cuestionándose la razón por la que habría que ir a una convención literaria como si se tratara de una feria o un circo. “Viendo el panorama completo, esto es incluso peor que los que se disfrazan en las convenciones de comics”.
“¿Por qué?”, preguntó Hínta, a la imagen de Elizabeht Bennet, portando un sencillo vestido café.
“No lo sé bien”, contestó Séntsa, “pero no puedo dejar de pensar que lo es”.
El Áte vestido, según Sínke interpretaba, como Stephan Dedalus, dijo: “Hmm, creo que es porque la literatura tiene ese, como se dice, ese algo que hace que se vea… no sé, para viejos o intelectuales, pero aquí es como si fuera popular”.
“¿Qué tiene de malo que la gente quiera divertirse con la literatura?”, preguntó Hínta.
Entonces Yáke dijo:
“Que entonces la gente podría acostumbrarse a que la literatura puede ser encasillada según criterios falaces, sin ver que, muchas veces, la literatura debe aburrir”.
Los jínnyi todavía no creían que Yáke hubiera decidido teñirse el pelo de rojo sólo para representar a su personaje, y no podían dejar de mirarlo.
“¿De qué se supone que estás disfrazado?”, preguntó Hínta, mirando su gris vestimenta europea, intentando no fijarse en la pintura de su pelo.
“Pretendo representar a Antoine Roquetin”, respondió Yáke, “tengo ropa parecida a la de su tiempo y país, y el cabello rojo. La Náusea ya la he tenido aquí desde siempre”, señaló con los brazos extendidos a su alrededor.
“No te pongas ahora tan dramático”, dijo Yúska, riendo. Iba ella vestida de ropas que se pretendían árabes, representando a Sherezade. “Tomando en cuenta que esta es la actividad que tú elegiste, deberías disfrutarla”.
Cuando se abrieron las puertas, la gente comenzó a ingresar en tumulto al edificio, debiendo los jínnyi apretujarse para no ser separados como una flota a la deriva en el mar.
“¿Cómo es que hay tanta gente?”, se quejó Séntsa, temiendo que alguna mano aprovechada cayera en la tentación de rozar con ella, dado lo liviano de su ropa.
“Es el morbo, Séntsa, el morbo de la prostitución de la seriedad”, contestó Sínke.
Centenares de tiendas desperdigadas bajo los techos con ventanas ofrecían productos relacionados con la literatura: puestos con libros viejos, algunos de los cuales eran de las primeras ediciones y con las cubiertas originales, eran muy buscados por los coleccionistas que pagaban grandes sumas por un ejemplar en francés de En busca del tiempo perdido del año de su publicación con algún error de ortografía; otros ofrecían libros poco usuales, y a veces tan raros que ni siquiera tenían una traducción fuera de su idioma original. Vendedores vociferaban con altavoces las sinopsis de libros de temáticas tan extrañas, que las personas eran atraídas para escuchar con ojos incrédulos cómo alguien pudo haber escrito un libro sobre la matanza de ballenas enviándolas al sol. Se entretuvo Sínke en un puesto que vendía libros desconocidos escritos por autores muy conocidos, y salió de ahí con un par de ellos. En un minúsuclo puesto, ofrecían lo que afirmaban ser la segunda parte de La Galatea de Cervantes, la cual Sínke adquirió prontamente.
Se dividían las secciones en toda clase de clasificaciones, desde libros eróticos de temática homosexual hasta libros censurados debido a problemas políticos con los países en los que habían sido escritos. Una sección en la que se vendían los considerados peores libros de la historia también abarrotaba la atención. Y en todo ese tiempo, se sentían los jínnyi en un desconcertante mundo en el que uno de los aspectos más importantes de la cultura humana era tratado igual que los productos de un supermercado, más como curiosidad que como verdadera apreciación por dicho arte.
“Estoy seguro de que la mitad de los aquí presentes no ha leído ni se interesan realmente en esos libros cuya atención parecen robarles”, dijo Sínke, “¿Eh? ¡Mira, hermano! ¡Un concurso de leer el monólogo de Molly Bloom!”.
***
Si mal pronunciaren o muy lentamente leyeren, el turno al siguiente habrían de conceder. Leían las incontexas frases y oraciones desperdigadas a lo largo del papel lo más rápidamente posible. Mareantes palabras cumbres de la historia literaria reducidas a un simple juego pues no quieren los jóvenes más que divertirse no hay casi adultos o gente mayor aquí locuáleslógicodadalaaberracióndeestelugar aunque veo muchos estudiantes de literatura que también lo ven más todo como un juego aunque debo darles crédito a algunos que en verdad muestran interés real pero no puedo ignorar a ese que va vestido de insecto negro gigante Kakfa se está revolcando en su tumba pero los gemelos también están vestidos así eso los vuelve parte de ellos ¿verdad? aunque como símbolo sea han tomado la osadía de representar algo que es mucho mayor que ellos mejor hubiera Yáke venido como el Lobo Estepario.
La chica de ropa árabe a su lado ojeándole el serio rostro. Eh ni siquiera estando rodeado de lo que le gusta se ve feliz enverdadodiastantolafelicidad bueno yo no soy muy dada a leer pero la idea de venir me emocionó pero sobre todo porque tú la escogiste.
—Yúska —dijo Kányu—, vamos a ir a comprar algo de comer, ¿no vienes?
—¿Eh? Vayan ustedes, yo voy después.
Sonrió Kányu antes de irse. En verdad parece encontrarle la gracia a ese monólogo para quedarse escuchándolo con Yáke quisiera quedarme a ver a Sínke cuando le toque pero la verdad ya me estoy mareando.
—Veinte yáos —dijo el ojeroso vendedor de bebidas.
Séntsa pagó, entregó a Hínta su encargo y se abanicó con la mano mientras esperaban a Áte y Kányu regresar con sándwiches. Este calor casi parece que el sudor de todos se condensa en el techo como nubes amargas (lluvia ácida derriteojos).
Podían escuchar por los altavoces la voz de Sínke:
Oh me encantan las excursiones en tren o en coche con bonitos y suaves respaldos me pregunto si sacará primera por mí a lo mejor quiere hacerlo en el tren dándole una buena propina al guarda Oh supongo que siempre habrá el idiota de turno mirándonos con la boca abierta y los ojos de estúpido aquél sí que era un hombre excepcional aquel trabajador corriente que nos dejó solos en el compartimento aquel día yendo a Howth me gustaría saber de él 1 o 2 túneles quizás luego tienes que mirar por la ventanilla todo más bonito…
¿Cuál es el sentido de todas esas sin sentido? Palabras palabras palabras el mundo no necesita palabras necesita hechos pero cuando yo intenté dárselos intentando ser presidenta resultó que no eran siempre bienvenidos los hechos y eso me llevó a mi fracaso sin embargo debo reconocer que a pesar de todo ellos no me reclamaron nada ¿eh?
La teatral voz de Sínke curveaba alegremente la boca de Hínta.
—¿Qué te sucede? —preguntó Séntsa.
Sobresalto y fingida seriedad inmediata.
—Nada.
Suena divertido eso es todo claro porque parece que me he acostumbrado y qué hum está caliente este jugo tal vez se les acabó el hielo. Sorbos ruidosos de pajilla mirando el suelo, reparó de nuevo en su traje. A pesar de estar disfrazados así no estamos representando el personaje que se supone pero creo que es lógico ¿qué Odiseo se supone que está esperando Séntsa?
—No había de los que te gustaban, Séntsa —dijo Áte.
Como el sandwich de queso no tenía la carne de pollo como el letrero del puesto ofrecía, le había traído de pavo. No puede ser me preguntaron varias veces qué personaje era y se me olvidó el nombre ¿cómo era? ya lo olvidé perocomosiimportara.
La espada de cartón del pequeño príncipe se apoyó en la mesa plástica. Qué calor da este traje. Arremangó la capa para sentarse.
—¿Cuánto tiempo ha estado hablando Sínke? —preguntó Kányu y dio un sorbo a su té.
—Si no se cansa puede terminar todo el monólogo él solo —dijo Séntsa.
—¿Cuánto dura? —preguntó Áte.
—¿Crees que sé tanto de esa obra? Lo único que sé es que es larguísima, podríamos estar aquí por horas.
54
El día del ritual en el que Sínke sería sacrificado, fueron encendidos todos los fuegos azules en aquel templo rojo, lleno de grabados de los más infames demonios danzilmareses. Un templo subterráneo y cerrado como una cripta, el aire denso en los pasajes semioscuros, por los cuales marchaban solemnemente los fieles vestidos de túnicas grises sobre sus ropas comunes, entonando bajas canciones con solemnidad en un danzilmarés antiguo. Llevaban los pasillos a la enorme cámara principal, de altísimo techo oscuro, tapizada de imágenes grotescas de demonios devorando humanos. Los grandes trípodes de hierro iluminaban con fuegos azules, contrastando con el violento rojo de las paredes, y alrededor de ellos los fieles esperaban sentados en silencio, orando sangrientas plegarias en sus mentes.
Áte había sucedido a su padre cuando éste hubo muerto días atrás, feliz víctima del sacrificio al que debían someterse todos los sacerdotes que llegaran a los ocho lustros. “Ahora tú eres su guía”, le había dicho minutos antes de que el hacha cayera sobre su garganta, “depende ahora de ti que nuestra fe prospere, hijo”.
Se puso las vestimentas ceremoniales verdes de su padre, coloró su rostro con tintes anaranjados y se colgó al cuello el medallón con el símbolo del triángulo Yór, el triángulo equilátero al cual una raya roja cruza en diagonal[1].
—¿Estás preparado?
Tárka entró en la habitación de piedra, apoyada en el marco de la entrada.
—La verdad estoy algo nervioso —dijo Áte.
Tárka hizo chasquidos con la boca, y mientras sea aproximaba a él decía:
—Eso está muy mal. El sucesor del gran Zíyi Prágt, nuestro más grande líder, nervioso por su primer sacrificio.
Lo abrazó por el pecho por detrás.
—No es por el sacrificio en sí —contestó ofendido—, sino porque tal vez no tenga yo tanta presencia ni sea tan imponente en mis palabras como lo era mi padre.
—Vamos, no seas cobarde —le susurró al oído—, sé bien que cuando estés frente a ese afortunado, y cuando veas su rostro de terror y sus súplicas por vivir, saldrá el instinto natural en ti y todo lo harás tan bien como tu padre. Te conozco bien, y sé lo apasionado que observabas los sacrificios que efectuaba tu padre desde que eras niño, y nunca te vi el más mínimo remordimiento. Lo tienes en la sangre.
Áte volteó sonriéndole, y la peliverde lo besó clavándole los dientes en los labios.
***
Sínke, desde su oscuridad, escuchaba cada vez con más fuerza las impresionantes palabras del sacerdote Áte, y estas desaparecían absorbidas por las paredes casi al instante.
“… ya que de sangre y carne estamos hechos, sangre y carne hemos de devolver. Ese es el trato que nuestra diosa Lokáilora[2] ha hecho con nosotros, y no debemos sentirnos mal por ello, hermanos, sino todo lo contrario, pues es de este modo en el que nuestra tierra continúa girando, que el sol sigue iliminando, que nuestras plantas siguen creciendo y nuestra agua sigue aplacando nuestra sed. El precio a pagar es poco en relación a lo que nuestros amables dioses nos dan a cambio, y es por eso que hoy ha llegado el momento de ofrecerles nueva sangre y nueva carne, para que el siguiente mes sea de prosperidad y abundancia, la cual los dioses nos darán a nosotros, sus hijos queridos, mientras los sigamos manteniendo contentos y les permanezcamos obedientes…”
Y los gritos de regocijo se alzaron, los fieles se quitaron las capuchas para exponer sus rostros pintados de blanco con cal, y abrieron paso a los que arrastraban al sacrificio hasta el altar.
***
Contaron luego los testigos que todo se volvió confuso en ese momento.
La joven Déla se hallaba en frente del grupo, viendo al sacrificio ser llevado al altar, cuando el desgraciado reaccionó y forcejeó contra sus captores, logrando darles grandes problemas para seguirlo llevando. Se defendió con tanta fuerza que por poco la derriba. “Qué raro, nunca antes nadie había tenido tantas fuerzas después de estar toda la vida en esos calabozos”. Intentaron someterlo entre varios hermanos, y la conmoción se escuchó por todos lados cuando el condenado golpeó a uno de ellos hasta hacerlo estrellarse contra uno de los pesados trípodes con fuego. En el forcejeo se le resbaló la capucha negra que le cubría la cabeza, y dejó a todos boquiabiertos al ver los ojos anaranjados del que debía morir. Contó Déla mucho tiempo después que la sacerdotisa Tárka se enojó mucho por arruinar la sorpresa, puesto que era ella la que se encargaba de elegir a los sacrificios, y quería que el primero que su prometido sacrificara fuera uno muy especial y raro.
***
Diría Délo años más tarde:
Yo estaba en la parte de atrás cuando todo comenzó. Había tanta gente que apenas pude ver el forcejeo de ese joven. Me abrí paso entre todos hasta el altar y vi a Tárka regañando a todos y hablando pendencieramente al chico de ojos anaranjados, diciéndole que no debía resistirse a ser el siguiente sacrificio, mientras todos los hombres que había cerca intentaban inmovilizarlo. Era un verdadero prodigio de la naturaleza que después de permanecer toda su vida en los calabozos, con poca comida y agua, apenas dejándolos moverse, pudiera tener todavía fuerzas para no dejarse sacrificar. Pero la fuerza se le terminó de repente y cayó vencido, volviéndose tan débil como se supone que debía haber estado su cuerpo desde el principio. La sacerdotisa Tárka estaba más calmada y sonreía malvadamente como siempre. Sin embargo, el sacerdote Áte, sucesor de Zíyi Prágt, había perdido por completo su mirada adusta y el éxtasis con el que había pronunciado su discurso. Se veía claramente aterrado y temblaba como un auténtico cobarde. Miró hacia todos lados como si no supiera dónde se encontraba, retrocedió unos pasos cuando el sacrificio fue llevado hacia el altar. Luego, Tárka le entregó el hacha.
***
No tiene más fuerzas el pobre chico que tan valientemente había intentado liberarse. Lo tiran ahora sobre el altar y lo atan con gruesas cadenas de hierro. Áte lo reconoce y se aleja aterrado al ver el hacha. ¿Pero qué haces?, pregunta Tárka, desconcertada por el rostro de horror de su prometido, y no le ve la más mínima pizca de la emoción con la que siempre solía reaccionar ante un sacrificio. Sínke en su sitio ríe fuertemente. Ahora es tu turno, Áte, dice Sínke, ¿En qué realidad hemos caído, sumo sacerdote? No le hables al sacerdote así, lo golpea Tárka en la cara, quien siente el dolor en su mano como si golpeara un duro pedazo de madera. ¡Vamos, Áte, mátalo!, le exige enojada, sacudiendo su mano. Sínke, libérate, dice Áte, intentando calmarse, Eres muy fuerte, puedes hacerlo. En otra realidad mi fuerza es impresionante, estimado; pero aquí escasos segundos me ha durado y la degeneración de mis músculos ha estropeado mis esfuerzos. ¿De qué están hablando? Los gritos de impaciencia se oyen de las gargantas de todos. ¿Qué le pasa al sucesor del gran Zíyi Prágt? ¿Por qué se acobarda de repente? ¡No es digno de ser el sucesor de su padre! ¡Áte!, grita Tárka enojada, ¡Deja de actuar como un idiota y mátalo ya!, ¿qué diría tu padre si te viera ahora, acobardado, con las manos en la cara y temblando? Y de esas palabras sale la vida de Áte en esa realidad, como el hijo del líder de ese culto mortal, sus juramentos, sus propósitos y sus ideologías que le habían inculcado desde que era pequeño vuelven a su consciencia. Parece a los demás sólo unos instantes; pero para Áte es recordar toda su vida, y la admiración que su alter ego sentía por su padre y por su culto comienza a vencer su miedo, y la seguridad y la emoción por ver la sangre correr brota de sus ojos rojos. Toma el hacha y se acerca a Sínke. Se alegra Tárka de verlo de nuevo así. ¡Córtalo de una vez!
***
El silencio era como el de una iglesia en el momento más importante de la ceremonia. Arrojó Áte los polvos amarillos sobre el cuerpo de Sínke, que representan el polvo al que volverá. El gemelo lo mira sonriendo, el cuerpo tembloroso por el esfuerzo previo al que no estaba acostumbrado en ese mundo.
“Áte, ¿en serio estás dominado ahora por tu alter ego?”
Dudó Áte un momento mientras sostenía el hacha, y lo miró como si una parte de él todavía lo reconociera. Sínke dejó de sonreír, sin perder la calma.
“Tu definición ahora es otra, Áte. Pero ¿esa es la definición que quieres?”
El hacha se levantó y se tambaleó en el aire. Pequeñas lágrimas salían de los ojos del sacerdote.
“Que tu definición la domines tú”, murmuró Sínke.
Era inútil hablar; la mente del alter ego dominó sobre la consciencia de Áte.
Cayó el hacha sobre el cuello del gemelo. Vitorearon los fieles, pero no se desprendió la cabeza de un golpe. Tuvo que dar Áte varios golpes hasta que la cabeza del gemelo terminó de desprenderse. Con cada golpe, el ímpetu del joven sacerdote aumentaba, sin importarle la inusual resistencia de ese cuerpo, sino alegrándose de poder hacerlo sufrir más. Sínke gritó y gimió todo el tiempo que se lo permitieron sus pulmones antes de llenarse de sangre, y pronto su cabeza cayó rodando en un charco de su propia sangre. Los ojos de su antiguo jínn permanecieron abiertos al caer mientras la sangre terminaba de escapar por su cuello.
Tárka tomó la cabeza por los cabellos y la mostró orgullosa a todos. Vitorearon una vez más y cantaron alabanzas a sus dioses. Áte soltó el hacha y se llevó las manos al rostro, la túnica salpicada en sangre y el espíritu atormentado por el horror. Tárka iba a decirle algo; pero su voz rápidamente se desvaneció en la oscuridad, y un momento después, Áte estaba en su casa, frente a su hermana Kuésta.
[1] Triángulo ceremonial usado durante los sacrificios del lago Dên.
[2] Diosa del sufrimiento, la cual recompensa a los que causan desdichas en la tierra y castiga a los que buscan el bien de los demás. Según varios mitos, cada cinco mil años se convierte en Mínhiara, diosa de las virtudes, que premia a los nobles y castiga a los malvados, y así se alternarán su reinado sobre la tierra hasta el fin de los tiempos.
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