Estaciones: Verano II


Todo se prepara para recibir a la tormenta. 


Se veían a lo lejos unos acantilados cuya caída daba al mar. El desierto comenzaba a ceder paso a nuevas plantas que con cada paso ocultaban la suave transición entre la arena y la tierra a nuestros pies, pero el calor de antes retrocedía con mucha más lentitud, casi golpeándome con la misma intensidad que a la mitad del desierto.
Pero entonces un brusco viento casi me hace saltar del susto; vino de la dirección de los acantilados, y sentí el olor salado de lo que se llamaba océano.
Dijo mi guía:
“Ese viento que sentiste indica que dentro de pronto un viento aún más terrible vendrá; es como si fuera su representante. Mucho más allá de los acantilados, tan lejos que nuestros ojos no alcanzarán a ver, lleva semanas formándose este nuevo viento, y ahora el océano le ha dado la fuerza suficiente para ponerse en marcha.”
Un nuevo golpe aire casi me hace levitar, y al mismo tiempo escuché a las aves cercanas chillar y alertar a las demás. Pronto todas habían alzado el vuelo en dirección opuesta a los acantilados, quedándome a contemplarlas hasta que no alcancé a ver a ninguna otra. La mayoría de las otras criaturas también parecían aterradas con cada nuevo vendaval que casi los arrastraba, pero a diferencia de las aves, no huían sino que se escondían. Me pregunté si eso significaba que, al igual que como había visto en el desierto, una gran cantidad de ellos perecerían ahí, a lo que contestó mi guía:
“Su naturaleza no es para escapar de la furia del viento, sino para intentar esconderse de ella. Aquellos que puedan se enterrarán en el suelo, esperando que lo peor pase sin que el viento se los lleve.”
Luego observé a los árboles y mi corazón se aceleró. Me acerqué a las hojas colgantes de uno y vi cómo un nuevo vendaval las arrancaba hasta dejar desnuda a la rama. Las plantas están atrapadas en la tierra, pensé en voz alta, y si no pueden escapar ni esconderse, entonces están condenadas a la muerte, y mi guía respondió:
“Las plantas están acostumbradas a que la realidad las golpee: si hay fuego, se queman; si hay herbívoros, se las comen; y si hay viento, las arrancan de sus nichos. Sí, miles morirán. Los árboles serán desraizados, las flores serán despedazadas, cada pequeña hoja será arrebatada de su rama. Pero no te entristezcas, que en esta realidad rara vez la muerte no deja la esperanza para la vida, pues así como los vientos destrozarán a las plantas, también ayudarán a sus semillas a viajar hacia la lejanía, más allá que cualquier lugar donde pudieran llegar por otros medios, y si tienen algo de suerte, brotarán y serán fértiles en otro páramo, otra selva u otros montañas, darán sus semillas ahí y luego otro viento las llevará a otro lugar, y así por siempre hasta que hayan recorrido cada rincón de este planeta.”
El siguiente viento fue mucho más fuerte; aún estábamos lejos de los acantilados, pero si suprimía mi vista por un momento podía sentir que una enorme masa de aire y agua rotaba vertiginosamente frente a mi rostro.
Nos detuvimos un rato bajo un árbol a descansar. Cada cierto tiempo, el viento hacía tambalear sus ramas y hojas. Tuve la impresión de que éstas buscaban desesperadamente despegarse del tronco al que estaban pegadas para salir huyendo con las aves.
El calor seguía siendo intenso durante los momentos de calma, tanto así que empecé a desear que los golpes de viento llegaran más seguido, pues aunque me aterraba su prospecto destructor, debía admitir que proporcionaban un refrescante alivio.
Creo que me distraje demasiado con mis pensamientos. Aún tenía frente a mis ojos la tormenta de arena enterrándome, a las criaturas que en un momento habían dejado de existir, y me imaginaba que ahora caminaban junto a los demás espíritus de antes. Debió pasar bastante tiempo hasta que caí en la cuenta de que hacía rato que no soplaba de nuevo el viento, y la incomodidad de no poderme refrescar del calor cedió paso a un nuevo alivio por imaginarme que aquél viento lejano se había detenido. Aunque me duró poco, pues en el cielo que se extendía por encima de los acantilados empezaron a verse densas nubes negras. Viendo mi desconcierto, mi guía explicó:
“Esta calma no un indicio de que los vientos han cambiado de planes, sino de ellos dándonos una última oportunidad para escondernos o escapar.”
Se levantó y siguió caminando hacia los acantilados. Yo lo seguí mansamente. Las nubes se hacían cada vez más grandes y oscuras, y conforme nos acercábamos a la caída comenzó a soplar un viento muy suave, tanto que una sensación placentera me envolvió, y me cuestioné si un viento que se decía tan destructivo podría crear este efecto. Pero mi vista no me engañaba, y ya comenzaba a ver cómo el mar empezaba a agitarse muy lentamente. Aún así, decidí sólo cerrar los ojos un rato y dejarme calmar los nervios con ese viento fresco.


          




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