El analfabeto

 



En la selva no hace falta saber leer ni escribir, ¿o sí?


Como no sé leer ni escribir, le he pedido a un amigo mío que escriba todo esto por mí.

***

Mi casa se encontraba en el Medio de la Selva de Yáok, y se veía igual por afuera que por adentro, de manera que nunca podía saber si estaba entrando o saliendo. Algunos amigos me decían que en realidad no se podía entrar y otros que nunca se podía salir, por lo que vivía al mismo tiempo libre y atrapado, afuera al mismo tiempo que adentro. En todo caso, el único indicio de mi casa era una puerta que se movía 360 grados; cualquiera que encontrara mi casa lo único que vería sería esta puerta instalada a la mitad de la espesura verde de la selva. Por tener un punto de referencia al momento de tener que indicar mi dirección, me tomé la molestia de hacer un letrero que decía “Medio de la Selva”, el cual colgué en un árbol de kuíndiá que quedaba a pocos metros de la puerta. En realidad lo tuve que mandar a hacer, ya que no sé leer ni escribir.
En esa casa viví toda mi vida, lo sé porque antes no recuerdo haber vivido en ningún otro lugar. Me gustaba ir a una marisma que quedaba junto a unos árboles de dléntu, cuyos frutos solía comer por las tardes colgando de cabeza de las ramas, luego me bañaba en la marisma todo el cuerpo excepto la mano izquierda, porque no la tenía. Ahí conocí a mis amigos los cangrejos, con los que pronto forjé una fuerte relación y me aceptaron como su igual hasta tal punto que al día de hoy sigo caminando como ellos.
Me hice especialmente amigo íntimo de un cangrejo llamado Chocolatito, llamado así debido a la adicción de su padre por dichos dulces, según me contó. Muchísimas veces me quedé a dormir en su casa; veíamos los videos que grababa en su videograbadora hasta caer dormidos; él enterrado en la arena y yo afuera con la cabeza metida en el agujero de entrada, mojándome las piernas con el agua de la marisma. Durante el día veíamos la tele, y él me decía los programas que le gustaba grabar para verlos después, entre los que había animaciones, noticias, porno, concursos, documentales y series. Debido a que muchos de esos programas estaban hablados en un idioma extraño que no entendía, tenían subtítulos en danzilmarés; pero como no sé leer, nunca supe lo que decían, por lo que me tenía que conformar con ver las imágenes. A veces le preguntaba a Chocolatito, que sí sabía leer, lo que estaba sucediendo.
—¿Por qué no aprendes a leer? —me preguntó un día— Si aprendieras, podrías saber lo que dicen tú mismo sin que yo te lo explique.
De vuelta a mi casa, me acostaba en mi cama de hojas al lado de un nido de hormigas carnívoras que me hacían compañía y me protegían de las pesadillas marchando sobre mi cabeza. Largamente reflexioné sobre lo que significaría tener el poder de descifrar imágenes y componer mensajes por medio de esas cosas llamadas letras, y por más que lo pensé, nunca encontré lógica en el acto de hacer un garabato y decir que tenía un nombre, y que pronunciar el nombre de varios garabatos de manera consecutiva equivalía a hacerlo representante de algún objeto que viera ahí en la selva, como una hoja, una gota de agua o un bombillo. Pero movido por la curiosidad, agarré un palo de escoba y empecé a hacer garabatos sobre la tierra, y a cada uno intenté asignarle un nombre, y a ciertas combinaciones de garabatos intenté asignarles objetos de mi casa. Así obtuve un garabato y sonidos para representar al ventilador del techo, a las lombrices que se retorcían en un charco, a una planta que me daba comezón al tocarla (pero que me gustaba para hacerme ropa interior), y a una tijera. Pese a que no quedé convencido por mi arbitraria invención de garabatos y sonidos y de su arbitraria relación a mis cosas, quedé satisfecho de al menos haber roto mi apatía hacia ese concepto llamado escritura-lectura.
Días después, cuando hube llenado una considerable área de suelo con garabatos, fui a buscar a Chocolatito para mostrarle mi experimento. Se quedó conmigo hasta tarde mientras le explicaba los nombres de los garabatos, las combinaciones posibles y a qué cosas las relacionaba. Tuvimos problemas porque la luz empezó a fallar y a ratos se iba; eso era debido a que uno de los cables de luz había quedado enredado en unas ramas del árbol de kuíndiá en el que había colgado mi letrero, y siempre se me olvidaba desenredarlos. Parecía que Chocolatito se había interesado en mi proyecto, pero rato más tarde, cuando estábamos cenado unos hongos venenosos, de repente se puso serio y me dijo:
—Será mejor que aprendas a leer y escribir en un idioma que ya exista en lugar de inventarte uno que sólo tú entiendes.
Aunque me sorprendió esa repentina actitud sermoneadora, asentí como si todo mi proyecto no hubiera sido más que un juego. No obstante, por dentro me sentí muy triste, y no sabría decir realmente por qué, dado que hasta antes de ese comentario de Chocolatito realmente no pensaba que ese proyecto fuera a durar por mucho más tiempo (de hecho ya empezaba a aburrirme); pero por alguna razón, el comentario de Chocolatito me hirió de tal modo que por simple venganza, y también por pereza, me prometí nunca aprender a leer ni escribir, ni en danzilmarés ni en lituano ni en australianés.

***

Llegó el tiempo de la cosecha de orangutanes, la especialidad de mis amigos los cangrejos, que los cultivaban, torturaban y mataban para ir a vender su carne y piel a la ciudad, todo lo cual era usado para crear afrodisiacos, medicinas contra la hipocondría, jarabe de tos para los perros y ropa interior para dama (sobre todo para cocodrilo). Los cangrejos ganaban con el cultivo de orangutanes lo suficiente para mantener su economía activa durante ese tiempo, y como yo era otro cangrejo más a la vista de ellos, no tuvieron ningún problema en incluirme a mí en la delicada actividad de cultivar orangutanes. Aprendí la profundidad a la que tenía que sembrar la semilla; un poco más hondo y el orangután nacía sin ojos, estómago y genitales, todo eso necesario para hacer las medicinas contra la hipocondría; y un poco más superficial y sólo salían del ombligo para abajo. Había que asegurarse también de que la humedad fuera precisa, pues tan sólo unas gotas de agua más o menos era la diferencia entre un orangután que saliera lampiño y uno que fuera sólo pelo. Chocolatito fue también mi compañero de ensayo y error, y cada uno tenía que comerse todos los orangutanes que, bajo su falta de cuidado, no hubieran salido lo suficientemente bien formados para ser comerciales. Pero incluso si todo salía bien, la parte más difícil era una vez hubieran brotado; los bebés orangutanes son ninfomaníacos desde que nacen, y si llevan a cabo la cópula entre ellos, explotan; es preciso alejar a las niñas de los niños antes de que se den cuenta de las diferencias con las que el dios Áikan los hizo nacer. La tortura también era asunto delicado; la cantidad y el lugar preciso en el que aplicar dolor cambiaba drásticamente si un orangután podía ser útil para ropa o como comida; se decía que los que morían del dolor de genitales, provocado por los constantes pellizcos de las tenazas de los cangrejos, sabían mejor en sopa; los que morían descuartizados eran mejor para hacer medicinas, y los que morían a base de cosquillas en los pies producían piel completamente impermeable. Podría dedicar mi tiempo a hablar de mis aventuras criando orangutanes, pero ese no es el fin de este relato.
En fin, había en aquel tiempo una pandilla de anfisbenas a la que le gustaba causar problemas entre las poblaciones cercanas al Medio de la Selva y sus alrededores. Su líder se llamaba Plumas de Rana, y su afición favorita era treparse a un árbol, esperar a que alguien pasara por debajo y caerle encima. Si su víctima no moría, se la comía. Según sus propias palabras, andaba siempre molesto porque cuando era una anfisbenita una osa lo había usado para masturbarse, aunque según otros relatos había sido en realidad una gorila o una hipopótama. Plumas de Rana había creado su pandilla de anfisbenas para que lo ayudaran a robar los cultivos de los habitantes de la selva. Todo el tiempo había reportes en la tele de sus fechorías: ora le robaban el cultivo de cuernos de rinoceronte a la Villa de los Perisodáctilos, ora robaban los granos de sandía de las aves sin pico, o caían todos en picada sobre la Colonia de las Arañas para robarles sus huevos. Tal fue la crisis del azote de las anfisbenas que un día convocaron a una reunión de emergencia entre los representantes de todas esas regiones, y yo, como el único habitante del Medio de la Selva, fui también invitado.
—¡No podemos seguir tolerando a esas lombrices con escamas! —exclamó el jefe paraceratherium— Creen que pueden vivir de lo ajeno y que no habrá consecuencias. Tenemos que demostrarles que si quieren vivir entre nosotros, tendrán que trabajar.
—¡Ahóguenlas! —gritó un celacanto.
—¡No!, ¡descuartícenlas! —gritó una anaconda.
—¡Que las hembras los usemos como dildos! —gritó una osa de cara corta.
La variedad de seres que gruñían y lanzaban improperios contra las anfisbenas era tan grande que me da pereza ponerme a describirlas, además de que se alargaría demasiado el relato. Pero todos estaban enojados y se habrían lanzado a desollar a cualquier anfisbena que, siendo o no parte de la pandilla, hubiera aparecido por azar del destino en la reunión.
—No, amigos —dijo el jefe paraceratherium—. No se supone que nos deshagamos de ellas, sino que las reformemos, que hagamos de ellas seres que ayuden a sus prójimos…
Pero sólo logró apaciguar a la mitad de los bulliciosos; a la otra mitad pareció haberle gustado la propuesta de la osa de cara corta y gritaba para apoyarla, yo incluido.
Para hacer la historia corta[1], los representantes de cada sección de la selva acordaron tomar sus medidas de seguridad para atrapar a las anfisbenas sin matarlas, aunque se aceptó que se les podía hacer un poco de daño; después las llevarían ahí mismo para ser juzgadas. Cuando volví a mi casa, instalé toda una serie de trampas y alarmas alrededor. Me puse muy nervioso al ponerlas porque, como único habitante del Medio de la Selva, iba a ser más difícil para mí atraparlas por mí mismo si nadie venía a ayudarme a tiempo, así que me aseguré de que las alarmas fueran tan numerosas que alertaran a mis compañeros cangrejos en la marisma.

***

Durante varios días no supimos nada de Plumas de Rana ni su pandilla. Chocolatito me mantenía informado de las cosas sospechosas que se contaran en la selva, pues por alguna razón desde la reunión no se había vuelto a ver a las anfisbenas. Había rumores de que alguien de la asamblea les había avisado que estábamos todos confabulados contra ellas, por eso se volvió sospechoso cuando un día la osa de cara corta, la misma que había sugerido usar a las anfisbenas como dildos, amaneció sin párpados. Ella intentó buscarlos debajo de su cama de paja, en su jardín, en la cocina, pero no los encontró y desde entonces tuvo que vivir sin párpados. Por otro lado, el jefe paraceratherium había recibido reportes de que varios de los suyos se amanecían también sin párpados, y disparó la alarma desde el Rio de los patos hasta la Villa de los perisodáctilos. De un día para el otro, todos tenían miedo de despertarse sin párpados porque estarían condenados a ver todo lo que ocurre, sin descanso y sin poder decir como excusa que no vieron algo porque habían pestañeado[2]. Yo mismo me dormí alternando mis ojos para tenerlos abiertos uno cada noche. Los únicos que estaban más o menos tranquilos eran los que no tenían párpados, como mis amigos los cangrejos, y en más de una ocasión pedí a Chocolatito que me dejara dormir en su cuevita para que las anfisbenas no fueran por mis párpados a mi casa.
Eso siguió por unas semanas hasta que un día atacaron las anfisbenas la marisma de los cangrejos. Yo me había dormido la noche anterior en casa de Chocolatito, por lo que esos reptiles me atraparon junto con todos y me amarraron a un árbol. Plumas de rana se trepó a un árbol desde el cual toda la marisma podía verlo, y dijo:
—Pensaban que por no tener párpados iban a salvarse de las anfisbenas, ¿verdad? Pues ahora sepan que les tocará algo todavía peor. Ya que no tienen párpados que cortar, uno de sus ojos tomará su lugar. ¡Ve, Branquias de mandril!
—¡Sí, jefe!
Y entonces el tal Branquias de mandril procedió a cortarle un ojo a todos los cangrejos que estaban atados a los árboles, uno por uno, con una tijera de esas que no tienen punta para que los que van al preescolar no se lastimen. Cayeron los ojitos uno por uno sobre la arena mojada, y los pobres cangrejitos lloraban y lloraban, gritaban y movían sus patitas convulsamente, y del lugar del que les cortaban el ojito salía una cosa verde y blanca babosa que olía muy feo. Hasta mi amigo Chocolatito chilló como patito de hule apachurrado cuando el filo de las tijeras se abrió paso por ambos lados de ese tronquito en el que tenía su ojito; juro que escuché como el metal penetraba su carne mientras la tijera se cerraba[3].
Entonces llegó mi turno, pero cuando Branquias de mandril intentó buscar mi ojo arriba de mi cabeza, se quedó como espantado y le dijo a Plumas de rana:
—Jefe, éste como que no tiene ojos para cortarle.
Plumas de rana se acercó reptando y me examinó.
—En efecto, éste no es un cangrejo —dijo[4]— ¿qué criatura eres tú?
Y yo contesté:
—Me llamo Virdás, y desde que era chiquito nunca he sabido lo que soy, y no hay otros como yo.
La anfisbena se me quedó mirando con sus ojitos que parecían de ciego, luego lanzó una exclamación y dijo:
—Mira, amigo, como es la primera vez que veo a alguien como tú, te daré una oportunidad para salvar uno de tus ojos. Desátenlo —lo hicieron—. Ahora toma ese palo que está ahí. Quiero que escribas en la arena algo que me impresione, algo que cambie mi vida y me dé una razón para enmendar mi camino y que deje de liderar a mi pandilla. Si lo haces, te dejamos tu ojo y nos iremos de inmediato.
Había tanto sarcasmo en su voz que no le creí, pero no tenía opción. Obvio, no podía decirles que no sabía leer ni escribir, o al menos no sabía en ningún idioma conocido y hablado por alguien, pero aún recordaba aquel experimento que había hecho en mi casa, del cual ya les he hablado. Empuñé el palo como si fuera una espada. Miré a Chocolatito, que me decía con su mirada de un solo ojo que no tenía manera de lograrlo. Me puse a pensar en qué debía garabatear; incluso si con eso no lograba impresionar a Plumas de rana, al menos lo confundiría por un momento. Lentamente tracé sobre la arena las palabras: “rio, tierra, gorila, diente, carne, pie”, obviamente en mi propio alfabeto inventado que sólo yo entendía. Al acercarse a ver, Plumas de rana se puso pálido y le faltó el aire; el resto de las anfisbenas también compartió su asombro y lanzaron improperios y maldiciones[5].
—¡Estúpida sea![6] —exclamó Plumas de rana— ¡Se supone que no podrías, maldito Virdás! Se supone que no sabías leer ni escribir como yo...— Iba a seguir gritando cuando se escucharon estruendos tras la intensa vegetación. De la nada aparecieron los perisodáctilos para atacar en manada a las anfisbenas, que fueron aplastadas por las pezuñas de los gigantes. Un rinoceronte lanudo, muy apestoso, apresó a Plumas de rana bajo su pata, enterrándolo parcialmente en el suelo de la marisma.

***

Resultó que uno de los cangrejos, al ver el ataque de las anfisbenas, se escabulló antes de que lo atraparan y se dirigió corriendo a la Villa de los perisodáctilos, que no perdieron un momento para ir a socorrer a los cangrejos. En el juicio ante el líder paraceratherium primero se intentó pensar en un castigo apropiado para reformarlas, pero al ver la atrocidad que habían cometido contra los ojitos de los cangrejitos, que fueron llevados como evidencia (los ojitos, no los cangrejos, bueno, también), decidieron mandar toda reformación al carajo, por lo que todas las anfisbenas fueron encontradas culpables y sentenciadas a ser empotradas en la tierra y en algunos árboles para ser usadas como dildos por las hembras de cualquier especie hasta su muerte (muerte de las anfisbenas, no de las hembras). Pasados unos días fui a visitar a Plumas de rana, que se encontraba enterrado hasta la mitad a las afueras de la Montaña de los desdentados. Cuando llegué lo acababa de usar una hipopótama, la cual se alejó sonriendo satisfecha. Me acerqué a él y me tapé la nariz. Plumas de rana estaba como en shock, muy brillante y pegajoso, mirando a la nada con la boca contraída en una mueca de asco.
—Quiero saber algo —le dije, sonando gracioso por tener la nariz tapada—, ¿por qué me hiciste esa condición si no sabías leer ni escribir?
Él parecía no haber notado mi presencia, pero apenas terminé de hablar, rotó su cuerpo cilíndrico suavemente hacia mí y su boca se volvió más recta.
—Sabía quién eras, Virdás. No te reconocí inmediatamente, pero el día que hicieron la reunión para decidir qué harían con nosotros, tenía a alguien ahí para enterarme. Me dijeron quiénes estaban y lo que habían opinado. Me dijeron que fuiste de los que más intensamente se puso a favor de usarnos como dildos para las hembras y otros datos de ti, como que eras analfabeto. En realidad todo el mundo lo sabía, y decidí que pagarías tu entusiasmo de la reunión humillándote un poco antes de arrancarte un ojo. Por eso cuando te vi escribiendo el que se sintió humillado fui yo, más aún porque yo mismo no sé leer. Me humillaste en mi propia debilidad después de que todos me humillaron en esa reunión, y desde que nací, y ahora, todo por la forma de mi cuerpo.
No había terminado de hablar cuando se acercó una gigantopithecus, que educadamente esperó a que terminara de hablar con él, pero como no quería tardarme mucho más tiempo, me incliné más cerca de él, aguantando la respiración, y le dije en voz baja:
—En realidad yo tampoco sé leer ni escribir; nunca aprendí y nunca lo haré. Todo eso que escribí en la marisma me lo inventé yo.
Plumas de rana al principio se quedó tan tieso que no le hubiera quedado mejor castigo que el que le tocó. Seguidamente se puso rojo y apretó los dientes. No entendí a qué se debía tanto enojo, ya que incluso si todo hubiera salido como él había planeado, de todos modos los perisodáctilos lo habrían atrapado y seguiría ahí. Antes de irme, estando la gigantopithecus a punto de usarlo, pensé que tal vez lo que en realidad le molestaba era que… no, olvídenlo. Supongo que mi historia no tiene ninguna conjetura interesante final.
Volteé a verlo una vez más antes de que desapareciera adentro de la gigantophitecus.

***

Esta historia fue dictada el 2 de marzo del decimonoveno año del reinado del gran líder paraceratherium. A los cangrejos y a los que perdieron sus párpados se les obsequiaron prótesis que se caían todo el tiempo. Las anfisbenas, incluyendo a Plumas de rana, murieron un mes después de iniciada su condena. Virdás hasta ahora sigue sin aprender a leer y escribir.
Chocolatito


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[1] Nota del autor: En realidad mi amigo se la pasó casi una hora hablando de todo lo que se dijo en esa reunión, pero me da pereza escribirlo todo y mejor me lo salto, total ni lo va a poder leer.
[2] Excusa típica de los niños de Danzílmar.
[3] Nota del autor: Continuó un rato más describiendo lo mismo, pero me lo salto porque es cada vez más repugnante.
[4] Nota del autor: Originalmente me dijo: “dijo, y luego dijo:”.
[5] Nota del autor: Originalmente me redactó media cuartilla de insultos que he omitido.

[6] Nota del autor: Lol.

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