El parque del lago 6


La muerte de Líe. 


Si le hubieran dicho a Líe que ese día iba a despertar con una masa negra en el ombligo,quizás no hubiera intentado apretarla con un dedo, incitándola a moverse como gelatina, pese a su inusual dureza al tacto. Se levantó de la hamaca, en la que aún dormía Genáo, y fue al baño a acicalarse. Su cabello tardaba en peinarse a satisfacción dado lo largo y rizado, y perdía tantos pelos en el proceso que desde niña tenía miedo de quedarse calva algún día. La masa extendió un apéndice hacia arriba, adentrándose en medio de sus pechos y saliendo hacia el cuello como una corbata. Para cuando Genáo se despertó, esta corbata le
rodeaba el cuello.
—Parece un collar de perro —dijo Líe sin importarle las risas de Genáo.
Al salir, los estaban esperando Dézen y Kuésta. Esta última quejándose de que no pudo dormir bien, tampoco despegaba las manos de los hombros de Dézen. Los cuatro desayunaron y jugaron en la cancha de basquetball un rato, luego jugaron con los patos de la fuente y nadaron un rato en el lago. Pero para cuando terminaron eran apenas las cuatro de la tarde y el día se sentía interminable.
—Voy a echarme una siesta —dijo Genáo, había algo de sospechoso en esa declaración, como el patrón que sabe que sus sirvientes harán un desastre apenas se marche, pero que lo hace de todos modos.
Kuésta también decidió irse a dormir, pero a diferencia de Génao, ésta no anunció su retorno a la hamaca sino que sólo desapareció. Quedaron solos Dézen y Líe en las bancas junto a la cafetería, de frente al lago. La masa no había avanzado tanto desde la mañana: sólo le había crecido un cuello de tortuga y unas mangas cortas.
—¿Seguro que no quieres ir a dormir? —preguntó Líe.
—No tengo sueño.
—¿Crees que ambos estén durmiendo de verdad, o que estén aprovechando?
Dézen arrojó una piedra al lago. Ahí donde cayó la piedra, el verde pantanoso dejó ver un pequeño agujero de transparencia para volver a cerrarse tras unos segundos.
—¿Rechazaste a Genáo?
—No me ha dicho nada todavía. Aún no sé cómo hacerlo.
—Años antes de entrar a la universidad tuve una novia, ¿lo sabías?
—Genáo me contó algo.
—¿Qué te dijo?
—Que ambos eran muy complicados y querían cosas que el otro no quería.
Otra piedra abrió un agujero en el lago.
—¿Te dijo algo concreto?
—Que tú querías saber demasiadas cosas de ella, como su comida favorita, sus gustos en películas, sus pasatiempos, cómo era su relación con sus padres o si se sentía satisfecha consigo misma. Pero todo eso era demasiado personal para ella, aun para compartir con un novio.
—Sí, quería que todo fuera secreto, y a mí me gusta saber.
—Supongo que por eso cortaron.
—En realidad nunca cortamos. Una noche platicamos de la diferencia entre los ratones y las ratas por teléfono, colgamos y nos fuimos a dormir, y simplemente no volvimos a hablarnos: no tuve el impulso de volverla a llamar al día siguiente, ni ella a mí. No me sorprendería que, de volver a encontrarnos, siguiera nuestra relación normal, como si no lleváramos siete años sin vernos.
—Para ustedes fue tan fácil. Yo no sé cómo provocar un cambio parecido.
—¿Por qué no sólo te vas? Párate al lado de la carretera y pide un aventón. Regresa a tu casa y no lo vuelvas a contactar. Estoy seguro de que él no intentará ir por ti después de darse cuenta.
Líe se levantó mecánicamente y se dirigió a la salida del Parque del lago, siguiéndola Dézen por detrás. Se detuvieron en la parada de autobuses justo fuera del estacionamiento, pero no se sentaron en las bancas vacías. Para este momento, la masa en el cuerpo de Líe ya le deformaba la espalda y su caminar era jorobado; sus brazos habían adquirido el grosor de los de los gorilas, y su cintura ahora era casi totalmente esférica.
—Yo creo que sí están aprovechando el tiempo —dijo Dézen.
—Aléjate de mí —murmuró Líe, pese a que Dézen no se encontraba cerca de ella.
—Supongo que fuiste la que más se espantó.
—No me dio tanto miedo sino asco.
—No te opusiste.
—No sabía lo que pasaría.
Un autobús se detuvo y la puerta se abrió justo frente a Líe, ella dio un largo vistazo al interior.
—Lo siento si mi reacción no fue la correcta, pero uno no puede controlar su propio estómago. Tu novia, aunque nadie me lo haya dicho, estoy segura de que se sintió igual pero no quería decirte nada, se estuvo aguantando por mucho tiempo el deseo de dejarte y se alegró cuando no volviste a llamarla. ¿Quieres saber algo? ¡Genáo la contactó después de eso! No sé cómo, pero la encontró. Nunca me quiso decir qué se dijeron exactamente, pero estoy segura, Dázen, de que no le importabas.
La puerta del autobús se cerró, y éste se alejó. Dézen miró su reloj y vio que eran ya las seis y media.
—Ya habrán despertado los dos, o terminado lo que sea que hicieran. Querrán jugar a las damas chinas. ¿Regresamos?
—Sí, yo también quiero jugar.
Durante el camino de regreso empezaron a salirle protuberancias puntiagudas en la espalda a líe. Una de las piernas quedó tan torcida por el peso de la masa que tuvo que apoyarse en Dézen para no perder el equilibrio, y parte de su boca estaba oculta por una película viscosa y timpánica. Genáo les salió al paso desde la cabaña 49 y recibió a su novia como a una princesa, besándola y abrazándola casi al punto de ponerse a bailar un vals inaudible.
—Estoy de muy buen humor —dijo Genáo—, vamos a jugar y beber un poco en nuestra cabaña, ¿sí?
Dézen aceptó, y rato después se les unió Kuésta con algunas cervezas y el termo de té de Dézen. Poco antes del anochecer ya estaban jugando.
—¿Cuánto te queda de té? —preguntó Genáo.
—Unos cuantos tragos.
Kuésta irrumpió:
—No dejabas de decir que te la pasarías durmiendo todo el tiempo que estuviéramos aquí, pero ni una siesta te echas durante el día.
—Eso dije, pero creo que el lago me mantiene más despierto de lo que creía.
—¿Fuiste de vacaciones alguna vez con tu novia? —preguntó Líe de repente.
Dézen lo pensó un poco.
—Una vez nos quedamos hospedados en un hotel de Shórsta por unos días, pero íbamos con mis padres y no pudimos estar solos.
Líe dejó estallar una rápida risa.
—Pero sí nadamos juntos, y hubo un espectáculo de sombras. Sí, era uno de esos teatros de sombras que contaban cuentos. Uno de los personajes estaba muy deforme, muy horrible y salvaje, había caído de un meteorito y por eso le temían, pero acababa salvando a todos de no sé qué cosa, típico de cuentos tradicionales.
—¡Era el Rínfel! —Kuésta casi salta de su lugar— La mítica criatura negra que cayó del cielo.
—No recuerdo esos detalles.
—Pero yo sí estudié mucho esos relatos folclóricos. El de la obra que viste debía ser de las versiones benignas. Hay otras versiones en las que el Rínfel es un monstruo carnívoro que usa los cuerpos de los humanos para gestarse a sí mismo.
—Oh, oh, sí, lo he escuchado —dijo Genáo—, es el que es como un gato gigante con trompa de elefante.
—Según varias versiones de la leyenda, como cuenta la obra que vio Dézen, el Rínfel se aparece en zonas de Danzílmar donde cayeron meteoritos, que en tiempos antiguos eran considerados devastaciones demoníacas enviadas por Lokáilora. También se le consideraba la entidad maligna responsable de las malformaciones de los bebés, o en general de todas las deformidades que perturban a la forma humana y la vuelven monstruosa.
Genáo de repente se quedó paralizado:
—¿No... no estamos nosotros ahora mismo en una zona impactada por un meteorito?
—En efecto —dijo Kuésta, con aire de importancia—, hace miles de años un meteorito impactó esta misma zona donde se creó el Parque del lago.
—Entonces el Rínfel podría estar entre nosotros ahora —dijo Genáo pretendiendo sonar tenebroso.
—¿Cómo acabamos hablando de esa cosa? —preguntó Dézen.
—Estábamos hablando de tu novia —dijo Líe, y todos voltearon a verla.
Era una bola llena de brazos y piernas que salía por todos lados, también estaba llena de dientes como perlas adornando una poza de petroleo. Su cabeza y cabello aún estaban mayormente descubiertos, pero la membrana que le cubría la boca opacaba mucho su voz.
Dijo Genáo:
—Ah, pobre Dézen, obligándolo a recordar momentos nostálgicos y ni siquiera podemos mantenernos en el tema antes de empezar a hablar pavadas.
—¿Podemos terminar el juego? Te toca a ti mover, Kuésta.
Kuésta hizo su movimiento, pero de inmediato contestó, contrariada:
—Podemos hablar de tu novia o del Rínfel con juego o sin él.
—No es interesante hablar ni de lo uno ni de lo otro.
—¿Y cómo se manifiesta el Rínfel? —preguntó Genáo, mientras el juego seguía.
—En algunas versiones, acecha a sus presas como un tigre en la selva. En otras versiones, confunde a sus víctimas haciéndolas alucinar que no está ahí.
—¿Cómo así?
—Se hace invisible e indetectable mientras elige a un huésped en el que gestar su forma física. Pero incluso cuando nace manipula la percepción de todos, de modo que se alimenta de cualquier ser vivo sin que nadie siquiera crea que algo malo está ocurriendo.
—No soy fan de las leyendas con criaturas infalsables —dijo Dézen.
—Obviamente era una invención para intentar explicar porque a veces aparecía gente muerta y a nadie parecía preocuparle —dijo Genáo.
Líe lanzó un gemido de dolor. Durante el transcurso de la plática, su piel se tornó gris, sus ojos se agrandaron y amarillentaron con una enorme pupila de color marrón.
—¿Tienes sueño? —preguntó Genáo, sonriendo.
—Un poco —la voz de líe sonó áspera, sin apenas mover los labios.
—Hablemos de otra cosa —dijo Dézen.
—¿Alguna vez te follaste a tu novia? —la pregunta de Líe fue seguida de una larga sesión de risas.
Genáo la acompañó riéndose, intentando encontrarle la gracia pero más que nada viéndose apenado. Kuésta le lanzó una mirada enojada, pero no hizo más que no volver a dirigirle la palabra ni la mirada. Líe aún se reía con fuerza cuando Dézen contestó:
—Sí. Aunque no lo creas, sí lo hicimos.
La repentina decepción apagó la risa de Líe, que se recostó de lado dándoles la espalda, gruñendo insultos que no llegaban a ser muy claros.
Tambaleándose por la excesiva inactividad, Dézen y Kuésta salieron de la cabaña 49. Genáo los despidió intentando mostrarse de buen humor, suponiendo que con esa actitud quedaría clara la mera intención bromista de su novia, sin mala fe detrás de su actitud.
Kuésta, aún enojada, entró rápidamente a la cabaña 48. Dézen no hizo nada por apresurarse a entrar, más aún, decidió esperar un rato en la banca frente a su cabaña. Desde ahí vio ambas luces apagarse, y antes de darse cuenta, la mayoría de las luces del Parque del lago se habían apagado o atenuado, como si tuvieran su propio atardecer que nunca se terminaba durante toda la noche. En la semioscuridad apareció el mismo viejo robusto, que sin reparar en Dézen se adentró en el lago para dar una nadada nocturna. Entre los sonidos del viento entre los árboles y las brazadas y salpicadas del viejo en el oscuro lago, Dézen creyó escuchar un lamento grave, al principio gutural como si el atormentado tuviera la boca cerrada, pero luego empezó a salir más aire, y en la subida de intensidad y claridad pudo deducir cuánto se iba abriendo la boca con cada emisión. El viejo seguía nadando casi invisible en el lago oscuro mientras los gritos, como de un parto especialmente problemático, salían claramente de la cabaña 49, y tan convincentemente parturientos eran, que por un momento creyó que el viejo se había detenido a escucharlos, pero en seguida su sombra volvió a desaparecer bajo el agua. Dézen no se dio cuenta de cuando se quedó dormido; uno de los brazos de concreto de la banca le servía de almohada, y los pies cómodamente apretados contra el brazo contrario. Se despertó por unos segundos entrada la madrugada, cuando escuchó el agua chorreando del cuerpo del viejo, el cual le pasó por en frente y lo miró con desaprobación.
El sol sobre sus ojos lo despertó definitivamente unas horas después. La mañana ya había despuntado y todo había vuelto al silencio habitual. Tras bostezar y darse cuenta de dónde estaba, se levantó y se estiró para desentumirse. Se dispuso a entrar en su cabaña, pero recordando lo sucedido la noche anterior, se desvió por el puente que llevaba a la cabaña 49. Tocó la puerta tres veces, y pese a no encontrar respuesta, entró. Se veía a Genáo durmiendo plácidamente con la cabeza y un brazo colgándole por un lado de la hamaca. Junto a él, en el suelo, había una masa llena de extremidades negras y espinosas, la mayoría moviéndose como plantas al viento, y otras inmóviles como esculturas. Con una mano le dio la vuelta a la masa a fin de encararla. El cuerpo de Líe se balanceó como una tortuga volteada, quedando boca arriba. Los ojos se habían proyectado hacia afuera, empujados desde abajo por la materia negra; una tortuga volteada con ojos de caracol. La boca había descendido hasta el cuello, y la poca piel que aún mantenía su color original palpitaba, rompiéndose lentamente desde adentro antes de ser cubierta por una nueva costra negra.
—¿Dormiste bien, Líe? —preguntó Dézen, no sabiendo si sus oídos aún funcionaban debajo de la costra.
La voz que respondió de la boca en el cuello era grave y ronca, pero aún conservaba gran parte del timbre y modulaciones propias de Líe:
—¿Por qué no entraste a tu cabaña? ¿Por qué pasaste la noche afuera?
—Estaba pensando en una respuesta mejor de la que te dije.
Los ojos de caracol enfocaron su pupila café sobre él.
—Te mentí en parte. Ella quería, pero yo tenía miedo. Pensé que si la hacía terminar rápido con mis manos y boca, se quedaría satisfecha. Pero ella también quería hacer algo. Finalmente la dejé intentarlo, pero no tengo que decirte que al final decidió que no podía hacer nada. Esa fue la última vez que nos hablamos, sin terminar nuestra relación formalmente.
La boca en el cuello de Líe volvió a sonreír, dejando ver que aún mantenía todos sus dientes. Volvió a reírse como la noche anterior, cuando esperaba un no por respuesta.
—Yo también tengo algo que decirte, amigo: la foto probablemente aún exista. No estoy segura, pero la última vez que hablamos de ella, todos afirmamos haberla borrado, todos menos Kuésta, ella no dijo nada, sólo se hizo la tonta y se fue.
Volvió a reír por un rato más hasta que un repentino ataque te tos la hizo callar. Dézen se sentó a su lado, sin mirarla.
—¿Por qué no huiste? —preguntó de repente— Podrías haberte subido al autobús, irte caminando. En realidad no planeas dejar a Genáo, ¿o sí?
—No podía dejarlo todavía.
—Lo dejarás apenas pida tu mano, o días antes de eso. Genáo no sabe controlar sus ansias; una semana antes estará delatándose por todos lados; todo el mundo sabrá que lo hará aunque no lo conozcan.
—Lo dejaré cuando yo lo decida, no cuando a ti te parezca bien.
Para este punto, Líe tosía más de lo que hablaba; una oración le costaba casi un minuto para terminarla.
—Como sea —dijo Dézen—, creo que volveré a dormir un rato, esta vez en la cabaña.
Pero antes de levantarse, Líe siguió hablando:
—¿Sabes algo, Dézen? En realidad no me caes mal, aunque a veces parezca que no quiero estar cerca de ti. Siempre fuiste un buen amigo y una persona interesante. Lo siento si te di a entender que no me agradabas. Es sólo que no quería que los demás tuvieran ideas equivocadas, no quería que hicieran nada raro...
Le sobrevino otro ataque de tos.
—Discúlpame, fui yo la que tuvo la idea original, pero después no quise, tuve asco, me rehusé y te traté como un enfermo...
La fuerza del siguiente ataque de tos le hizo vomitar más de esa materia negra.
—Antes de que acabe el día, quiero que me perdones.
No obstante, el hambre de la mañana obligó a Dézen a irse, y cuando se satisfizo con una ensalada recalentada de la cafetería, se encontró con Genáo en el camino de vuelta.
—Ey, Dézen, tu siempre tan madrugador incluso en tiempos de paz. En cambio yo apenas me siento un poco libre e hiberno como oso.
—¿Vas a desayunar? Te acompaño.
—No, amigo, leo en tu cara que tienes deseos de hacer otra cosa. No te sacrifiques por mi pereza —tras lo cual se alejó.
Dézen se quedó las siguientes tres horas sentado sobre uno de los puentes, metiendo los pies en el agua. Kuésta pasó caminando detrás de él, pero no le dijo nada y ni siquiera comprobó si siquiera lo había volteado a ver. Cuando se cansó de estar sentado, regresó a la cabaña 49. Líe era una estatua estática, estaba igual excepto porque ahora no había rastro de piel humana en ella. Los ojos de caracol se habían paralizado mirando hacia el techo; la boca en el cuello aún mantenía sus dientes, y se había quedado entrecerrada. No había manera de saber si se daba cuenta de la presencia de Dézen. Éste se volvió a sentar a su lado.
—Está bien, te perdono.
Líe permaneció igual. Dézen se acostó en la hamaca para paliar su necesidad de un lecho suave, tras resentirse su cuerpo durante todo el día del duro concreto de la banca. Durante las siguientes dos horas, el cuerpo de Líe fue lentamente desmoronándose como una ciudad que lleva décadas abandonada, hasta que no queda ningún edificio de pie ni construcción reconocible como humana.


          


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Comentarios

  1. Y llegó el fin...
    Buen relato, aunque un poco largo. Un placer leerte. Saludos

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  2. Una historia que no deja indiferente, con esa presencia deforme invadiendo el cuerpo de Líe mientras se desarrolla el resto de la acción.
    Saludos.

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