La realidad de Yáke y Sínke 34: Los otros
Momentos en la vida de los demás compañeros de mundo.
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Nunca me consideré una mujer cariñosa, más bien desde chica me he caracterizado por mi poco interés y falta de entusiasmo, debo reconocer que en mi adolescencia fui quizás demasiado superficial y dejada, me preocupaba poco el futuro o lo que fuera del mundo, no sé si egoísta pueda describirme ya que tampoco me interesó tener beneficios propios a expensas de otros, simplemente era poco entusiasta, como si nada me pudiera sorprender ni me importara. La primera vez que sentí de verdad algo más que apatía por el mundo fue cuando tuve mi primer novio, llamado Káin, quien apenas dos meses después me dejó por otra porque, según él, yo no me tomaba en serio la relación; quizá fue verdad. La segunda vez fue cuando mi hermana Kinábi llegó a la casa de nuestro padre con dos hermanitos gemelos, mis sobrinos. Días después nuestro padre murió y nos pusimos de luto, pero no permitimos estar tristes mucho tiempo porque los bebés representaron una nueva alegría. Kísa se volvió loca con ellos, incluso más que Kinábi; era la típica tía que parecía amar más a los sobrinos que la madre. Yo también la acompañé en esa alegría; me encargué de ellos cuando tenía tiempo de la universidad. La tercera vez fue cuando empezaron a manifestar sus extrañas actitudes y habilidades, yo escuché sus primeras palabras pocos días después de llegar, y al cabo de una semana fue como si Sínke ya comprendiera todo lo que decíamos. Aquella situación, tan diferente de la normalidad, hizo morir gran parte de mi indiferencia y me obsesioné con los pequeños. Les leí miles de cuentos, les enseñé a leer y a contar. Nunca fue necesario repetir nada más de una vez; todo lo aprendían a la primera. Yáke apenas hablaba, y su vocecita provocaba al mismo tiempo ternura y extrañeza por lo frío de su tono. Sínke preguntaba por todo y le buscaba relaciones a todas las cosas. Pronto les hablé un poco del dinero y de la sociedad, de los estudios y del trabajo. Y apenas tenían dos meses de nacidos. Otra cosa era que casi nunca querían comer, podían pasar días sin siquiera beber y no parecía afectar su salud. Varias veces Kísa dijo que debían darlos a conocer al mundo, pero Kinábi y Náo se negaron; habían deseado tener hijos no para exhibirlos sino para criarlos. Náo no podía estar más feliz con ellos, decía que iban a cambiar al mundo para siempre, y yo me sentí parte de eso. Finalmente me interesaba algo.
Desafortunadamente, llegó el día en que hubo el accidente con el agua en el baño. Casi nos morimos de miedo cuando vimos a Sínke aspirar el agua y no mostrar ninguna molestia, el incidente se repitió algunas veces pero los controlamos. También se movían mucho, incluso Yáke podía ponerse a trepar a los árboles si no lo evitaba, también corrían muy rápido y podían saltar más que mi altura. No sabíamos qué hacer, estábamos preocupadas por ellos pero no teníamos opciones más que procurar que nadie los viera, conseguí convencerlos de que no hicieran ni dijeran nada fuera de la casa o cuando hubiera visitas, ellos entendieron bien y no hubo problemas con nadie. Pero cuando casi se ponen en peligro en el techo, comenzaron a decir algo de un horizonte y que tenían que llegar ahí, fue que finalmente decidimos que no podíamos mantenerlos así toda su infancia. Eran únicos, auténticos milagros, nosotras no sabíamos cuidar de ellos y queríamos evitar a toda costa que cayeran en manos de gente que los trataría como objetos de estudio. Aquel día llegó el maestro Gyéo Fúntuo a la puerta de nuestra casa.
Vino solicitando el puesto de jardinero que vio en la entrada. En ese momento le di la bienvenida y lo hice entrar, aunque ahora que lo pienso, estoy segura de que no había letrero que solicitara jardinero, no nos arriesgaríamos a tener a alguien ajeno con esos dos niños en la casa, sin embargo el asunto del jardinero quedó pronto en el olvido porque apenas entró y saludó a mis hermanas, con el porte de alguien que está en búsqueda de algo importante, se presentó como un viajero que buscaba ganarse la vida y, no continuó porque en ese momento salieron los gemelos por un pasillo, guiados por una extraña curiosidad hacia el invitado. El extraño joven los miró como si hubiera encontrado lo que buscaba. No sé por qué ninguna de nosotras dijo nada, yo personalmente sentí que no podía pronunciar palabra, pero la vista de aquel hombre sentándose a la altura de los niños y platicándoles como un padre, y ellos escuchándolo y sintiendo algo que nadie más podía, generó en mí el siguiente momento en que sentí una gran obsesión por algo en la vida. Ese hombre tenía una especie de influjo que hacía que, con cada palabra suya, nosotras nos sintiéramos a gusto, seguras y en buenas manos con él. Nos dijo que él era un experto en este tipo de niños y que necesitarían una educación especial. Aún al día de hoy no entiendo por qué le creímos tan rápidamente. Instantes después llegó Náo, el extraño lo saludó con un amistoso apretón de manos, y Náo también cayó en el influjo de confianza de ese hombre, hablándole de sus hijos y que él podría hacer que aprovecharan todo su potencial. No me di cuenta entonces, pero ahora recuerdo que fue muy evidente que había cambiado su discurso de ser un viajero a ser un maestro de gran experiencia en la vida. Ahora me siento como una tonta a la que engañaron de algún modo, pero no me explico cómo.
Gyéo Fúntuo se quedó en nuestra casa, con él los niños estuvieron tranquilos y felices. Sínke controlaba sus ansias de movimiento y Yáke comenzó a ser más activo. La mayor parte del tiempo los veía platicar sentados en el césped del patio, o se iban a dar paseos a la ciudad, a la playa e incluso al campo y la montaña, a veces no volvían por días pero por alguna razón nunca nos preocupó, de nuevo ahora pienso en su extraño influjo que nos impedía evitarle hacer nada o hacerle preguntas. Ahora también creo que nunca lo vi comer ni dormir, ni siquiera le ofrecimos una habitación ni nunca entró al baño, y nunca le cuestionamos nada de eso. Empecé a sentir atracción hacia él, debo confesarlo, pero nunca pasó a nada más que una atracción de lejos, nunca me atreví a iniciar una plática con él. Nunca nos enteramos de dónde venía. La única cosa que pude averiguar de él la supe un día en que mi hermana Kísa, guiada por su habitual hospitalidad, me pidió que le llevara una taza de té al maestro. Se la llevé y dijo que no había probado un té tan bueno en milenios y se rio. Como siempre, su influjo me impidió pensar con claridad, le devolví la sonrisa y me fui.
Cuando los gemelos cumplieron xxx años, era mucho más notable su madurez emocional y física. Prácticamente ya sabían todo lo que debía saber un muchacho de preparatoria. Náo no podía estar más contento con ellos y con el maestro Gyéo. Por esos días, Náo y Kinábi recibieron la noticia de que su empresa iba a abrirse al campo internacional. Una vez más, en ese momento no vi sospechoso que aceptara tan fácilmente ir a cuidar de su empresa y dejar a sus hijos en manos del maestro Gyéo, sobre todo por la gran seguridad que habían demostrado Kinábi y Náo con respecto a ser padres, ahora me parece que fue una decisión egoísta, pero al menos no resultó en nada malo. Los gemelos se fueron con el maestro a recorrer el país durante los siguientes diez años. Pero por alguna razón no nos sentíamos tristes mi hermana ni yo; teníamos la impresión de que aún estaban con nosotras, de que los veíamos crecer y teníamos la certeza de que estaban bien. Viví con mi hermana Kísa en la casa de mi padre durante todo ese tiempo.
***
Séntsa salió.
¿Pero por qué te vas, Séntsa?
Áltra volvió a sentarse, revisó superficialmente los modelos de exámenes.
Aparentar, Séntsa, que tus apariencias hablen por ti.
[—Te quieren tanto que podrían reelegirte —dijo Íma.]
¿Qué tan bueno debe verse un gobernante para que el pueblo decida tenerlo de nuevo? ¿Qué tan bien quedaría eso en mi expediente? De seguro eso impresionaría a las universidades. Séntsa, ¿por qué crees que se les permite a los alumnos tener su propio sistema político, por qué hay presidentes, vicepresidentes y representantes? Porque es una práctica para la vida real; de aquí saldrá el futuro de Danzílmar.
[—¿Por qué le tienes miedo a esa tal Séntsa? —preguntó Áltra.
—No soy sólo yo —dijo Íma—, nadie más tiene muy buena impresión de ella. De hecho no tiene más amigos que su grupo de jínnyi.]
Mi victoria era casi segura aún sin ti, pero tú diste el empujón final que garantizaría mi reelección. Nunca se está lo suficientemente seguro.
[Según la encuesta de la última semana, la simpatía por la presidenta Áltra alcanzó más del noventa y ocho por ciento desde que Séntsa se postuló. De acuerdo a un sondeo de opinión por parte de los alumnos, era injusto que Séntsa se hubiera aprovechado de la oportunidad que le había dado la Presidenta Áltra, dicen que la ha usado para implementar una dictadura moral. Decía el periódico vocero de la campaña electoral: “La presidenta Áltra, cumpliendo con sus obligaciones de darle una oportunidad a todos los alumnos para sobresalir con ideas y programas para hacer del instituto Ítuyu una mejor escuela, concedió absoluta autonomía al Comité de Moral (encabezado por la alumna de primer año Séntsa Fónet), como lo dictamina la Constitución de la escuela acerca de la incapacidad del consejo estudiantil de interferir en asuntos ajenos a temas relacionados al estudio y enseñanza (Sección 3: Límites del consejo estudiantil, cláusula 1). La votación de la próxima semana decidirá si este aspecto de la Constitución será cambiado”.]
Se levantó y se preparó para irse.
La mejor manera de quedar bien ante los demás, es ser el diamante en comparación con la piedra.
[La Presidenta Áltra, en el periódico estudiantil a pocos días de iniciado el comité de Séntsa:
“Me temo que, una vez aprobado un comité de moral, la ley no permite al Presidente tomar decisión alguna sobre su manejo, la constitución solamente nos obliga a apoyar las iniciativas de los alumnos siempre y cuando se mantengan dentro de los límites de las leyes del estado, confiando en sus propias acciones y que actuarán con responsabilidad para hacer de nuestra escuela un lugar mejor. Lamento que algunas medidas de Séntsa no agraden a muchos, incluso yo estoy sujeta a todas ellas dado que, aunque sea la presidenta, sigo siendo una estudiante como todos ustedes y no soy una excepción. Espero que, pese a todo, podamos llevar la escuela adelante y que estos inconvenientes no opaquen la grandeza de nuestro instituto”.
“¿Está usted de acuerdo con las decisiones de Séntsa o las respalda de algún modo?”
“Lo único con lo que estoy de acuerdo y que respaldo es la libertad de cada estudiante para actuar bajo las normas de nuestra constitución, y si a Séntsa, una estudiante como ustedes o yo, la constitución le ha permitido emprender la realización de su comité, debo respetarlo, porque no puedo simplemente pasar sobre la constitución”.]
Lo siento, Séntsa, pero no importa qué tan bien ya le parezcas a los demás, no hay que desaprovechar una oportunidad para verse mucho mejor. Tárka no me preocupaba tampoco; ella era demasiado ingenua para saber qué hacer para competir contra mí. Pobre, fue la gran ignorada durante todo ese asunto, pero también me sirvió para verme mejor.
[“Es para mí un honor anunciarles, estimados alumnos del instituto Ítuyu, que, debido a una observación muy razonable por parte de los alumnos, ha sido decretado que las elecciones a la presidencia del instituto Ítuyu serán realizadas a mediados de Junio, justo después de los exámenes finales, para que el nuevo presidente comience con sus labores al regreso de las vacaciones, de ese modo el nuevo presidente tendrá un año escolar exacto para gobernar. Esto quiere decir que dentro de tres meses serán llevadas a cabo nuevas elecciones para Presidente del consejo estudiantil”.]
Lo cual obviamente ocasionó algunas preguntas.
[“¿Si no fuera porque usted se gradúa este año, se postularía de nuevo?”
“No, esta escuela ya ha tenido al mismo presidente por suficiente tiempo, es necesario que, para que el instituto Ítuyu progrese, haya cambio de líderes que aporten diferentes perspectivas y puntos de vista, porque es esta libertad de oportunidades la que distingue a nuestra escuela y a nuestro país.”]
Las personas recuerdan más lo que les haya hecho sentir mejor. Probablemente algún día llegue hasta la presidencia de Danzílmar, y los alumnos de estas generaciones, al recordarme a mí y lo bien que se sintieron conmigo, quizá me tengan más simpatía cuando sea la hora de votar. Verán mi imagen en la tele, me escucharán en los debates y en las entrevistas, recordarán estos magníficos años y dirán: “Yo votaría de nuevo por la presidenta Áltra”. Adiós, instituto Ítuyu.
Salió de la oficina.
Al iniciar el curso siguiente, había una nueva cláusula en la constitución de la escuela:
“Sección 4: Límites en las actividades estudiantiles, cláusula 7: no se dará apoyo ni se auspiciará ninguna actividad que pretenda imponer ideologías, creencias religiosas, posturas políticas o principios morales a los alumnos”.
Dicha cláusula fue la última aprobada por la presidenta Áltra y la primera aplicada por la presidenta Tárka. Nadie había pensado en ella antes porque, hasta la llegada de Séntsa, nadie había intentado hacer algo similar en toda la historia del instituto Ítuyu.
***
De todas las observaciones que los gemelos habían hecho al regresar de su serie de viajes, una de las que más llamó la atención fue la aparente normalización del romance entre Délo y Déla, que de manera súbita, al menos para ellos, había pasado de su etapa meramente romántica que rozaba el punto de lo insoportable, hasta adquirir la forma de un romance tranquilo, menos dependiente, incluso aburrido. Ya no caminaban de la mano, ya no estaban todo el tiempo tan pegados, ya no se la pasaban besándose en los descansos. A veces los oyeron pelear y reconciliarse, los vieron irse a cada uno por su lado con otros amigos y no los volvían a ver juntos hasta varios días después. Ya no se demostraban tanto afecto, al menos no en público. Sin embargo, era errado suponer que su relación se había enfriado.
Ya todos sabían que habían comenzado a tener sexo desde el segundo año. Délo y Déla no intentaron evitar el tema cuando sus respectivos grupos de amigos los interrogaban, y hasta sentían cierto orgullo de tener una pareja estable con quién hacerlo. Era bien sabido también que en más de una ocasión habían mantenido encuentros sexuales dentro de la escuela, rumor que, pese a ser verdad, era mantenido en secreto de los profesores por todos los alumnos, que se hacían sus cómplices de silencio.
El periodo de enamoramiento puro terminó gradualmente. Se sospechaba que el estar juntos tanto tiempo se había vuelto agobiante y quisieron darse algo de espacio. Decían que alguno finalmente había dicho o hecho algo que el otro no pudo ver a través de los lentes del enamoramiento ciego, o se dieron cuenta de que hacer que evolucione en amor, requiere no actuar tan emocionado con lo que el otro haga, sino que se debe ser honesto. Habían comenzado a oponerse a las ideas del otro, dejaron salir más sus propias opiniones, veían menos el mundo en relación al otro, y más a la de sí mismos. Todo eso sin perderse nunca el afecto que siempre se habían sentido.
Pero todo lo dicho no era más que las especulaciones de todos cuantos habían convivido con ellos. Oficialmente, cuando les preguntaban sobre por qué habían cambiado tanto, respondían una extraña mescolanza de todo lo que ya se sospechaba al mismo tiempo que no parecía nada de eso. En todo caso, tanto Délo como Déla terminaban siempre con la misma frase: “Pero lo/la quiero”.
Y ante aquella respuesta, ni Yáke ni Sínke tenían ganas de seguir buscando razones.
***
La reja se abre con un chirrido perforador. Ábant entra en el pabellón pensando que ya deberían aceitar esas viejas rejas. El pabellón está casi vacío salvo por tres celdas. Pasa la primera; el pederasta encerrado ahí apenas levanta la cara, pasa la segunda; el asesino de diez personas duerme de costado plácidamente, llega a la tercera; Vérend lo está esperando sentado en el suelo y apoyado contra la pared, para privarse a sí mismo del pequeño confort que le podría ofrecer su litera con sábanas blancas.
—Hola, Vérend —dice Ábant intentando no sonar muy intimidante pero tampoco muy amistoso.
—¿Qué quieres, Ábant? —Vérend no lo mira, habla al vacío.
—Sabes, se unieron otros dos al jínnliù de nuestros hijos. Pensé que te gustaría saberlo.
—Ya me lo dijo Kányu hace unos días.
—Sí, eso pensé —se apoya en la reja—, ya los conocí. Tienen unas ideas extrañas pero son buenos chicos. Tu hijo se lleva bien con ellos. Influyen mucho en él.
Vérend alza la mirada y le sonríe nerviosamente negando con la cabeza, vuelve a su ensimismamiento silencioso.
—Tu hijo no está solo ni triste —continua Ábant, suavizando su tono—; es el chico más optimista que he conocido —lanza una risa—, a él nada le molesta, admiro cómo se lo toma todo con calma. Sabes, los gemelos lo han hecho cambiar un poco; se volvió más pensativo.
Vérend se vuelve como si quisiera hablar sobre eso, pero en su lugar, interponiéndosele los barrotes en la cara, vuelve a sentirse encerrado, y dice:
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué te preocupas así? Estoy aquí para pudrirme, no pienses que puedes aliviar nada.
Ábant ya no intenta mantener una compostura profesional; no es ya un guardia sino un amigo:
—No eres como el resto de los que están aquí —titubea—, no creo que seas…
—No; yo merezco estar aquí —interrumpe Vérend gimoteando—, aún si me ofrecen la libertad, no la aceptaría; ¿qué le diría a mi hijo si salgo? ¿Cómo podría vivir de nuevo con él? A veces pienso que si se muestra feliz cuando viene es sólo porque cree que debe sentirse así, porque él no quiere ser un mal hijo como yo fui un mal padre. Yo no podría mejorar su vida —hace una pausa tan larga que parece que se ha quedado dormido con los ojos abiertos. De repente continua—: Ábant, ¿qué haré cuando ya no quiera visitarme, cuando se dé cuenta de que no merezco su compasión?
Ábant no responde, lo mira con tristeza y se imagina a sí mismo en esa situación, abandonado por su hija.
—No quiero dejar de verlo —continúa Vérend—, mi hijo, cuando mi único hijo finalmente deje de quererme, estaré solo, ya no podré verlo.
—Vérend, ya —Ábant casi grita—. Mira, tal vez merezcas estar aquí por el resto de tu vida, no voy a decir que lo que hiciste no fue algo horrible. Pero tú te arrepientes desde tu corazón y aceptas tu castigo, por eso yo creo que mereces ser parte de la vida de tu hijo. Yo también soy padre; siento lo mismo que tú. No sé realmente qué piensa tu hijo, pero agradece que al menos va por el buen camino, su vida no parece triste.
Y como Vérend deja de responderle, Ábant decide irse de ahí, pero antes le dice:
—Lo quieras o no, voy a venir a hablarte de nuestros hijos cuando pueda.
De ese modo Vérend continuó enterándose de la vida de su hijo. Algunas veces, cuando Kányu iba a visitarlo y contarle un poco de su vida, Vérend ya lo sabía gracias a Ábant, el cual con frecuencia se enteraba de todo por boca de su hija.
—¿Sabes? Ayer Yúska me dijo que Kányu ya tiene novia.
Lo cual hizo tener a Vérend una ligera sonrisa. Algunos días después, pudo apreciar una foto de la bella Íma Líb en el celular de su hijo.
***
A la pequeña Kuésta le han regalado un hermoso Níhyi de plumas amarillas en las alas y rojas en la cabeza. El pico ganchudo se afirmaba contra uno de los barrotes de la jaula, raspándolo de arriba abajo a semejanza de cuando se desliza la rejilla para abrir la jaula. Con sus ojos profundos y vivos de seguro había visto hacerlo muchas veces en la tienda de mascotas. Sus grititos se hacían más agudos cuando notaba algún rostro inteligente acercarse a su jaula, mas sólo para llenarle el recipiente de semillas y agua. A Kuésta eso le entristece, juzga al ave muy hermosa para estar opacada en el gris de una jaula y entre los vapores y suciedades de una cocina. Con su hermanito Áte un día se escabulló y la dejó ir, el pequeño no entendía mucho todavía, pero su hermana, para él toda una experta en la vida con sus pocos años de ventaja, le explicaba que las aves son para volar.
Desde entonces prefirió las plantas, pues, como también explicó a su hermanito, como no necesitan moverse, pueden ser libres donde sea. Convenció a sus padres para que le compraran un pequeño cáctus al que llamó Mashán (nombre escuchado en algún programa de televisión).
El cáctus Mashán balanceado sobre la cabecita de Kuésta, espina el aire con su bamboleo. Junto al cuaderno vigila las manos de su dueña, que aprende a hacer cálculos y trazar símbolos. Ésta le pregunta si así estará bien, si no se habrá equivocado, si quedaría mejor de otra manera. Mashán, en su sencilla inteligencia, responde con silencio. Pero empieza a llover, y Kuésta se pone su impermeable y sale con él para refrescarse los dos bajo las gotas. Las espinas raspan el agua, ésta las adorna hasta caer por su propio peso en forma de gotas. Duerme en la mesita de noche de Kuésta, a la distancia de su brazo, sintiéndose acariciado metafóricamente por la mano de su ama, y literalmente por las luces que entran parpadeando desde el exterior. Cuántas tiendas conoció Mashán, de cuántos artículos y alimentos le habló la pequeña Kuésta mientras ésta dejaba de ser tan pequeña. Cuántas veces conoció su escuela y a sus compañeros, pues prohibido nunca ha estado llevar plantas a las aula. Más calmado que muchos de los alumnos y nunca tuvo problemas de disciplina. Regresa a casa sobre la cabeza de Kuésta y todo se repite.
Escucha cuando la maestra anuncia la expedición para limpiar la orilla del rio Skér, cómo su ama se emociona, cómo se reúnen los niños el día previsto y los equipan con palos puntiagudos y contenedores de basura en las espaldas, mochilas cilíndricas que poco a poco se llenan de plásticos y papeles que habrían sido del descontento de los peces y tortugas del rio. A ver quién llena más cubetas. A ver quién deja más bella y despejada la orilla. Mashán simbólicamente es nombrado el supervisor de Kuésta, pues quién mejor para evaluar la pulcritud de la naturaleza que quien es parte de ella.
Pero entonces Kuésta pica algo duro que hizo un sonido antinatural, seco y sordo, amortiguado por la tierra pero aún claramente artificial. Excava un poco y descubre un cubo de metal y plástico, de un rojo intenso que la naturaleza aún no lograba borrar, con una cara de grueso cristal opaco. Su dueña se fija más de cerca en aquel objeto y suelta una exclamación. Mashán no tiene suficientes conexiones nerviosas para notar que su dueña no sólo estaba indignada sino también peligrosamente sorprendida; hubiera razonado que de la sorpresa puede surgir el asombro, del asombro el interés, y del interés la pasión.
Aquella maquinaria destruida encuentra permiso para ser transportada a casa de quien la encontró, pues con pocos argumentos se defendió que no era del todo basura. Entonces Mashán compartió atención con el cubo rojo, y como toda novedad, cautivó más a su dueña. No obstante, la novedad no retrocedió como una ola tras un tiempo, sino que siguió adentrándose tierra adentro hasta alcanzar las casas e inundar todo el mundo interior de Kuésta. Cuántas horas estuvo revolviendo las entrañas de ese cubo en el mismo lugar en el que Mashán tomaba el sol junto al cuaderno. Cuántas lluvias y cuántas tiendas no visitó por estar su dueña leyendo libros con fórmulas y sortilegios para regresarle la vida al cubo. Sus visitas a la escuela fueron menguando; ya no encontraba pedestal sobre la cabeza de su dueña ni al lado del cuaderno. Poco a poco fue dejando de ser el objetivo de la voz de su dueña, que seguía hablando en voz alta, pero ni al cubo ni a él, sino a sí misma o a la nada.
Una noche finalmente el cubo habló. Qué palabras tan hirientes, tan insoportables, tan desordenadas y escandalosas. Pero Kuésta estaba hipnotizada, no con las imágenes ni con el ruido, sino por la realización de que ella, con sus propias manos, las había regresado a la vida, una resurrección que por días la dejó con una expresión desorientada, atenta a todo a la vez que parecía no ver nada. Preguntó a su padre si no había otro aparato que necesitara resurrección o al menos atención, y éste le dio una vieja cafetera, y cuando ésta resucitó en sus manos, pidió otro, y luego otro.
Mashán se quedó en la cima de un librero, siendo testigo de su propio olvido ante una Kuésta que se obsesionaba cada día con cables y cálculos, como una madre gallina que no puede dejar de empollar huevos. Lentamente vio luz y oscuridad pasar en solitario, hasta que un día su dueña no volvió a la habitación. Y entonces todo fue silencio.
El ya crecido hermanito de Kuésta fue un día encargado de desempolvar la habitación de su hermana, lo que renuente pero diligente fue a cumplir. Encontró al cactus un poco arrugado, con una capa de polvo que se cayó al sacudirlo un poco, la maceta manchada por el abandono a los insectos y la tierra seca. Sin más emoción que el fastidio, el hermanito lo sacó al patio delantero junto con las demás plantas de su madre, con las que vivió contento, muy bien acompañado y cuidado todos los días de su larga vida.
***
Ya había conseguido que el pequeño Áigen se durmiera después de darle su medicina para el estómago; el pobre llevaba enfermo varios días y era descorazonador verlo tumbado en su camita con su carita triste por no poder ir a jugar con los demás. Ese día ya estaba empezando a sentirse mejor, lo que me alegró, pero tenía que cuidar también a los otros niños. Me daba especial trabajo una niñita que nos habían traído hacía unas semanas, de nombre Únza; había salido muy traviesa y correteaba por todos lados, las demás ayudantes perdían la paciencia con ella y me decían que me hiciera cargo yo, pues era bien conocida la gran paciencia que me caracterizaba, a veces creía que los dioses me habían dado la paciencia que el resto de las muchachas no tenían, pues era capaz de estar escuchando los chillidos o los escándalos de los pequeños sin desmoronarme ni romper en gritos, y los niños compensaban mi gran virtud haciéndome caso; me obedecían a la primera palabra que les decía mientras que las demás tenían que batallar a gritos con ellos. Tal vez exagero; sólo eran unos cinco o seis los que nos daban algún tipo de problemas en el orfanato. Me casé muy joven, pero pronto averiguamos que yo era estéril, lo cual me deprimió enormemente durante meses, y peor aún, mi esposo murió en un accidente de trabajo poco después. Tras recuperarme por un año, me uní al orfanato, donde poco a poco continué descubriendo la alegría de vivir. Me habían dicho que no me encariñara demasiado con los niños, pues sería doloroso verlos irse en caso de que fueran adoptados, pero no pude evitarlo. No saben cuántos pequeños pasaron por mis brazos, cuantas boquitas alimenté y cuantos cuentos leí, y cuando ellos se iban, sentía que tenía que superarlo traspasando mi amor a los nuevos, y el ciclo se repite incluso ahora a mis más de cuarenta años. Pero no es eso lo que importa.
Ese día, después de hacer dormir a Áigen, salí a jugar un rato con Únza al patio para que Zúla pudiera estar en paz un rato. Ella era una joven muchacha que se acababa de unir y todavía no se acostumbraba a cuidar a tantos niños, parecía estar ahí en contra de su voluntad, pero era útil para ayudar a los niños con sus tareas escolares. Estábamos jugando en el columpio cuando entró esta joven de cabello pelirrojo, su porte era elegante, firme e imponente como una estatua, la mirada como una jueza que cuidadosamente busca los más leves indicios de culpabilidad de alguien. Cuando vio mi uniforme de trabajo se me acercó.
—Disculpe, señora —me dijo con voz reverencial—, busco información.
Le dije a la pequeña Únza que se estuviera quieta mientras atendía a la joven, y continuó columpiándose solita. Ya estaba acostumbrada a las personas que querían información sobre el orfanato, pero ella me pareció todavía joven para querer adoptar o para dar a un niño en adopción, tampoco parecía el tipo de mujer que se haría voluntaria para trabajar aquí, pero supuse que todo podía ser posible.
—Por supuesto, señorita —dije—, ¿está aquí para adoptar o dar en adopción?, o acaso brindarnos su ayuda.
—No, señora —interrumpió—, busco información acerca de dos personas que estuvieron en este orfanato.
Ese tipo de circunstancia no era muy común, pero sí sucedía de vez en cuando. A veces, debido a circunstancias complicadas, algunos niños son separados de sus hermanos y terminan sabiendo de ellos ya de adultos. Ya había visto el caso de un hombre que llegó pidiendo información sobre su hermano, que había estado aquí, y gracias a eso pudo reencontrarse con él. Pensé que sería algo similar.
—Claro, sígame a la oficina, por favor.
La llevé hasta ahí mientras por mi mente pasaba la posible historia de lo que había sucedido. Tal vez, al morir los padres, otra persona se hizo cargo de ella mientras que los otros dos fueron enviados aquí. No pensé demasiado porque al llegar ahí estaba la señora Hén, revisando los papeles de una adopción que había ocurrido hacía unos días. Era una mujer de más de setenta años, pero era fuerte y robusta, tan devota al orfanato que decía que para qué quería hijos propios si tiene suficiente con los cientos y cientos de niños que han pasado bajo sus alas, decía que nunca olvidaba a ninguno que hubiera pasado por este orfanato, fuera uno de los niños o los ayudantes, todos éramos como sus hijos; podía pasarse horas y horas contándonos de los niños que vio llegar, crecer e irse.
—Señora Hén —dije—, aquí la señorita busca información sobre dos personas que estuvieron aquí.
La señora Hén se levantó y la saludó cordialmente.
—Bienvenida, señorita. Tome asiento, por favor —y mirándome a mí: —Yáme, ofrécele algo de beber.
—No, señora —dijo esa mujer—, no pienso quitarles mucho su tiempo, únicamente quiero información sobre dos hermanos gemelos que estuvieron por unos días aquí de recién nacidos. Se llaman Yáke y Sínke, y fueron adoptados por los señores Náo y Kinábi Grámt hace dieciocho años.
La inicial tranquilidad de la señora Hén se volvió sorpresa, la miró como si quisiera ver a través de ella.
—¿Qué es usted de ellos? —preguntó.
—Soy una amiga. Me llamo Séntsa Fónet, y parte de mi adolescencia la pasé en compañía de ellos. Se puede decir que ahora son parte de mi vida.
—¿Está usted con ellos? —preguntó la señora Hén, algo intrigada.
—No por ahora —contestó Séntsa—, me encuentro en Kutuzá porque me recomendaron estudiar aquí, ellos se encuentran ahora en otras ciudades, también para estudiar. Recordé que me dijeron que los habían adoptado de este orfanato y he venido.
—Si ya los conoce y sabe dónde están, ¿qué información necesita de nosotros?
Séntsa se veía un tanto incómoda por lo que iba a decir, pero al final habló con la misma seguridad con la que había llegado.
—Quisiera saber cómo fue que llegaron a este orfanato —dijo.
La señora Hén se dejó caer en su silla, y puso una sonrisa extraña, como si lo recordara todo y no se lo creyera.
—Yáme, ¿serías tan amable de traerme el archivo de Yáke y Sínke Grámt? —me dijo.
Entonces entré en la habitación de la derecha, donde estaban los archivos. Los encontré después de un corto rato (tuve que sacar unas pocas cajas de archivos antes de llegar a ellos), luego se los entregué. La señora Hen lo abrió. En él estaba su ficha de ingreso y adopción con todos los datos comunes de cualquier otro, pero noté que en el apartado de procedencia decía “desconocida”, algo común en los bebés que han sido abandonados sin más. Lo observó por unos largos segundos y se lo entregó a Séntsa. Ella lo leyó con gran interés y pronto reparó en la gran palabra “desconocida”, la observó atentamente.
—¿Fueron abandonados? —preguntó.
—Oficialmente hablando, sí —dijo la señora Hén—. Aún recuerdo bien esa noche en que los trajeron, y más que un abandono lo sentí como un préstamo.
—¿Préstamo?
—No olvido a ningún niño que ha entrado en este orfanato, señorita Séntsa, y mucho menos a esos pequeños de ojos anaranjados, que no comían ni lloraban, que estaban profundamente dormidos, como inconscientes, cuando nos los dejaron. En concreto llego un hombre alto que parecía un monje venido de un templo, pero con ropa casual. Yo lo atendí personalmente cuando lo vi; llevaba un bebé en cada brazo, estaban desnudos y completamente inmóviles. Me dijo: “Disculpe, ¿podría cuidar de estos pequeños por un tiempo?”. Yo me preocupé al verlos en ese estado, pero le dije que esto era un orfanato, y recalqué que había que llevar a esos bebés a un hospital, pues estaban tan inmóviles que ni siquiera se notaba su respiración; en verdad temí que estuvieran graves. Me dijo que no me preocupara, que sólo dormían y que iban a despertar en un día. Hizo un ademán adelantando los brazos para que los tomara, pero le dije que si quería darlos en adopción tenía que llenar unos papeles. Luego todo está un poco confuso, me sentí mareada, pero al mismo tiempo bastante bien. No sé por qué, pero le ordené a dos ayudantes que los metieran de inmediato, ellas los tomaron de los brazos morenos de ese hombre, el cual dijo: “Éste se llama Yáke, y éste se llama Sínke”. Aquellos nombres se nos quedaron para siempre en la memoria, y no los confundimos cuando los pusimos en sus cunas. Mientras mis ayudantes metían a los bebés, oí que ese sujeto dijo, me acuerdo muy bien: “No se preocupe, yo volveré por ellos cuando sea el momento”. Caminé de vuelta y mi cabeza se despejó de repente. Ese hombre ya no estaba cuando recuperé el control.
Mientras hablaba, Séntsa escuchaba con fascinación, y yo con temor. Aquello había ocurrido un año antes de mi llegada, y por eso no me tocó verlo. Me hubiera gustado estar ahí.
—Como es obvio, los hicimos examinar por el médico del orfanato —continuó la señora Hén—, él comprobó que respiraban y que sus corazones latían. Casi de inmediato parecieron dormir como bebés normales, así que sólo los mantuvimos en observación toda la noche. Al día siguiente despertaron, entonces pudimos ver el color de aquellos ojitos y todos nos quedamos, bueno, sorprendidos a lo mejor, preocupados a lo peor. Se quedaron varias horas como observando la nada, nunca lloraron y cerraban la boca ante el biberón, pero como nunca mostraron molestias y no tenían signos de maltrato o de algún trastorno físico, el doctor nos dijo que los observáramos cuidadosamente, que cuando tuvieran hambre nos lo harían saber. Cuando volví a intentarlo al día siguiente, aceptaron beber un poco, pero fueron apenas unos tragos y continuaron durmiendo. Cuando dormían eran iguales a los otros bebés, despertaban y bebían un poquito, observaban un rato el mundo y volvían a dormir normalmente. Pocos días después de su llegada, vinieron los Grámt y los adoptaron casi inmediatamente después de verlos, ahí puede comprobar los detalles de la adopción.
Sentí una extraña excitación al terminar el relato, planeaba hablar con la señora Hén a solas después de eso para saber más detalles, pero en ese momento me limité a ver el semblante de la señorita Séntsa, y vi que, aunque también estaba algo emocionada, no se veía del todo sorprendida. Me recordó a alguien que ya sabía la respuesta de algo y sólo hizo la pregunta para confirmar sospechas.
—Muchas gracias —dijo tras colocar el documento en la mesa, luego se levantó tranquilamente—, en verdad les agradezco su tiempo y perdonen por la molestia. Con permiso, ya tengo que irme.
—No ha sido molestia —dijo la señora Hén—, cuando quiera, señorita. Yáme, acompáñala, por favor.
Y así lo hice. Ella caminaba con el mismo semblante majestuoso y respetable, no mostró turbación o extrañeza por la historia de aquellos gemelos que ya conocía y de los que se llamaba amiga. Cuando llegamos a la puerta, se despidió cordialmente y se fue. No sé por qué regresé tan inmediatamente. Apenas había vuelto a entrar cuando me asaltó la curiosidad por saber cómo eran o qué hacían los gemelos en ese momento, y si ella los conocía y era su amiga, debía saberlo. Salí lo más rápido que pude y la busqué con la vista, pero sólo vi un coche alejándose, supuse que era ella. Volví decepcionada, pero esperando que, de una manera u otra, volviera a tener la oportunidad de saber qué había sido de esos gemelos.
92
Mi gran delgadez siempre ha sido notable; mis compañeros bromeaban diciendo que si me ponía de lado, desaparecía, o que podría limpiar una manguera desde adentro. Sea como sea, dejaron de llamarme por mi nombre, Búguo, para llamarme simplemente el Flacucho. Tan arraigado era ese apodo que cuando entraba en la escuela, dejaba de ser Búguo para convertirme en el Flacucho. Chicos y chicas convivieron conmigo durante esos tres años sin conocer mi nombre real. Me pregunto si hoy en día, más de veinte años después, se habrán puesto a reflexionar “¿cuál era el nombre del Flacucho del instituto Ítuyu?” Se llevarían un shock terrible si me vieran ahora, con mi gran barriga de grasa y muslos inflados por la pereza. Pero, fuera de eso, mi paso por la preparatoria fue tranquilo. Aún me parece recordar los largos caminos blancos entre los árboles, cuyas hojas y ramas a veces flotaban sobre el camino y se enredaban o ensuciaban el cabello en camino hacia alguno de los enormes edificios cilíndricos. Cada edificio de aulas constaba de dos plantas y una azotea. Al entrar a alguno de ellos, lo primero que se notaba era la gruesa escalera de caracol que unía la primera planta con la segunda. La primera planta la constituían la pequeña biblioteca, unas pequeñas bodegas, los baños, y también estaba la llamada “oficina del edificio”, que era un escaparate atendido por un supervisor, el cual archivaba las asistencias, los préstamos de la biblioteca… cada vez que algún alumno tenía que abandonar el edificio por alguna razón, éste debía avisar al supervisor, quien apuntaba la hora de partida y del arribo del estudiante, incluso cada vez que algún alumno descendía para ir al baño quedaba archivado; me parecía una exageración, pero qué le iba a hacer. Nunca me aprendí el nombre del supervisor, un hombre cuarentón con algo de sobrepeso; tenía una gran memoria, pues era capaz de recordar a cualquier alumno con sólo haberle preguntado el nombre y grupo una vez; la mayor parte del tiempo ni siquiera tenías que hablar con él para que te anotara en la lista de asistencia, sino que automáticamente lo hacía cuando entrabas.
Entre los dos pisos de los edificios de alumnos no había techo alguno. El segundo piso estaba rodeado por barandales interiores que comenzaban su circuito en el barandal de la escalera y daban toda la vuelta hasta terminar del otro lado; uno podía subir la escalera rozando el barandal con la mano izquierda o la derecha, dar toda la vuelta al piso superior y volver a bajar por la misma escalera sin haber levantado la mano del barandal. El aire acondicionado del interior a veces hacía que muchos alumnos llevaran abrigos sólo para el tiempo que estuvieran adentro y se los quitaban al salir. Las aulas eran todas iguales: sillas, escritorio de maestro y pizarrón, ventiladores que solamente algunas veces se usaban en lugar del aire acondicionado, y ventanas corredizas que daban hacia la pequeña selva, los caminos blancos, u otros edificios dependiendo del ángulo en que se localizaran. En la azotea había bancas y plantas en macetas, acomodadas en diseños diversos generalmente por los alumnos del club de jardinería. Una alta reja de seguridad la bordeaba, arruinando un poco la hermosa vista. Había tres lagos en la escuela, uno para cada sección (primaria, secundaria y preparatoria), y todos ellos tenían coloridos puentes rojos y cientos de peces de colores. Los bordes eran de piedra organizada en collage, y altas palmeras daban sombra sobre las bancas o secciones de césped en las cuales algunos se sentaban para almorzar.
Las clases eran de siete de la mañana a una de la tarde. El descanso comenzaba a las diez y duraba cuarenta y cinco minutos. Me gustaba pasar los descansos en la azotea, cotilleando con los amigos, todo tranquilo, todo normal. Pero a veces venía ese tal Sínke, no me acuerdo en qué grupo estaba, pero a veces subía y se ponía a platicar con nosotros como si fuéramos sus amigos de toda la vida. Pensábamos que era un fastidio con esa manera de hablar, creo que de todas las frases que soltó en nuestra presencia nunca entendí ninguna completamente. Decíamos sí a todo, asentíamos y sonreíamos incómodos. Él se daba cuenta de nuestra incomodidad y se iba. Una vez perdí una apuesta, creo que fue jugando dominó. El castigo fue ir a ese grupo de jínnyi y pedir que me dejaran ser uno de ellos.
***
Se puede decir que nací con el espíritu de un sirviente, quizás por alguna especie de karma por mis vidas pasadas. Mi padre fue el primer mayordomo del abuelo del señor Mírt Fónet, y yo le heredé su misma falta de interés por conseguir mérito propio o una vida fuera del trabajo seguro al servicio de otros. Sin embargo nunca me sentí infeliz con mi trabajo. Soy una de esas personas que la vida destina a no tener sueños ni aspiraciones a fin de poder ayudar a aquellos que sí las tienen. Esa es la manera en que las personas como yo nos sentimos realizadas aunque muy poca gente lo entienda. Tuve la fortuna de que mi esposa, Mína, fuera de mi mismo pensamiento desde que la conocí. Me casé con ella pocos días antes de que el señor Mírt naciera, y mi boda la pagó su padre en un gesto de extrema generosidad. Debido a las continuas ausencias de sus padres, mi esposa y yo nos hacíamos cargo de Mírt como nuestro propio hijo, el cual nunca pudimos tener porque, quizás de nuevo por el karma, resulté ser infértil. Pero cumplí con el señor Mírt; lo vi crecer y forjar su carácter emprendedor que lo hizo ocupar el lugar de su padre cuando éste murió de cáncer. No había problema suyo que yo no supiera y al cual no hubiera aconsejado algo. Hasta cierto punto incluso lo ayudé a cortejar a la virtuosa Zinénza Háo. Me enorgullezco de decir que el señor Mírt consideró que su unión se debió en parte a mis consejos sobre el amor y la familia, aunque nunca clamé ser un gran conocedor de eso; me limitaba a comentarle de las implicaciones del amor a través de la perspectiva de mi propio matrimonio, y me alegra que resultara para él también. Cuando nació la pequeña Séntsa, sentí que mi deber era entonces con ella, pero a diferencia del señor Mírt, su madre y ella eran casi inseparables. Pese a los compromisos sociales de Zinénza, no hubo un solo día en que no jugara con ella y le leyera un cuento, nunca faltó a decirle buenas noches antes de dormir y buenos días al despertar. La pequeña creció intentando ser un espejo de su madre.
Zinénza Háo, qué mujer tan admirable. Su apariencia relajada y sumisa engañaba a todos hasta que la escuchaban hablar. Su amplia cultura, lo tenaz y acertado de sus opiniones, dejaban admirados a todos. Se sabía de memoria la obra de Ráu Shórsta, era experta en las obras de arte de todos los periodos de Danzílmar, no había noticia mundial o nacional que no hubiera escuchado y opinaba de todo con un aire de dulzura y seguridad inigualables. Nunca se la vio ni se escuchó de ella cometer la más mínima falta moral; se sabía todos los códigos de ética tradicionales de nuestro país, conocía todas nuestras tradiciones, todas nuestras leyendas, todas nuestras fábulas, y vivía conforme a ellos y a sus enseñanzas. Cuando no estaba de acuerdo con la opinión de alguien, nunca se quedaba callada, pero la elección de sus palabras, su gran capacidad para lograr conectar con las emociones de los demás, y su porte imponente de dama culta hacían que el opositor se sintiera honrado de oír sus objeciones. El señor Mírt se sabía inferior a las virtudes de su esposa, y ella concordaba con él a forma de broma. Yo soy testigo de que aquel matrimonio era de un amor puro, tan puro como la propia Zinénza. ¡Qué tristeza cuando murió! La desolación nos afectó terriblemente a todos, pero la más afectada fue la pequeña Séntsa. Fue una experiencia angustiante verla tan pequeña e intentando ocultar su gran pesar de la vista de todos. Su madre le había enseñado que mostrar tristeza era infundir desconsuelo a los demás, y no había que ser desconsiderada provocando tales sentimientos negativos; era una actitud incorrecta para la filosofía de Zinénza. El señor Mírt tenía que continuar con los deberes en la empresa; Zinénza no hubiera querido que su muerte detuviera el curso natural de sus vidas. Por consiguiente, Mína y yo nos volvimos más cercanos a la pequeña, o al menos intentamos serlo, pero creo que nunca llegamos a significar para ella lo suficiente como para vernos como amigos. Sólo éramos compañeros que trabajaban en su casa y con los que a veces hablaba.
La vimos crecer. Pocas veces hablaba de las cosas que la aquejaban a menos que le preguntáramos primero, y ella, sacando los modales de su madre, nos conversaba de lo que sucedía con respecto a la escuela y sus jínnyi. También la guiamos durante su pubertad y los problemas inherentes a la misma. Tiempo después, cuando el señor Mírt decidió que iba a desposar a Íhra, ella no reaccionó, pero yo sabía que en el fondo estaba llorando. Yo ya había conocido a Íhra desde hacía muchos años. Era amiga de la infancia del señor Mírt, de pequeños los veía jugando juntos en el enorme jardín, y desde entonces advertí que sentía algo por él. Era una buena mujer, menos virtuosa que Zinénza, pero de todos modos muy inteligente y correcta. Era una figura muy importante en la compañía del señor Mírt, con alma de líder y gran sentido del deber. Durante mucho tiempo nuestra intención de que Séntsa se llevara bien con ella no sirvió. Se quedaba oyéndonos cuando le decíamos que no podía vivir toda su vida lamentando a su madre, pero sólo oía sin querer escuchar.
No fue sino hasta tiempo después de que sucediera lo de la elección presidencial de su escuela cuando empezamos a notarla más pensativa, más relajada, menos triste, como si estuviera poco a poco liberándose de un peso en su alma. Conforme pasaba el tiempo lentamente, empezó a verse más feliz hasta el punto que un día comenzó a hablarle a Íhra acerca de cómo iba todo en la empresa, en lo que mostró un interés verdaderamente honesto. Todos nos quedamos perplejos; no teníamos idea de qué estaba provocando ese cambio gradual.
***
Un día, Ázt le preguntó a Áte qué podría haber efectuado ese cambio en Séntsa. Éste respondió que desde que están con los gemelos han ocurrido muchos cambios, experimentando cosas nuevas y sorprendentes que sin duda harían cambiar a cualquiera. Aún más intrigado, le preguntó lo mismo a Yáke, el cual le había dado mala espina desde el primer día que lo conoció; Séntsa le fue hablando de él de un modo que expresaba desconcierto y fastidio, pero extrañamente también admiración y respeto, puso énfasis en que, si bien casi nunca estaban de acuerdo, valía la pena escuchar lo que tuviera que decir. Yáke sólo contestó que los cambios de realidad les habían hecho reflexionar a todos sobre la realidad en la que viven. Ázt quedó aún más confuso.
***
Yíban había experimentado desde pequeño los peligros de las faltas a la moral, su propia familia era un buen ejemplo de la vida miserable que los moralistas clamaban como el resultado del alejamiento de sus tradiciones y códigos morales. Su padre era un alcohólico que gastaba todo el dinero de su trabajo en licor y prostitutas, dejaba a sus hijos muchas veces sin comer y con el temor de que un día los lastimara en uno de sus arrebatos de ira. Su madre era una mujer sin educación que trabajaba limpiando casas; varias veces estuvo a punto de ir a la cárcel cuando la descubrieron robando a sus patrones, y se salvó debido a su lastimero estado de infelicidad que activaba la compasión de todos cuantos la veían. Su hermana había aprendido a utilizar su cuerpo para conseguir lo que quisiera, se convirtió en la puta personal de varios delincuentes que la compensaban con dinero, joyas robadas y protección; casi siempre regresaba a su casa con dinero sucio que egoístamente conservaba para sí misma. A parte de eso, los tres constantemente abusaban de él debido a que era el más pequeño, pacífico e indefenso. Algunas veces lo dejaron afuera durante las lluvias con el pretexto de que se había portado mal, mientras que en el interior su padre se divertía ebrio burlándose de la hija, insinuándosele sexualmente, la madre fumando en un rincón contando el dinero que había conseguido por artefactos que había robado, y la hija aceptando las insinuaciones del padre a cambio de dinero. Todo eso lo veía con asco, una repulsión tan grande que comenzó a ver en todos los vicios, todas las fallas, todas las debilidades humanas, una senda segura para llegar ese estado tan lamentable de la vida.
Algún tiempo después, al iniciar su adolescencia, fue salvado de esa vida gracias a las quejas de todos los vecinos, los cuales llamaron a las autoridades, separaron a la familia y lo metieron a un orfanato, donde permanecería hasta la edad adulta ya que nunca fue adoptado. Cuando entró al instituto Ítuyu para cursar la preparatoria, ya estaba completamente dominado por sus idealizaciones sociales y sus paranoias de inmoralidad en cada individuo. Había estado leyendo libros cuyos autores abogaban por un regreso a la moralidad tradicional danzilmaresa, en contraposición a lo que denominaban el “peligroso libertinaje”, al cual definían como “otorgar y proteger la libertad individual a costa de sacrificar el orden social y la paz individual, el rechazo de lo políticamente correcto en contraposición al estricto respeto, y la realización del propio individuo antes que el desarrollo de la nación como un conjunto”. Su paranoia crecía a tales niveles que, como ya se ha dicho, no podía mirar a nadie cometiendo una supuesta falta moral sin visualizarlo en el escenario familiar que le había tocado vivir. Veía a su hermana en los colores teñidos del cabello de las chicas, en su coquetería, en su felicidad al hablar del amor y de sus planes de entretenimiento. Veía a su padre en las pláticas sexuales y triviales de los chicos, en cada alago que le dirigían a una chica, a cada plan que hacían para divertirse y en cada intento de cortejo. Veía a su madre en todos aquellos que nunca se esforzaban al máximo, a aquellos que se conformaban con lo mínimo o en los que simplemente ignoraban y desentendían los principios de la moralidad tradicional.
Vio a Séntsa por primera vez cuando fungió como jueza en el concurso de altares. Ya había escuchado algo de ella y su fama de chica imposible con la que nadie quería tener nada que ver salvo su grupo de jínnyi. La existencia de ese grupo fue lo primero que le llamó la atención, pero al ver cómo le daba una crítica negativa al altar que había diseñado una de sus jínne, ignorando completamente todo lazo de afecto en defensa de sus principios, quedó obsesionado con ella y la admiró en secreto, pero su atracción era únicamente ideológica, nunca pasó por su mente la más mínima idea de un romance. Pese a eso, no se atrevió a acercarse o a hablar con ella durante un tiempo, y no fue sino hasta antes de las vacaciones de invierno, cuando vio los anuncios del comité de moral manejado por Séntsa, que supo que el momento había llegado por fin. Fue el primero en presentarse, y cuando lo hizo y se entrevistó con ella, tuvo que esforzarse por no sonreír como un tonto y por mantener una postura respetable, decidida y completamente comprometida.
“Estoy convencido de que este comité es lo que la escuela necesita, y toda la sociedad en general. Séntsa, estoy a sus órdenes, haré todo lo que pueda para traer más gente y hacerlos ver lo necesario de este comité”.
***
“No está en la naturaleza colectiva del danzilmarés el ignorar los problemas de los demás...”
Ráu Shórsta, el danzilmarés y sus demonios
Cuando el comité de moral se abrió, hubo muchísimas preguntas que todos los estudiantes se hacían, pero ninguna fue tan comentada y discutida como la cuestión de cómo había conseguido Séntsa un grupo tan relativamente grande de miembros para el comité. Hasta ese momento, nadie podría imaginar que en la escuela existiera una persona que apoyara sus ideas y sus propósitos, pero cuando vieron a ese gran grupo de jóvenes afilados como soldados, de miradas adustas y sin emociones, cayeron en la realidad de que no importaba lo absurdo o extremista que fuera una idea, siempre iba a haber gente que la apoyara y estuviera dispuesta a defenderla.
Una de las primeras chicas en unirse fue Ánkora, una amiga que Hínta había conocido desde el primer día, con la que rápidamente había congeniado debido a que las dos tenían gustos por las artes marciales, de vez en cuando platicaban juntas y hablaban de sus exámenes. Sin embargo, se consideraban más bien como amigas esporádicas, amigas de relleno la una para la otra, solamente hablando cuando no estaban con amigos más cercanos. Lo más interesante que supo Hínta de ella fue que quería ser dentista y que constantemente tenía pesadillas de que se le caían los dientes. Y a su vez, lo más interesante que Ánkora supo de Hínta fue que le gustaba observar las nubes cuando escuchaba noticias desagradables. Fuera de eso no tuvieron mucho que ver la una con la otra.
Un día, cuando estaba saliendo del instituto, Yíban le salió al paso y, muy cordialmente, la invitó a unirse al comité de moral. Cuando rechazó la invitación, Yíban perdió su porte pacífico como el de un evangelizador, y adquirió un semblante más pasivo-agresivo.
—¿Alguna vez te preguntaste por qué tu madre te pegaba de pequeña? —preguntó Yíban.
Ánkora tuvo un sobresalto, iba a preguntar cómo lo sabía pero Yíban respondió primero.
—Te suplico que no te asustes. Tenemos acceso a los expedientes de los alumnos para intentar ayudarlos mejor. En verdad lamento lo que tuviste que vivir, pero nosotros estamos intentando sembrar una semilla para que nadie más tenga que pasar por algo como eso.
—No creo que sea para tanto —dijo Ánkora, bastante incómoda.
—¿Qué te pasó en el diente? —Yíban se aproximó y observó su boca.
Ánkora no creía que Yíban hubiera podido distinguir desde esa distancia que uno de sus dientes incisivos era postizo; pensó que lo había visto en su expediente en la sección de salud. Como si fuera un acto reflejo, abrió un poco la boca y tocó su diente falso. Yíban ahora se veía triste, compadeciéndola exageradamente.
—Pobre, debió haber sido una pesadilla para ti, ¿no es así? Tu madre se enoja contigo más de la cuenta, no mide sus fuerzas y te priva de una parte de tu cuerpo. La ausencia de tu diente como una marca suya, una marca que quizás te afecta más de lo que yo puedo imaginar.
—¡Eso no te importa! —exclamó Ánkora, y continuó con su camino.
—Habrá una reunión el viernes después de la escuela en la oficina de la presidenta —se apresuró a decir Yíban—, sería un honor si pudieras ir.
Ánkora no supo muy bien por qué terminó acudiendo. Sus pensamientos eran confusos, poco ordenados, guiados principalmente por sus emociones. Sabía, o al menos creía, que la conducta de su madre era ocasionada porque ella había sido un accidente, una bebé indeseada que significó un estancamiento en sus planes, y en parte eso la hacía justificar la actitud de su madre. Ahora vivía con su padre, libre de miradas de odio, pero aun así era verdad que esa cicatriz iba a permanecer con ella. ¿Qué tenía que ver eso con el comité de moral? Todo. Un embarazo no deseado es causa de sufrimiento, inmediato o futuro; su diente ausente era resultado de la ausencia de moralidad en el comportamiento de su madre, sus pesadillas sobre perder dientes las interpretó como su miedo a que esa falta de moralidad dejara sin dientes al futuro del país. Tenía que ayudar a evitar los embarazos indeseados desde lo que consideraba la raíz: la libertad sexual, el deseo frente a la decencia, el placer inmediato contra la virtud.
He aquí que se descubrió el secreto del séquito de Séntsa. El día de la reunión, la oficina de la presidenta estaba llena de chicos y chicas que habían sido estudiados y convencidos por Yíban de manera similar a como lo había hecho con Ánkora. Todos tenían algún antecedente de infelicidad por parte de actitudes y conductas que Yíban los hizo asociar con la falta de moralidad inherente en la sociedad danzilmaresa. Jóvenes que extrapolaron sus casos hacia el mundo entero y que con la mejor de las intenciones estaban dispuestos a poner un grano de arena. La manera tan segura, tan carismática, con la que Yíban se había ganado la confianza de todos, los convenció de que hacían lo correcto. Ese pequeño regimiento de jóvenes se había convertido en un grupo de pequeños soldados de la moralidad.
***
Viéndolos irse, despreciándola, retándola, su corazón se encogió y sus piernas temblaron. ¿Cómo… qué? El aire de su boca pasaba como un siseo entre sus dientes. Había perdido sus lealtades. Estaba en peligro de ser delatada; su imagen, lo más preciado que tenía, su razón oculta por la que había ayudado a Séntsa, iba a arruinarse. No pensó por un segundo que no le iban a creer a aquellos dos chicos de malas calificaciones, sus pensamientos saltaron directamente hacia su propia expulsión. Vio una botella junto a un basurero, brillando con la luz naranja de la calle, y se le ocurrió una siniestra idea. Iba a quedar como una maniática vengativa, una loca desquiciada. ¡No! Tenía que revertirlo todo, castigar a sus traidores y quedar con buena imagen. Pocas imágenes provocan más lástima, compasión y simpatía que la de una violada, y pocas imágenes provocan más asco, repulsión y odio que la de un violador. La imagen de la víctima contra la del victimario, ángel contra demonio, bien contra el mal. Rio pensando en la valerosa historia de una pobre chica violada que sale adelante como si no hubiera sido nada. Violada cruelmente un día, sonriendo valientemente y luchando por su escuela al siguiente, ¡perdonarlos en público e incluso pedir su libertad!, ¡qué imagen!, ¡qué admirable! Tomó la botella y miró hacia todos lados. No se confió. Caminó hasta un callejón oscuro cercano, la luz de la calle no alcanzaba la parte más profunda donde había botes de basura de los cuales emanaban vapores orgánicos. Con un frenesí delirante rompió contra la pared el fondo de la botella y la sujetó por el cuello. Temblando, tanto por el miedo al dolor como por la emoción de su futura imagen, se despojó de la parte inferior de su ropa y apuntó con los bordes filosos de vidrio de la botella rota, como los dientes de un tiburón.
***
Málg Drún llevó una porción de draóhi de pato y pollo para cordialmente almorzar en casa de Bái Sémt después de su entrenamiento. Lo había preparado con una espesa salsa agridulce de naranja con cilantro y una pizquita de pimienta, la cual había vertido sobre el arroz y la carne de manera que no había diferencia visible entre la carne de pato y la de pollo. Bái roció la porción que se había servido con caldo de pescado y aceite de oliva que en combinación con la salsa agridulce de Málg le daba a la carne un aroma y gusto que duraba detrás del paladar durante horas.
—Sin ánimos de ofender, estimado —dijo Bái, sujetando un pedazo de pollo (o pato) con palillos chinos—, he notado que en las últimas semanas la resistencia de tu abdomen ha decaído. Antes podías aguantar más de tres patadas frontales sin siquiera tambalear, ahora basta apenas una para que el dolor surja en tu cara delatoramente.
—Bien lo dices, Bái —dijo Málg tras darle un sorbo al té de hojas de bambú—, pero has de comprender que tú has sido afortunado por tener todavía una buena cantidad de alumnos que vienen a aprender de ti, dejándote la posibilidad de poder vivir enteramente de tu arte marcial y el fortalecimiento de tu cuerpo. Mi caso es el contrario: mi arte marcial no interesa hoy en día, carezco de alumnos que puedan mantener mi economía, por ende me veo en la necesidad de trabajar por otros lados, en consecuencia mi técnica y mi cuerpo han pagado el precio por tener que ocupar mi tiempo en actividades que me remuneren económicamente de otra manera.
—Sin embargo no hallo razón por la que tu técnica no tenga éxito. De la mía o de la de los demás maestros poco tienes que envidiar, y no dudo que además de buen luchador seas además un excelente maestro.
—Los tiempos tienen la costumbre de cambiar. En tiempos antiguos eran necesarias las escuelas de nuestras artes marciales, cuantas más hubiera en la ciudad, mejor. Eran los tiempos de los guerreros Yaóre[1], cuando la fortaleza del cuerpo y la habilidad combativa generaban admiración y veneración. Hoy en día vivimos en un mundo mucho más pacífico, las artes marciales han borrado el antiguo sentimiento nacionalista de unidad como pueblo y la han remplazado por la mera competición o la mera salud.
—Sabes que cuando se trata de artes marciales, soy indiferente con respecto a si vienen de oriente, occidente o de Danzílmar, a diferencia de mis opiniones con respecto a otros temas culturales y políticos, pero he de decirte que, desde un punto de vista objetivo, las artes marciales orientales tienen una fama, un estilo y una imagen únicas, razón por la las artes marciales danzilmaresas parecen estar quedándose atrás incluso en su propio país.
—Me temo que tienes razón. Nuestras artes marciales no tienen el carisma para atraer al público. ¿Has visto películas de artes marciales en donde se realizan coreografías ridículamente largas, en las que es todo salto y pirueta y pose teatral?
—Las aborrezco.
—También yo. ¿Te imaginas alguna película de ese estilo usando yúndáo?
—El yúndáo debe ser fulminante, no elegante; directo, no divertido.
—He ahí el problema.
Desde la entrada se escucharon sonidos de jóvenes alegres, rientes, platicando con voces agotadas pero satisfechas. Entraron Hínta y Zúruk al patio con la fuente y vieron a los progenitores descansando a la entrada del dojo.
—Buenos días, señor Sémt.
—Buenos días, señor Drún.
Hablaron casi al mismo tiempo, con un repentino respeto tímido. Los padres, pese a mostrarse serios, también dejaron escapar pequeñas sonrisas.
—Continúen, jóvenes —dijo Bái.
—No se importunen por nosotros —dijo Málg.
Los novios entraron por el dojo a la casa, haciéndoles una pequeña reverencia. Entraron a un corredor y encontraron a Húba, quien hizo un pequeño comentario impertinente porque ambos se dirigían a la habitación de Hínta.
—Suerte que tienes quién continúe con tu línea, Bái —dijo Málg, un poco nostálgico.
—No digas eso, Málg. Tu muchacho es buen guerrero, devoto de ti y trabaja duro. ¿De dónde te ha surgido tal idea?
—Conozco bien a mi hijo, Bái. A diferencia de tu hija, sé que él en realidad no ama mi arte marcial. Tu hija ha superado las limitantes de su naturaleza innata, mi hijo sigue siendo demasiado pacifista, carente de motivación para renovar, reinventar o perfeccionar.
—En mi opinión, Málg, tienes una imagen de tu hijo muy errada. Pero aunque fuera así, ¿qué podemos hacer? Hay que dejar a los hijos formarse a sí mismos. ¿Sabías que mi padre estuvo en contra de que yo me instruyera en las artes marciales? Él vivió los horrores de las guerras civiles del siglo pasado; estaba en contra de todo aquello que pudiera representar el menor indicio de violencia en su familia. Mis entrenamientos tuvieron que ser a escondidas hasta mi edad adulta, cuando abandoné su casa y formé mi vida.
—Hablas con verdad, amigo. Pero ponte en mi lugar por un segundo. Tú tienes a tu hija Húba, quien a todas luces será la heredera de tu técnica, y a tu hija Hínta, que tal vez no siga sus pasos pero creará los suyos, su propia técnica hija de la tuya. Mi hijo no va a continuarme ni renovarme, él seguirá el camino de tu hija (que deriva del tuyo) y pronto se olvidará de mí.
—Qué insensato eres. Me sorprendes de verdad. ¿No se te ha ocurrido que ambos pudieran influirse el uno al otro, que lo que parezca a primera vista un cambio a otra técnica sea en realidad una unión entre ambas? En verdad te digo que en los entrenamientos que he tenido con mi hija, desde que es pareja de tu hijo, he notado una fuerte influencia de tu arte marcial.
—¿Lo dices de verdad?
—No te mentiría, amigo. Se influenciarán el uno al otro hasta crear un estilo propio, hijo de nuestros estilos, y este estilo nuevo algún día podría mezclarse con otro, y éste con otro, y así según el camino de la vida del mismo modo que nuestros hijos se unen y tienen hijos, que luego se unirán a otros y tendrán hijos, y así será mientras la vida sea vida.
—Tienes razón. No debía haber olvidado de ese principio de la naturaleza que aplica para los seres vivos tanto como para nuestras artes marciales.
(En la realidad que yo atestigüé, la predicción de Bái Sémt se volvió verdad)
***
Yo solía ir a menudo al Zôdyám[2] al salir de la oficina; no era un trayecto muy largo y podía pasar por el parque Géwn, un pequeño oásis entre ríos de autos, un lugar ruidoso, sí, pero era reconfortante saberme parte de esa ciudad, orgullo de Danzílmar, sé lo que te digo, viví por un tiempo en tantas ciudades de Danzílmar antes de casarme, cuando las ambiciones de la juventud todavía parecían una realidad alcanzable. No te dejes engañar, estuve en la mayor las islas Qárt, frente a las costas de Kutuzá, y aunque su clima tropical es envidiable, resulta monótono luego de dos meses; isla y ciudades divertidas sólo si eres un turista. En los desiertos de Kyél se me tostó la piel, aunque la alegría de sus habitantes y la variedad de tradiciones lo hizo llevadero durante algún tiempo. En la selva Tínyà[3] me dejaron seco los mosquitos, los únicos refugios eran las grandes ciudades de los estados de Yáok, Nihg y Étbaz. Espléndidas selvas y espléndidas ciudades, más parecían áreas o caminos de concreto y acero manchando el verde de la espesura, algo parecido al instituto Ítuyu, la escuela en la que mi hija fue presidenta. Recuerdo que cuando vi el folleto para decidir si inscribirla pensé que habían intentado reproducir la ciudad de Yáok en miniatura, en la que en lugar de grandes construcciones que rompían el verdor, eran edificios de aulas, bibliotecas y demás. ¿Quién no se sentiría cautivado en una escuela así? Aunque había muchos insectos, obviamente, pero al parecer a nadie le molestaba.
Te decía que también fui a Trún, a Xáv, a la isla de Gènd y el archipiélago Wírfe en el estado de Nió. Bueno, en resumen estuve por todo Danzílmar. Podría llenarte libros y libros acerca de cada lugar y cada experiencia que viví ahí. ¿Por qué dejé de viajar? Bueno, ocurren circunstancias que cambian tu modo de vivir, tu modo de ver el mundo, tus planes y tus deseos.
Conocí a mi esposa, nos instalamos en Shórsta, conseguí un trabajo en la Mâre’kói, empresa en la cual llegué a ser gerente del departamento de transportación varios años después, pero lo importante fue cuando nació mi hija y mi vida se sintió completa. Fue como si mis instintos paternos me hicieran olvidarme de mis antiguos sueños de juventud como viajero; esa hermosa bebé de mirada angelical me ancló para siempre en la monotonía de una misma ciudad, que afortunadamente resultó ser mi favorita.
Esa monotonía se rompió en varias ocasiones, como por ejemplo, cuando una vez casi me asaltan y un policía me ayudó, cuando hubo una lluvia de arena durante unos minutos, cuando hubo un apagón que nos dejó a oscuras por una semana. Sin embargo, lo más extraño ocurrió en forma de una gran coincidencia.
Tal vez no te lo puedas imaginar, pero hubo un tiempo que me dejé el bigote muy grande, no me preguntes por qué decidí dejármelo grande como brocha, simplemente quise; fue durante el tiempo que mi hija fue la presidenta de su escuela. Regresaba de la oficina pasando por la calle de la avenida del parque, y un muchacho me llamó por la calle; se había referido a mi bigote como un murciélago (mirando mis antiguas fotos, supongo que tenía razón), me habló no sé qué cosa que nunca había oído, me disculpé y me fui. Me sorprendió que el color de sus ojos era anaranjado, aunque quizás sólo eran unos de esos lentes de contacto que cambian el color de los ojos, sea como sea, pronto olvidé ese incidente, pero no al chico. Sin embargo, lo increíble fue cuando, pocos años después, me lo volví a encontrar en la misma calle, arrastrando una gran maleta con ruedas tras de él. Se veía sumamente feliz, demasiado en realidad, supuse que era porque esa semana habían terminado las clases. Pasó a mi lado y no me reconoció, lo cual no me sorprendió, pero lo que sí me sorprendió muchísimo fue que ya no se viera con ese rostro como de muerto con el que me lo había encontrado años atrás, sino que ahora no dejaba de sonreír con cierta malicia, y tarareaba como si no le diera vergüenza. ¿Qué te había hecho cambiar? Pensaba, ¿qué había pasado en todo ese tiempo que te había convertido en algo completamente opuesto a como eras antes? ¿Te pasó algo así como a mí? No sé por qué, pero me dio una gran curiosidad saber algo más de él. Lo seguí por una cuadra. No se me podía distinguir de alguien más que simplemente caminara en su misma dirección por pura casualidad. Apuré el paso y cuando llegué a él le pregunté la hora, me la dio amablemente. En efecto, sus ojos y su fisonomía eran los mismos, pero era como si hubieran puesto otra alma en él. Me fijé de nuevo en la maleta que llevaba. ¿Te vas a la universidad, muchacho? Pregunté recordando que los jóvenes que habían terminado la preparatoria estaban en la época de mudarse a otras ciudades para estudiar la universidad. Pensé que me había precipitado al hablarle así, pero él me contestó, como si fuéramos conocidos, Así es, voy a la estación de metro, ¿A qué ciudad vas?, pregunté casi sin pensar, Voy a Rìnd, ahí voy a estudiar literatura, Ya veo, dije, Vas a tener que tomar el barco en Yâok para ir a la isla, comencé a agarrar confianza, Te recomiendo que tengas cuidado con el té de espinas de pescado, es muy bueno, pero es una trampa para los de afuera, Ah, gracias, señor, me dijo tendiéndome la mano, se la tomé y nos estrechamos, Me llamo Télke Fén, mucho gusto, joven, dije, él movió los ojos hacia arriba como si intentara recordar algo, supuse que se iba a acordar de mí, pero entonces dijo, Yo soy Sínke Grámt, gusto en haberlo conocido. Continuó su camino hacia la estación.
Al principio me quedé pensando en su apellido, ¿Grámt? ¿Como Náo Grámt, el dueño de la Mâre’kói? Tal vez sólo fue una coincidencia.
***
Años después, Áte se encontró con Dúyu en un pequeño restaurante durante uno de sus viajes a Shórsta cuando le pidieron dar una conferencia en la facultad de filosofía. Áte no lo reconoció cuando Dúyu le llevó su plato de Draóhi-sénd[4] y su té de flor roja, sino que éste le preguntó casualmente si había sido alumno del instituto Ítuyu.
—Sí —dijo Áte, un poco incómodo—, generación 2015-2018.
—No me conoce, ¿verdad?
—¿También estudió ahí?
—Sí. Bueno, me expulsaron antes de terminar el primer año. Eh, me llamo Dúyuháveni Táim.
—Yo soy Áte Prágt, lo siento, pero no lo ubico.
—Yo la verdad nunca hablé con usted, sólo lo recuerdo porque lo veía juntarse con esos gemelos.
Áte bajó su taza.
—Si no le es mucha molestia, ¿podríamos vernos cuando sea mi descanso en quince minutos? Claro, si usted no tiene algún pendiente. Quisiera hablarle de algo.
Áte no tenía más planes para ese día, pero aun así dudó.
—Bien —respondió—, lo espero afuera.
Quince minutos después, Dúyu salió al estacionamiento y se sentó al lado de Áte en una banca. Áte le ofreció un cigarrillo; Dúyu lo aceptó.
—Sabe —dijo Áte—, ahora que me pongo a pensarlo, creo que escuché en algún momento su nombre.
—Por favor, tutéeme.
—Entonces tú también hazlo.
—No, no tengo ese derecho. Cuando me expulsaron me rendí en la vida y ahora no hago nada de gran importancia.
—Cómo quieras. ¿De qué querías hablarme?
—¿Todavía sigue viendo a los gemelos?
—Hace mucho que no sé nada de ellos.
—¿Pero aún puede ponerse en contacto con ellos?
—Te puedo poner en contacto con ellos si tanto de interesa.
—No, prefiero no verlos en persona.
Áte dejó caer ceniza sobre el pavimento.
—¿Qué es lo que quieres entonces?
Dúyu exhaló una senda amarga de humo. Miró a Áte como un penitente buscando redención.
—No sé si recuerda poco después de las elecciones de nuestro primer año, cuando hubo el escándalo de que dos alumnos violaron a la Presidenta Áltra.
—Sí, ya lo recuerdo —dijo Áte—, fue la única ocasión en la que llegué a sentirme mal por ella, llegué incluso a ir a visitarla durante su recuperación con todos los demás.
—¿Recuerda qué pasó después?
—Expulsaron a los culpables y fueron arrestados, oí algo de que la presidenta los perdonó o algo así.
—¿Sabe quiénes fueron? —preguntó Dúyu melancólicamente.
Áte lo miró sospechosamente.
—No —contestó tras otra bocanada—, Áltra dijo que no quería que sus nombres fueran hechos públicos, me pareció absurdo, pero estaba en su derecho hacerlo.
La sonrisa avergonzada de Dúyu contestó por él.
—¿Tú fuiste? —Áte incorporó el cuerpo.
—No. Quiero decir, otro compañero y yo fuimos los acusados. Nadie se dio cuenta porque la escuela alegó que nos expulsaron por nuestras bajas calificaciones.
—Pero no lo hiciste, ¿verdad?
Dúyu hizo como que no escuchó la pregunta.
—Esa chica estaba loca, si pudiera haber visto su actitud cuando nos pidió que lastimáramos a los gemelos, cuando se enojaba porque no podíamos hacerles nada…
—¿Lo hiciste? —preguntó Áte cada vez más desconfiado, como si mirara a un criminal.
—Respóndame algo primero —dijo Dúyu—, si lo hace, le contaré todo y no le quitaré más su tiempo.
—Está bien, pregunta.
—¿Qué pasó con la presidenta después de eso?
Áte hizo memoria.
—Continuó como una estudiante normal. No recuerdo nada más relevante.
—¿Y qué fue de ella cuando se graduó?
—No sé; no me interesó la verdad seguir sabiendo de ella.
Dúyu suspiró insatisfecho.
—Bueno, ahora yo le diré la verdad. Me da un no sé qué contar todo esto, por lo absurdo que fue todo. Áltra estaba celosa de los gemelos, y nos hizo a mí y a otro intentar lastimarlos. Lo intentamos varias veces cuando volvían de la escuela.
Áte escuchaba como si alguna mención de eso en el pasado volviera a su mente.
—Sin embargo —continuó Dúyu—, nunca pudimos hacerles nada, y es más, eran ellos los que nos dejaban tirados a nosotros. Después de un tiempo, quisimos dejar de hacerlo y Áltra perdió el juicio, lo que pasaba por su cabeza sólo los dioses lo saben, pero fue suficiente para que nos amenazara con expulsarnos de algún modo. Yóno, el otro chico, y yo nos negamos y la abandonamos en ese callejón donde habíamos intentado lastimarlos por última vez. Pocos días después, nos acusaron de haberla violado y torturado sexualmente en ese mismo lugar.
—¿No intentaron defenderse? —preguntó Áte.
Dúyu rio suavemente.
—No sirvió de nada. La gran presidenta siendo acusada de intentar dañar a otros estudiantes por calificaciones, dos donadies siendo acusados de intentar violar a la gran presidenta. Además ella llegó con signos de violencia en el cuerpo, especialmente en su vagina, ¿a quién iban a creerle?, la historia era casi perfecta, hubo testigos que nos vieron dirigirnos a aquel lugar, precisamente para golpear a los gemelos, lo cual Áltra aprovechó para su historia. Ya no había marcha atrás, nuestra vida estará por siempre marcada; esa mancha imborrable de violadores permanecerá en los documentos de nuestro paso por la vida hasta nuestra muerte; no puedo aspirar ya a nada que no sea limpiar la suciedad de la gente respetable. Sin embargo, ¿sabe cuál fue la cereza del pastel? Usted mismo lo dijo hace un rato. ¡La Presidenta Áltra nos perdonó durante el juicio! ¡Puede creerlo! ¡Retiró los cargos! He ahí a su gran heroína, la pobre víctima que valientemente perdona a sus victimarios, alegando que a pesar de haber sufrido mucho no pensaba que mereciéramos tal castigo, que no merecíamos perder valiosos años de nuestras vidas viviendo inútilmente en una jaula, que tenía fe en nosotros y que mejor buscáramos redimirnos ante la sociedad con nuestro trabajo duro y superación personal. Aún recuerdo todos y cada uno de los aplausos que surgieron del público. Yo ardía por dentro, humillado, arruinado para siempre, ¡carajo!
Los cigarrillos ya se habían consumido. Áte se volvió a acomodar en el asiento tan perezosamente como era su costumbre.
—Entonces ¿Áltra se lastimó a sí misma para hacer la historia más fuerte?
—Si fue capaz de llegar a eso para vengarse de nosotros por no querer obedecerla, habría sido capaz de algo mucho peor con tal de dañar a los gemelos.
—Que yo recuerde no hubo ningún incidente que los involucrara —Áte prendió otro cigarrillo, ofreció otro a Dúyu pero éste lo rechazó—, y si lo hubo, no fue algo que yo llegara a conocer.
—¿Cree que simplemente haya dejado de tener esos celos enfermizos?
—Sólo sé que la gente suele sufrir cambios, a veces de manera inverosímil y sin razones claras para los observadores.
Dúyu miró su reloj.
—Ya tengo que regresar —se puso de pie—. Fue agradable platicar con usted. Si tiene la oportunidad alguna vez, quisiera que les pidiera perdón de mi parte, por haber accedido a la locura de la presidenta, aunque tal vez a estas alturas no signifique nada. Buenas tardes.
—Espera un momento —dijo Áte poniéndose de pie. Durante mucho tiempo después, estuvo reflexionando sobre porqué dijo lo siguiente—: esos gemelos no son de este mundo.
Dúyu no se inmutó.
—Hubo un tiempo, mientras estábamos en el instituto, en el que comenzamos a aparecer en varios universos paralelos de manera caótica, y según entendimos, todo eso fue provocado por ellos de alguna forma que aún hoy no entendemos. En gran parte, esas experiencias fueron lo que me hizo decidirme a estudiar filosofía.
Dúyu sonrió amistosamente, y luego de unos segundos dijo:
—Historia inverosímil por otra, no esperaba que me creyera.
Áte bajó la cabeza y se encogió de hombros, como si concediera que lo que había acabado de decir fuera una broma.
—Adiós, profesor Áte[5].
—Adiós, mesero Dúyu.
***
¿Dónde estaba Zúruk cuando vio a Yáke?
El puente sobre el río Skér, domingo por la mañana, hora en la que los cláxones de los vehículos callaban por hallarse sus conductores en plácido sueño en sus camas.
¿Por qué estaba él allí?
Por las circunstancias familiares y personales que, desde el sábado anterior, lo habían dejado inquieto toda la noche, las cuales concernían su actuar y proceder en el futuro al graduarse de la preparatoria.
¿Qué pensó cuando vio al gemelo apoyado con los codos en el barandal, contemplando el fluir de las aguas enfriadas por la humedad de húmedo viento humedecido por la luna?
Tuvo sentimientos encontrados; al principio indiferentes, pues lo veía todos los días en la escuela, al lado de su antiguo amor que había perdido sin haberlo tenido, y por eso mismo también se sintió curioso, movido y dubitativo a hablar con él.
¿Por qué decidió ir a hablar con él?
Por el alivio extraño que la soledad y alejamiento de alguno de sus jínnyi le inspiraba, el recuerdo de la chica del cabello áureo aparecía ante él en la forma de Yáke, porque para todos en la escuela se había hecho costumbre que decir o pensar en alguno de los siete jínnyi era pensar en todos, como si se hubieran vuelto uno solo.
¿Qué hizo Yáke cuando se dio cuenta de que Zúruk se acercaba nerviosamente?
Nada.
¿De qué habló primero Zúruk al estar a dos metros de distancia del gemelo?
Preguntó por su ser y su estar, su existir y su vivir, su ir y su venir.
¿Por qué Zúruk se sorprendió?
Yáke habló con él normalmente, sin eludir a sus interrogantes, con una soltura que resultaba milagrosa en él.
¿Preguntó Yáke la razón por la cual el imprevisto coloquio tomó lugar?
No.
¿Por qué?
Estaba ya acostumbrado a los azares mentales de los procesos químicos de los cerebros de sus congéneres.
¿Cómo contestaba a sus preguntas?
Bien, mal, más o menos, aburrimiento, ir a tener una cita con Yúska dentro de tres horas, leyendo el Ulises por décima vez en la semana, probando nuevos sabores de salsas que Kányu amablemente preparaba para todos y sorprendiéndose de lo agradable de las sensaciones que su cerebro generaba al estarlos degustando en la habitual compañía que lo había condicionado y anclado a ese mundo.
¿Cómo reaccionó Zúruk?
Se interesó en seguir sabiendo acerca de lo que no sabía de la relación que llevaba con sus jínnyi.
¿Dedujo Yáke que quería hablar de la relación de Hínta con su hermano?
Sí.
¿Cómo?
Por las tenues y opacas insinuaciones de Zúruk con respecto a lo habilidoso que era Sínke en todo lo que hacía y la gran seguridad y certeza con la que se expresaba a pesar de su naturaleza melodramática, flexionando una voz que no filtraba su envidia ni sus sentimientos de inferioridad, y mencionando también a Yúska y cómo se llevaba con Hínta en una relación de estrecha sororidad.
¿Qué hizo Yáke?
Incorporó el cuerpo y comenzó a caminar por el puente, avisándole que podía seguirlo si deseaba.
¿De qué hablaban mientras salían del puente y recorrían el borde del río en dirección al distrito de Frî?
De la inquietante relación y disposición de cómo las circunstancias mutaban en bellas metamorfosis milagrosas y malignas mutaciones artificiosas, de los planes a futuro que en aquel instante no eran más que ficciones y realidades en otros universos, de los libros mágicos que mantienen encerrados conocimientos perennes que pocas mentes se atreven a liberar, de los dulces danzilmareses de los festivales de primavera, de los extranjeros cuya presencia era cada vez más palpable en Shórsta, de las asociaciones de vida que las relaciones familiares representan y sus fricciones y sus caricias entre las cuales podría haber no más de unas pocas horas de diferencia.
¿Qué sacó Yáke de todo eso?
Por primera vez se dio cuenta de lo interesante que podían llegar a ser las reflexiones de Zúruk cuando dejaba de lado su timidez y se hacía con las riendas de la confianza, esfumada poco a poco durante su proceso de cambio al que la vida lo había sometido desde la última vez que habían cruzado palabras hacía millones de segundos.
¿Qué dijo Zúruk que interesara a Yáke?
Contó que una vez, cuando era pequeño, se había enamorado de una niña mayor; nunca le dijo nada, años después, se volvió a enamorar de otra chica; no dijo nada pero se acercó a ella y tuvo una relación abierta de compañerismo, años después le gustó otra; logró ser su amigo, y al final le había gustado Hínta; a la cual se le declaró y fue rechazado. Sin embargo, Zúruk no concluyó que eso significaba que iba a tener más suerte la próxima vez, sino que ya tenía que darse por vencido en el amor.
¿Por qué sorprendió eso a Yáke?
No era común para un danzilmarés, a causa de la cultura en la que son criados, el pensar de manera tan pesimista con respecto al amor, especialmente cuando ya ha sido experimentado en las tripas a base de fuego y ácido.
¿Qué pensaba Zúruk con respecto a la tradicional concepción de que los danzilmareses eran uno de los pueblos más románticos del mundo?
Las continuas observaciones y experimentaciones que había efectuado en conjunto con sus colegas de vida no mostraban evidencia de que dicho postulado pudiera ser generalizable, pero los estudios concluyeron que los resultados eran aplicables a más del ochenta por ciento de la población danzilmaresa. El postulado era generalmente verdad.
¿Qué ejemplos palpables tenía Zúruk?
En ningún momento de su investigación se encontró alguna vez en un contexto temporal, abarcando desde la infancia hasta la adolescencia, en el que alguno de sus colegas masculinos o femeninos careciera de una pareja o de la disposición a adquirirla. Las excepciones eran infrecuentes y podían contarse con todos sus dedos. Muchas veces, una simple mirada delatora por parte del individuo, en principio inocente, pero que a último momento adquiría un matiz dulzón que delataba la sopa de hormonas de su cuerpo, era suficiente para que los colegas dedujeran el nivel de afecto amoroso del individuo.
¿Intentó Yáke continuar con el tópico amoroso una vez llegados a la gran avenida, a unas siete cuadras de donde habían partido originalmente?
Quiso agregar que, pese a que sus continuas experimentaciones, en las que él mismo había sido objeto y sujeto, habían significado en él un cambio de sentimientos contrastantes en comparación a su estado inicial al comenzar su investigación en la vida, todavía seguía manteniendo su postura original con respecto a futilidad y absurdez que el acto del cortejo implicaba. Pero optó por no decir nada dada la incomodidad que comenzó a percibir en su retraído colega.
¿Por qué Yáke aceptó volver a verse con él algún día y darle su número?
Le pareció que su inicial interpretación de la personalidad y motivaciones de su colega había sido un tanto injusta y apresurada. Era imposible, como ya había concluido bastante tiempo atrás, que en los individuos de personalidad aparentemente plana, predecible y poco interesante no se encontrara evidencia de un personaje vivo en sí mismo, con un desarrollo y evolución de apreciación inalcanzable para el observador externo. Era necesario exponer su dimensión social con el otro.
¿Qué pensamientos tomaban lugar en la mente del joven Zúruk en su trayecto de regreso al puente, con la intención de retomar el camino que originalmente se proponía a recorrer?
Sus conclusiones con respecto a la experiencia de intercambio de palabras con Yáke fue mejor de lo que pensaba. Sin llegar a desencadenar un sentimiento de fraternidad ni congeniar del todo, era interesante conocer un poco más lo que había en su mente, similar a sus primeros días en el instituto Ítuyu, en los que, en su tímida soledad, apenas mantenía contacto con sus colegas de clase.
¿Quién fue el primero en hablarle?
Un chico llamado Yóno, grande y fuerte pero dócil y bien intencionado. Le pidió si le podía prestar un lápiz. Zúruk se lo prestó pero no le fue devuelto nunca. Al parecer a su colega se le había olvidado devolvérselo por el bullicio, regocijo y conmoción del primer día, y Zúruk no tuvo el valor de recordárselo.
¿Qué pensaba hacer al regresar a su casa?
Se debatía ferozmente entre intentar descansar un rato en su cama o entrenar sus tibias dándose de golpes contra su apreciado poste de madera que tenían en el patio.
¿Qué edad tenía el propietario del barnizado poste cilíndrico cuando recibió su primera patada por parte de nuestro tierno objeto de estudio?
Habían dado xxx vueltas al sol desde el nacimiento del hijo de su primer dueño, que lo había estado utilizando diariamente por los últimos veintidós años, y antes de eso era un pedazo de madera abandonado en un terreno baldío.
¿Lloró Zúruk la primera vez que su pequeña estructura ósea impactó contra la enorme madera?
Sí, pero al día siguiente dio otra, y al siguiente otra, y al siguiente otra, y al siguiente otra, y al siguiente dos, y al siguiente dos, y al siguiente dos, y al siguiente tres, y al siguiente tres…
¿Alguna vez explicó por qué le gustaba tanto el ejercicio y filosofía de las artes marciales danzilmaresas?
Nunca.
¿Por qué optó por sentarse en el sofá de la sala al arribar a su vivienda?
Para reposar un poco el cuerpo y el espíritu sin caer en la tentación del estado letárgico del cerebro en el que la conciencia se suspende.
¿Funcionó?
No.
¿Cuántas veces había pensado que podría resistir la necesidad fisiológica del descanso nocturno?
Cada vez que en su infancia se lo había propuesto como un desafío a su propia niñez.
¿Qué sueña?
Imágenes rientes de rostros conocidos. Él pelea contra su ladrón del corazón, con sus patadas lo domina y somete a su extremo poder.
¿Cuándo?
En su futura ceremonia de graduación del instituto Ítuyu.
¿Dónde?
En el centro del auditorio, donde el usurpador de boca y ojos arrogantes se desploma por la golpiza e implora a su agresor detenerse. Zúruk lo levanta, le sonríe, lo felicita y declara resignado su derrota.
¿Por qué?
[1] Guerreros de élite del lago Dên.
[2] Famosa plaza del centro de Shórsta, frecuentada sobre todo por solteros o empleados que se juntan para beber y cenar después del trabajo.
[3] La zona más septentrional de la selva de Yáok.
[4] Draóhi con base de potaje y carne.
[5] La costumbre en Danzílmar es llamarse por el nombre en situaciones formales; llamar a alguien por el apellido suena servil.
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