Estaciones: Invierno I

                                                                                             

Atrapados en una tormenta helada.


Nos encontramos caminando a través de un valle frente a una región montañosa. Un velo espeso de agua congelada nos fue envolviendo conforme caminábamos hacia la montaña más grande, ensombreciendo todo de una blancura tan densa que apenas podía ver a pocos metros de mí. La masa de tierra se alzaba como una sombra gigante a través del polvo blanco, y por más que nos acercáramos no dejaba de verse igual de distante.
Pero el agua congelada me golpeaba el cuerpo; mi guía me permitió sentir cómo los átomos de ese mundo reducían su velocidad, a diferencia de cuando estábamos en el desierto, provocando por alguna razón fuertes mordidas que me hacían estremecerme. No quería extender las extremidades muy lejos de mi torso, pues era entonces que la dolorosa sensación llamada frío aprovechaba para envolverme. Mi cuerpo se sacudía contra mi voluntad, a lo que mi guía comentó:
“La vida en este mundo busca el frío cuando hay calor, y el calor cuando hay frío; la mayoría no se siente muy cómoda en un extremo o en el otro. Pero de todos modos existen los que se han adaptado a este clima así como los que viste en el desierto. Espero que podamos ver a alguno pronto.”
Pero apenas podía ver el camino, y no me imaginaba que hubiera ahí un ser vivo a menos que éste pasara a pocos centímetros de nosotros. Aunque mis piernas se hundían un poco en el agua congelada del suelo, dejando detrás de nosotros un rastro con nuestras huellas que rápidamente desaparecía a causa del agua congelada que de inmediato le caía encima, saqué fuerzas para luchar contra el viento, cuya fuerza aumentaba con rapidez hasta que una violenta ventisca me hizo doblegarme sobre mi propio cuerpo, tanto fue el dolor que sentí. Cuando parecía que todo había pasado, una nueva ventisca nos volvió a golpear y de nuevo me abracé con todas mis fuerzas. Para la tercera vez, me aferré al cuerpo de mi guía, cuya cercanía en algo alivió el dolor.
Hubo después un momento de calma que mi guía aprovechó para tomarme de la mano y llevarme con mayor rapidez, diciéndome:
“Debes aguantar un poco más. No muy lejos hay un lugar donde podremos descansar antes de la cima, lejos de estos vientos helados.”
El agua gélida se despejó un poco durante las siguientes ráfagas, lo suficiente para lograr ver a lo lejos a una criatura alada, de plumas rechonchas y pico corto, que volaba como cayéndose al suelo y levantándose, revoloteando como peleando contra algún enemigo que no podíamos distinguir. Al acercarnos más, comprobamos que en el suelo había otra criatura de orejas y patas largas, tan blanca como todo a nuestro alrededor, que desesperada intentaba huir del ave corriendo de un lado al otro. Mi guía los vio y comentó:
“Para ti este ambiente es doloroso, pero para ellos es un día más en la interminable existencia. El uno es más mortal para el otro que la nieve. El ave morirá si no atrapa al mamífero, y éste morirá si la primera lo atrapa.”
Pocos minutos después, la criatura terrestre era despedazada por la alada, tiñendo con sangre un pedazo muy pequeño de toda la blancura del suelo.
Seguimos nuestro camino, yo dejándome llevar confiado por la mano de mi guía, que soportando parte de mi peso impidió que mis pies se hundieran mucho y nos hicieran avanzar con más lentitud. Pero he ahí que gruesas nubes se formaron rápido sobre nosotros, sumergiéndonos en una casi total penumbra, y el agua congelada dejó de lado el color blanco al que ya me había acostumbrado para volverse tan negra como el cielo. La cima de la montaña desapareció por completo de nuestra vista, y ahora más que nunca me sentí ciego, casi tanto como cuando el océano me arrastró hasta casi tragarme en su penumbra.
El dolor se volvía cada vez más agudo y mi cuerpo no dejaba de tener espasmos cada vez más fuertes y largos; casi no podía levantar las piernas, y mi cuerpo era prácticamente arrastrado por mi guía.
Un ligero resplandor me golpeó los ojos, y un calor muy tenue, pero reconfortante, me cayó sobre la cara. Levantamos la vista y observamos que entre las gruesas nubes se había abierto un enorme agujero por el cual los rayos del sol podían pasar. En el desierto esos rayos fueron los que me provocaron mordidas dolorosas, pero ahora parecía que venían a apaciguar un poco las mordidas con las que el agua congelada y la oscuridad torturaban a mi cuerpo. Mi boca se sacudía demasiado para comunicarle a mi guía lo que pasaba por mi cabeza, pero siendo éste tan atento conmigo, pareció saber lo que pensaba, por lo que dijo:
“El sol te hace sufrir en el desierto, pero aquí te abraza con suavidad. Imagina lo feliz que habrías sido si una pizca de esta agua congelada y ventiscas heladas te hubieran acompañado en el desierto; tu travesía habría sido más placentera. Agradece al sol todo lo que puedas, pues me temo que no se quedará mucho tiempo más.”
Y en efecto, tras unos minutos el agujero de las nubes comenzó a cerrarse, y con él se esfumó el abrazo cálido del sol. Mi cuerpo volvía a temblar sin control con cada instante que seguíamos en esa penumbra gélida, y no me quedó de otra que confiarle mi peso casi por completo a mi guía.
Con la cabeza agachada veía el agua congelada del suelo y volvieron a mi memoria las hojas muertas entre las que me revolqué en el bosque, y me parecieron tan cálidas y acogedoras que deseé regresar a ellas. Se me cerraban los ojos; era el sueño que volvía por mí, pero esta vez no lo deseaba; no era un adormecimiento agradable como el que sentí entre las hojas. Esta vez no quería saber el tipo de sueños que me darían las ráfagas. Quizá soñaría con el huracán, pero que en vez de agua dejara caer hielo y lo rompiera todo a su paso. ¿Y si estos vientos golpearan al bosque, lo matarían también? Cierto que las hojas ya estaban muertas, pero estaban rodeadas de otro tipo de vida. Con estos vientos ya no habría nada vivo en el bosque.
Pensaba casi sin reflexionar en lo que veía. Vi el desierto sin arena y con esa agua congelada en su lugar; los animales que ahí vivían no tendrían más opción que irse, que huir de las mordidas del frío para buscar las mordidas del sol. ¿Así es con todos los seres de esta realidad? ¿Estaban todos tan limitados a su lugar de origen? Me dio pena, pero también recordé que mi guía me explicó que la realidad cambia y que no siempre han sido todas las criaturas lo que son ahora. ¿Vería entonces un día a las criaturas del desierto vivir plácidamente en esa montaña helada? ¿A las criaturas del bosque en el fondo del abismo del mar? ¿A ese animal bípedo volando en el cielo?
No me di cuenta cuándo me recostaron en el suelo, pero en lugar de sentir la humedad del agua congelada sentí la dureza de la roca, igual de fría, pero al menos lo bastante sólida como para no permitirme hundir. A la vez percibí que el frío disminuía muy ligeramente, y cuando mi cabeza se despejó lo suficiente, dijo mi guía:
“Nos traje a esta cueva para esperar a que pase la tormenta. Descansa, ya no estamos tan lejos.”
El frío sólo disminuyó hasta el punto en el que pude ponerme de pie, aunque el temblor de mi cuerpo nunca se detuvo. Ya casi no me golpeaban las ráfagas heladas, pero desde la cueva el exterior se veía como un abismo entre negro y un blanco esporádico. ¿En verdad había más criaturas como las que habíamos visto ahí afuera? Lamenté no poderme unir a ellas para estudiarlas mejor. Leyendo mi pensamiento, dijo mi guía.
“No hay realmente mucho que te falte por aprender. La vida es igual en todos lados, sólo cambian las formas y las criaturas, pero a estas alturas ya te puedes imaginar cómo son sus peripecias.”
Con ello me pude imaginar cómo esa ave se había comido al mamífero, y de ahí también me surgió la imagen de dichas criaturas refugiándose, apareándose, teniendo crías, muriendo, y repitiendo el mismo ciclo. También habría de ser así para las criaturas de los lugares que nunca había visitado, como los abismos de los océanos. Todos se matan entre sí, forman alianzas, se atraen y se repelen, se van a un mejor lugar o se quedan a formar hogares, todo eso es así aunque ni yo ni nadie esté ahí para verlos.
Tuve de nuevo algo de sueño, pero esta vez ya no tenía tanto miedo como antes. Me senté dándole la espalda a la dura y helada pared de la cueva. Mi guía se sentó dándole la espalda a la pared opuesta a la mía, y entonces se llevó las manos a la boca haciendo como una bola con ellas, y se las sopló. Curioso por eso, hice lo mismo, y comprobé con agrado que el aire que salía de mi boca estaba cálido, y entre más lo arrojaba entre mis palmas más caliente se sentía. Me reí por la realización que me llegó de repente: todo este tiempo el calor estaba dentro de mí y sólo tenía que sacarlo, al menos para aliviar el frío de las manos un poco. Seguí soplando hacia varios puntos de mis manos, y me imaginé que por adentro quizás estaba tan caliente como en el desierto. No sé en qué momento esa sensación agradable me calmó lo suficiente como para dejarme dormir, y mientras tanto allá afuera el frío no daba tregua a la montaña, que impasible se erguía dominante e invulnerable.


          



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