La caminata lunar



Ánke intenta llegar a su destino, pero la realidad termina por alejarlo cada vez más de él.



    Se le hace tarde a Ánke para ir a su servicio social en la escuela Méigi. La advertencia está clara: una sola falta, aun si te estás muriendo, implica la baja del programa hasta el siguiente año. Por eso va de prisa al paradero de autobuses al salir de la universidad. Faltan dos horas para que comience su turno, pero es mejor llegar muy temprano y perder el tiempo por un rato. Hace sol y los autobuses van llenos, pasan dos, luego tres y cuatro, y ninguno puede hacerse el espacio para uno más. Ánke se pasea nervioso y siente el dolor de sus entrañas cuando la combinación de prisa, hambre, calor y miedo se acumulan en él. Tendrá que pasarse el día con apenas una manzana y un pedazo de pan en el estómago, pues en el autobús está prohibido comer. Deberá confiar en llegar con suficiente anticipación para comprar algo en una tienda y paliar su ahora pequeña hambre esperando a que comience su hora.

Llega un autobús casi vacío. Qué alegre se siente. Sube y se refresca con el aire acondicionado. Un paseo tranquilo con poca gente y aire refrescante, un ambiente perfecto para bajarse el estrés y dejar descansar su mente de todo lo que ha hecho y aún le falta por hacer. Se sienta en la parte de atrás, cerca de la puerta trasera. Está empezando a relajarse cuando, unas pocas esquinas después, pide la parada un mar de estudiantes de una escuela preparatoria, que en manada se suben como si quisieran gritar “¡atibórrenlo, atibórrenlo!”. Instantes después ya no cabe una cucaracha, y el calor de toda la masa humana le da a Ánke la impresión de que el aire acondicionado ha subido su temperatura. Pero lo peor es que ahora apenas puede ver el mundo exterior desde su posición; así será más difícil observar las pistas de la ciudad que le indiquen dónde debe bajarse: primero debería ver un enorme letrero de una farmacia en el lado derecho, seguido de una casa de un amarillo muy intenso, y de inmediato un banco rojo que se anunciaba con una enorme letra “Z” de color morado[1]. Su inicial tranquilidad se esfuma para permitir que todos sus sentidos estuvieran atentos a la menor señal del letrero de la farmacia a través de la gente. Ah, si tan sólo se hubiera sentado junto a una de las ventanas del lado derecho. Qué tonto, qué incauto, qué confiado.

***

En algún lugar alguien dijo, o quizá sólo se lo inventaba para intentar justificar su terrible decisión, que la percepción entre los humanos es similar a la de un navegante que se confía pensando que uno no puede perderse en el mar; puesto que no hay obstáculos que surjan del agua, en teoría basta volver sobre tu camino en línea recta para volver al puerto. Pero por más que la memoria sensorial y visual le indicara a Ánke que todavía no habían llegado a su destino, su memoria temporal lo puso en alerta; bastaba que el tiempo transcurrido en la cabeza fuera levemente más largo o corto de lo habitual para caer en la ansiedad, sintiendo que con cada instante de más que pasaba, empezaba a alejarse más en dirección contraria. Cuando ese error en su percepción del tiempo y del espacio (que culpó parcialmente a la poca visibilidad y al ruido en el autobús) le hizo finalmente precipitarse a empujones hacia la salida, en su mapa mental de la ciudad se debía encontrar a unas dos o tres cuadras más allá de su destino. Ahora miraba de un lado al otro y no reconocía las calles, los comercios, los anuncios, incluso la gente parecía de otra ciudad, una más viva, menos consiente de su entorno, pero mucho más habladora. ¿Qué tanto se había pasado de su parada habitual? No importa. Sólo tiene que caminar sobre la ruta del autobús y eventualmente llegará. Eso hizo, o más bien intentó hacer, pues apenas hubo retrocedido una cuadra cuando su memoria ya no reconoció de dónde había venido el autobús. Sospechó que simplemente seguía la avenida principal, pero también recordó que poco antes de bajarse habían estado dando vueltas a través de una serie de cuadras antes de incorporarse a la avenida. Esperó un rato para ver de cuál de todas esas posibles calles adyacentes a la avenida surgía un nuevo autobús. Al ver que ninguno nuevo surgía ni de esas calles ni de la avenida, preguntó a un hombre que reparaba bicicletas en un taller.
—Por esta calle no pasa ese autobús —dijo sin despegar la vista de la rueda de la bici, que tenía varios rayos rotos—. Pasa aquí en la otra esquina, donde está el restaurante que tiene un cangrejo gigante, pero ese va para el centro.
Ánke agradeció y salió casi corriendo en busca del cangrejo, pero no se encontraba en la otra esquina como había dicho el mecánico, sino en la siguiente (lo otro no es lo mismo para los otros[2]). Frente al restaurante vio surgir al autobús como una oruga cautelosa. Apuró el paso y siguió de largo al restaurante. Pero pronto se vio de nuevo perdido al no saber ahora por qué otras calles había doblado el autobús en esa colonia pegada a la avenida. Viendo que sería una pérdida de tiempo volver a esperar un autobús nuevo por cada cuadra, decidió mejor esperar el autobús que viniera en sentido contrario. Pensó que el tiempo de espera sería menor que si simplemente se aventurara a errar en esa colonia esperando encontrarse con la ruta del autobús. No tuvo que esperar mucho, y para aumentar su alegría, iba casi vacío. Dudaba que tuviera que esperar tanto tiempo para volver a encontrarse con la calle donde estaba la escuela Méigi, pero por si acaso se sentó al frente, junto a la ventana. El nuevo autobús erró como una rata en un laberinto a través de esa colonia. Ánke estaba tranquilo y hasta disfrutaba de esas vueltas que habían sido cosa de preocupación hasta hacía un rato.

***

Una cosa curiosa de los autobuses es que, contrario a lo que el razonamiento nos haría suponer, y quizá también contrario a lo que el observador habitual está acostumbrado a ver, las rutas no tienen por qué seguir las mismas calles en sentido inverso. Esto es obvio tratándose de calles de un solo sentido, pero para el público general es a veces sorprendente que esto ocurra incluso cuando ambos sentidos se permitan, haciendo que muchos perdieran el tiempo esperando el autobús en la calle que no le correspondía sólo porque lo veían pasar por ahí en la dirección contraria. No había manera de saber qué línea de autobús en qué casos seguía las mismas calles y dónde decidía, casi caprichosamente, desviarse por otras calles, a veces alejándose tantas que parecían haber cambiado de ruta a la mitad del viaje para los primerizos. Ánke tuvo la desgracia de que el autobús que debía llevarlo hasta la escuela Méigi no entrara por la misma calle que la del autobús por el que llegó, sino que, con gran cinismo, dio otro rodeo más del que Ánke no se dio cuenta rápidamente, y salió hacia otra avenida que el pobre estudiante ya no reconoció. Sintió que le golpeaban varios rayos. Yendo en contra de las reglas del autobús, se levantó y se acercó al chofer, preguntando si iba a pasar frente a la escuela Méigi.
—No pasamos en frente —contestó el chofer haciendo muecas—, pasamos a seis cuadras de ahí.
Un poco más calmado, sacó el tono más formal que su idioma se lo permitía, y pidió al chofer si podía avisarle cuando llegaran al lugar en el que se encontrarían en paralelo con la escuela. El chofer respondió con varios “sí, sí, claro” como si en realidad no lo hubiera escuchado. Ánke regresó a su asiento ante las miradas desaprobatorias de los demás pasajeros. Esperó a la orilla de su asiento a que el chofer le avisara, sin dejar de mirar ansiosamente por la ventana intentando adivinar desde su ignorancia en qué punto se encontraría la escuela a seis cuadras de distancia. Lo peor que podía pasar era que se perdiera un poco tras cruzar la avenida, pero una vez en la colonia Méigi ya no debería tener problemas para pedir indicaciones a alguien. Miró su reloj y se sorprende de que todo ese infortunio le ha costado ya una hora. Pero no tendría por qué temer, pues no le tomará tanto encontrar la escuela una vez en dicha colonia. Esperó, y vio tiendas de ropa con maniquíes y una plaza que anunciaba las nuevas películas en el cine, y un lote de carros usados y varias cafeterías cuyo fuerte olor les llegaba al autobús y se quedó en él por un rato. Pero el chofer no decía nada, y más avanzaban y no decía nada, y seguía conduciendo sin dar señal alguna de dignarse a volver a hablarle. El pánico empezó a apoderarse de Ánke cuando su brújula interna le hizo creer que ya hacía mucho que habían pasado la escuela Méigi, pero un último rastro de confianza en el chofer lo hizo vacilar, y mientras pasaba el tiempo, y su fe en la promesa del chofer disminuía, más crecía la distancia a la que se sentía de la escuela Méigi. Sentía cómo el hilo que las unía se iba estirando con cada segundo que pasara en el autobús, y ese hilo chillaba como en una mesa de tortura medieval, y le rogaba que se bajara, que dejara de estirarlo, que se rompería y nunca podría llegar a la escuela.
El pánico finalmente le dio el golpe final de adrenalina, se levantó de golpe y pulsó el timbre. El chofer pareció aliviado de haberse deshecho de aquel pasajero.

***

Perdido y desamparado en un nuevo mundo dentro de su misma ciudad, Ánke continuó su camino. Todos parecían hablar otros idiomas, vestir otras ropas, incluso tenían otros olores y hasta creyó ver que sus rasgos habían dejado de ser de danzilmareses. Casi corrió en dirección contraria al autobús que lo había traicionado, casi haciéndose atropellar, casi chocando y derribando gente a su paso. Vio que faltaba media hora, y en un lapsus de brillantez, o más bien desesperación, decidió mejor cruzar la avenida y seguir recto, pues si los autobuses, a pesar de seguir diferentes calles, en principio van paralelos entre sí, debería llegar eventualmente a la misma calle por donde pasaba su autobús habitual. Con esa esperanza, no esperó a que la luz peatonal de la avenida cambiara antes de cruzar. Le pitaron, le gritaron de todo y le levantaron el puño, pero pronto se hubo adentrado en la colonia aledaña a esa avenida y corrió contando las cuadras. Una cuadra y veía viviendas con lindos jardines abiertos, donde cualquier ocioso podría entrar a estropear el césped o a dejar su basura. Dos cuadras y las viviendas se volvieron más cerradas, con rejas y muros altos, como si hubieran aprendido de los errores de las casas anteriores. Tres cuadras y había un parque con canchas deportivas, puestos de comida y una heladería donde se refrescaban los deportistas. Cuatro cuadras y vio pequeños comercios de abarrotes, hojalatería, cerrajería, un taller mecánico y tienditas atendidas por viejitos o señores a punto de convertirse en viejitos. Cinco cuadras y había una escuela, preescolar y primaria a la vez; era día de festival, por lo que los padres entraban cargando cajas plásticas con comida y las madres arreglaban los disfraces de los hijos. Seis cuadras, el número que el chofer traicionero había dado, y la ciudad seguía y seguía, con sus casas de techos planos y rejas como puertas de muros altos, limpias, aunque con algún plástico incidental en las aceras, las cuales, a pesar de estar bien cuidadas, tenían que resistir los persistentes embates de las plantas que se empeñaban en abrirse paso entre ellas. Pero la calle que tan bien conocía, por la que durante tantos meses había transitado en el camión que lo llevaba hacia Méigi, no estaba.
Temblando, regresó a la escuela de antes y preguntó casi jadeando a una de las madres cómo podría llegar a Méigi. La mujer pensó mirando a la nada por un instante y dijo:
—No me suena, la verdad —no lo miró mientras hablaba—, pero espérame un momento —llamó a su marido y le repitió la pregunta.
—¿Méigi?... Méigi, Méigi, Méigi —dijo el esposo como si fuera una sola palabra— creo que aquí a cinco cuadras —señaló hacia el camino por donde Ánke había llegado— pasa el autobús que pasa por Méigi.
Ánke explicó que no era así, y brevemente contó la desgracia que le había ocurrido con el chofer. El marido se compadeció y maldijo al chofer, su mujer también, y por último también el hijo.
—Si no es por ahí, entonces creo recordar que aquí a dos cuadras —señaló hacia las calles opuestas a la escuela—, pasan varios autobuses que creo, ¡creo!, que se acercan a Méigi.

***

No llegará. Hubiera preguntado a más gente antes de hacerle caso a ese padre que creía que sabía algo. ¿Pasa cerca de Méigi?, preguntaba a cada autobús. No, le respondían siempre. Diez minutos quedaban. Lo más fuerte del sol había pasado y la luz pasaba de ser molesta a agradable, acompañada de los primeros frescos de la noche. No, y no, y no, y no. Ánke no pudo evitar lloriquear, pues ni aun llegando el autobús correcto podría salvarse, sólo si los dioses ahora se apiadaran y detuvieran el tiempo, o si se incendiara la escuela. Pero entre esas ideas y otras más perversas y pesimistas surgió un principio de paz. Ya estaba todo hecho. Si ya nada podía ser evitado, si ya estaba condenado a tener que repetir su servicio un año más, ¿por qué desperdiciar lágrimas y rabia? Ve a tu casa y descansa, Ánke. Dale un descanso a tu cansada columna, a tus pies magullados, a tu mente alterada, que de nada te sirve graduarte con honores, como un alumno modelo y apreciado por todos, si estás tan demacrado y sin sangre en las venas. Muy bien, pregunta si el siguiente autobús pasa por la colonia donde está tu casa.
—Sí, pasamos —dice el chofer, que se ve mucho más feo pero te habla mucho más amable que el anterior—, sólo que están arreglando las calles de algunas colonias y vamos a tener que dar un rodeo por las afueras.
Pero a ti sólo te importa el “sí”, por eso te subes y de dejas llevar. En efecto a lo lejos se ve el humo y llegan los ácidos y ponzoñosos olores de las obras, hay tanto polvo que más parece que ha habido un terremoto. El autobús dobla hacia el oeste, hacia el anillo que le da la vuelta a la ciudad, y sigue y sigue por más de media hora hasta que lo alcanza. Qué horror el que pensó en tal desvío, que en vez de hacer bajar el autobús hacia el centro tuviera que dar todo ese rodeo que le llevaría hasta una hora antes de bajar por el otro lado de la ciudad. Eso pasa por tu mente adormecida, y también tu parte comprensiva te dice que si así se decidió, es porque hay una razón para eso, una razón que no pueden saber los simples clientes, como por qué a veces los choferes rompen los boletos, por qué a veces se bajan a ver algo en la parte de atrás del autobús, por qué a veces toman otras rutas sin avisar o por qué no dan parada. Todo, piensas, debe tener una razón. Y también por qué son las reglas de tu escuela como son, por qué te expulsarán del programa por una falta y tendrás que recursarlo el próximo año. Pero todo tiene una razón.

***

Cuando despertaste ya era de noche, el autobús seguía rodando y creíste que estar en él era parte de un sueño. Te asustaste al verte en medio de la carretera, con sus árboles oscuros pasando velozmente frente a la ventana. No había ningún otro pasajero; sólo veías la cabeza casi calva del chofer, con apenas vellos en la nuca.
—Mala noticia, chico, me ordenaron que ya acabe por hoy —te dio un escalofrío, que se convirtió en un intenso calor en la espalda cuando el autobús empezó a detenerse justo frente a una parada en medio del campo—. Voy a pedirte que te bajes, chico. Pero no te preocupes; es muy probable que pase el nocturno que viene de Kórens. Te llevará directo a Éntas.
Parecías estar hecho de tela mojada cuando te bajaste. El chofer te dio una última mirada de disculpa seguida de una sonrisa de ánimo, y se fue. Cruzaste la carretera hacia la otra parada. Eran apenas las nueve de la noche, pero se sentía mucho más tarde por el inusual viento de los páramos, que se enfriaba al entrar en la zona boscosa. Ahí esperaste apretujado contra uno de los duros asientos, casi agazapado, con apenas una pierna extendida. Pese a haber dormido por un buen tiempo apenas podías evitar que tus párpados te hicieran dar fuertes pestañeos. Querías llorar, pero si te sentías miserable no era ya por tu servicio social perdido, ni porque tus malas decisiones y, ¿por qué no?, la mala suerte y la mala fe del mundo te habían llevado hasta ahí. Querías llorar porque estabas solo en medio del bosque espeso, y lo único que querías era volver a una casa ya tan lejana, tan inaccesible, que se te empezaba a olvidar cómo era por dentro. Así es: olvidabas cómo era el lugar al que querías llegar, porque sólo podías pensar en llegar a él sin que ninguna oportunidad se concretara en avance alguno, sólo una cadena de pequeñas esperanzas que encontraban el modo de llevarte en la dirección contraria.
Pero ahora no puedes pensar en sentirte desamparado, porque una vez más estás frente a la oportunidad de avanzar. Les rezas a los dioses para que el nocturno llegue, que no haya sido sólo otra esperanza que te dejaría con el corazón en el cuello. Pero pasan las horas y por la carretera no ha pasado ni un carro. No se escuchan ruidos de vehículos ni a la más remota distancia, y las luces que iluminan la carretera te parecen menos luminosas, como si poco a poco se estuvieran apagando. Ese paradero era como una isla en medio de la oscuridad del bosque, frente un camino que lleva a la civilización pero sin nadie que sirva de vehículo. Da la media noche. Tu sueño te ha abandonado y ahora caminas de un lado al otro, por momentos fijas tus ojos por donde debería aparecer el nocturno, murmurando “aparece, por favor aparece”, y pensando “no quiero estar aquí, por favor, no quiero estar aquí”. No aguantas y te sientas conteniendo tu cabeza con tus manos, como si ésta fuera a salir rodando de tu cuerpo. Si alguien pasara, pensaría que te ha atacado un súbito e insoportable dolor de cabeza que estuviera a punto de hacerte gritar.

***

—¿Te encuentras bien?
Era un hombre en sus cincuentas, casi totalmente cano y de bigotes espesos, que había detenido su bicicleta junto al paradero. Levantas los ojos e intentas recuperar la compostura, aunque tu voz es temblorosa cuando le explicas tu situación.
—Ya no creo que vaya a pasar el nocturno ahora —dijo el ciclista, mirando hacia la carretera con la mano en la nuca—. Pero hay una manera de que puedas atajar a la ciudad. Mira —señaló con un dedo grueso hacia la dirección por la que había llegado—, allá como a dos kilómetros empiezan a aparecer unos caminos de piedra. Si quieres camina hasta allí y toma el tercero que encuentres, ése te llevará directamente a uno de los suburbios de Éntas. Ojo porque los demás te llevarán a granjas y ranchos.
Una esperanza se había apagado y aparecía otra, que aunque no se viera muy luminosa, y ciertamente sonaba algo dolorosa, te abrió la puerta para escapar de esa insoportable parada esperando algo que nunca llegará. Le agradeces sin poder logar que tu voz no sonara temblorosa. El hombre te sonrió, te deseó una buena noche y siguió pedaleando. De inmediato te pusiste a caminar, primero con seguridad, pero al ir entrando en la breve iluminación de la carretera empezaste a extrañar la seguridad de la parada. Tuviste que hacer un esfuerzo más allá de tus capacidades para convencerte de no regresar, y con ese ímpetu surgido de la idea de un atajo a la ciudad hiciste que tus piernas caminaran con la fuerza de un soldado. Llegaste al primer camino, cuyo final se perdía en la oscuridad. Tras otro rato llegaste al segundo, que igual parecía que descendía a un abismo. Cuando llegaste al tercero, y viste que también parecía no tener fin, aguantaste la respiración. Aún podías ver la parada a lo lejos y te pareció que te llamaba con su luz y sus estructuras metálicas. Pero no debías, sería inútil volver ahora que estabas ahí en frente del tercer camino. Diste un paso, luego otro, y otro hasta que te sentiste atrapar por la oscuridad, que ya no te parecía tan oscura como desde afuera. Entonces el sonido de un vehículo que pasó velozmente por la carretera casi te detiene el corazón. De tu momentánea parálisis saltó como de un resorte una energía inaudita que te hizo regresar corriendo a la orilla de la carretera, y entonces todo tu mundo se vino abajo cuando distinguiste, ya lejano y cerca del paradero, el autobús nocturno que te habías convencido de que nunca llegaría. Gritaste como si tuvieras todos los huesos rotos, entraste en la carretera y agitaste los brazos como un náufrago pidiendo ayuda, pero el nocturno ni se enteró, y si lo hizo ya no le importó, porque ya no estabas en el paradero. Se alejó rápidamente hasta desaparecer por la carretera y tú te quedaste de rodillas con la cabeza postrada sobre el asfalto como un religioso que implora por misericordia. Ahí lloraste, sí, lloraste mucho y ni siquiera pensaste que algún coche podría pasar y atropellarte, o si lo pensaste, fue con regocijo.

***

La luna daba buena luz sobre el camino bordeado de árboles secos y frescos por igual, a veces alternándose de uno seco y uno fresco, o de dos en dos o de diez en diez. Las piedras las sentí frescas por debajo de mis suelas y era cómodo caminar sobre ellas, o tal vez era que mis pies ya estaban perdiendo la sensibilidad de tanto caminar; imaginé que podría marchar sobre espinas sin sentirlas. A los lados el bosque continuaba oscuro y silencioso, pues incluso los pequeños moas tienen que dormir para tener energía, pero la mía provenía ya de ningún lugar, sólo de la necesidad de seguir caminando bajo la luna. De hecho me dieron ganas de levantar la vista para verla directamente: estaba casi llena y parecía muy cercana, como si se pudiera llegar a ella de un salto. Ahora iluminaba el camino que seguían mis pies, que ya no tenían la esperanza de que fueran a dar con el lugar que me habían prometido, como todo en ese día. Pensé entonces que el primer hombre que pisó la luna nunca se imaginó de niño que terminaría caminando sobre ella cuando la contemplaba desde la tierra, pero habitualmente uno no puede predecir con tanta anticipación adónde lo conducirán sus pasos. Yo esa misma mañana me levanté a la misma hora que todos los días, desayuné lo mismo, me fui a la misma hora al mismo lugar que desde hacía años, y mi previsión era que iba a llegar a mi servicio en la escuela Méigi, saldría dos horas después, regresaría a mi casa, estudiaría un rato, vería la tele, jugaría ajedrez con mi abuelo, me dormiría temprano y repetiría lo mismo al día siguiente. Y sin embargo ahora estaba caminando en medio del bosque, sobre un camino iluminado por la luna, con sangre en mis pies, muerto de hambre y con la espalda doliéndome por la mochila que no había dejado de cargar por horas. ¿Qué pasará mañana aun si logro llegar a la ciudad? ¿Cómo explicaría a mi familia mi ausencia, o tal vez incluso a la policía, que ya debería haber sido contactada? ¿Tendría la voluntad de que nada de eso importara, y dirigirme a la escuela a la hora habitual, ahí enfrentarme al hecho de tener que repetir el servicio por otro año? Todo eso era inevitable incluso si tardaba otra semana en llegar a mi casa. No me pasó por la cabeza, aun a esas alturas, que nunca podría llegar, que estaría condenado a seguir retrocediendo mientras intento avanzar. Hasta yo pensaba que sería ridículo que todos esos extraños golpes de la vida pudieran durar indefinidamente sin descanso. No era posible que la realidad nunca se aburriera de hacerme quedar mal. Pero por más fatalista que pudieran sonar mis quejas, no sentía odio ni rencor contra nadie, ni contra el mecánico que me dio mal el lugar del restaurante del cangrejo, ni contra el chofer que no me avisó cuando lo prometió, ni contra el padre y la madre que me enviaron a un paradero incorrecto, ni contra el chofer que simplemente me dejó en medio de la nada, ni contra el hombre de la bicicleta que me hizo recorrer un camino en medio del bosque que parecía no tener fin, y que no me llevaba a ningún lugar que se pareciera a una ciudad. No creo que hayan sido parte el complot de la realidad, sino peones sacrificables de ella, cada uno caminando en alguno de sus múltiples caminos iluminados por lunas en medio de infinitos bosques. Que yo tal vez en su lugar hubiera dicho “no lo sé, es por ahí, si haces esto pasará esto, creo que es así”, y me habría equivocado y enviado a otro adónde estoy ahora. Pero en realidad no quería seguir pensando en eso, ni pensar en la luna ni en el camino. Sólo era un ente que caminaba hacia algún lugar, quizás con la suerte de encontrar el lugar al que quiero llegar, probablemente con la fortuna de llegar al lugar en el que debo estar, con el riesgo de llegar adónde no debo ir. Sólo caminé hasta que la luz de las piedras se hizo anaranjada y el fresco retrocedió ante una nueva calidez. El sol ya salía, devorando las estrellas y empujando a la luna. Eso no cambió en nada mi marcha.

***

A lo lejos divisé una construcción, que al hacerse más grande distinguí como la entrada a una granja. En mi estado de intensa somnolencia, en que mis emociones se confundían entre sí, caminé sonriendo mucho hasta que, sin darme cuenta, la granja estaba entorno a mí. Aún hoy recuerdo todo como si sólo lo hubiera soñado, pues estaba de hecho a punto de caer dormido, creía que para siempre. Pero mi cuerpo no dejó de moverse e inspeccionar ese nuevo lugar al que me habían enviado por accidente. Ese hombre en la bicicleta se había confundido; no era el tercer camino el que había que seguir, sino el segundo, como después me enteré. Di un rodeo a la casa y llegué a donde estaban las vacas. Ahí había una muchachita ocupada en ordeñar una de ellas. Mi intromisión no la alteró, pero dejó de apretar las ubres de la vaca un momento.
—¿Sí, qué se le ofrece? —su voz no era de sorpresa por ver a un desconocido de mi aspecto en un lugar así, sino de lástima, como si supiera todo lo que había caminado. Pregunté en dónde estábamos, ella me miró confundida y dijo: —Es la granja Siául[3].
Sonreí con éxtasis: había llegado al estado de Dánzil. La muchacha y yo nos miramos un instante, su incomodidad decreció y sonrió como divertida de la historia que se leía en mi cara.
Me hizo espacio a su lado y me invitó a enseñarme cómo ordeñar a la vaca.


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[1] Banco Zuiául.
[2] Frase de Ráu Shórsta en El danzilmarés y sus demonios.
[3] Granja real en la región de Hóirwa.

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