Una resurrección 4



Los raros recuerdos de Íbien.



    Venían las espaldas y eran de repente cabezas y ojos, parpadeaban a destiempo; si desprendieran ruido cada vez, sonaría un caos arrítmico. Cada ojo mostraba en su iris una imagen, un sonido, un olor, o una sensación, o más bien una interpretación de todo eso. Pese al caos, intentó concentrarse en un ojo a la vez.

El primer ojo:
—¿Es tu primer día? —dice Zóbi, cuya voz grave suena como si se terminara de despertar—. Un consejo: Nunca le hagas saber a tus alumnos tu historia académica el primer día. Por alguna razón, si no se ha generado confianza antes de revelar eso, pensarán de ti como un presumido o como un mediocre, dependiendo. ¿Y cómo te fue? ¡Ah, qué bueno! Disfruta ahora que apenas empezamos, ya verás cuando empiecen los parciales. ¿Vives por acá? Ah, está algo lejos; yo vivo en Yoráng[ Colonia de la ciudad de Áos.], bien cerquita, sí, muy tranquilo. ¿Qué tal? Yo, todo bien. Sí, jajaja, qué tontería, pero la administración así lo decidió. ¿Ya terminaste con tus calificaciones? ¿No? Hmm, mejor te das prisa; las revisiones son mañana y los alumnos se enojan si uno se atrasa, ¿acaso no entienden que tenemos demasiado qué revisar? ¿Trabajas en algo más? ¡En serio! Yo no tengo paciencia para eso. Mientras tenga suficiente para vivir no me interesa romperme mucho la espalda trabajando. ¿Sabes?, puedes identificar a los alumnos que nunca hacen preguntas en las revisiones; no preguntan por pena, pero nunca es seguro si de verdad entienden sus errores. ¿Tienes novia? ¿Y cómo va a ser? ¿Antes? Ah, ya veo, yo tampoco. ¿Cómo va tu grupo con lo del festival? El mío va fatal; ni siquiera se han puesto de acuerdo en el tema, sí, tienes razón, pero al fin y al cabo lo que hagan hablará de nosotros como profesores. No, no es nada. Bueno. Hace unos días murió un tío. Gracias. Claro, tú sí que debes entender de estas cosas, ¿no? Gracias. Oye, ¿me puedes cuidar los trabajos de los chicos un rato? Les diré que vengan a recogerlos contigo. ¿La espalda? Claro, te encorvas demasiado cuando te sientas, tengo un primo quiropráctico, si quieres te doy su número y le hablas. ¿Eh? No sé. Ya sé que no está prohibido, pero… Deja que pasen estos exámenes y veremos. Hola. Ajá. Está bien. Adiós. Ay, ya me quiero ir. Sólo un poco más. Buenos días, ¿y esas ojeras? Hasta luego. Uf.
El segundo ojo:
Un libro azul con el dibujo de un mapa del lago Dên. Dézen señala fragmentos de las crónicas de los diversos reyes que gobernaron tan duramente la vida de los habitantes del lago y cómo con los cultos a los dioses imponía el terror a todos los que no obedecieren la ley. Su vista se levanta, Dézen hace una mueca; tuerce el labio inferior, dejando ver en resquicio de uno de su canino superior izquierdo, al mismo tiempo la mejilla izquierda crea un pequeño bulto y surge, desde la comisura de la boca, una grieta que, como las fosas oceánicas, se torna negra debido a la sombra; sea acaso una señal de asco, o tal vez tristeza disfrazada; sus cejas, unidas la una a la otra por una casi invisible franja de pelillos, bajan sigilosamente, como cuando los músculos de la cara en realidad ordenan expresar sorpresa y luchan contra la tristeza; sus labios descoloridos están partidos, su color es casi indistinguible de su piel pálida, y percibe cierto temblor que sale de ellos, igual a cuando existe el miedo a pronunciar incorrectamente una palabra de gran importancia. Pero parece jugar, pues sigue leyendo. Voltea bajo el marco de la puerta, hecho de un cedro que brilla por la luz de la ventana, está Kéya, inmóvil; parece una de esas pinturas del antiguo imperio Maryó, esas cuyos retratos tienen siempre la apariencia de haber recibido mil latigazos, donde dibujar la boca como una curva alegre, o los ojos abiertos, o la piel clara, o el cabello libre de ataduras, se consideraba mal estilo y falto de respeto; lo único que posee Kéya que no poseen esas pinturas es su agitada respiración; un grito de diafragma se ahoga antes de siquiera acercarse a la garganta. Kéya, al igual que una pintura del imperio Maryó, tiene los ojos opacos, que se frenan a sí mismos de poner atención a aquello que tienen enfrente, pero los de ella parpadean mucho, lo que los humedece y borra la opacidad de las córneas para dar a luz a un brillo que, como una neblina en un día helado, empaña su vista y la obliga a parpadear nuevamente. Íbien recibe todas estas imágenes como piezas separadas de un rompecabezas que lucha desesperadamente por armar, y como todo rompecabezas, le parece que algunas piezas sobran y que otras faltan, que algunas son confusas y otras claras, pero siempre presentado ante sus ojos como un mero conjunto de pedazos caóticos, cuya imagen final no sabe si quiere revelar o no. Kéya desaparece lentamente; recuerda a una viuda que, habiendo llorado toda el agua de su cuerpo, abandona el velatorio donde su amado recibe los últimos adioses.
El tercer ojo:
El perfume barato de Nída, con el que llegaba varias veces a casa, que hace quemar la nariz si se huele de cerca, pero de lejos es como una flor que ha sido muy mojada en agua y ha sido encerrado dentro de una habitación lleno de frutas bañadas en alcohol, está adulterado: hay plástico mojado con agua estancada, un nido de mosquitos y otras alimañas que han encontrado en ese pequeño pantano el lugar ideal para la vida, eso huele desde sus zapatos, y también la fragancia de la cáscara de alguna fruta, quizás un plátano o una naranja, quién sabe, los efectos de la podredumbre son suficientemente fuertes como para disfrazar todo aroma de la fruta que alguna vez de seguro fue jugosa, y cuyo olor salía ahora mezclado con perfume de los zapatos de Nída. Había algo más: fragmentos de óxido, de un metal viejo y carcomido, con un olor metálico de sangre seca y marchita; también pintura vieja y de mala calidad, hecha sin intención estética, sino con intención protectora contra el natural paso del tiempo y del clima. El polvoriento olor del escombro: yeso y pedazos de ladrillo, igual al de los viejos edificios ennegrecidos por el humo y deshechos por el golpe del sol y el viento. Irrumpe de repente el olor de la tierra húmeda: es mamá, y con ella la casa huele ahora al huerto, mamá entra trayendo consigo la invisible aura de una ensalada de tomate, lechuga, papa, calabaza y zanahoria, el sudor que la empapa agrega además un aroma salado y amargo que la cubre y se mezcla con las verduras. La fragancia de mamá choca violentamente contra la de Nída, y las dos se enfrascan en una batalla por perfumar más la habitación. Sigo ambos olores como si fueran entidades separadas, pero cuyos brazos se extienden hacia la portadora del otro, y estos olores se retuercen, sin decidir si van a unirse o a apartarse. El olor de Nída escapa, pero deja tras de sí su rastro, los vestigios invisibles de su desobediencia, y estos finalmente deciden impregnarse en el olor de mamá, contaminándolos y degenerándolos hasta que el olor del huerto amargo se esfuma.
El cuarto ojo:
Klang, klang, es una de las campanas de alguna de las torres Kandí[ Campanarios que poseen algunos templos dedicados a los dioses más importantes.]; 40 campanadas contaminadas de cláxones de automóviles: fa sostenidos, sí bemoles, la bemoles, soles y res. Un diapasón cristalino pone orden al caos de la ciudad: la voz de Wányi, el habla fluida de una flauta que toca evocando el mar, el ritmo de sus sílabas al terminar las frases; se alarga hasta ser blancas o redondas mientras piensa en lo que quiere decir a continuación, y la siguiente frase cae en un forte súbito que, dependiendo del mensaje, tiene la potencia de la trompeta o la suavidad del arpa. Sus pensamientos, cuando dan inicio con un “pero”, crean una anacrusa que antecede al comentario; sus “ehhh”, “ahh”, “esteee” son síncopas que a veces, debido al avenimiento temprano o tardío de las palabras adecuadas, no caen en el tiempo debido. Su altura está comprendida entre el do5 y el fa5 cuando está calmada, cuando sus pensamientos son tranquilos y pasajeros; sube hasta el do6 cuando se pone seria, cuando su emoción comienza a rebasar el límite, entonces suena como un violín tocando los primeros compases del Motto perpetuo. cuando algo la hace exclamar, su chillido de clarinete llega hasta el ti6, generalmente después de que los patosos balbuceos de un bebé cercano, que intenta hablar como un novato intenta tocar un oboe por primera vez, por ventura han llegado a nuestros oídos, y nuestra charla queda en silencio mientras este reino de sonidos por un momento queda desplazado por el de las imágenes. Pero los pájaros siguen sus trinos, sus apoyaturas, su grupetos, sus mordentes y sus glisandos, adornando el rondó que crea el viento al pasar entre las hojas de los árboles y las improvisaciones rítmicas de los conversantes. Irrumpen con fortissimo los celulares y los ya mencionados cláxones; percuten en mezzoforte las pisadas de los transeúntes, los vasos y los platos de un restaurante, cuyos comensales crean una música plagada de silencios que aprovechan para masticar y tragar. Pero Wányi, la voz principal, la soprano en medio del escenario, se alza en medio de todo ese acompañamiento y se proclama poseedora de mi admiración.

***

¿Cuánto tiempo ha pasado allá afuera? Cada vez pierdo la esperanza de que mis movimientos ayuden de algo, si es que en verdad me muevo. Tal vez hagan lo contrario; quizá me he arrastrado sin saberlo hacia el agua y me estoy ahogando, o hacia un acantilado y estoy cayendo. De ser así, en cualquier momento desaparecerá mi consciencia por los efectos de la muerte, si es que esto aún no es la muerte. Mi padre me contaba (recuerdo, aunque lo más seguro es que mi mente lo esté inventando) que había unos espíritus cuyo nombre no se debía decir, o uno se convertía en uno de ellos. Cada cierto tiempo morían, o parecían morir, pues sólo caían en un sueño insensible que duraba una cantidad indefinida de tiempo, durante el cual perdían todas sus memorias; sus recuerdos y experiencias regresaban a cero, y cuando despiertan es como si resucitaran o renacieran. De verdad, ¿en dónde oí esto? ¿Mi padre me lo contó en un cuento, fue Dézen quien me dio un libro donde los mencionaban, fue Zóbi, experta en leyendas de Danzílmar, quien me los mencionó alguna vez? Ojalá recordara mejor. Pero estos monstruos que no pueden nombrarse sin volverse uno de ellos, ¿acaso los habré nombrado yo y me he transformado? Si es así, sólo he de esperar a que mi mente se vacíe de todo lo que se llenó durante mi vida antes de resucitar. Sí, ya recuerdo, los nombré, ¡los nombré! Fue cuando tenía… menos de un año, mi primera palabra, antes de llamar a mi mamá y a mi papá pronuncié el nombre de aquellos y me volví uno. ¡Oh, pero cómo se pone mi cerebro a inventar estupideces! ¿De dónde habría yo oído el nombre para repetirlo si se supone que nadie les ha averiguado el nombre por temor a convertirse en uno de ellos? ¡Patrañas de mi cerebro! Aunque lo veo ahora muy nítidamente, cómo ese ser pequeñito sin orejas, sin cabello, amarillo y sin más prenda que un kíndul[1] con plumas de pichones de un día de nacidos, se escabulló hasta mi cuna y me miró con sus ojos negros sin ningún espacio de blanco, y con una voz acartonada y sedienta me dijo el nombre de los de su especie, y yo lo repetí. Más claro no puede ser, eso lo explica todo; ya no tengo nada que temer sino esperar mi resurrección, mi nuevo nacimiento, y ¿qué haré entonces si se supone que habré olvidado todo cuanto fui antes? ¡Bah!, eso lo pensaré cuando llegue el momento.

***

En el otoño murió mi madre, ¿o sería en invierno? No lo sé, sólo recuerdo que tenía frío, mucho frío, tal vez más por el dolor y el miedo que por causa del clima. No recuerdo de qué murió ni si mostró síntomas de algo; recuerdo a Nída diciéndome que fue de tristeza por la muerte de nuestro padre, pero apuesto que ella no se lo creyó. La vi llorar esa vez, creo que fue la única. Luego lloré yo porque nos llevaron al orfanato de Yoká, y toda mi fuerza se agotó cuando me vi en ese mundo nuevo mientras mi hermana daba señales de desatenderse de mí. Me golpeaba si quería dormir junto con ella, me evitaba y se iba con amigos nuevos, les hablaba mal de mí y les decía que sólo era un bebé. Un día la confronté; le dije que no actuaba como debía actuar una hermana mayor, en un ataque de coraje le grité que mamá había muerto porque ella había sido una hija inútil, me pegó y le regresé el golpe, nos enfrascamos y nos separaron rápidamente. Esa noche lloré arrepentido, dispuesto a reconciliarme con ella al día siguiente. Pero ya no la volví a ver: se escapó del orfanato. La directora (o era un director) intentó suavizar la noticia diciendo que no tardarían en encontrarla y que no debía haber ido muy lejos, pero yo después escuché a otros huérfanos decir que mi hermana se había escapado con unas personas con las que la habían visto hablando desde hacía varios días; se mencionaba a alguien en un coche muy largo que le hablaba a solas, que ella a veces regresaba con dinero cuya procedencia no explicaba. Yo no llegué a ver nada de eso, tal vez por estar tan encerrado en mi tristeza. Nída, hermana, donde sea que estés no te olvides de tu hermanito.
[1] Tipo de gorro que deja al descubierto la coronilla.

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