Una resurrección 5



El final de Íbien.



Un accidente y nada más. Vérend tuvo miedo, mucho miedo al ver a Zóbi inmóvil en la calle, la cabeza destrozada, la sangre formando ríos que creaban lagos, los huesos rotos de sus piernas, el agujero en el parabrisas y el lugar vacío del copiloto. Estaba escrita en sus ojos la culpa, el precio del haber tomado malas decisiones. Íbien primero rompió en llanto al enterarse, pero luego oyó de un colega: “Iba con Vérend, al parecer acababan de salir de un bar y él conducía…”, y el resto de las emociones se acumularon. Maestro de inglés, el maestro Vérend, ¿habían hablado alguna vez? No, no cuentan los saludos ni nada concerniente a los deberes de la escuela; nada más allá del deber y las formalidades; nada de convivencia informal; sin congeniar. ¿Y qué hacía con ella en un bar? Los celos por una mujer muerta demandaron entrar en escena, mas nada sabía, quizá sólo amistad, pero, en todo caso, muerte. Íbien pasó el entierro sin pensar mucho en Vérend, y tiempo después, con el ir y venir de los días, y de verlo siempre a él y no a ella, empezó a hablarle de algo más que de exámenes y de otros asuntos escolares. Al fin un día, Vérend, creyéndose ya su amigo, lo invitó a su casa. ¿Ha disminuido el rencor por un accidente? Un poco; Vérend empezaba a simpatizar con Íbien y a la inversa, una simpatía recelosa, recelo que no dejaba de recordarle que por su culpa ella murió. Ya en comodidad, y teniendo la confianza de que el tiempo hubiera suavizado las emociones producidas por el accidente, Íbien le preguntó qué hacían en ese bar. Vérend contestó con tristeza: “Sentía eso por ella desde hacía tiempo. ¿Sabes?, siempre los miraba a ustedes y pensaba que había algo. Tenía envidia de ti, Íbien, no creo que deba negarlo. Sin embargo, no debía dar nada por hecho, entiendes, ¿no?, por eso la invité a tomar un trago. No es la primera vez que lo hacíamos. Antes de que llegaras ya nos juntábamos a veces con otros maestros; pero cuando llegaste empezó a venir cada vez menos. El caso es que la invité, solos nosotros dos, ahí le dije todo, creo que rayé en lo ridículo, hablé con unos celos estúpidos y ella creo que se dio cuenta, porque me dijo, tan tranquila como era, que no podía aceptarme porque empezaba a sentir cosas por ti”, se interrumpe, esperando que Íbien sonría por la noticia, pero al no ver esa reacción, continúa: “Me dijo Íbien me invitó a salir, no supo contestarte en ese momento y por eso te dejó muy rápido, pero planeaba darte un sí al día siguiente. Ahí fue cuando supe que ya no había caso, pero debido a su mirada de entusiasmo cuando te mencionó, no tuve el corazón para sentirme triste, y sin embargo pedí unas cuantas cervezas más. Ambos habíamos bebido; no teníamos conductor designado; pero se hacía tarde y debíamos irnos; ella tampoco dijo nada en contra de que yo condujera, tal vez pensó que yo había tomado mucho menos que ella. Siéndote sincero, resisto bien el alcohol; varias veces he conducido ebrio sin problema; no sé de verdad qué pasó esa vez, sólo recuerdo que ella se quedó dormida a mi lado, sin el cinturón para estar más cómoda. Tuve miedo de que un policía la viera así, entonces yo intenté abrocharle el cinturón…”
Vérend habló por un rato más, y en determinado punto Íbien perdió el control.

***

Van caminando muy juntos, ¿por qué? Kéya le habla con coquetería, pero ella no es coqueta, ¿o sí? Una chica de nombre Néla, de formas inmaduras, temperamento impredecible, que gustaba de Íbien, conoce a ese chico con el que Kéya camina.
—Creo que es su novio —dice—, hace días le oí decir que se le iba a declarar, y por lo que veo ella ha aceptado.
Íbien no capta la malicia de sus palabras, lo agudo de los ojos que lo miran mordaces, ni que en las caricias de Néla contra su hombro no tienen la intención de reconfortarlo. Lo que ocurrió esa tarde fue la gran caída de Íbien, la primera vez que sentía el puñal de los celos y la necesidad de desquitarse indirectamente, de ese modo liberó su frustración en Néla, y ésta tuvo por fin la satisfacción de tenerlo para ella. Tiempo después, las habladurías escolares hicieron que la farsa y el engaño sentimental salieran al descubierto, y Kéya, que mostraba tan poco interés en comprender las razones tras las acciones humanas, no quiso volver a hablarle, delatando con su distanciamiento su corazón roto, guardado para Íbien y traicionado inintencionadamente. Pero ella nunca perdonaba. Después de superar la muerte de su hermano, varios meses después de la graduación, fue a estudiar a los Estados Unidos, donde pocos años después anunció que se había casado y esperaba un hijo.

***

La causa de la muerte de Vérend: suicidio por caída desde una ventana. Íbien declaró que cuando salió de su departamento, Vérend estaba en tal estado depresivo por la culpa de haber matado accidentalmente a Zóbi, de quien estaba enamorado, que decidió dejarlo sólo, y justo en ese momento fue cuando se defenestró y fue a caer de cabeza sobre el pavimento. Íbien mismo llamó a una ambulancia. Algunos vecinos lo vieron desesperado y aturdido por el repentino suicidio de su colega. Aunque interrogaron a Íbien, él supo sonar suficientemente convincente para hacerles creer que durante su reunión había tocado el tema de la muerte de Zóbi, lo cual había puesto a Vérend tan mal hasta el punto de la depresión. Una investigación hacia los amigos y colegas de la universidad donde trabajaban ayudó a confirmar el testimonio de Íbien, y como nadie más aparte del occiso sabía de sus sentimientos hacia Zóbi, no hallaron razones para sospechar de él como posible asesino.
Al día siguiente del entierro de Vérend, Íbien sintió deseos de salir a caminar por el río Mrid. Nadie advirtió su manera errática de caminar, ni los murmullos que a veces salían de su boca. En sus manos aún estaba el recuerdo de cuando tranquilizó su puño, porque una idea macabra había pasado por su mente; también estaba ahí la memoria del golpe que le dio en el ojo, habiéndole dado el primero en la boca, que salió repentino como el ataque de una serpiente. Vérend era un hombre muy delgado y bajo en relación con Íbien, el cual en su ira casi no sintió su peso. Lo vacío de la calle a esa hora le sirvió de aliado. Apenas escuchó el impacto, se sintió despertar y bajó corriendo a toda prisa, que nadie viera que había estado dentro de la estancia en el momento de la caída. Pero ese edificio de departamentos, para suerte suya, tenía muy pocos habitantes en ese momento. Se decía que iba a ser demolido dentro de poco y por eso no aceptaban nuevos inquilinos, únicamente permanecían algunos a los que se les había permitido quedarse por un tiempo mientras encontraban otro lugar para vivir. El día de la tragedia apenas había unas cuantas personas de edad avanzada que vivían en los primeros pisos, y que fueron testigos de lo mucho que Íbien lloró a su amigo, cuya cara había quedado prácticamente reventada en el pavimento.
Mientras el recuerdo del hecho se recreaba en su mente, con todas las omisiones e invenciones que son consecuencia de una memoria llena de culpa, le pareció que muchas voces giraban en su cabeza, también sonidos, olores, imágenes y demás sensaciones que a momentos eran familiares y extrañas. El rostro de Vérend durante sus últimos instantes de vida se confundió con el de Nída, con el de Kéya, con el de Dézen, con el de Wányi, con el de su padre y su madre, y con el de Zóbi, y del mismo modo el rostro de Vérend apareció en los recuerdos de todas esas personas ya mencionadas. Llegó al punto que en sus lejanos recuerdos de la infancia todo el mundo era Vérend; en la escuela sólo había su voz y cara, y en la universidad y en el trabajo también. Todos los que habían compartido su vida con Íbien tomaban el lugar de Vérend en ese solitario apartamento, en ese edificio casi vacío, en esa noche cómplice.

***

Mientras exista el pensamiento, existe el tiempo, y mientras exista el tiempo, hay lugar para que surja el olvido, o como mínimo la superación de los eventos pasados. Los recuerdos que en un principio atormentaban a Íbien, sin oportunidad de escapar de ellos, comenzaron poco a poco a mezclarse tanto entre sí que se difuminaron en una masa blanca de memoria. Aún persistía en sus intentos de moverse sólo para recordarse que aún no estaba todo acabado y que mientras siguiera recordando había oportunidad de continuar vivo. Las interpretaciones de sus recuerdos se repitieron tanto que llegó un momento en el que las sintió ajenas a sí mismo; se acostumbró tanto a ellas que pudo darse el lujo de la objetividad. Quizá todo lo ha recordado mal. Llegó a pensar que su cerebro había inventado casi todo sólo para darle algo que hacer en ese estado, y se había desecho de toda excusa infantil. ¿Qué importaba ahora si todo lo que recordaba había sido real o no? Al fin y al cabo, de ser real, ya estaría cumpliendo su castigo.

Lo que en el tiempo del mundo de los seres sensibles se mide con el movimiento del sol, las manecillas de un reloj o la arena cayendo, Íbien lo medía según la cantidad de veces que interpretaba una imagen, una voz o una sensación familiar, y el paulatino debilitamiento de todas esas interpretaciones le daba a entender que en algún momento iba a dejar de percibirlas en su totalidad, y que tal vez, cuando todo ese cúmulo de recuerdos no fuera más que un pequeño punto blanco en un vacío sin color, sería el momento de su verdadera muerte. 

          



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