La realidad de Yáke y Sínke 11: Voca me cum benedictus
Los jínnyi visitan una casa abandonada.
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La canción extraña que cantaba Sínke decía:
Confutatis maledictis
Flammis acribus addictis…
***
Recuerdo muy bien la sorpresa que mis jínnyi expresaron en aquel momento. Sentados alrededor de la mesa en aquella aula, abandonada en los confines del edificio de clubes, mi hermano comenzó a explicar nuestras actividades como club. ¿Qué podía hacer yo? Oculto tras un libro finjo que no escucho, pero entiendo las extrañas ideas de mi hermano. Séntsa se enoja al oírlo decir que debemos representar cada vez una actividad diferente que critique los valores de la sociedad, las creencias, y en general todo lo que se tome como un hecho innegable del funcionamiento del mundo. “¡No puedes decir esas cosas a la gente de ese modo!” exclama ella; Kányu la tranquiliza con la palma y palabras tranquilas que no terminan de apoyar ni una u otra idea. Finjo que no veo, pero percibo a la inquieta Hínta y escucho la nerviosa percusión de sus talones contra el suelo de loza. Áte está con la barbilla apoyada en la mano y el codo clavado en la mesa. ¿Qué hacía yo ahí? Me pregunto de nuevo, insignificante como el concepto del alma, rodeado de esos seres con los que había decidido intentar congeniar. Mis propios recuerdos y reflexiones me marean y fastidian, pero mi mente terca insiste en gritarme que nada ni nadie a mi alrededor es real, y hasta yo me canso de esos pensamientos, pero soy prisionero de ellos, prisionero de mi propias certezas. Intento leer pero mi mente no se calla; no tengo más opción que escuchar y opinar para mí mismo. Sínke deja de hablar por fin y decide que al día siguiente nos reuniremos después de la escuela para nuestra primera actividad como club. No dijo cuál sería y no me importaba.
Vuelvo a casa a paso lento. Afortunadamente ese día Yúska fue a entrenar con su bicicleta, por lo que no tuve que soportarla acompañándome y sus pláticas triviales. Lo siento, intentaré omitir mis momentos quejumbrosos.
Al día siguiente, Sínke nos condujo hasta una casa abandonada en un barrio pobre. Para llegar tomamos dos autobuses y un largo trayecto caminando. Durante todo el camino, Séntsa no paró de preguntarle a dónde nos llevaba, pero él, con su pose y habla teatral, dijo que iba a hacer un experimento muy importante para la mente humana. El padre de Hínta llama un par de veces; la primera vez al celular de su hija, quien nerviosamente le contesta que se encuentra en actividades del club sin dar muchos detalles; la segunda vez, al celular de Séntsa, quien previendo la inminente llamada había sacado el celular, el aparato sólo sonó una vez y Séntsa contestó para confirmarle al estricto hombre que su hija no mentía, y el padre lo aceptó todo sin siquiera preguntar en qué lugar exacto nos encontrábamos. Hínta parecía afligida por la desconfianza de su padre, Kányu le sonrió y le palmeó suavemente la cabeza para animarla.
La sirena de una patrulla se escuchó a lo lejos. Sínke explicó que ese barrio había sido víctima de varios ladrones durante la última semana, Séntsa le reclamó que los había llevado a un lugar peligroso, pero él les aseguró que con nosotros dos nada malo les pasaría, me miró alzando la ceja y asentí. Yúska intentó tranquilizarla más recordándole de nuestra gran fuerza y habilidades combativas, incluso mencionó nuestro problema del agua; Séntsa reclamó que aquello no parecía muy importante en esa situación.
Sínke se la pasó hablando sobre cómo la mente humana reacciona a las circunstancias y toma decisiones con base en sus emociones antes que en la lógica. Kányu le da la razón como un niño que escucha a un adulto hablarle sobre cómo cruzar la calle. Áte bosteza pero también lo escucha, con oídos perezosos, como si Sínke hablara en español.
La casa a la que nos condujo había sido abandonada desde hacía más de cinco años, me enteré después. No tenía puerta principal, de manera que cualquiera podía entrar. La maleza había penetrado las paredes y la escalera, las ventanas estaban opacas de polvo, las esquinas con telarañas, la pintura cayéndose, dándole a las paredes un aspecto leproso. Yúska dice con malicia que debía ser aterrador estar ahí de noche, y recorrió el interior de la casa con curiosidad infantil. La seguí a una habitación en el segundo piso porque Séntsa así me lo pidió; ella prefería vigilar a Sínke mientras éste seguía parloteando y hablándoles de la historia de la casa y el barrio como si fuera un guía de turistas.
Llegamos a una habitación con una cama, el único mueble en la habitación, y Yúska reparó perpleja en una decena de teléfonos celulares de buena calidad yaciendo sobre ella; todos ellos de marcas costosas, también había un pequeño televisor blanco en el suelo pegado a la pared que encaraba a la puerta. Corrió rápidamente al piso inferior a relatar su descubrimiento como si fuera un tesoro, mas mi hermano les contó que había sido él quien había puesto todo en ese lugar. Preguntas, preguntas, preguntas, mejor seguí recorriendo la casa.
Pasé la cocina polvorienta, el refrigerador oxidado y los lavamanos llenos de suciedad y hojas, y llegué al patio trasero. La maleza fresca se combinaba con la marchita entre las grietas del suelo de ladrillo, unas cuantas sillas rotas pegadas a la cerca descolorada, e islas de tierra un un mar de césped seco. Esa escena no me interesaba mucho, pero era preferible a tener que regresar con mis jínnyi.
Me siento ahora un rato y mi mente intenta volar lejos de ahí, pero las cadenas de esta realidad me sujetan; mi mente regresa hasta aquellos seres con los que comparto experiencias, y lucho por pensar mejor en cosas más serias conmigo mismo y dejar de quejarme tanto. Sin embargo, esa dicotomía de la seriedad y banalidad de la vida me vuelve a parecer cada vez más absurda; llego a cuestionarme si estoy mejor ahí, abandonándome para no pensar en los cambios que mi mente y razonamiento han tenido a causa de las circunstancias que he estado viviendo. Mi propia seriedad vuelvo a sentirla tan trivial como el resto de la realidad. Sí, lo sé, hermana[1], volví a quejarme, lo siento. Pero afortunadamente no pierdo mucho tiempo pensando en eso, pues la adormilada voz de Áte vino a anunciarme que ya era hora de hacer lo que mi hermano había planeado. Me levanto sin preguntar.
Mi hermano había colocado una serie de letreros y trípodes de madera que había dejado en un armario con antelación, las letras y las flechas que había en los letreros estaban hechas con pintura fosforescente. Amarró uno de ellos a un trípode que posicionó delante de la puerta de la habitación con los aparatos, hizo lo mismo con la escalera, luego delante de la puerta principal, y dos más en la acera adelante de la chirriante reja oxidada que permanecía siempre abierta.
La noche estaba a punto de caer para entonces. Mi hermano nos hizo cruzar la calle, donde había un terreno baldío con mucha maleza y árboles, y nos hizo ocultarnos ahí. Desde nuestra posición podíamos ver perfectamente el letrero delante de la casa, los mensajes puestos dándose la espalda, de manera que cualquiera que caminara por ahí los viera. Kányu preguntó por qué todos los letreros decían “Entre a robar aquí gratis” sobre dibujos de flechas, mi hermano contestó que era para probar la mente humana, y todos, menos Yúska, lo dieron por loco.
Estuvimos esperando bastante rato en la casi completa penumbra, los pocos postes de luz que había a lo largo de la calle fallaban, dejándonos breves momentos de parcial oscuridad. Al menos había un poco de luna que evitaba que mis jínnyi cayeran en la ceguera. Mi hermano tarareaba suavemente un fragmento del Requiem en re menor de Mozart.
Séntsa no dejaba de insistirle a mi hermano que ya debíamos de irnos, puesto que el padre de Hínta no paraba de llamarle para saber por qué no volvían, y siempre le contestaba que ya no faltaba mucho. Áte anunció entonces que alguien se acercaba. Era un hombre con ropa de motorista y pañuelo azul que caminaba con apuro y cojeando un poco del pie derecho; sus brazos se balanceaban paralelamente a su cuerpo, y sus puños se movía inconscientemente como accionando el acelerador de una motocicleta invisible. Mi hermano lo notó, lo anunció y dijo, sin tomárselo muy en serio, que quizás había perdido su motocicleta, o la había estrellado y no podía pagar sus reparaciones. Kányu sugirió inocentemente que quizás se había cansado de la moto y había preferido una bicicleta; luego, miradas perplejas sobre él. Yo me reservé mis opiniones.
El sujeto pasó frente al letrero y lo leyó, luego dio un vistazo a la oscura casa y su puerta abierta, dudó un momento, pero al final decidió seguir caminando, aunque volteó a mirar el letrero tres veces antes de doblar la esquina.
No pasaron cosas interesantes en un rato. Otras personas también pasaron junto al letrero, pero casi todas pasaban de largo, una incluso se rio. Séntsa no dejaba de apurar a Sínke para terminar con esa locura de una vez, y él le prometió que si la siguiente persona no caía, nos iríamos. No mucho después de que dijera esas palabras, Hínta anunció que el primer sujeto estaba volviendo en compañía de alguien; otro hombre de aspecto rudo y ropas similares, pero más alto y de cabello largo, muy enredado como las hierbas de una selva. Ambos hablaron algo en voz baja frente a la casa, el alto dudaba y se mostraba reacio, el primero insistía y lo animaba, quién sabe qué demonios pasaba por su mente, yo no podía especular nada que no diera a una respuesta sin sentido, era o muy tonto o muy ingenuo, si es que existe diferencia entre ambas definiciones que se pudiera aplicar en esas circunstancias.
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—Nadie en su sano juicio entraría en una casa a robar sólo porque un letrero diga que puede hacerlo —murmuró Áte.
—¿Crees que éste lo hará, Hínta? —preguntó Yúska, como si fuera una apuesta.
—Bueno… hay mucha gente en el mundo, entonces puede haber alguien que sí.
Los tipos se metieron entonces al patio delantero y sacaron una linterna antes de entrar en la casa. Sínke sonrió triunfal.
—¿Ahora qué? —preguntó Áte.
Sínke sacó de su mochila un pequeño aparato que parecía un control remoto con una pantalla, y en ella se vio el interior de la habitación. Explicó que había una cámara de visión nocturna escondida en el televisor para asegurarse de poder observarlos. Presumió y explicó brevemente que ese televisor era un nuevo prototipo de la empresa de sus padres, que podía controlarse incluso a gran distancia. Un momento después, la cámara mostró a los dos hombres abrir la puerta y sorprenderse al iluminar con la linterna tantos teléfonos móviles sobre la cama. El tipo alto todavía estaba receloso de agarrar todo eso, pero el otro parecía no poder creer su suerte. Sínke sacó otro aparato de su mochila, su forma era de un prisma rectangular con pantalla táctil.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Séntsa.
—Esta cosa es un nuevo aparato de la empresa de mis padres. En resumen, es como un control remoto universal, una de sus funciones de utilidad más discutible es la de localizar uno o varios teléfonos celulares como si estuvieran recibiendo una llamada en caso de perderse. Aunque habría que inventar algo que encuentre esta cosa en caso de que también se pierda.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Hínta, previendo que algo extraño iba a ocurrir.
En vez de contestar, Sínke sólo presionó unos botones en la pantalla táctil. Inmediatamente, todos los teléfonos comenzaron a sonar fuertemente y a vibrar con tanta intensidad que cayeron de la cama y se arrastraron por el suelo hacia adelante y hacia atrás como anfisbénidos. De ellos comenzaron a sonar desgarradores sonidos de gente gritando, niños y mujeres llorando, y mucho ruido como si estuvieran golpeando grandes objetos de metal y cadenas chocando, el agudo grito de un bebé también resonó con potencia. Fue tan repentino que los dos ladrones se quedaron sin aliento, pálidos y paralizados de miedo, sintiéndose llevar completamente por el ambiente aterrador al cual sus mentes sucumbieron. Desde la pantalla se podía ver y oír todo lo que sucedía, incluso los jínnyi se asustaron por tales sonidos endemoniados. Sínke apretó otra opción en el aparato, y, acercándoselo a la boca, comenzó a imitar un ridículo tono fantasmal, y en el interior de la casa se escucharon sus palabras saliendo de varios micrófonos en el televisor. Su voz teatralizada, distorsionada por el aparato para sonar grotesca y diabólica, se mezcló con los atronadores sonidos de los teléfonos.
—¡Úuuúuu! ¡Uúuuúu! ¡Wajajajajá! Han caído en mi trampa juas jus jues juos juis[2], ahora serán llevados al infierno ¡skaparapaturiparaturipiraturipirataratoretaritó[3]!
Le pasó el aparato a Kányu, y, exagerando sus ademanes, le indicó que hablara.
—¿Eh? Esté… hola, señores ladrones —intentaba controlar el temblor de su voz, pero sólo conseguía sonar más nervioso, Sínke había modificado la distorsión para que se oyera aguda y penetrante como la de un niño torturado— eh…supongo que… estoy en el infierno…
Yúska, emocionada por el juego, le arrebató el aparato y rio lo más malévolamente que pudo.
—Son muy idiotas por hacerle caso a un letrero, ¿enserio creían que alguien iba a dejarlos robar tan fácilmente? No, ¡ahora vendrán al infierno! —rio de nuevo.
Sínke tomó el primer control y activo el pequeño televisor blanco, que funcionaba con baterías, y en la pantalla sólo se mostró estática a volumen ensordecedor.
Los dos hombres salieron corriendo de ahí, tropezando con todo y casi resbalándose en la acera, y se perdieron tras los parpadeos de la luz de la calle.
***
El autobús continuará con su camino al centro de la ciudad en cuanto los jínnyi suban en él; estará casi vacío (o muy lleno, según el universo), y se sentarán en la parte de atrás (o de adelante).
Yúska se reirá de cómo aquellos hombres habían salido corriendo asustados, mientras que Hínta será más piadosa y le dirá a Sínke que aquello había sido cruel; para Áte, había sido un precio justo por haber sido tan crédulos; Séntsa se reservará sus opiniones por no tenerlas claras; Kányu estará más pálido de lo que era su tono natural de piel.
—No te alarmes tanto, Hínta— dirá Sínke, sujetando el televisor blanco—, en realidad todo esto no fue una coincidencia. Verán, días antes estuve por esos lugares observando, a causa del aumento de robos que dieron en las noticias, y noté que ese tipo del pañuelo azul siempre pasaba por aquella casa, lo seguí discretamente hasta un lugar donde comenzó a hablar con el tipo alto acerca de planear un robo a una casa precisamente este día. Mientras los espiaba, una cosa que me llamó mucho la atención de este tipo era que parecía ser muy confiado en todo, si el otro temía que pudiera haber un perro, él decía que no, que no iba a haber nada, si decían que podía haber alguien armado, decía que no, no iba a haber nadie armado, es decir, siempre rechazaba la idea de que pudiera pasar algo malo. Quise probar hasta qué nivel iba a llegar su confianza; por eso fue que planeé todo esto.
—¿Hiciste todo eso solamente para asustarlos? —preguntará Séntsa, incrédula.
—Bien sabes, estimada, lo mucho que me gusta lo innecesariamente elaborado.
—En verdad fue mucho más que sólo ver si entraban o no —dirá Yáke de repente. Todos lo mirarán en silencio, como cada vez que el gemelo se digna a hablar—, lo importante fueron las circunstancias posteriores. Cuando los celulares comenzaron a sonar, el sonido era el de la supuesta psicofonía de los sonidos del infierno que se popularizó en internet, y en ese ambiente fue suficiente para generar miedo en ellos, impidiéndoles pensar con claridad. Pero luego, lo más absurdo de todo: el tono tenebroso de la voz distorsionada de los micrófonos tuvo más efecto en ellos que las estupideces que decían todos. No importa que tan tenebrosa sea la voz, sólo dice tonterías. Pero ellos se dejaron llevar por su miedo en lugar de razonar que quizás había una explicación para todo. Si hubieran esperado un poco más, se habrían dado cuenta de que nada iba a suceder; todo seguiría haciendo alboroto, pero nada más.
Ante eso, Yúska asentará la barbilla sobre su mano y dirá con una leve risa que ése va a ser un club divertido.
Cuando llegue el momento de separarse, Sínke les prometerá que no todas las actividades del club serán de ese modo, sino que todos ellos se turnarán para elegirlas. Séntsa se aliviará al oír eso.
Los aparatos que Sínke habrá llevado a aquella casa abandonada serán descubiertos al día siguiente por unos niños de bajos recursos que tendrán la costumbre de ir a jugar ahí. Sínke me contará años después que, cuando los ladrones se hubieron ido, él volvió a la casa para recoger el televisor y formatear los teléfonos, los acomodó sobre la cama y se fue. Abandonó también los letreros.
[1] Yáke está hablando con alguna de sus hermanas que protagonizan otras novelas similares a ésta.
[2] Estas risas tienen como núcleo el orden de las vocales en danzilmarés: a, u, e, o, i. Al combinarlas en una sola palabra (“auéoi”) se crea una interjección que expresa burla y desprecio.
[3] El orden de las vocales “auí, áoe, aió” forman interjecciones para indicar diferentes grados de dolor. Las consonantes sólo están para disfrazarlas.
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