Una resurrección 6



La resurrección de Íbien.



 Nota de los editores:

El siguiente fragmento no se encontraba en la primera edición de este relato del ParalefikZland originalmente publicado en XXXXXXXXX, debido a que en aquel entonces la lámina que la contiene todavía no se había hallado. Damos la libertad al lector de considerar este último fragmento como el final real del escrito o solamente como un final alternativo.


Se había acostumbrado tanto a existir en interpretaciones que al principio creyó que la sensación de las sábanas que cubrían su cuerpo, la almohada sobre la que yacía su cabeza y el fresco aire como de una montaña que le soplaba en la cara, no eran más que otra reminiscencia de un recuerdo perdido de su vida. Tan acostumbrado estaba a no percibir estímulos reales que todas esas sensaciones que provenían del mundo exterior tardaron en hacer eco en su cerebro, y varias horas después, habiéndose desempolvado su sistema nervioso, las dudas sobre aquella luz que veían sus ojos y los sonidos de ecos que entraban en sus oídos se deterioraron, y finalmente quedó convencido de su regreso al mundo sensible. Tanto tiempo no había experimentado más que su propio ser, que ese contacto con lo externo adquirió un dulzor inconfundible, un descanso de su alma tan agotada de los laberintos de su ser, como si hubiera estado viviendo miles de vidas ajenas y sólo ahora despertara a la suya. Ya era libre.
¿Pero dónde estaba? ¿En qué momento se encontraba? La impresión de haber resucitado de sí mismo lo había dejado respirando lentamente, deleitándose en el placer recobrado de sentir sus pulmones hinchándose y contrayéndose, de su piel recordando la dulce aspereza de una sábana. Pero todo estaba vacío; sumergida en una luz no cegadora que tendía hacia el gris, la cama se hallaba abandonada, y sus ojos no lograron ver ningún horizonte que separara el cielo de la tierra. Mantuvo la calma para intentar comprender, pero momentos después apareció ante él una persona, una mujer de aspecto indiferente, ajena a su sorpresa, que vestía una prenda similar a una toga con largos pedazos de tela que le bajaban como alas por los brazos; no la había visto en el momento en el que entró, sino que daba la impresión de que hubiera estado ahí todo el tiempo, observándolo silenciosamente.
Ella no dijo nada. La mente e Íbien se llenó entonces de toda la información que respondía a todas las preguntas que un momento antes lo inquietaban. Habían pasado casi setenta años desde el día que perdió los sentidos junto al río Mrid. Fue encontrado a los dos días y llevado a un hospital, donde fue mantenido por años conectado a una sonda. Aunque era evidente que había perdido todos los sentidos, se comprobó que su cerebro seguía tan activo como el de una persona despierta (con la diferencia de que ningún estímulo externo alteraba las señales del cerebro), e incluso varias fueron las veces en que se había movido o intentado levantarse. Dado que nunca se le pudo localizar algún pariente que se hiciera cargo de sus gastos, hubo un dilema en el hospital acerca de cuánto tiempo podrían mantenerlo ahí, pero lo extraño de su condición (un muerto en vida) despertaba una fascinación tan grande entre la comunidad médica que no fueron pocos los neurólogos los que se opusieron a dejarlo morir, los psicólogos también querían saber qué sucedería en caso de que “resucitara”, qué efectos a corto y largo plazo habría después de una pérdida absoluta de los sentidos durante tanto tiempo manteniendo la conciencia intacta. Al saber la historia de Íbien, los eruditos no dejaban de preguntarse qué puede experimentar una mente que ya no tiene acceso a las experiencias, ¿saldría de ese estado convertido en un sabio, en alguien que tiene absoluto conocimiento de sí mismo y sería, por lo tanto, el nuevo portavoz de una nueva verdad inaccesible por otros medios? La fama que le dieron fue suficiente como para que hubiera campañas para mantenerlo con vida hasta que despertara. En una institución caritativa local incluso se había abierto un pequeño departamento destinado a mantenerlo con vida. Los años pasaron y fue mantenido en esas circunstancias; durante un tiempo tuvieron que amarrarlo con correas porque se movía con desesperación, y no pocas veces le habían oído murmurar pequeños sonidos incomprensibles (todo eso era celosamente observado y registrado por los médicos). Sin embargo, cada año perdían la esperanza de que despertara, y después de 50 años volvieron a replantearse la idea de dejarlo morir de una vez. Esta vez estaban divididos: Un grupo de gente opinaba que debían dejarlo morir por piedad, dado que, al estar consciente durante todo este tiempo, Íbien podría encontrarse en un estado de angustia que solamente le hacía experimentar desesperación; muchos psicólogos y neurólogos opinaban de esta forma, y con el argumento de que los constantes movimientos de Íbien eran una señal de ello, lograron convencer a mucha gente de dejarlo morir; el otro grupo opinaba que era injusto privarle de la oportunidad de recuperar la vida, además de que dejarlo morir frenaría los estudios de este tipo de fenómenos tan extraños, y que una cura incluso podría ser probable, esto lo opinaban a su vez otros grupos de científicos. El país quedó así dividido en la polémica; las charlas y convivios familiares gravitaban hacia el tema del hombre que perdió los sentidos; fuertes debates fueron organizados, se escribieron libros y se llevaron a cabo discusiones sobre el mismo asunto. Las discusiones se prolongaron lo suficiente como para mantenerlo vivo durante mucho más tiempo, pero se mantenía en una constante indecisión de cuya resolución final nadie quería responsabilidad, tanto la de dejarlo morir como la de dejarlo vivir. Mientras todo eso sucedía, Íbien envejecía lentamente; ya desde hacía mucho tiempo lo habían llevado a una sala especial donde podrían vigilarlo cada momento del día, fuera del alcance de los curiosos que visitaban el hospital sólo para intentar verlo y sacarse una foto o un video con él, pero los efectos de la vejez los obligaban a fortalecer sus cuidados, pues varias veces tuvo problemas del corazón y del hígado que requirieron muchas cirugías y medicación. Conforme Íbien se acercaba a los cien años, ya todos daban por hecho que moriría sin recuperar los sentidos, pero fue en ese tiempo que el planeta fue visitado por los emisarios del Zlándliù, y mientras Íbien seguía sumergido en su yo eterno el mundo exterior hacía ya tratos y acuerdos con seres venidos de otros universos, los cuales al enterarse de su caso se ofrecieron a llevárselo para curarlo, a lo que nadie puso objeción después de ser testigos de todas las curas, para ellos milagrosas, que habían traído consigo, erradicando todas las enfermedades mortales de su mundo. Sólo unos pocos vieron con ojos sospechosos el hecho de que quisieran llevárselo para curarlo en otro mundo en vez de simplemente curarlo ahí.
Ahora ya estaba de nuevo en el mundo de las percepciones, y en esas mismas imágenes se dio cuenta de que no sólo lo habían curado, sino que también lo habían rejuvenecido a sus treinta años, edad a la que había quedado encerrado en su propia mente.
—¿Y ahora qué? —preguntó Íbien, mirando adormilado a esa mujer— ¿Ya soy libre?
La mujer negó.
—Ahora eres de nuevo esclavo de las percepciones, igual que todos los demás —dijo con voz triste, pero que ocultaba la emoción de una lucha futura, renuente a inclinar la cabeza sumisamente ante la verdad que acababa de decir—. Pero eres libre de elegir lo que quieras que hagamos contigo; tanto si quieres volver a tu mundo para recuperar el tiempo perdido, como si decides que ya has vivido e interpretado demasiadas experiencias, en cuyo caso podemos darte algún tipo de muerte.
Íbien repasó de nuevo las imágenes que le habían dado, y preguntó:
—¿Por qué no me curaron en mi mundo?
Y ella respondió:
—Nos tomamos la libertad de examinar tu mente antes de despertarte, y después de hablarlo, alguien quiso cumplir uno de los deseos que te aquejó mientras no podías percibir; él quiere hacerte vivir, por un momento, cómo es mirar a la realidad sin pasar por el filtro de la mente ni de ninguna experiencia; es decir, ver la realidad tal como es y no sólo interpretarla por medio de algún sentido. El ser del que te hablo, Gyéo Fúntuo, ha llegado a ese nivel y ha decidido hacerte testigo también.
Íbien temblaba; volvió a mirar alrededor y le pareció que esa burbuja de luz grisácea se hacía cada vez más pequeña.
Una voz dijo entonces:
—Ya puedes irte, Génit; creo que nuestro invitado está ansioso por recibir este regalo.
Íbien había mirado al cielo para intentar ubicar el origen de esa voz que era dulce pero imponente, y parecía venir de cada rincón de esa pequeña existencia, incluso de su propia boca y de su propio corazón. Al volver la mirada la mujer ya no estaba, y al instante siguiente la cama también desapareció; estaba ahora sentado en el suelo sin haber sentido ninguna caída por la repentina desaparición de la cama. Entonces le pareció que podía ver con la nuca, con los pies, con la espalda, con todo el cuerpo; y lo mismo era para todos sus sentidos: todo su cuerpo era oído, gusto, tacto, olfato, equilibrio…; se había vuelto por completo percepción.
Dijo la voz:
—Antes quiero que me contestes una cosa: para conocer la realidad tal cual es ¿se necesita tener una gran cantidad de sentidos que desentrañen cada rincón y recodo de ella o, por el contrario, se necesita carecer de todo sentido, porque la falibilidad es inherente a toda percepción?
Confundido, Íbien reflexionó por un rato, luego contestó, alzándose de hombros:
—¿Quién puede dar la interpretación definitiva de un hecho tan mundano como cortar un pedazo de pan? Ya viví el no tener sentidos y mis experiencias aun así estaban contaminadas; ahí donde interpreté un evento pudo ser otro. No hay mayor mentira que la memoria ni nada tan hipócrita como la percepción o el recuerdo. Supongo que mi respuesta es que no puedo saberlo. Se me ocurre que para conocer la verdad hay que estar sin experiencias previas, sin una mente contaminada de recuerdos o sensaciones que evocar para darle sentido a lo que se percibe, ni siquiera tener mente; hay que ser como la nada.
Y la voz, calmadamente como un padre amoroso, dijo:
—Ahora te la haré experimentar. Yo entro en ese estado todo el tiempo, y te digo que no es la gran cosa tampoco.
Entonces Íbien perdió todos los sentidos de nuevo, pero esta vez fue como si, al perderlos, ganara un nuevo sentido, uno mucho más poderoso que le permitía sumergirse en los abismos de la realidad, y durante el breve instante que duró esa revelación no tuvo ningún pensamiento, ningún recuerdo, ninguna percepción, ninguna interpretación.

Fin

                  



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