El Oxímoron 4

 


La búsqueda se complica.


Por la noche, Zómwan contará a Ámia la conversación que había tenido con el panadero. Ella se mostrará satisfecha al ver confirmada su idea de que el panadero no estaba absolutamente comprometido con el Oxímoron y no ocultará su sonrisa maliciosa. Cuando escuche la parte donde el panadero le dice a Zómwan la analogía de los caminos que parecen y no parecen llevar a ningún lugar o que son más o menos seguros, se tornará fastidiada y enojada con Zómwan por dar la impresión de habérselo tomado en serio.
“Ese es un grave error”, dirá, “¿vas a confiar en alguien que ha admitido que no está dedicado en cuerpo y alma al Oxímoron?, te digo que es absolutamente lo contrario: ¡Entre menos parezca que vamos avanzando, más cerca estamos de descubrir el Oxímoron!”
“¿Por qué?”, preguntó Zómwan.
“Investigar el Oxímoron es como un juego de jalar la cuerda en el que el otro jugador está oculto por una intensa oscuridad; no puedes verlo pero puedes sentir cuando jale de la cuerda, a veces estás días y días sin sentir que el otro jale y te dan ganas de jalar para revelarlo, ¡pero cuando no está jalando es el peor momento para tirar! Si tiras y él no está sujetando la cuerda, arrastrarás sólo la cuerda pero no revelarás a tu contrincante. Tienes que esperar a que él decida manifestarse y poner tensión en la cuerda y entonces luchas contra él hasta que lo arrastres”.
“¿Y cuándo volverá a manifestarse el Oxímoron?”, dijo Zómwan, impacientándose.
“Quién sabe. No se puede forzar al otro jugador a que tire de la cuerda; hay que tener mucha paciencia. Lo único de lo que estoy segura, que no me canso de repetir, es que tu presencia de algún modo activará al Oxímoron, y cuando se manifieste, lo hará de una manera más clara y evidente”.
Habrá despertado la casera a causa de los crujidos de las tablas de madera al salir Zómwan por la ventana. Ésta observará, desde una ventana con cortinas rotas, a Zómwan y a su hija hablando en el jardín. Llora complacida.

***

Durante las siguientes dos semanas la rutina de Zómwan en el pueblo fue más o menos como sigue:
Se despertaba temprano, con el alba, y tomaba un pequeño desayuno que la señora Gramt tiernamente le preparaba. La mayor parte de las veces consistió en jugo de frutas con una fresca sopa de corteza, sopa de huesos de pescado con pan o raíz de árbol cocida y espolvoreada con azúcar vieja. Cuando el sol asomaba, y los avestruces se retiraban a los bosques, salía tranquilamente hacia la panadería. Varias veces intentaba platicar con los habitantes diciéndoles un simple buenos días, ¿cómo se encuentra?, pero respondían siempre buenos días, muy bien, gracias chico, y se iban. Trabajaba con el panadero unas horas y salía antes del mediodía. Recorría el pueblo el resto de la tarde. Conoció el parque donde aún estaban los huesos de aquel forastero que se habían comido los avestruces, intentó muchas veces jugar a la pelota con los niños, pero éstos lo rechazaban groseramente diciéndole que no querían jugar con un vago como él, así que se quedaba mirándolos mientras ellos jugaban. Conoció los alrededores del pueblo, visitó el basurero abandonado, en el que varios animales como serpientes y perros habían hecho su hogar y revoloteaban de un lado al otro entre la basura. Cuando empezaba a caer la noche regresaba a la posada, cenaba platicando con el señor Nín y éste le contaba de sus aventuras de juventud, con una nostalgia tan evidente que Zómwan no tuvo el corazón para abandonar la mesa, aun después de terminar su comida, hasta que el señor Nín no terminara sus historias. Estas charlas se volvieron tan frecuentes y tan íntimas, que el señor Nín empezó a ver en la extraña mirada de Zómwan el rostro de un amigo, y con frecuencia llevaban la conversación al patio trasero, donde veían la puesta de sol tras los árboles. Antes de dormir, tomaba un baño y se quedaba frente al balcón a esperar a Ámia, con la que hablaba hasta bien entrada la noche, y al volver a subir estaba tan cansado que se dormía sobre los resortes del colchón sin demostrar incomodidad alguna.

***

Te lo juro. Volvió al día siguiente en que estábamos jugando pelota, esa hecha de plumas que encontrábamos en la calle, vino y me asusté, me sonrió y Ate me dijo no le hables, su pelo estaba sucio por el polvo, la cancha olía a madera. Gía se va corriendo y él se detuvo, “¿puedo jugar con ustedes?”, dijo y me acordé de los golpes que me diste ayer porque tardé en responderle que no, se lo digo con la cabeza pero dice “¿sabes dónde ocurrió el Oxímoron?”, y Ánkora vino y me jaló de los hombros, “ya vámonos”, me dijo, Ate lloró cuando oyó que mencionaba al Oxímoron y Ánkora le dio unas bofetadas y mira al chico con rabia, “¡Vete, no nos dejan juntarnos contigo!”, grita y Ate lloraba y yo sentía el polvo de la cancha llenando mis sandalias. Un carretero se detiene y nos mira. “¿Quién les ha prohibido hablar conmigo?”, dice y a lo lejos Gía nos ve con terror y yo estoy paralizado, el joven huele a algo que no había olido jamás, no hay tierra apenas en su cara. “Mamá dice que vienes a causar problemas al pueblo”, dice Ánkora, el polvo en las sandalias me da cosquillas, “¿por qué, porque hablo del Oxímoron?”, Ánkora se tapa los oídos y yo la imito y Ate vuelve a llorar, Gía sale corriendo con sus piernecitas regordetas. “¿Por qué no pueden hablar del Oxímoron”?, vuelve a decir, no se calla, no se calla, no se calla. “Si hablamos de él nos volveremos inútiles”, dice Ánkora. Y el carretero continuará con su camino, ignorándonos y ya no aguantaré la comezón de los pies, Ate esconderá la cabecita en el pecho de Ánkora, ella se asustará cuando ese chico comience a reírse, “¿Y le crees a tu mamá cuando te dice que si hablas del Oxímoron serás una inútil?”, dirá y Ánkora se lanzará a embestirlo con el cuerpo, más grande y formado que el mío y el del pequeño Ate. Caerá al suelo y Ánkora lo atacará. Imposible, dirá, impensable que las palabras de mamá no sean verdad. Volverá Gía con mi mamá, mi tía y mi tío y correrán y Ate correrá hacia ellos. El joven se quitará a Ánkora de encima y ella correrá hacia mi tía, “Mamá, mamá, ahí está otra vez hablando del Oxímoron, dice que te equivocas y que no seré una inútil si hablo de él”, y gimotea y la abraza y todos voltearán hacia él y entonces ocurrirá el Oxímoron.

***

Por fin pude probar el pan nuevo, qué delicia, igualito al día en que llegué y le digo mamá, mamá, a dónde vas y ¿qué?, ¡voy, patrón!, fue en esa calle, sí, o quizás a la entrada del pueblo, pero el pan, sí, ese pan que dejó en mis manos, la vi, su cara brillante, su pelo de cascada, sus labios ennegrecidos, luego vi el pan y ella acarició mi cabeza, di una mordida y me sentí feliz, muy feliz, no sabía a tierra, no sabía a tierra, miré el pan otra vez, alcé la mirada y ya no la vi, ya no la vi, nunca más la vi. “¿Dónde vas, chamaco?”, y me detuve, no la volví a ver pero estaba contento, sí, el pan me daba alegría, “¿Y tus papás?”, y yo sigo comiendo y oculto la cara tras el pan, pero va a desaparecer, mordida a mordida comienza a desaparecer y me entristecí. “Ven acá, ¿quieres una fruta?”, y fui y comí el plátano, y no sabía a tierra y fui feliz, “¿cómo te llamas?” y no sabía lo que era llamarse y él dijo “entra”, y entré. Más trabajo, acarrear cajas de frutas, tirar todas las que no se venden hasta el basurero que huele a serpientes y perros, pero un pan, todo por un pan, no saben a tierra, no.

Wân zín koy
Lôj-ó wân zín
kâl’y, lojó! [1]

Aún la recuerdo, sí de sus labios la oí cantar Wân zín koy cuando entró en la tienda, y era bonita y me dio pena hablarle, y cantaba mientras llenaba su cesta con frutas y el frutero le dijo “¿Cómo te va, Ámia?” y ella dijo “Muy bien, señor, sólo vengo por unas frutas para mi mamá”, me vio y me saludó, yo no le dije nada y dijo “¿Cómo te llamas?”, “No tiene nombre”, dijo el frutero, y ella se fue cantando Wân zín koy. Y volvió días después y cantó de nuevo, y otra vez y otra vez y me aprendí la canción y la cantaba y me sentía feliz, y entonces vino luego y me dijo “ya tengo un nombre para ti, te voy a llamar Érnte”, y sonreía y me convidó de su pan, no sabía a tierra y me sentí feliz. Y platicamos, paseamos e íbamos al bosque a observar de lejos a los avestruces mientras dormían, comíamos pan y cantábamos Wân zín koy, pero un día ya no quiso. Ya puedo regresar, la basura se pudrirá aquí, no quiero volver a este lugar que me deprime, pero tendré que volver a hacerlo mañana, por eso siempre les digo a todos que compren las frutas para que no tenga que hacer yo este viaje cada día. Estaba así de caluroso cuando la vi con los ojos manchados de negro, su mirada loca me dio miedo, pasó corriendo por la frutería y la seguí pero se dirigió hacia las afueras y entonces me dijo algo del Oxímoron, no entendí, habló desesperada, maniática y me dio mucho miedo, me llamó imbécil, niño abandonado, “yo te di un nombre”, y no entendí por qué decía todo eso, ella lloró, yo lloré y caminé hacia ella, me rechazó, se molestó y corrió hacia los árboles. Sólo la veo a veces, corre por el pueblo y nunca puedo hablarle ni nunca me habla. El pan no sabe a tierra; soy feliz. Ámia, me diste nombre, me mirabas y cantábamos, era feliz.
¿Te sientes mal, Érnte?, el frutero, ¿ya tan rápido llegué?, No, no pasa nada, patrón. Oye, me dice y se ve preocupado, te mandó a llamar el señor Hén, quiere que vayas a su panadería, creo que te quiere dar un trabajo. Ah, bueno. ¿Qué será? Ojalá me pague con pan. No sabe a tierra.

***

Yo tenía que llegar al bosque de Xáv, ahí me esperarían mis compañeros, con quienes había resuelto llevar a cabo una investigación acerca del ciclo de vida de unos rarísimos ciempiés azules recientemente descubiertos, de los cuales se había notado el curioso rasgo de fingirse muertos poniéndose panza arriba para dejar al descubierto sus esponjosas entrañas, y luego, cuando un pájaro o un ratón se acercara con la intensión de darse un festín, rápidamente saltaba sobre él con las patitas por delante para entrelazarlo fuertemente con sus pinchos, y entonces lo mordía e inyectaba su veneno hasta matarlo, se les metía por la boca y los comía de adentro para afuera. Y sin embargo nunca llegué. Me topé con este pueblito en el camino cuando mi camioneta decidió que ya me había servido suficiente. ¿Qué habrán pensado mis compañeros al ver que nunca me presenté? ¿Me habrán buscado? Si fue así, no buscaron en el lugar correcto; nunca los vi asomarse por aquí. Era peligroso el viaje, sí, pero pensaba que lo era a causa del ciempiés que pretendía estudiar, no a causa de unos avestruces. ¿Por qué nadie me avisó de ellos cuando llegué con la intención de pasar aquí una noche? ¿Por qué tuve que ser tan exigente? La posada era tan mala, tan sucia, tan deprimente que me pareció mejor pasar la noche en el parque, y durante el ocaso pensé en aquellos días de estudiante, cuando, empujado por mi fuerte vocación, solía pasarme días y noches en los bosques a la caza de insectos, y casi siempre volvía con los frascos llenos de arañas, babosas, cucarachas, gusanos y mariposas, con qué alegría saltaba cuando lograba capturar algún insecto especialmente raro, tan raro que los criptoentomólogos querrían apropiarse de ellos. A decir verdad, me interesó la criptoentomología poco después de graduarme, aún no sé bien por qué no seguí esos pasos, sea quizás por su falta de método científico, ¡pero qué diablos!, cuando se tiene pasión por algo qué importa si la ciencia no lo aprueba. ¿Quién me recordará ahora que sólo soy un montón de huesos desperdigados en este parque miserable? ¿Serán acaso mis colegas, mis compañeros de toda la vida, ya me habrán olvidado debido al poco tiempo que tuve para habituarlos a mi existencia? ¿Será mi hermano Ábant, que vive en Shórsta y cuyo oficio de policía lo expone a muchos más peligros que aquellos a los que yo alguna vez me expuse? ¿Y su hijita, mi sobrina, la pequeña Yúska? A ella le mostraba mi colección de insectos y los observaba con ese encanto que tienen todos los niños hacia las cosas diferentes, tan poco habituales en sus rutinas diarias, y ella era especialmente impresionable ante cada insecto nuevo que traía a casa. Fue como mi propia hijita, me dolió despedirme de ella. ¿Qué diría ella si me viera ahora? Excepto por mi cráneo, mi columna, mi pelvis y algunas costillas, el resto de mis huesos están desprendidos, mis metacarpianos y carpianos el viento los ha alejado demasiado y hace meses que no sé dónde están; mis brazos y piernas fueron despedazados por el pisoteo de los avestruces que de vez en cuando vienen a visitarme, quizá recordando con añoranza el día en que se dieron un festín con mi carne, lamentando no tener más días en los que llegue una presa tan fácil como lo fui yo. A veces, los pies descuidados de un pueblerino me patean accidentalmente; casi me desprenden parte de mi cráneo hace unos días cuando un arriero viejo, cojeando y con síntomas de dolor, desquitó alguna rabia contenida con mi lóbulo frontal y me dejó pequeñas grietas. Sí, incluso mi sobrina se espantaría, ya no vería en mí el tío que la cuidaba cuando dormía y su padre trabajaba, el tío que le invitaba a helados mientras paseábamos por los puentes del río Skér, el tío que le hablaba horas y horas de los insectos de su colección, sino que vería mi sonrisa macabra, eterna y burlona, que se ríe de su propia torpeza y de su vida truncada, vería los ojos vacíos que han perdido la esperanza y que sólo esperan el momento en que el resto de los huesos lentamente se convierta en polvo.
Un día llegó este muchacho, vino preguntando a todos cuantos pasaban sobre el Oxímoron. Durante varios días intentó jugar con un grupo de niños que jugaban en una cancha de tierra a pocos metros de mí, a mí me resguarda una pequeña banca en la que nadie se sienta desde que yo llegué, y desde ahí escuché varias disputas y pleitos, y este chico me llamó la curiosidad. Un día se puso a discutir con un viejo arriero, el mismo que hacía tiempo me había pateado, comenzó a decirle una sarta de tonterías de que si nunca se había preguntado cuál de todas las versiones del Oxímoron sería la correcta, si es que acaso había una correcta, o si alguna vez había visto algún evento en su vida que hubiera relacionado directa o indirectamente a la influencia del Oxímoron. Pero todo era en vano; esos temas no importan a nadie, a mí no me importaban ni en mi vida ni en mi muerte, y llegué a sentir pena por ese chico que se esforzaba por lo inútil e irrelevante. Entonces, un día antes del festival del pueblo, como una semana después de la llegada de este joven, de repente llegó y se sentó en mi banca, bajó la mirada y encontró los agujeros de mis ojos, estuvo un largo rato contemplándome, y se veía triste como si se hubiera dado finalmente cuenta de que su proyecto era inútil. Sin ningún tipo de contemplación, tomó mi cráneo y lo desprendió de mi columna, y ahí, sentado, me sostuvo con las dos manos frente a su cara y me dijo: “¿Y tú por qué moriste? ¿Lograste algo o fuiste puro teatro como yo?”, luego sonrió y continuó más tranquilamente: “Si terminaste muerto de esta forma, entonces tu vida no fue menos patética que la mía. Aun si en vida fuiste el triple o el cuádruple de lo que yo soy, no te salvaste de un destino tan absurdo. ¿De qué sirve luchar por lo que es importante si terminas con un destino tan horrible, como el del que lucha por lo inútil?”. Me colocó debajo de la banca a un lado de mi columna y se fue. Durante todo ese día me quedé pensando en sus palabras; en verdad me hizo sentirme avergonzado que yo, Wéil Sínt, un entomólogo con futuro, que se esforzó hasta el agotamiento por dar lo mejor de sí en el campo del conocimiento en el que se especializó, acabara de una manera tan ridícula y desalentadora, como si a la realidad no le importara en absoluto ser mínimamente piadosa y justa, y tratara con la misma indiferencia a aquellos que le sirven y a aquellos que se le rebelan. Ese fue mi último día de soledad; durante la fiesta ocurrió el gran desastre, y a la mañana siguiente el pueblo entero me hacía compañía.


          


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[1] “Mis nueve primos se llevaron mis nueve monedas de oro, ¡carajo!”. El verbo “llevarse” conjugado en pasado, “Lôj-ó”, crea un juego de palabras con la expresión malsonante “lojó”.

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