El Oxímoron 5
Toda ayuda es en vano.
—¿Se va, señor Hén? —dijo el arriero.
—Ah, sí, Néing —el panadero terminó de cerrar la tienda y tomó su bastón—. Vo’ a visitar ami hija en Níhi, hace ya tiempo que no la vo’ a visitar y además quiero ver mis nietecitos.
—¿Y se encuentra en condiciones pa’ caminar hasta Níhi?
—No te preocupes, le pediré a los carretero’ que pasan por la carretera que me lleven, ya hace tiempo que lo’ conozco y siempre me llevan.
—Pus qué lástima que se pierda la fiesta d’hoy en la noche. Este año etoy seguro que va ser excelente, mire toda’ la’ lucecita’ y papelito’ de colore’ que han puesto po’ todo el pueblo, ya no se ve tan triste, ¿no cree?
—Sí, e’ bonito —el panadero dio un vistazo inquieto hacia el bosque seco que asomaba por entre las casas cientos de metros adelante.
El arriero notó la preocupación del panadero; ese rostro se sentía apurado, pero al mismo tiempo como si algún tipo de curiosidad quisiera retenerlo fuertemente. El arriero había puesto un rostro similar cuando de joven le habían sugerido ir a vivir a ese pueblo, donde las plantas apenas necesitaban agua para crecer, donde las gallinas quedaban gordas con apenas un puñado de alimento, donde el aire traía el aroma de las montañas de Marü. En su pueblo natal, ubicado en las playas de Xáv, tenía lo suficiente para prosperar trabajando la tierra, pero las noticias de ese pueblo lo sedujeron y le hicieron dudar entre ir o quedarse. De ahí el rostro similar al del panadero en ese momento. Pero también era el rostro que había puesto el día que decidió marcharse, varios años después, cuando el pueblo cayó en desgracia. Sin embargo, no lo hizo y nunca entendió bien el por qué. Lo lógico era abandonar un lugar que ya sólo proporciona desesperanza e impide todo progreso, pero encontró que algo lo mantenía ahí, como si hubiera integrado íntimamente en su ser una costumbre o sentimiento que, pese a ser perjudicial, no podía dejar. Esa contradicción de sentimientos a veces lo ponía de tan mal humor que le daba por romper todo lo frágil que tuviera a la mano; había roto con piedras ventanas de casas abandonadas, pedazos de madera podrida de los escombros de las mismas, pisaba la basura del basurero, e incluso una vez había pateado al visitante que aún descansaba en paz en el parque.
—¿Cuándo volverá? —dijo el arriero, en su tono añorante se delataba su deseo de que el panadero no volviera, que si él no era capaz de irse, que al menos el panadero sí pudiera hacerlo.
El panadero le mostró una sonrisa tierna, como la de un abuelo que percibe la preocupación de su nieto, pero cuya respuesta encierra en el fondo una muy mala noticia.
—Tal vez mañana —contestó.
Pero no volvió, se quedó a vivir con su hija y nietos en Níhi, y la sola idea de regresar lo llenaba de pánico. Pocos años después, levemente rejuvenecido por el ambiente más humano al que se había mudado, vio en la televisión que el entonces casi perdido pueblito en el que había vivido salía en las noticias. Rio y lloró cuando vio en la pantalla cientos y cientos de figuritas blancas, alargadas y redondas, sucias y rotas, desperdigadas por todo el pueblo.
***
Por varias tardes, mientras esperaban que la casera terminara de preparar la cena, Zómwan y el señor Nín se sentaron juntos a la mesa y se pusieron a jugar damas con un viejo tablero, y en ausencia de la mayoría de las fichas, improvisaron con algunas piedras y granos de frijol y maíz. Pero el juego era más bien un pretexto para que el señor Nín aprovechara para volver a contarle sus historias de juventud, las cuales Zómwan escuchaba una y otra vez, incapaz de negarse a un anciano que se aferraba a ellas con tanto anhelo. Pero una tarde, en medio de una partida, el señor Nín decidió que ya se había cansado de jugar. Durante todo ese día Zómwan lo había notado más agotado que de costumbre, como si las señales de una pronta muerte se manifestaran en un profundo cansancio que apagaba poco a poco el poco brillo que le quedaba en los ojos. Desafortunadamente para Zómwan, aquellas señales de muerte aún tardarían un poco en ahogar la curiosidad del señor Nín.
—¿Cómo va tu investigación sobre el Oxímoron? —dijo el viejo cuando Zómwan hubo guardado el tablero.
Zómwan vio en el tono de esa pregunta, nada indiferente, pero todavía sin mucha curiosidad, un indicio de interés similar al que había escuchado a su abuelo poco antes de que surgiera en él un interés auténtico por el Oxímoron.
—La verdad no mucho —dijo Zómwan, decepcionado por no poder alimentar ese aparente interés con alguna buena noticia.
—¿No? Pero si ya llevas mucho tiempo yendo con el panadero. No me digas que ha sido en vano.
—El panadero de por sí nunca me dio muchas esperanzas; me dijo desde el principio que todo sería en vano.
—En algo te ha de haber ayudado. No es posible que todo lo que te haya dicho sea absolutamente inútil.
—Cada día sólo me dice una cosa que, en comparación a no saber nada, es una ayuda invaluable, pero desde un punto de vista amplio es tan inútil como no saber nada.
—¿Qué te ha dicho?
—El segundo día me dijo que el Oxímoron es inalcanzable porque es diferente siempre para uno, cosa que ya sabía, y que por eso es inútil intentar encontrarlo según el punto de vista de los demás. No hice mucho caso, y durante días estuve vagando por el pueblo preguntando a todos sobre sus versiones del Oxímoron. Llegué a la conclusión de que quizás tenga razón, al menos entre las personas que no se interesen por el Oxímoron.
Aquí se callaron por un momento. El señor Nín parecía un niño que trata de luchar contra el sueño, y luego dijo:
—¿Para ti cómo es el Oxímoron?
Esa pregunta inquietó a Zómwan. Se sintió tonto por esa inquietud, pues sabía que, tarde o temprano, alguien tenía que preguntárselo.
—No importa cómo lo sepa yo, señor Nín. Otro día, el panadero me dijo que nuestras propias versiones del Oxímoron no deben tomarse tan en serio, sino que son una mezcla entre el Oxímoron real y los propios sesgos, y a veces deseos y temores, de nuestra mente. No hay nada en nuestra propia versión que nos permita adelantarnos al Oxímoron ni hacer predicciones.
En ese momento, Zómwan pensó que era extraño que Ámia tampoco le hubiera preguntado nunca acerca de su versión del Oxímoron; pero inmediatamente concluyó que esa chica estaba tan absorta en su propia versión, que era de esperarse que no le importara la de nadie más. Estos pensamientos lo distrajeron por un momento; no se dio cuenta de que el señor Nín acercaba la cabeza con una mirada furtiva.
—¿Y qué te ha dicho Ámia sobre el Oxímoron? —preguntó.
La cabeza de Zómwan lentamente giró hacia el anciano. No sabía por qué se sentía acorralado, después de todo la casera le había encargado a su hija, el señor Nín debía ya haber sospechado que se había encontrado con ella a lo largo de todos esos días. Entonces pensó que aquel miedo a contestarle se debía a que, probablemente, más que ser él quien estuviera ayudando a Ámia con su locura, era ella la que lo estaba arrastrando a la locura con sus palabras que no paraban de contradecir lo que el panadero le decía.
—Ella está bien —dijo aparentando naturalidad—, sus ideas sobre el Oxímoron son quizá menos claras, más desenfrenadas y menos sofisticadas, pero nada que no pueda manejar.
—Me estás mintiendo, chico —dijo el señor Nín, sin apartar sus ojos de cazador de Zómwan.
—¿A qué se refiere? —en vez de demostrar miedo, Zómwan contestó ofendido.
El señor Nín se aseguró de que la casera aún estaba en la cocina, luego se acercó a Zómwan y le dijo en voz muy baja:
—Ya sé de las cartas que has estado recibiendo desde hace días, las que te trae ese joven Érnte, el ayudante del frutero. Tal vez digas que no es una sorpresa y que exagero al decírtelo de esta manera, dado que yo mismo lo he visto entrar y dirigirse a tu habitación, lo que no sabes es que uno de esos días, cuando bajaba dispuesto a irse, yo lo detuve y le di uno de mis panes para que me dijera quién enviaba esas cartas, el muy idiota se negó diciendo que no las necesitaba porque de dónde lo mandaban le darían todos los panes que quisiera por mantener el secreto, ¡y se fue sin darse cuenta de sus palabras!, ¡qué imbécil tan grande!, ¿quién más podría proveerlo de todo el pan que quisiera aparte del panadero? Te han engañado, joven, el panadero está jugando contigo haciéndote creer que esas cartas son de otra persona. Pero eso no es todo, los he visto a los dos, a ti y a Ámia, en la noche, veo cómo reaccionas con ella, cómo desde la llegada de esas cartas pareces más perturbado, temeroso de lo que ella te diga, desconfías de ella e intentas no llevarle la contraria y no haces más que asentir a todo como un buen perro, como si fueras tú el que se deja influenciar por ella y no al revés. ¿Qué es lo que te dicen esas cartas? Estoy seguro que es algo sobre Ámia, ¿no es así? ¿Y no te parece sospechoso? ¡Claro que sí! Entre lo que te dice el panadero y Ámia, así como aquella información que te han dado en las cartas, te han llevado a un punto en el que ya no tienes el control de lo que originalmente te proponías. Ahora todos te zarandean a su antojo, ya no tienes ningún criterio para elegir a quién debes creer. Has fracasado y lo sabes.
Zómwan se quedó perplejo. Inconscientemente apretó las cartas que tenía en el bolsillo y repasó su contenido mentalmente. Se sintió como un estúpido, pero entonces surgió en él la esperanza de que el señor Nín mintiera, guiado por alguna razón enigmática, confabulándose para alejarlo de ese pueblo de una vez.
—Cuando llegaste creí que podrías ayudar a esa pobre chica, ser su guía, pero ahora veo que ni siquiera puedes guiarte a ti mismo. No le des más pobres ilusiones a la señora Ótant. Vete mañana mismo del pueblo, hazlo en secreto, deja tus cosas. Le diré a todos que te comieron los avestruces, así al menos la señora Ótant no sufrirá el hecho de haber puesto una vana fe en ti. Mejor que crea tu muerte antes de que te vea caer hacia la misma locura que Ámia.
***
—¿Quién la entrega?
Aquel pedazo de papel doblado había sido llevado hasta su cuarto por Érnte, ese pequeño y escuálido ayudante de la frutería, que sonreía nerviosamente ante Zómwan como un niño ante un policía que está a punto de amonestarlo.
—No puedo decirle, sñor, sólo me dijeron que se la diera a usté’, y que quizá mañana le dé otra.
Érnte quiso irse, pero Zomwan se lo impidió y le dio una moneda de dos Yaos. Érnte, feliz como nunca en su vida, casi le besó la mano y no paró de agradecerle hasta que desapareció por la escalera.
La carta decía lo siguiente:
No intentes averiguar quién soy. Conocí a Ámia desde pequeña. No le hagas caso a lo que diga sobre el Oxímoron. Recuerda que está loca.
***
¿Cuál fue el ladrillo que el panadero le dio a Zómwan para su camino hacia el Oxímoron al cuarto día?
El Oxímoron nunca toma lugar durante el tiempo de vida en el que uno lo supone. No importa si para tu percepción ocurrirá dentro de una semana, un día o un minuto.
***
¿Qué dijo Ámia en respuesta al ladrillo que le dio el panadero a Zómwan al sexto día?
¡No es así! El Oxímoron es súbito, nunca gradual, nunca da lentos indicios que puedan prepararte para él. Cuando ocurra, apenas nos dará tiempo de darnos cuenta de que ya ha empezado.
***
¿Qué decía la tercera carta que Érnte entregó a Zómwan?
A pesar de su locura, Ámia sabe algo que no es buena idea ignorar. Pregúntale qué opina de los polluelos de avestruz.
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