Un concurso telefónico




El extraño concurso telefónico no es lo que parece.


A las dos y media de la mañana sonó el teléfono. Bajé a contestar todavía despabilándome y bostezando como hipopótama.
—¡Morirás!
Y casi se me escapan los ojos y los cabellos cuando escuché esa voz gruesa, rasposa y seca, imaginándome que un cadáver con la garganta llena de tierra y gusanos me había llamado desde la tumba. Sentí que mi cráneo había desaparecido de mi cabeza y sólo hubiera dejado una masa de piel, músculos y sesos sobre mis hombros como una pelota desinflada. ¡Oh, qué horror tan horrible!, el piso desapareció y el mundo empezó a girar, o más bien era yo la que daba vueltas o las dos cosas, y daba todo vueltas al mismo tiempo de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, hacia adelante y hacia atrás, hacia atrás y hacia adelante, de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro y un largo etcétera.
—Ejem, ejem. ¡Morirás de felicidad cuando te ganes nuestro maravilloso premio!, que consiste en un viaje todo pagado a las islas Kínt, una semana de diversión recorriendo las montañas y descansando en la playa, haciendo lo que se te dé la gana cuando se te dé la gana con lo que se te dé la gana por la razón que se te dé la gana con quien se te dé la gana…
Y mientras la voz seguía variando la misma frase con todas las preposiciones, locuciones y pronombres de nuestro idioma, una cosa agria surgió repentinamente en mi pecho en el lugar donde estaba mi corazón. Cada latido lo escuchaba en mis oídos como cuando se aprieta una bolsa de plástico hecha bola. Volví a sentir el suelo en mis pies, pero era como si estuviera parada sobre minúsculas espinitas que se clavaban en mis plantas y me daban tanto cosquillas como dolor.
—¡Y todo eso si puedes ganar nuestro juego! ¿Cómo se llama usted, señor, señora, señorita…?
—T…T…¡Tttt!...¡Táda!
Sólo decir mi nombre fue como dar a luz a un elefante por la boca.
—Muy bien, señorita Táda, ahora sólo mire por la ventana y vea si nuestro anfitrión ha llegado.
Alcé la vista y al otro lado de la ventana de la cocina… ¡Oh, qué espanto tan espantoso! Una cosa, como una bola con dos bracitos a los lados, me miraba con unos enormes ojos perfectamente redondos, cada uno tan grande como mi propia cabeza, y las negras pupilas estaban tan dilatadas que apenas había unos centímetros de blanco en esos ojos. En el centro de esa bola, igualmente circular, se encontraba una boca bordeada de dientes perfectamente triangulares en la parte de adentro, puestos en línea uno al lado del otro hasta darle la vuelta a la boca. Más adentro había otra boca circular más pequeña, y dentro de ésta, otra más pequeña, y así hasta que no pude ya contar el número de bocas que había dentro de esa boca. Todas mis sensaciones anteriores volvieron, y en mi delirio y tal vez por la ilusión óptica de esas bocas, tuve la impresión de que los dientes se movían cual dientes de una motosierra.
—Señorita Táda, háganos el favor de dejar pasar a nuestro invitado. Lo único que tiene que hacer es escuchar hasta el final todo lo que él le diga y habrá ganado el juego. Mucha suerte.
Me sentí convulsionar. Toda mi sangre quería salir disparada de mis poros y los pelos de mi nuca hacían movimientos como de sentadillas. La locura se apoderaba de mí y empecé a reírme histéricamente mientras caminaba hacia la puerta. La criatura estaba ya del otro lado y vi que era sostenida por unos minúsculos piecitos como cuerpos de babosa. Los temblores que sacudieron mi cuerpo mientras observaba a la criatura me hicieron tener algo así como pequeños orgasmos de adrenalina que se sentían como cosquillas amargas adentro de mis venas. Entonces la criatura habló, con una voz grave y gelatinosa:
—Saludoh’, Táda. Vengo d’un plaeta mu’ lejano. Ahí lah’ piedrah’ tien ojitoh’ muy bonitoh’ que leh’ arrancamoh’ pa’ comé. A mí me guta’ loh’ ojitoh’ verdecitoh’ pa’ mi hopita cuando me baño en la lava calientica en la mañá’a…

***

(Para no abrumar al lector con mi burdo intento de representar los modos de hablar de nuestro monstruoso personaje, proseguiremos su narración con un lenguaje más fácil de leer, siempre teniendo en cuenta que realmente está hablando como intenté describir en el fragmento anterior.)

Estaba un día tomando mi habitual bañito de lava, comiendo mi sopita con ojos de piedritas, cuando se me apareció como por arte de magia mi amiga Shenmá. Era un ser dibujado con grandes ojos, sin nariz, boca y barbilla pequeñas, pelo verde muy lacio que le llegaba hasta las pantorrillas, a la que le gustaba desplazarse flotando. Todo un deleite para los sesenta y nueve sentidos de mi raza.
—Hoy lo hice, y no funcionó —dijo como si yo tuviera la culpa.
—¿Qué cosa?
—Hice lo que te había dicho, lo de mostrarle mi corazón a Zónder.
—¿En verdad?
—Los de tu raza no entienden hasta qué punto los detalles del cuerpo afectan a la sensibilidad de mi raza. Damos por certeza que amar a alguien implica amar todo el ente, y no sólo sus pedazos o componentes, sean estos físicos o espirituales —se sentó a mi lado—. Le mostré mi corazón; me abrí la piel, retiré los músculos, la grasa de mis senos, y aparté los huesos de mis costillas, y se lo dejé ver, palpitando, todo rojo y húmedo, acompañado de sus hermanos pulmones y de sus innumerables venas y arterias que se extendían más allá de mi torso. Y le dije: “si me amas de verdad, entonces amarás todo esto; dale un beso a mi corazón, y luego mira a mis pulmones y dile que los amas, bésalos como besas mi boca aunque estén llenándose y vaciándose de aire”. Y él titubeó y palideció, pero se inclinó e hizo lo que le pedí. Luego hice lo mismo con mi parte baja: le mostré mi estómago, mi hígado, mis intestinos, mi útero, etcétera. Le hice hacerme lo mismo a cada uno de mis órganos. Lo hizo, pero el asco que puso en su cara fue tan grande que le di una bofetada. “¿Así me pagas el que me haya mostrado ante ti tal y como soy?”
—¿Y qué hizo?
—Intentó besarme en la boca, pero yo le dije que cuando me besaba ahí él nunca ponía cara de asco, entonces ¿por qué no besaría con igual deseo mis intestinos, mi hígado, mi corazón, etcétera? Le di otra oportunidad: me abrí la cabeza y le mostré mi cerebro y ojos tal cuales son por debajo de mi cráneo. Esta vez casi vomita cuando sus labios tocaron la membrana de mi cerebro, y en mi rabia volví a golpearlo. “¿Así que sólo no te doy asco cuando mi interior está fuera de tu vista?, ¡imbécil!”
Apoyó entonces tristemente su codo sobre mi cabeza y lloró por un rato, después de lo cual dijo:
—¿Por qué tenemos un cuerpo, amigo?, ¿por qué no podemos ser sólo espíritu?
—Si fuéramos sólo espíritu, te quejarías de por qué somos sólo espíritu.
Y tras otro rato volvió a hablar:
—Cada vez que Zónder me besaba en la boca, me hacía consciente de que estaba besando mis labios, que eran parte de mi cuerpo; me hacía recordar que yo poseía… que yo era un cuerpo, que todos éramos cuerpos. ¿Sabes?, antes de eso, cuando sólo hablamos y exponemos nuestro modo de pensar y de ver la vida, se me olvidaba que tenía un cuerpo: no recordaba que hablaba por la boca, que el aire que llevaba mis palabras venía de dos bolsas en mi pecho, que los pensamientos que articulaba venían de esa masa babosa en mi cabeza… Soy puro espíritu cuando sólo hablamos, cuando sólo pensamos. Pero al besarnos vuelvo a ser consciente de mi cuerpo, y siento rabia e ira porque no soporto que el sostén de mi espíritu tenga que ser un cuerpo que vibra, late, segrega fluidos, emite olores y calor.
—El espíritu necesita del cuerpo para manifestarse, pero el cuerpo puede sobrevivir incluso sin espíritu.
—Eso es lo que me vuelve loca —pataleó fuertemente en la lava—. Cada vez que algo me recuerda que soy un cuerpo, aparece ante mí la idea de la muerte, y que mi espíritu dejará de importar cuando mi cuerpo muera. Por eso me cubro con ropa, a diferencia de todos los demás en este planeta, para que al esconder mi cuerpo, o adornarlo de manera que esos adornos distraigan la atención de mi cuerpo, nadie pueda recordarme que voy a morir. No exagero cuando te digo que el simple hecho de que alguien sea consciente de la forma de mi brazo, o del color de mi espalda, me hace sentir tan miserable, tan desprovista de grandeza, que bien podría ser igual a una piedra o a un tronco hueco tirado en el suelo.
—¿Por qué desprovista de grandeza?
—No entenderías el profundo sentimiento de que mi dignidad y enaltecimiento dependen de que mi cuerpo sea ignorado, que sólo se concentren todos en el contenido de mi espíritu que manifieste en mis pensamientos, y que cualquier observación sobre mi cuerpo es indistinguible de intentar ahogarme.
—Y aun así tú misma obligaste a Zónder a enfocarse en tu cuerpo.
—Porque quería que, si es inevitable que en esta vida mi cuerpo sea lo que dé la cara por mí, al menos quería saber si él amaría igual las secciones de mi cuerpo que están normalmente fuera de la vista, esas que son las más indignas y vergonzosas de nuestro interior, porque de su buen funcionamiento depende que podamos manifestar nuestra alma.
—Eres demasiado subjetiva.
—¿Se puede ser otra cosa?
—Al menos no te des tanto valor.
—Necesito valer.
—Pues elije valer de otra manera. Mírame a mí, hasta tú creíste que te iba a comer la primera vez que nos vimos. Ese era el valor que tú me diste a mí basada en mi apariencia, ¿y cómo podía yo exigirte que me valoraras de otra manera así como así? Tuve que demostrarte que no iba a comerte para que empezaras a valorarme de otra forma.
—Pero quiero que me valoren por lo que yo quiera, sin tener que deberle a nadie una explicación ni demostrar nada. Quiero que valoren mi grandeza interna aunque ésta no se muestre.
—Estás jodida entonces.
—¡Exijo dignidad!
—¿Qué es la dignidad?
—¡Que me valoren!
—¿Y qué es valorarte?
—¡Que me traten con respeto!
—¿Y qué es el respeto?
—¡Que me dignifiquen!
Etcétera…

***

—Felicidades, señorita Táda. Ha terminado la historia de nuestro amigo y ha ganado el premio. Nos pondremos en contacto con usted para entregarle los boletos dentro de una semana.
Colgó.
Táda seguía temblando con los ojos humedecidos, pero la historia del monstruo la había calmado bastante.
—Señorita Táda —dijo el monstruo—, antes de irme le quiero hacer una preguntita más. ¿Le ha parecido que la historia que le acabo de contar sobre mi amiga Shenmá es de verdad?
Un nuevo escalofrío apareció en la espalda de Táda, y, viendo los dientes en la boca circular del monstruo, contestó:
—Sí, le creo.
Una risa profunda, rasposa como la de alguien que se está por romper las cuerdas vocales, salió de esa boca como una caverna haciendo ecos, una risa de gozo como la de los que acaban de tener éxito en un plan malévolo. Táda estuvo a punto de desmayarse y sintió que se le quemaban los pulmones.
—Señorita Táda, me temo que todo ha sido mentira. ¿Qué ser podría pensar de la manera que lo hacía mi adorada amiga Shenmá en mi historia inventada? Ni siquiera ella. Ahora te comeré.


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