Un chelista
El famoso chelista Íben Fû cuenta la extraordinaria historia de cómo adquirió su virtuosismo.
Tal vez no me creas, pero hasta hace un año yo no era más que un barrendero. Con mucha razón pones tu cara escéptica y tu boca se contrae en una mueca tensa, como si las reglas de la educación te amenazaran con indecibles castigos si tu risa llegara a escapar. Pero adelante, ríete, yo mismo lo haré y verás que no pasa nada. Ahora piensas que yo, el gran chelista Íben Fû[1], se ha vuelto loco y se ha puesto a inventar disparates en cuanto me preguntaste cuál era el secreto de mi prodigio, a qué clase de titánico entrenamiento he sometido a mis manos para volverlas infalibles ante este bello instrumento que es el violonchelo, a qué demonio he vendido mi alma, cuántos callos reventados tuve que crearme durante años, cuántas horas al día me he encerrado en mi habitación para absorberme en las profundidades misteriosas de la práctica y la disciplina que tal instrumento exige. Me pediste que fuera sincero (lo hiciste con los ojos brillándote de la emoción, como si de alguna manera mi respuesta fuera a hallar en ti un hogar que podrías explotar para tu propio engrandecimiento), y ahora resulta que la verdad es inverosímil. Y sí, lo es, pero analízalo un poco, hasta hace un año nadie sabía de mí; llegué un día a hacer una audición para la orquesta sinfónica de Kutuzá y los evaluadores casi se vinieron en sus pantalones al oírme tocar. Pero salí de la nada; no había registro alguno que comprobara que yo hubiera tomado cursos de música; ni siquiera había terminado la preparatoria; ni siquiera mis propios amigos cercanos pudieron dar explicación a mi repentino virtuosismo, pues hasta entonces, como dije al principio, no era más que un barrendero al que conocían por abusar de la cerveza barata y los juegos de cartas. Lo más cercano que alguna vez llegué a poner las manos sobre un instrumento fue con una armónica vieja que encontré en la basura y que tiré diez segundos después. No era más que un tipejo que no era bueno para nada más que para maniobrar la escoba contra las hojas de los parques, y al que constantemente lo sorprendían holgazaneando o contemplando a las muchachas y los autos de los ricos. Así pues, en resumidas cuentas, la respuesta exacta a todas tus preguntas es que nunca he practicado nada; la disciplina es algo desconocido para mí y mi paciencia es tan poca que, si tuviera que ponerme a estar practicando un instrumento encerrado por más de una hora, me explotaría la cabeza.
Pero como veo que esto sólo te confunde más, permítame que te narre los hechos que esclarecen este misterio tal y como yo los entendí. Ven, siéntate, toma un poco de yióuj; la sangre con algo de alcohol está más dispuesta a darle una oportunidad a aquello en lo que habitualmente no creería.
***
Estaba a punto de caerse de borracho al llegar a su casa, con la botella aún en mano y la ropa mugrienta; en una bota, una hoja pegada a la suela con fango; en la barba, pedazos de hojitas despedazadas y ramitas, la cara y las manos con pequeñas huellas rojas que dejaron a su paso las espinas de un arbusto. Imprevistamente los ojos dejaron de captar luz, los oídos le zumbaron y advirtió un mareo similar al del que en sueños se siente caer, y su mente se encogió hasta que se halló en la nada. Todo eso apenas duró lo que tarda una bala en llegar al cerebro cuando es disparada desde la sien. En su mano izquierda un chelo reemplazó a la botella; sus manos rozaron las finas cuerdas que sonaron suavemente con su temblor; en la mano derecha, donde antes estaban sus grasosas llaves, había un arco que estuvo a punto de caérsele. Luego lo deslumbró la repentina luz de la sala de conciertos y lo ensordeció el estruendo de un aplauso entusiasta. Entonces perdió el control de su cuerpo y sólo pudo ser testigo de cómo él mismo se sentaba en el banquillo, y los aplausos murieron súbitamente para dar lugar a miradas encantadas y expectantes; miles de ojos y oídos atentos de él, esperando impacientes a que saliera la primera nota del grueso instrumento, como el disparo que da inicio a una carrera. Íben tocó, o más bien su cuerpo tocó contra su voluntad. Él se volvió otro espectador más que observaba, desde sus propios ojos, cómo su mano derecha deslizaba el arco entre las cuerdas mientras la izquierda pirueteaba de un lado al otro por toda la extensión de la madera, apretaba y hacía movimientos masturbatorios; los dedos saltaban, avanzaban y regresaban con una agilidad comparable a la de las aspas de un abanico, y el público estaba encantado como serpientes sin querer perderse ni una de las notas que brotaban como oro de ese violonchelo y esas manos virtuosas. Al fin terminó y la sala estalló en aplausos y gritos.
Largos años vivió en esa realidad, siempre como un testigo de su propia vida, pues ni siquiera las palabras que pronunciaba venían de su volición; el dueño original de ese cuerpo seguía con su vida normal, sin darse nunca cuenta de que tenía un intruso en su mente, el cual, poco a poco, le iba copiando accidentalmente todo lo que había conseguido a base de esfuerzo. El Íben que había sido un barrendero tampoco se daba cuenta de que mientras más tiempo permanecía en el cuerpo de ese alter ego, su propia existencia se iba enriqueciendo hasta el punto de integrar el virtuosismo en su naturaleza. De ese modo vivió, por así decirlo, entre la fama y la riqueza que el chelista había construido en ese mundo, llegando a sentirse dichoso de su destino, y a razonar que ese estado en el que no hacía nada más que atestiguarse a sí mismo era el mejor de los regalos que pudieran dar a un perezoso como él.
Varios años después, Íben regresó a su cuerpo tan repentinamente que cómo se había ido. Aún estaba tirado en su cama, con la botella de cerveza en la mano, en ese viejo cuartucho empolvado en el barrio más pobre de Kutuzá. Al principio rabió por haber vuelto, pero casi inmediatamente se dio cuenta de que el virtuosismo de su alter ego se había instalado definitivamente en él, pues incluso sin poseer un violonchelo fue capaz de digitar sobre la botella todas las piezas que había interpretado alguna vez. Pensando en sacar provecho de su recién adquirido virtuosismo, pocos días después se presentó en un auditorio donde solicitaban nuevos músicos para la orquesta sinfónica de Kutuzá. Los músicos que lo iban a evaluar lo miraron incómodos a causa de sus ropas raídas y su mirada inculta. Estuvieron a punto de tomarlo por loco y sacarlo a la fuerza, pero Íben les insistió tanto que debían prestarle un chelo para probarles que era un virtuoso, que uno de los directivos se hizo responsable y pidió que le trajeran un chelo para principiantes. Íben lo afinó muy rápidamente para sorpresa de todos, y al momento de tocar la primera nota ya los tenía hechizados. Para cuando apenas hubo tocado durante un minuto, todos sin excepción habían decidido que sería aceptado sin discusión.
***
Terminó así esa anti-fábula que el gran maestro Íben Fû me contó cuando yo todavía era un estudiante. Le había suplicado que fuera mi maestro para que me ayudara a perfeccionar mi arte, y ante él había prometido someterme a la más dura y cruel disciplina a la que pudiera someter a mis dedos y a mi cerebro, pero después de escuchar su relato desistí de ese deseo, puesto que esa historia, que di por hecho inventada, me pareció un pretexto para dejar en claro que no tenía intención de convertirse en maestro, ni en el mío ni en el de nadie más. Pero lo que me inquietaba era que el misterio de su virtuosismo era real; los músicos que lo atestiguaron por primera vez dieron por hecho que en realidad era un músico educado en toda regla como todos ellos, y que esa historia del barrendero sólo era producto de su excentricidad. Sin embargo, pronto todos tuvimos que aceptar que sus registros y los testimonios de sus conocidos no dejaban la menor duda de que, en efecto, no había sido más que un barrendero durante toda su vida, y la leyenda en torno al chelista Íben Fû continuó creciendo con un efecto similar a la del mismísimo Paganini, cuyo espíritu, decían los supersticiosos, había reencarnado en ese chelista.
Murió el año pasado, víctima de un ataque al corazón[2].
[1] Nombre de un chelista real del siglo XIX, llamado el Paganini del violonchelo.
[2] El Íben Fû real murió en un accidente de auto a los 67 años, al salir de su último concierto.
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