Una resurrección 1




Íbien pierde todos los sentidos.



Caminando un día de sol a la orilla del río Mríd [1], los sentidos de Íbien de repente desaparecieron.

***

¿Esto es la muerte? Debe serlo: nada percibo, nada experimento. ¿O sí? Debo ahora estar en el suelo, tirado sobre la arena a pocos metros del agua. Pero no siento la arena ni la humedad que de seguro tengo junto a la cara. No oigo el agua ni el viento. No huelo las hierbas que en este tiempo de lluvias empezarán a inundar la orilla para que los patos coman. No percibo el sabor de la saliva en mi boca; ni siquiera me siento tener una boca. ¿Mis ojos estarán abiertos? No puedo ni sentir si alguna parte de mi cuerpo se mueve, intentaré ordenarle a mis pies que se muevan… ¿funcionó? No lo sé; no puedo saber. Y mi equilibrio, levanta la cabeza: no siento nada. Mi cuerpo no está en ninguna posición; estoy flotando en la nada. Mi ceguera ni siquiera es una verdadera ceguera: no percibo la usual pantalla negra de los ojos cerrados o arrancados; esta debe ser la ceguera de los nacidos sin ojos, que no pueden saber la diferencia entre ver con los ojos y ver con las rodillas. El tiempo; ¿cuánto habrá pasado desde que quedé así? ¿Minutos, horas, días? Mis propios pensamientos no son un buen reloj, no tengo más punto de referencia que yo mismo. Soy ahora, a mi manera, eterno.

***

Pero de inmediato se sobresaltó al pensar en eso. ¿Y si en realidad estoy experimentando la muerte? ¿Por qué antes no me asustaba tanto la idea de la muerte? Fue mi primer pensamiento. Sí, fue el primero, pero no fue el mejor pensado. Quedarme con mis propios pensamientos por siempre, no volver a experimentar nada más allá de aquellas cosas que ya viví y que está guardada en mi memoria, sólo yo y mis percepciones selectivas de todo lo que experimenté en mi vida. El río apareció en su consciencia, no como una imagen, sino como una mera abstracción interpretada de sus experiencias cuyos colores no podía poner en su lugar; estaba verde, amarillo o violeta, y el cielo era por momentos plano como un mapa o tridimensional como un cubo, y los olores que recordaba de las hierbas del río eran suaves, agrios o dulces, y luego ese recuerdo interpretado del río tornó cada una de sus partes en otras interpretaciones que estaban ahí en lugar de algo más: el fluir se volvió el nacer, el resplandecer se volvió el comer, y el plantecer se volvió dormir. Dormir, ¿conservaré al menos esa facultad? Ni siquiera me puedo sentir cansado, tal vez tampoco pueda sentir sueño. ¿Y si ya estoy soñando todas estas interpretaciones? ¿Cómo voy a distinguir mi vigilia de mi sueño? ¿Estoy despierto ahora? Durante un rato la interpretación del río pasó a significar caras, olores, sabores y sonidos familiares, voces que fonaban sin decir nada en un timbre aterciopelado, y en vano intentó lanzar alguna llamada de auxilio, sin saber nunca si llegó a darlas de verdad pese a haberlas gritado en su mente. Mi desesperación... aún puedo sentir la desesperación. Sí, aún tengo mis sentimientos y mis emociones junto a mi raciocinio. Pero ¿será esto algo bueno? ¿No actuará este pequeño don en mi contra para atormentarme de ahora en adelante? Hubiera sido mejor haber perdido incluso la percepción de mis propios sentimientos, perder por completo la sensación de la propia conciencia y de las memorias. Una muerte total, no sólo la de las percepciones, hubiera sido mil veces preferible a esto.

***

El cerebro interpreta recuerdos.
(Trompetas frente a un edificio de altura infinita. Se lee uscoela)
—Te vengo a recoger a la salida —mamá, con su traje estilo zigzag del sur de Danzílmar.
Y ya no la vi, pues era muy pequeño y mis gigantes compañeritos bloquean mi vista de ella. Lloro y alguien me agarra del brazo.
—Tú debes ir al 1-A.
Y tiene la cara de un reptil y la nariz de gancho, que se balancea mientras me hace subir las escaleras amarillas junto al patio. Me arroja al salón y caigo en una silla. Me miran niños sin orejas y una maestra sin brazos.
—Agarren sus crayones, y marquen con una cruz los codos y las rodillas del niño del dibujo.
Y en el libro frente a mí hay un niño dibujado que sonríe, y no sé lo que es codo y rodilla y él se ríe, y no sé lo que es cruz y se carcajea.
—Se hace así.
La maestra con la boca hace una línea diagonal en la pizarra verde con el gis, y dibuja otra línea diagonal sobre ésta pero en sentido contrario. Y mi mente no lo capta y no entiendo qué ha pasado. Dos líneas, una sobre la otra; una cayendo hacia un lado y la otra hacia el otro. Es demasiado para mi mente. Me desespero. El ventilador me amenaza con caerme y cortarme la cabeza si no lo hago. Quiero llorar, pero entonces vuelvo a ver la cruz en la pizarra y veo algo diferente: son dos triángulos a los que les falta una parte, juntando sus puntas, como un beso. Y entonces dibujo un triángulo apuntando hacia la derecha sobre el codo del niño, luego un triángulo apuntando hacia la izquierda, de manera que las puntas se toquen, y luego borro las líneas que veo que no tienen en el pizarrón. Me siento contento de mi logro y repito lo mismo para el otro codo y las rodillas. Alzo la mano y viene la maestra, observa por un momento y su cara se pone roja de ira. Levanta su pie y me aplasta la cabeza contra el libro y empiezo a llorar.
—¡Así no se hace! Eres un burro, un niño muy burro.
Y me dejó libre y mi libro estaba lleno de mis lágrimas.
—Vengan todos a ver lo que este burro hizo.
Y todos me rodearon y se rieron de mis triángulos mutilados y no entendía de qué se reían.
—Miren ahí donde se juntan las líneas —rio uno.
—Está todo chueco —rio otra.
Y se rieron y rieron, y yo veía la cruz y la veía igual a la que la maestra había dibujado.

***

“Íbien, ¿a dónde vas?”
Se detuvo y ahí seguía ella sobre la cama, con sus pechos escondidos coquetamente bajo una sábana bordada con montañas y lagos. La dueña de aquel cuerpo y sábanas, Néla, se deslizó sonriendo hasta que sus piernas quedaron expuestas, y con sus pies masajeó los muslos de Íbien, que estaba atándose los zapatos.
“Se van a enojar conmigo si no regreso pronto”
“Quédate un ratito más”
“¡Que no puedo!”
Y las pataditas que Néla comenzó a darle lo irritaron y deseó irse lo más pronto posible.
“Volveré mañana en la mañana. Podrás aguantar estar sin vernos unas horas, ¿o no?”
En vez de contestar, Néla lo abrazó con las piernas, creando un candado. No lo dejó ir hasta que Íbien, volteándose y mirándola con ojos húmedos, jugueteó con sus pies y le prometió una y otra vez que regresaría pronto. Íbien sólo pensaba en Kéya cuando salió de esa habitación.
Íbien tenía XXX años la última vez que vio a Néla.

***

Mi padre, cuando estaba de buen humor, solía arrastrar su silla hacia la ventana de la sala, que daba hacia un enorme valle lleno de colinas y árboles que terminaban a la entrada del páramo, donde veía fluir mareas de pastizales hasta donde el sol se ponía; ese era nuestro jardín; se sentaba a mirarlo largamente. Se sentía el hombre más rico del mundo, aunque a parte del jardín más espectacular del país, nada teníamos. Sin dejar de mirar al exterior, me contaba cuentos sentándome en el suelo, y esos cuentos los iba inventando como si los leyera directamente del verdor del pasto y de los árboles y del sol cuya luz anaranjada de la tarde entraba por la ventana e iluminaba su rostro esperanzado, nostálgico, como si todo aquel paisaje fuera una ventana a un pasado o un futuro grandiosos. Sus cuentos eran sobre seres cuyo nombre y forma inventaba en el momento, y siempre los describía tomando como base alguna forma geométrica con otras figuras geométricas pegadas a su cuerpo. Había inventado así al zyeránkj, que tenía cuerpo cúbico, cuatro patas cilíndricas, pies esféricos y una cabeza triangular que rotaba en todas direcciones para no perderse nunca una buena oportunidad; a veces era negro, otras rojo, pero siempre de un solo color, excepto una vez que se puso triste, porque se murieron sus hijos, entonces se le había puesto la mitad del cuerpo amarilla y la otra café. Vivía en los páramos y comía pasto y piedras; usaba la punta de su cabeza para hacerlas pedazos y tragarlas más fácilmente. Ponía huevos como reptil, pero amamantaba a sus crías como un mamífero. Era además un animal muy noble; siempre ayudaba a los otros animales sin importar qué; en un cuento ayudó a un pobre ratón a cruzar el río Núer[2] un día que había una violenta corriente, el zyeránkj hizo trepar al ratón en su espalda y comenzaron a cruzar, pero a la mitad del camino un malvado cocodrilo los atacó y le arrancó al zyeránkj una de sus patas esféricas. Cuando llegaron a la otra orilla, el ratón, desconsolado por el daño ocurrido a su amigo, se dirigió al santuario de la diosa Kuaryína, diosa de los heridos[3], y le pidió que le regresara la extremidad perdida al zyeránkj; la diosa le dijo: Si quieres que la pata del zyeránkj vuelva a crecerle, tendrás que sacrificar una de tus patas, y con ella crearé una nueva para el zyeránkj, y el ratón, sin dudar ni un segundo, mordió con sus fuertes dientes una de sus patas hasta que se le desprendió, y entonces una nueva pata surgió del muñón que el cocodrilo había dejado al zyeránkj. Usualmente aquí terminaba la historia, pero conforme pasaba el tiempo mi padre iba cambiándola; a veces en vez de un cocodrilo era un tiburón, en vez de una rata era un mono, en vez de una diosa era un dios, pero las versiones que más me desconcertaron fueron cuando la rata no aceptaba sacrificar una de sus patas y regresaba a decirle al zyeránkj que la diosa se había negado a ayudarlo; en otra versión la diosa en verdad se negaba a ayudarlo, y aunque la rata amputara su pata, el zyeránkj no se curaba; en una versión no era necesario que la rata se amputara, pero la diosa se lo decía de todos modos sólo para divertirse; la última versión que oí fue aquella en la que la rata estaba aliada con el cocodrilo para arrancarle la pata al zyeránkj, y después de eso, la rata, aparentando piedad, dice que va a ver a la diosa para pedirle que lo cure, pero en realidad va donde un cazador al que promete llevar hasta el zyeránkj indefenso a cambio de unas bolsas de granos. Al día siguiente de relatarme esta versión de su cuento, el cuerpo de mi padre fue encontrado en el páramo, con un hueco en la cabeza y un pequeño pico en la mano.

***

De-rayos-áureos-bañante tarde, plateada-arena-playa en fuego alrededor, ellos beben y, pero ¿hay qué ahí? Murmuran que risas, las bocas desde la cerveza vuela la alegría a causa de.
Áte: Es verdad, de verdad.
¿Era?
Wányi: Ya, de verdad, ¿quién era ella? Era bonita.
Darúm: Huy, huy, te lo van a ganar jajaja.
Wányi: ¡Cállate!
Dam, dam, dam, sopla que viento, llamitas por un lado y por el otro; al otro lado, Wányi, de arenoso bikini. Íbien sueño siente y escucha.
Áte: Fue la noche pasada, ahí en su cuarto. Tenía algo así como una colección de revistas viejas de música, me dijo que algún día valdrían mucho.
Darúm: ¿Y qué pasó?
Áte, la cara en la mano pone: rojo, Wányi levántase.
Wányi: Íbien, acompáñame a buscar más cerveza.
Íbien levántase, síguela, su bikini arenoso mira, viento-quita-granos-de-arena-del-bikini de repente menos salado es: acompaña-movimientos-de-caderas-de-Wányi qué dulzor. Entran y silencio hay. Íbien cajas con cerveza hacia va. Sollozo, húmeda-garganta de sollozo. Wáiyi de sollozo.
Íbien: ¿Estás bien?
Wányi: No, no pasa nada.
Ella afuera hacia observa, molesta-Áte que Darúm bebe, otra vez, Áte murmura, feliz vese. Wányi Íbien hacia camina. Los ojos en fuego, tristeza hay, parece. Íbien extraña-sonrisa percibe.
Íbien: ¿Qué pasa?
Wányi arrodíllase, Íbien de rojo bañador dentro de busca. Encuentra.
Íbien: ¿Por… por qué?
Wányi: ¡Cállate!
Duda, tres segundos, atentamente contempla: de él no es, de él no es, ¡no importa! ¡Imbécil!
Íbien los labios aprieta; ella él alrededor de también. Íbien la mesa contra apóyase. Preocupado, afuera ignorantes siguen. Ruido, ella mucho hace ruido. ¡Se mueven, parece!
Íbien: Wányi…
Sigue, no para. ¡Qué bien, no vienen!
Glugugugug.
Humedad y lágrimas.
Regresan. Wányi normalmente ríe. Áte hacia acercarse busca, y riendo la boca abre a él junto. ¿Qué él sepa ella quiere? ¿Dase cuenta?
Íbien de nuevo hablarle no pudo. Casados súpolos años después.

[1] Río llamado en honor a la leyenda de un niño que se ahogó ahí, su espíritu sigue pidiendo ayuda y ahoga a todos los que se lancen al agua a rescatarlo.

[2] “Oro”.

     [3] Representada como una mujer llena de heridas sangrantes, producto de un severo castigo de su padre el dios Áikan, por haber ayudado a un príncipe cuyo destino era morir.  

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