Una resurrección 2
La dura vida de Íbien.
“Brebrabrebrabrebra”, las manos de Nída lanzan un juguetón hechizo de agua, riendo, percutiendo los dientes inferiores contra los superiores. La cara de Íbien queda mojada de resplandorcitos húmedos salidos de las manos recién lavadas de su hermana, se pasa la manita por la cara y los seca. “¡Ey!”, “Ya, Nída, deja en paz a tu hermano”, dijo mamá, “Sírvanse de los dos platos”, en uno hay humeantes pedazos de pescado, atrapados esa misma mañana pese al mal tiempo; sacudiose el agua del rio igual que un bebé zarandea un vaso de agua; en el otro hay vegetales cocidos, cosechados hacía una semana en el huerto que ambos padres habían construido, pese al desaliento de los antiguos propietarios a causa de su supuesta infertilidad. “¿Qué te pasa en la cara?”, pregunta mamá, Íbien primero abre sus tristes párpados, acorralado; luego, sin cambiar su expresión, esconde la cara inclinándola hacia el brazo izquierdo de su silla y contempla las sucias manchas imborrables del suelo. Mamá toma su mentón con una mano y levanta su cabeza con brusquedad, he ahí una suave negrura alrededor de su ojo, como la suave sombra de un insomnio, Íbien gime y mamá dice: “¿Quién te hizo eso?”, “Fue alguien de la escuela”, contesta Nída, la boca embutida de pescado, riendo con las mejillas y la nariz, “¡Qué te parece tan gracioso!”, grita mamá y le pega en la cabeza, Nída lanza un sollozo, “Ya ves cómo no es divertido”, y a Íbien: “Donde me entere que te estuviste metiendo en peleas de nuevo…”, “Yo no empecé”, murmura Íbien, “dijeron que papá era un ladrón inútil y que no me querían ver en el parque de nuevo”, “¿y eso te da derecho a iniciar una pelea?”, Íbien intentó mantenerle la mirada, como si eso fuera una respuesta afirmativa que no se atrevía a contestar, pero de inmediato regresó los ojos hacia el brazo de la silla.
Papá entra al comedor en ese momento; había estado haciendo unas llamadas y en su rostro se muestra frustración, se sienta a la mesa con una sonrisa inconvincente y dice: “Qué bien huele el pescado”, y mamá le dice: “Hoy tu hijo se peleó”, papá contempla preocupado el moretón de Íbien, éste se muestra menos receloso al mostrárselo; lo exhibe orgulloso como un trofeo. “Ah, pequeño, ¿por qué te peleaste?”, “porque tú no eres un ladrón”, papá suspira y le palmea la cabeza; hay algo de frialdad en su mano; su rostro intenta no mostrarse conmovido, “no hagas caso de lo que dicen los demás”, “pero no dejan de molestarme”, Íbien subió la voz, queriendo contagiar su rabia a papá, pero él negó con la cabeza y la mano, “déjalos pensar lo que quieran, hijo, lo importante es lo que tú opines, dime, ¿te parezco un ladrón acaso?”, la cabeza de Íbien dijo no, pero en sus ojos, que no miraban a su papá, había duda.
***
Esta duda provenía de las muchas conversaciones que bombardeaban a Íbien en sus andares por el pueblo y sus alrededores. Ellos vivían a sólo un kilómetro del pueblo, y en su camino había varias casas y algunos negocios de carretera. El cuadro semimontañoso de aquella región al norte de Kutuzá hacía que el camino tuviera por adorno un juego zigzagueante de colinas y montañas que incrementaban su tamaño a lo lejos, entre más se acercaban al estado de Níhg, y caminar hacia el pueblo mientras la tarde formaba juegos de sombras con esas montañas distantes hacía volar su imaginación. Pasaba por una sección de la carretera que se bifurcaba: era la ruta que conducía hasta la ciudad de Yoká, y de ahí era frecuente ver citadinos que se aventuraban hacia el pueblo, y eran los principales clientes de los negocios por los que pasaba. Notaba a los dueños de esos negocios adquirir un aire de hostilidad al verlo y no dejaban de vigilarlo hasta que se alejaba. Una vez escuchó a un citadino preguntar al dueño de una tienda por qué veía de ese modo a ese niño que no parecía estar haciendo nada malo, el tendero, al contestarle con la historia de su padre, hizo que Íbien apretara el paso hasta desaparecer de su vista, y luego salió corriendo, rabiando y con pensamientos violentos. En el pueblo había muchos establecimientos donde ya no dejaban entrar a nadie de su familia, y en la escuela, no hace falta decirlo, era molestado por todos sus compañeros. En el mejor de los días era simplemente ignorado, en los peores era acosado por grupos de niños después de clase, le robaban sus cosas y le gritaban que no tenía derecho a quejarse. Lo único que evitaba que esos abusos se volvieran insoportables era que Íbien poseía una gran fuerza, y lo que los demás necesitaban para hacerle daño él lo lograba de un golpe, así que la estrategia era molestarlo sin parar y luego salir corriendo cuando Íbien, al límite de su paciencia, comenzaba a lanzar golpes. Tal era el estado de su vida, y el nivel de desprecio que todo el pueblo le demostraba a su familia, que fue inevitable para él pensar que todo ese abuso quizás pudiera tener algo de verdad, que su padre podría ser culpable del crimen por el que él ahora tendría que cargar algo de culpa. Quería saber la verdad, pero al mismo tiempo temía que la verdad pudiera alejarlo del amor que sentía por su padre y convertirlo a él en un aliado de su crimen. Aún si la inocencia fuera su verdad, eso no cambiaría la opinión del pueblo ni mejoraría su vida, pues él sabía que cuando todo un pueblo se ha puesto en contra de una familia, solamente circunstancias de una poderosa fuerza emocional podrían hacerle cambiar de opinión.
***
Alguna enfermedad o condición, quizá. ¿De quién pude haberla sacado o de dónde la adquirí? Intentaré (ordena a sus brazos moverse) más fuerte. Quizás si intento ponerme de pie, pero ¿cómo sé si lo hice? Ni siquiera tengo esa sensación de movimiento adormecido y entumido, como cuando nos movemos en los sueños.
Siempre me moví mucho al dormir; tantas veces desperté con la cabeza en el lugar donde había puesto los pies la noche anterior, o en contorsiones tan extrañas que por el resto del día me dolía el cuerpo. Pero en esas ocasiones no recuerdo haber tenido nunca algún sueño que pudiera servir de fundamento para motivar a mi cuerpo a moverse por sí mismo; sé que soñar con correr puede ocasionar que las piernas den patadas descontroladas, o soñar con una pelea puede hacer que las manos asesten puñetazos a enemigos invisibles en la oscuridad, pero amanecer hecho una bola a apenas centímetros del acantilado que pone fin a los confines de la cama, donde cinco minutos más de sueño hubieran supuesto una espectacular caída, tenían que indicar que había algo ahí en mi mente que se manifestaba en esa extraña rebelión de mi cuerpo por las noches. Nunca les puse atención en aquel tiempo, sino que tuve que esperar hasta ahora, cuando mi cuerpo, hasta donde sé, podría estar andando cual muerto viviente sin que yo me entere. Haré un movimiento de sujetar algo, ahora lo lanzaré, ¿habré hecho algo? Déjalo ya. Quiero distraerme con algo. Nída. ¿Dónde estarías ahora? De ti no tengo más que recuerdos y emociones sembradas en aquellos lejanos tiempos. Sí; veo esa cara tuya, ese lunarcito arriba de tu ceja derecha, la cicatriz que te hiciste en el hombro porque dijiste que te habías raspado con el filo de una mesa, eso dijiste, pero a mí siempre me pareció más como la marca que deja un cuchillo al deslizarse sobre un pedazo de carne, o un arañazo. Tu risa, si se le puede llamar risa al ruido gelatinoso que salía de tu garganta cuando ocultabas algo, inmediatamente hacía sospechar a todos los que te oyeran; volteaban por breves instantes, con una confusión incómoda en los ojos, pensando que esta niña había hecho algo malo.
Sí; te vi aquella vez después de la escuela, ¿quién era ese niño con el que fuiste a ese callejón donde los de mi grado tenían miedo de ir porque, decían, alguien había tirado el cadáver de un perro y la bolsa donde éste estaba a veces se movía cuando se acercaban? Te veía entrar ahí con él pensando que querían ver al perro, pero me daba miedo quedarme mucho tiempo, huía y te olvidaba. Una vez te pregunté si habías visto la bolsa con el perro moviéndose, mamá me preguntó de qué hablaba y le conté la historia del perro y que te vi entrar ahí con un niño. No entendí por qué se enfureció tanto ni por qué tú te asustaste más. Pero eso sí, cuando volviste de tu regaño no llorabas; estabas como si alguien te acabara de retar a un juego y fueras a entregar toda tu energía y corazón para ganar, luego me miraste y alegre me diste un coscorrón juguetón, reíste diciéndome que no volviera a decir nada a nadie y te alejaste con esa risa húmeda que me dejaba una rara sensación en los oídos. Nída, ¿dónde estarás ahora?
***
Y Dárum: ¿No dormiste nada?, Íbien se aprieta el lóbulo de la oreja derecha y lo sacude, dice que eso le ayuda a despabilarse, A las cinco me dormí, mira, y Dárum: ¿Y qué vas a hacer pues? De nada te va a servir haber estudiado toda la noche si ahora te va mal en el examen, No creo que me vaya mal, dice Íbien insistiendo en apretar su lóbulo: Soy bueno para retener la información a esa hora; lo he hecho desde la secundaria y nunca he reprobado un examen, Bueno, Dárum se ve cansado cuando han subido todas las escaleras, y dice respirando agitadamente: A ver, durante el periodo presidencial de Tyénkt Lurkáng[1], ¿qué medidas se efectuaron para intentar combatir la baja alfabetización en la zonas rurales?, e Íbien contesta: eh… a ver, con Tyénkt Lurkáng… hubo la reforma de la ley educativa, ¿no?, y Darúm: No jodas, en cada periodo hay una de esas, sé más específico, y dice Íbien: Bueno, hubo lo de que a partir de entonces iba a haber una reimpresión masiva de libros y textos antiguos usando el nuevo alfabeto danzilmarés, el del alfabeto latino, y desde entonces ya no se imprimió nada usando nuestro alfabeto tradicional, y Darúm: Sí, pero tienes que mencionar específicamente las campañas de ortografía obligatorias en los periódicos y otras cosas, donde tenían que incluir a fuerza artículos donde hablaran de cómo usar las reglas ortográficas correctamente, e Íbien: No creo que eso venga en el examen; esa campaña ni siquiera sirvió casi…
Viene Wányi. Íbien se apresura a entrar al aula y no hace contacto visual con ella cuando entra. Ella se sienta en el lugar del frente a la izquierda, donde él ve su cabello castaño, rizado como la maleza de una selva. Ella se voltea, una pequeña sonrisa, medio de lástima, medio de burla, deforma su boca, e Íbien, habiendo sacado un cuaderno de antemano, finge que lee. Siente sus ojos mirándolo profundamente, no resiste la tentación y levanta la vista por un instante, encontrándolos igual que en aquella ocasión en la playa, y siente de nuevo en sus manos el contorno de las cervezas.
***
¿Son aquellas ocasionales miradas y sonrisas una señal de algo más? A veces frente a ti me siento como el marino en su barca, flotando a la deriva en una tormenta, contemplando un faro distante cuya luz parpadea como una estrella; pero en cuanto esa luz desaparece, la tormenta pasa y vuelvo a navegar con calma; es ahí cuando tengo la absoluta seguridad de que aquí no pasa nada, que es absurdo suponer que tras ese hola, ese ayúdame con esto, ese qué te sucede, haya algo más. Te veo mirar a Ate con esos ojos muy abiertos con los que de pasada me miras a mí, es tu luz que quiere atraer a otro barco hasta tus orillas, y mi tormenta amaina y me siento tranquilo, libre. Pero apenas ha pasado mi tranquilidad cuando, por decisión propia o por simple inconsciencia, haces a tu luz caer sobre mí otra vez, y de nuevo regresa el huracán de la incertidumbre y no tengo nada más que el deseo de seguirte, mas me recuerdo que esa luz es engañosa, una farsa que no te das cuenta que provocas, e intento alejarme, remar contra las olas, pero la luz de tu faro sigue ahí a mi vista y no desaparece hasta que tus señales de indiferencia se vuelven a manifestar. ¿Cuánto más podré soportar este juego? ¿Por qué tiene que ser la percepción tan poco confiable? Debo decirte algo, confirmarlo todo de una vez por todas, así la luz del faro podrá desaparecer por siempre y volveré a navegar por mi vida con tranquilidad. ¿Cuándo? Cuando estemos en la playa. Algún pretexto para hablarte…
[1] En nuestro mundo fue un cineasta.
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