La realidad de Yáke y Sínke 8: El problema del horizonte



Yáke habla con Áte sobre el horizonte que sienten a lo lejos. Visitan a la familia de Séntsa.



 24


El frío ya comenzaba a cobrar fuerza a finales de octubre, advirtiendo un invierno que sería poco placentero para los acostumbrados al templado clima de la región de Marü.
El domingo por la mañana, Áte se dirigió a un enorme parque conocido como el Parque de Las Flechas, el cual se encontraba en las afueras de la ciudad, algo lejos de su casa. Pero a pesar de su perezoso andar y sus ojos aún demandantes de sueño, no quería detenerse, puesto que era ese el momento perfecto para practicar la única actividad capaz de arrancarlo de su letargo de indolencia ante la vida, y brindarle si acaso unos momentos de ánimo y pasión: el lanzamiento de búmeran.
El parque estaba diseñado para ser un gran alivio verde cerca de la contaminada ciudad, y era el lugar favorito para los amantes del deporte, donde podían correr respirando un pedazo de campo entre los árboles y la hierba. Pero Áte estaba más interesado en el llano cubierto de césped, de aproximadamente un cuarto de kilómetro de largo, que se encontraba en el centro del parque. Ahí muchas veces se podían ver personas almorzando sobre mantas en primavera y verano, y algunos jóvenes jugando al fútbol u otro deporte.
Áte había llevado sus tres bumeranes. El más viejo de ellos tenía tres aspas y vivos colores rojos, había sido un regalo de su abuelo cuando cumplió diez años, y desde entonces comenzó a sentir fascinación por esos juguetes alados, resultando en su único pasatiempo fuera de no hacer nada. Cuando éste hubo regresado de su circuito por el aire, tomó el siguiente: un desgastado búmeran del mismo color del césped, de manera que, si se quedaba en el camino, a lo lejos se camuflaba entre el verdor; ese búmeran se lo habían regalado sus padres cuando cumplió doce, no tenía más historia salvo que era considerado como su favorito. El último búmeran, de cuatro aspas y color amarillo, le había sido regalado por su hermana Kuésta hacía solo unos días como un regalo de cumpleaños adelantado. Ella había llegado de visita desde la ciudad de Krîm, al otro lado de la isla, para pasar un tiempo en familia antes de tener que hacer un viaje de estudios a china; por lo que no podría estar durante el cumpleaños de su hermano. Sabiendo lo mucho que le gustaba esos artefactos que regresaban en el aire, le obsequió el que consideró más bonito cuando lo vio en una tienda en la ciudad sureña de Láf.
La mañana era un buen momento debido a la poca gente en la extensa explanada de pasto, y mientras los corredores se divertían y chismorreaban como lejanos rumores entre los árboles, Áte lanzaba sus bumeranes como si en ese momento fuera el gobernante del llano verde, y cada uno de ellos regresaba ceremoniosamente a él, como los fieles sirvientes a su amo.
Mientras veía a esos objetos curvos realizar su parábola en la lejanía, la mente de Áte divagaba sobre diversos asuntos de mayor o menor importancia. Viajaba de vuelta a la escuela y con sus jínnyi, recordando las excentricidades de los gemelos y las cosas extrañas de las que solían hablar y no podía entender o le daban pereza. Pero en cuanto el búmeran estaba a punto de regresar, su atención se fijaba sólo en él; todo pensamiento anterior quedaba en pausa de su consciente, y su pulso se aceleraba en el momento en que los recibía de vuelta con sus manos. El ciclo de lanzar el búmeran, pensar un poco en su vida y atraparlo de vuelta, se repetía una y otra vez. Únicamente cuando lanzaba el búmeran amarillo lo hacía con más fuerza que a los demás, haciendo que éste sobrevolara un pequeño pedazo de la zona llena de árboles que marcaban el fin de ese campo abierto, pero siempre pasaba por encima de los árboles y regresaba con normalidad, y mientras esperaba su retorno, el chico pensaba en su familia casi sin darse cuenta; pero se sacudía los pensamientos en el momento en que lo veía regresar.

***

Te habrás vuelto tan bueno con el búmeran que casi nunca fallarás al lanzarlos y atraparlos, fruto de la constante rutina que tendrás desde el momento que recibas tu primer búmeran. Recordarás todas las cientos de veces que tuviste que caminar todo el trayecto para recogerlo del suelo e intentarlo de nuevo hasta que lograste hacerlo regresar, y también todas las veces que se te había resbalado de las manos al atraparlo, o cuando accidentalmente te golpeaban en la cabeza o alguna otra parte del cuerpo, y caía al suelo húmedo por la llovizna o seco por el calor una y otra vez, hasta que te volviste tan hábil que podías atraparlos con una sola mano. En un momento te darás cuenta de que una mujer correrá a través del campo a bastante distancia de ti, y detendrás tu siguiente lanzamiento al percibir que tiene cierto parecido físico con tu hermana Kuésta, pero entonces sabrás que sólo es otra corredora que toma un atajo para llegar a la zona arboleada del otro lado. Continuarás lanzando tus bumeranes como si nada hubiera pasado, y luego tomarás el búmeran amarillo y lo arrojarás tan rápido y con tanta fuerza, que saldrá disparado cortando el viento con un agudo silbido hasta atorarse en la copa de un árbol lejano. Lanzarás un suspiro de fastidio, agarrarás tus otros bumeranes y caminarás hasta la zona arboleada, sintiéndote como un tonto por haber cometido un error tan estúpido. Al llegar, verás el búmeran atrapado entre las ramas más altas, iluminado por la luz del sol que se filtra entre las hojas, y, refunfuñando, intentarás trepar. Desafortunadamente no conseguirás llegar a suficiente altura; tus movimientos serán tan torpes que casi te harán resbalar. La rama de la que habías logrado asirte se romperá y caerás al suelo, te dolerá la espalda y te quejarás.
—¿Áte? —escucharás decir a una voz fría.
Al alzar los ojos verás a Yáke mirándote, vestido con ropa deportiva; esa combinación de ropa roja con líneas amarillas, con su rostro tan insensible y ojos anaranjados, te parecerá incómodamente contradictoria. Mientras te levantas le preguntarás qué hace en ese lugar, y Yáke contestará que desde hace tiempo va a correr ahí los sábados y domingos.

***

—¿Qué haces aquí? —preguntó Yáke más bien como si estuviera obligado a hacerlo más que por verdadero interés.
Con algo de vergüenza, Áte le contó que él también iba ahí para practicar el lanzamiento de búmeran, y de su infructuoso intento por recuperar el que se había atorado en el árbol. Sin decir nada, Yáke dio un gran saltó hasta la rama más cercana, y de ahí subió saltando hasta la copa del árbol, de donde tomó el búmeran amarillo y se dejó caer desde la cima hasta el suelo. Le ofreció el búmeran a su dueño.
—Olvidaba que podían hacer eso —dijo arrebatándoselo con rudeza.
—Te gustan los bumeranes —dijo Yáke—, es bueno saber que algo te interesa.
—Eso no te concierne —dijo Áte mientras regresaba al campo abierto.
Se puso entonces en la orilla del pequeño bosque; el viento ahora era favorable desde esa posición. Estaba a punto de lanzar el búmeran cuando se dio cuenta de que Yáke lo observaba. Le preguntó, alzando la voz, si no tenía que seguir corriendo. Yáke le contestó que ya había terminado y que quería ver cómo lanzaba el búmeran.
—¿Desde cuándo te interesa lo que los demás hagan? —dijo Áte con voz irritada y ojos recelosos— ¿No decías tú que todo lo que hiciera la gente te parecía ridículo?
—Ésta es de las pocas cosas que no —respondió Yáke.
Dándole la espalda desdeñosamente, apuntó con el búmeran rojo hacia el cielo. Sintió la atenta mirada del gemelo y dudó un instante, pero, concentrándose una vez más, lanzó el búmeran con fuerza. Recorrió toda la extensión del campo abierto y regresó hasta sus manos sin problema.
Continuó durante un rato más mientras el gemelo observaba en silencio a los esclavos voladores desaparecer en el cielo para regresar a las manos de su amo. Bastante rato después, Áte sintió que su brazo perdía fuerzas y le demandaba un descanso. Se sentó sobre el césped, sudando y sobándose el brazo levemente. Yáke se sentó junto a él y le ofreció una botella de agua. Pensó en rechazarla, pero la aceptó porque en verdad tenía seca la garganta.
—Lanzas demasiado lejos los bumeranes —dijo Yáke—, supongo que te has autoimpuesto una distancia para superar, o quizá sólo disfrutas ver cómo lo que se aleja de ti regresa.
El chico somnoliento lo miró cómo si fuera un extraño.
—¿Desde cuándo hablas tanto sin que nadie te pregunte?
—Desde hace una semana, cuando fueron a nuestra casa, pero aún necesito mucha práctica.
Áte arrancó un pedazo de hierba y comenzó a juguetear con ella. A pesar de que el gemelo le seguía pareciendo un chico extraño, y hasta cierto punto inquietante, no podía negar que tenía algo de curiosidad por él.
—Oye, no acabé de entender bien lo que dijeron de sentir la realidad —dijo concentrándose en romper en pedazos la hoja de césped.
—¿Ahora resulta que te interesa lo que nos sucede a mi hermano y a mí?
Áte terminó de romper la hoja.
—Son los demás los que están todo el tiempo con eso de tener que conocerlos mejor —dijo arrancando otra hojita—. No sé si te lo dijeron, pero yo voté en contra de que se unieran.
—Eso fue evidente.
—Pero ya que están aquí, creo que tengo que intentarlo.
Un fuerte viento azotó entonces todo ese campo, y a lo lejos se podían ver unas amenazantes nubes negras.
—No creo que seas capaz de saber lo que se siente; eso es algo que sólo mi hermano y yo podemos sentir.
—¿Qué cosa?
—Lo de la realidad. No es el hecho de que nuestros iris sean de un color que nadie más en el mundo tiene, o el hecho de que nuestra complexión física sea mucho más fuerte y nuestra mente más desarrollada, lo que nos hace estar convencidos de que pertenecemos a otra realidad, pues todo eso puede tener una causa sin tener que salir de este universo.
—No seas tan presumido, yo supuse que no eran de este mundo sólo por sus ojos.
—No importa. Lo que sucede es que, por alguna razón, desde que tenemos consciencia del mundo en el que estamos, nunca nos ha parecido el mundo real.
—Eso es lo que no entendí —dijo Áte dejando que varias hojas despedazadas fueran llevadas por el viento frío—, si ésta no te parece la vida real, ¿entonces cuál es?
—Esa es la cuestión que nos inquieta. No hemos experimentado otra realidad más que ésta, por lo que nos extraña el porqué lo sentimos todo irreal. No sabríamos decirte lo que sería real para nosotros, pero sí lo que no nos lo parece.
—Me estoy haciendo un lío. Sólo dime, si ésta no es la realidad, ¿entonces qué es?
—Me temo que no me he explicado bien si preguntas eso. No es que ésta no sea una realidad, sino que no es la realidad que mi hermano y yo percibimos como verdadera, aunque el resto del mundo sí lo haga. Para nosotros es como si estuviéramos metidos en una caricatura de la realidad. Por ejemplo, sus rostros; ni a mí ni a mi hermano nos parecen rostros reales, podríamos hacer una lista de todos los detalles que nos parecen irreales en sus expresiones y miradas, pero no seríamos capaces de describirles cómo sería un rostro real para nosotros.
Áte siguió rompiendo hojas para que el viento se las llevara, sin lograr hacer que su confusión también se fuera volando.
—Aunque a veces sentimos que ésta realidad se comunica con nosotros —prosiguió Yáke con un tono más íntimo—. En contadas ocasiones hemos experimentado que la realidad nos fuerza a vivir situaciones que muchos de ustedes viven normalmente, y que son ajenas a nuestra percepción de lo verosímil, sobre todo cuando nos pone en situaciones propicias.
—¿Por ejemplo?
Yáke se quedó callado un momento, como si se hubiera arrepentido de repente de haber dicho eso.
—Cuando vuelvan a ocurrir y estés presente, te lo haré saber. Sin embargo, todo el tiempo podemos sentir lo que mi hermano y yo suponemos que es nuestra realidad original, si tal cosa existe.
—¿Cómo es eso? —preguntó Áte, honestamente extrañado.
Yáke se levantó del suelo y observó a la gran extensión de campo que se abría ante él, mientras las nubes poco a poco comenzaban a cubrir los rayos del sol.
—La realidad a la que probablemente pertenecemos, aquella que nunca hemos conocido y que, sin embargo, sentimos como si fuera nuestro hogar, nos llama a lo lejos desde un horizonte que se pierde en el infinito, y por más que caminemos nunca llegaremos a ella. Pero al mismo tiempo esta realidad en la que estamos nos sujeta, nos quiere mantener cautivos en ella. Es en general en los momentos en los que más nos tratamos de resistir a ella cuando más nos quiere dominar con su influjo.
El viento comenzó a aumentar su intensidad, y el creciente frío comenzó a alejar a los deportistas del parque para regresar a sus casas, o resguardarse de la inminente lluvia. Áte se puso de pie y estiró los brazos.
—Sigo creyendo que sólo están locos —dijo intentando sonar ofensivo.
—Tal vez esa idea sea la más cercana a la verdad.
Áte miró con cierta simpatía a su jínn antes de despedirse; sus ojos anaranjados estaban parcialmente ocultos tras los delgados flecos de cabello que le caían en la cara.
—Deberías peinarte de otro modo —dijo tomando sus bumeranes del suelo—, con ese cabello se te cubre un poco la cara.
—El viento lo volverá a poner así de todos modos —contestó Yáke.
A partir de entonces, ambos jínnyi se encontraron algunos fines de semana en el mismo lugar, y algunas veces se sentaban a platicar sobre cosas cotidianas que la vida les iba deparando.

25

El turno de conocer el hogar de Hínta fue ese día. Al llegar los jínnyi a la entrada de la enorme casa estilo japonés, en seguida la tensión en el aire se sintió en sus cuerpos. La casa era una reliquia de los tiempos de la ocupación japonesa en Danzílmar, y había servido como el hogar de uno de los generales japoneses más temidos mientras la ciudad de Shórsta estuvo subyugada bajo su control. La familia de Hínta por ninguna rama era descendiente de japoneses por sangre; su bisabuelo había sido adoptado por el dueño de la casa para demostrarle al pueblo de danzílmar que un danzilmarés podía crecer con lealtad al país del ocupador antes que a su país original. Cuando la ocupación terminó, la casa pasó a manos de este bisabuelo, y desde entonces todos sus ocupantes mantuvieron vivas las tradiciones orientalistas. Todo eso a menudo ocasionaba unos leves roces de su familia con la de Séntsa, ya que aquellos eran danzilmaristas; aunque no llegaba a ser un gran problema dado su estatus de jínne de su hija.
—Sólo para asegurarnos… ¿son ustedes de casualidad occidentalistas? —Preguntó Séntsa ante la puerta, con una seriedad incluso mayor que la habitual para este tipo de asuntos ideológicos— Si lo son, será mejor que ni siquiera lo mencionen; mientan si es necesario.
La manera con la que se había amarrado el cabello, imitando el estilo del peinado tradicional japonés para las mujeres, le hizo a los gemelos entender que estaba hablando en serio y no era una exageración.
—No te preocupes, jínne —dijo Sínke—. Nosotros somos existencialistas, aunque a veces también coqueteamos con otras corrientes…
—No sé qué es eso; pero si viene de occidente, no le agradará al padre de Hínta —dijo Áte, el cual también había adquirido un semblante algo tembloroso, y se esforzaba por mantener su espalda lo más derecha posible.
Incluso la jovial Yúska permanecía silenciosa sin borrar su sonrisa; aunque de tanto en tanto con el pie percutía rápidamente el suelo.
—¿Qué se supone que estamos esperando? —preguntó Yáke.
—A que vengan a recibirnos —dijo Kányu—, la reunión fue acordada para las cuatro en punto, y todavía faltan cinco minutos.
—No será para tanto —dijo Sínke—, ¿por qué no sólo anunciamos nuestra llegada?
—¡Espera! —Yúska lo detuvo.
—Cada vez que alguien programa una visita, es una costumbre casi sagrada que alguien de la casa lo reciba con una puntualidad exacta —dijo Séntsa, acomodándose la ropa—. Cuando da la hora señalada, una persona de la casa acostumbra quedarse en la entrada de la puerta para esperar a los invitados. La dedicación y el tiempo que le ofrecen a esa espera debe ser recompensado por una llegada puntual, y en caso de que los invitados lleguen antes, deben permanecer esperando en la entrada sin osar entrar antes de que el anfitrión salga.
—Entiendo, pero ¿podemos aunque sea avisar que ya estamos aquí? —Sínke preguntó fingiendo cansancio.
—No. Es considerado grosero apurar al anfitrión si uno es el que llegó antes.
—Esto es bastante común entre este tipo de familias —dijo Kányu—, pero son pocos los que la siguen tan a rajatabla como la familia de Hínta.
Pasados unos aburridos minutos, la enorme puerta principal de la casa se abrió, y los jínnyi tomaron aliento. Habían anticipado que, tratándose de la visita para presentar a los nuevos jínnyi de su hija, toda la familia del otro lado de la puerta estaría para recibirlos. Y no se equivocaron. La familia de Hínta apareció como si estuvieran posando para una foto; la ropa tradicional impresionante, mezcla de los estilos chino y japonés. El serio e imponente padre estaba a lado de su sonriente esposa, y delante de ellos Hínta estaba con su nervioso mirar, y su hermana Húba con ojos ladinos que examinaban indiscretamente a los invitados.
Al ver semejante cuadro, los gemelos comprendieron por qué los jínnyi se habían empeñado tanto en vestir ropas de estilo semejante, y por qué los habían hecho vestir también de ese modo. Los jínnyi entonces le ofrecieron al padre una formal reverencia, diciendo con voces firmes:
—Aeiyoú, familia Sémt.
La familia Sémt les devolvió el saludo, y entonces el padre con una mirada severa y recelosa observó a los nuevos integrantes del jinnliù, pero no se sintió alterado por la cínica sonrisa de Sínke o la inexpresividad facial de Yáke, sino que educadamente les dio la bienvenida con una voz severa que inspiraba temor.
—Aeiyoú, yo soy el padre de Hínta, Bái Sémt, y ella es mi esposa Ténza.
Los gemelos se forzaron para darle otra reverencia, ofreciéndole sumisamente la cabeza sobre las palmas como bandejas.
—Qué gemelos tan simpáticos —la madre de Hínta dijo llevándose la mano al mentón dulcemente.
—Gusto en conocerlos, señor y señora Sémt. Yo soy Sínke Grámt, y él es mi hermano Yáke… si me lo permite —se incorporó y adoptó su pose teatral—, desde mis más profundas y sinceras convicciones, de decir he, que del honor de por fin tratar con sus respetables personas poder bienaventurado siéntome. Tanto vuestra hija como de unos sabios reyes nos ha hablado de vuestras mercedes.
Los jínnyi al oírle hablar de ese modo tan ampuloso apretaron todos los músculos, sin embargo, aquel hombre de severo aspecto dejó esbozar una ligerísima sonrisa, y se dirigió entonces a su hija mayor.
—Hínta, ¿por qué no me habías dicho que uno de tus nuevos jínnyi, en el arte arcáico del hipérbaton de los honorables poetas mareses como Váo kyôuk[1] instruido estaba?
Hínta apenas abrió la boca para contestar sin haber pensado, cuando Sínke se le adelantó.
—¡Oh! Por el amor de Áikan, de enojarse con mi estimada jínne no caiga en la tentación, os suplico. He, pues, de confesar para mi pesadumbre, que del pecado de mis maresas habilidades de lenguaje haber restringidas mantenido en su mayoría de mis jínnyi culpable soy. ¡Pero qué gratificante satisfacción! Al fin ante vos estar, hallarme ante la oportunidad de con alguien de vuesa dimensión compartir palabra poder.
Los chicos relajaron el aire de sus pulmones al ver que Bái parecía encantado con arcaico hablar de Sínke, que difícilmente podía ser imitado por ellos a causa de la vergüenza que les daría.

***

Recuerdo de nuevo el momento en que fueron conducidos hacia el interior de la casa, y pudieron contemplar cómo el estilo danzilmarés antiguo se mezclaba con características orientales. En la entrada de la casa había un pequeño espacio con forma de triángulo y piso de loza, en el cual todos se quitaron los zapatos de manera instintiva antes de entrar, y los colocaron de manera perfectamente ordenada adornando los tres lados del triángulo. Las puertas eran corredizas y las ventanas de papel, sobre las paredes colgaban cientos de diseños de antigua pintura maresa. Los pasillos de madera, con algunos muebles de bambú, relucían de limpios, y en el comedor principal se extendía ocupando casi todo el espacio sobre el tatami una enorme mesa japonesa, como aquella que tenían los gemelos en su pequeña mansión, pero más grande y majestuosamente decorada con un mantel azul y flores de azahar que se alzaban sobre unos pequeños platos en trípodes en el centro. Las flores llenaban la estancia con una fragancia dulce, tal vez algo polvorienta, pero relajante y acorde a lo tranquilo y blanco de las paredes. Curioso me pareció que, con el paso de los años y las generaciones, esa casa originalmente de tradición asiática se había mezclado con elementos de la tradición danzilmaresa, al menos aquellos que fueran aprobados por sus dueños.
Los invitados se sentaron alrededor de la mesa, de manera que el jefe de la casa quedó en la posición central, junto con su esposa e hijas a sus costados, y los gemelos de manera que quedaran en frente de su campo de visión.
Adelante de cada uno se había colocado de antemano una taza de té rojo, y en el momento en que todos estuvieron propiamente instalados, el padre de Hínta fue el primero en sujetar su taza y elevarla ante sus ojos; su familia hizo lo mismo, y al final los jínnyi también lo imitaron.
—Déu[2]! —dijo el padre.
—Déu! —lo imitaron su esposa e hijas.
—Déu! —dijeron finalmente los jínnyi antes de beber.

***

—¿Qué sucedió en aquella morada?
—La visita en la casa de Hínta fue por un buen camino; aunque también fue calificada por los jínnyi de extraña, ya que el temperamento intimidante que el señor Sémt tenía de habitual se volvió laxo durante la mayor parte del tiempo, casi exageradamente complacido, y la causa, por más ridícula que le pudiera parecer a todos menos a Yúska y Kányu, era lo bien que se entendía con Sínke y su lenguaje artificioso; tuvieron que soportar durante bastante rato sus divagaciones sobre los antiguos poemas danzilmareses de la época de la ocupación asiática.
“Qué aburrida conversación, ¿ya puedo irme a mi cuarto?”, preguntó la hermana, mientras groseramente apoyaba los codos sobre la mesa con una mirada adormecida.
“Húba, ten más respeto por los nuevos jínnyi de tu hermana”, la amonestó su madre sin perder su compostura fina, “perdonen a nuestra hija, pueden continuar”.
“No se moleste, loable kînya[3], puesto que es verdad, que para conocernos mejor el motivo de tal reunión es, justo sería que toda la familia parte del convivio fuera parte. Si la agraciada hermana de mi jínne alguna cuestión para nosotros aqueja, de su sentir expresar libre es”.
Húba dejó caer la cabeza para levantarla de nuevo con pesadez, y observó entonces al silencioso hermano que parecía estar ausente en otra realidad.
“Oye tú, ¿Por qué no dices nada?”
“Húba, no hables así a los jínnyi de tu hermana”, dijo el señor Sémt con voz severa.
“No me digas que no te da curiosidad por qué uno habla demasiado y de un modo tan complicado, y el otro parece mudo, papá”, contestó con una actitud relajada e impertinente.
“Verdad es, señor Sémt, que enojarse por el temer de una actitud impertinente ser no debe; mi hermano y yo de la necia capacidad de ofendidos sentirnos, desprovistos en esta vida hemos nacido”.
Yúska le dio un pequeño codazo a Yáke, lo que lo obligó a poner atención, y subió los ojos hasta encontrarse con los de Húba, que apoyaba su cabeza sobre su brazo como si esperara una respuesta aburrida.
“Sólo hablo cuando es importante, y sólo digo lo que deba ser dicho”, contestó sin la más mínima expresión ni es su rostro ni en su voz.

***

Pasado un rato, se pusieron a hablar acerca de todo lo que deben saber los padres de los nuevos amigos de sus hijos, y como en ese caso se trataban de jínnyi, la seriedad del asunto fue mayor. Sínke logró mantener contento a Bái Sémt con su elevado estilo de habla, tanto así que, para sorpresa de la mayoría de los ahí presentes, el severo hombre pasaba por alto una que otra frase que tuviera la mínima probabilidad de ofender su ideología.
Y, pues, es así que ante lo que nuestra vida nos ha instruido, a la conclusión de que de sentido la existencia desprovista es hemos llegado, y las morales y tradiciones y religiones del mundo no han sido más que una abyecta manera de a los pobres seres de la realidad una esperanza vana otorgar.
Al decir frases como esa, los jínnyi tomaban aliento y miraban con un nerviosismo servil al anfitrión de cejas enojadas. Cabe destacar que todos ellos se mantenía pasivos en la conversación, aunque de vez en cuando el señor Sémt le pedía a Séntsa una opinión sobre si lo que decían era verdad, y con eso todos volvían a callar.
Está diciendo la verdad, señor Sémt. Ambos son, en efecto, de una familia rica, pero pese a eso su vida es austera y sin más lujos de los necesarios.
Llegados a un punto en que la familia de Hínta se hubo enterado de casi todo, de sus excelentes calificaciones en el instituto Ítuyu, de sus grandes habilidades para los deportes y de su gran afición por la cultura general, un último asunto vino a ganarse casi por completo el respeto del señor Sémt, y éste comenzó de la boca de Yáke, que fue una vez más obligado por su hermano y Yúska a conversar, y habló sin hacer el esfuerzo por sonar interesado.
Somos además muy buenos para las artes marciales.
El señor Sémt lanzó un leve murmullo, sonrió con escepticismo, y su interés también se contagió a Húba, que de inmediato abrió los ojos y esbozó una sonrisa emocionada.
Vaya, hasta que al fin dicen algo interesante, dijo apoyando las manos sobre la mesa, ¿y qué es lo que hacen? ¿Karate, algún estilo de kung fu, tae-kwon-do, muay-thai…?
Sínke rio con orgullo.
Para nosotros, el aludir bajo categorizante título a nuestro arte marcial, nimia tarea es. Sin embargo, si debiéramos elegir un término, sería el del antiguo arte marcial danzilmarés: el yúndáo[4.], el cual, como de su conocimiento ya debe ser, consiste en la perfecta combinación de las mejores artes marciales del mundo perfeccionadas por el inigualable estilo de los más severos mareses.
La chica se mostró entusiasmada por oír eso, pero el padre todavía no estaba del todo convencido.
¿Y quién les ha enseñado el difícil arte del yúndáo?, preguntó el señor Sémt.
Yáke se arrepintió de haber mencionado el tema.
Tuvimos un gran maestro.
El señor Sémt no escuchó el tono resignado de la respuesta, y adelantó su cuerpo hacia ellos, víctima de una gran curiosidad, puesto que él era el maestro de un dojo que se dedicaba enseñar artes marciales de procedencia asiática, y, como la mayoría de los maestros orientalistas, sentía cierta rivalidad hacia las artes marciales danzilmaresas.
¿Quién fue su maestro?
Los gemelos se quedaron en silencio por un momento, sabiendo que si mentían, Séntsa los delataría. Yáke fue el que contestó, con orgullo.
Su nombre es Gyéo Fúntuo.
El señor Sémt pensó unos momentos.
No recuerdo a ningún maestro de artes marciales con ese nombre, y conozco a todos los maestros de la ciudad.
Él en Shórsta ahora no se halla, de nuestro conocimiento, su estancia en Danzílmar ignota permanece.
Por la manera en que el señor Sémt meditaba sobre ello, los gemelos creyeron que iba a querer seguir preguntando sobre él. Húba fue la que vino a interrumpir el momento, levantandose de su lugar y hablando con emoción.
Si en verdad les gusta luchar, entonces me gustaría retarlos a un combate.

26

Aquella helada mañana en el instituto Ítuyu, Séntsa había sido llamada a la oficina de la presidenta Áltra. El frío la hacía temblar a pesar de estar abrigada con un têng[5], por lo que constantemente se frotaba y soplaba en sus manos para calentarse las orejas como se lo había enseñado su madre cuando era pequeña. Al entrar, encontró a la presidenta en su modesta oficina con algunos documentos en su escritorio (folios con pruebas de exámenes, comparación de promedios y presupuestos para eventos escolares), y su tierno temperamento y juvenil figura no parecía encajar en ese ambiente tan burocrático. Tras saludarse, Séntsa tomó asiento y preguntó para qué la buscaba, aunque en el fondo sentía que ya sabía la respuesta, e inconscientemente movió los pies emocionada.
—El director ha aceptado tu propuesta para abrir el departamento de moral —dijo Áltra, y le entregó la carta de aprobación—, el departamento se hará oficial al regresar de vacaciones.
Séntsa sintió un fuerte golpe de alegría, controlándose para no demostrar demasiada emoción, y con suma reverencia le agradeció a la presidenta por haberla ayudado a tener esa oportunidad.
—Prometo que haré un buen trabajo.
—No lo dudo ni por un instante, y de seguro el director tampoco, dada tu fama desde lo del Qwáo-grüm… perdona que haya tardado tanto, el director también ha estado ocupado en otras cosas…
Séntsa miró una vez más la firma del director sobre el papel que le iba a dar la oportunidad de hacer de la escuela un lugar mejor, pero su mirada entonces se fijó en la presidenta y su sonrisa amable, sus ansias se calmaron un poco al imaginarse que estaría en una posición similar a la de ella cuando fuera el momento.
—Disculpe, presidenta. Debe ser muy difícil tener tal puesto y al mismo tiempo cuidar sus calificaciones, ¿no es cierto?
—Hasta cierto punto es verdad; aunque sea la presidenta tengo que tomar clases como todos los demás, pero eso es lo que se espera de los que sacan adelante una escuela, ¿no crees? Debemos ser un ejemplo de temple y responsabilidad para no decepcionar a todos.
Poco pudo hacer Séntsa para ocultar su alegría más que exagerar un porte de nobleza, como si se tratara de un reto que estaba dispuesta a afrontar sin miedo. Tras agradecerle de nuevo un millón de veces más, salió por la puerta justo en el momento en que una chica de largo cabello azul se disponía a entrar. Casi sin prestarle atención, la saludó cortésmente y se alejó con el júbilo guardado en su interior, pero escapándosele un poco por la sonrisa.

***

A pesar del enorme tamaño de la mansión, esta era lo suficientemente silenciosa como para que hasta los sonidos más débiles destacaran, vibrando a través de las paredes. Séntsa solía sentarse en su escritorio a hacer sus tareas o leer libros con calma. De tanto en tanto un cabello se le interponía y lo apartaba, pero esa vez llevaba puesta la banda roja para el cabello que le había dado Íhra, y lo único que podía apenas distraerla era el sonido de alguien subiendo por las escaleras, o pasando por el corredor fuera de su habitación. Reconocía el sonido de los pies de su padre contra el marfil y la alfombra de la escalera, y cómo ralentizaba su paso al acercarse a su cuarto y tocar la puerta con suavidad. Llamaba su nombre y ella le decía que entrara. Mas esa ocasión Mírt Fónet creyó que estaba demasiado concentrada leyendo, pues no escuchó respuesta después de llamar tres veces. Abrió la puerta despacio, con la cabeza baja igual que si entrara a un templo. Vio a su hija sentada en la silla, y se sintió aliviado al ver la banda roja que sujetaba su cabello.
—Hija —dijo un poco más fuerte.
—Buenas tardes, padre —contestó Séntsa sin voltearse.
El señor Fónet entró. El sonido de la puerta al cerrarse se perdió hasta el alto techo de la habitación. Se sentó en el borde de la cama y adquirió un aire aún más servil.
—Mi avión sale en una hora —dijo—, volveremos hasta después de año nuevo.
—Lo sé —dijo Séntsa sin dejar de escribir.
El señor Fónet puso una mano en el escritorio, a centímetros de la libreta.
—Cuando volvamos, Íhra y yo nos casaremos.
Séntsa no se detuvo, pero la rigidez de su mano hizo que apretara más el bolígrafo.
—El servicio de la boda ya fue programado. Tu tío Féichan se encargará de que todo esté listo para cuando volvamos.
El bolígrafo se resbaló de su tensa mano y rodó sobre la mesa hasta caer al suelo. Séntsa pensó una maldición y se agachó para recogerla, pero la mano de su padre se le adelantó y se la ofreció. Regresó a su posición con un movimiento un poco brusco y continuó escribiendo.
El señor Fónet, afligido, se levantó y le dio un beso en la cabeza.
—Adiós, hija. Te quiero.
Antes de que su mano abriera la puerta, Séntsa se volvió hacia él. Iba a preguntarle si de verdad amaba a la mujer con la que iba a desposarse más de lo que había amado a su madre. En su lugar, volvió a encarar su libreta, pero no siguió escribiendo.
Al verla así, el señor Fónet quiso regresar a su lado, pero una repentina llamada de su prometida le recordó que debía apurarse para ir al aeropuerto.
Días después, junto a sus jínnyi, observaron a la conocida pareja empalagosa de la escuela, Délo y Déla, y se pusieron a hablar de ellos. En un momento, Séntsa sintió la necesidad de preguntarle a los gemelos si eran capaces de amar.
La víspera de año nuevo fue personalmente a casa de sus jínnyi a entregarles las invitaciones para la boda, y a pesar de que eran recibidas con miradas de lástima y empatía, nunca abandonó su firme porte, lleno de la más alta nobleza y orgullo.


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[1] Poeta del imperio Máryo, del siglo VII d.c.
[2] Expresión tradicional para beber té, se puede interpretar como “beber lento”.
[3] Vocablo antiguo para designar a la señora propietaria de una casa de familia noble.
[4] Arte marcial danzilmarés, puede interpretarse como “el camino cercano y lejano”.
[5] Tipo de capucha que cubre la cabeza, la garganta y los hombros, usualmente como complemento para otras prendas de abrigo.

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