Una promesa



Yóno le hace una promesa misteriosa a su amiga Yóla, pero cumplirla lo llevará a un mundo extraño rodeado de muerte.



    —¿Me lo prometes?— y los ojos de Yóla parecían los de un antiguo monje reprendiendo solemnemente a un aprendiz. Un tope sacudió la unidad y sus pendientes rojos con forma de calaveras doradas saltaron y cayeron tintineando.

—Sí, lo prometo —dijo Yóno, aunque sabía que sería muy tormentoso cumplir esa promesa—. De verdad.
Yóno volvió la vista hacia la ciudad en movimiento e intentó perderse en la contemplación de las tiendas y los árboles. Yóla seguía hablando. Yóno sabía que ella, a pesar de que le sonreía, dudaba tanto como él de que tuviera el valor de hacerlo. Yóla se preparó para bajarse al llegar a una calle donde había un antiguo templo Máryo[1]; unos pocos monjes con sus Tráig[2] barrían la terraza.
—Entonces nos vemos mañana —dijo Yóla—. No olvides tu promesa—. Su sonrisa no terminaba de salir, masculló un murmullo para sí misma.
—Sí, no te preocupes. Hasta mañana —Yóno sintió la garganta seca al decir esto.
Yóla descendió del camión. Yóno la miró desde la ventana sucia. Ella se perdió rápidamente por el avance del camión, como si hubiera sido absorbida hacia los confines de la visión periférica de Yóno. “¡Carajo!, ¿por qué se lo prometí?”, pensó.

***

En vano intentó Yóno distraerse de la promesa. Apenas llegó a su parada lo asaltó la fría sensación de que había algo observándolo, los ojos del deber lo acosaban y lo obligaban a desechar las razones que podría haber para no cumplir la promesa. La tranquilidad de la calle le llamó la atención; era raro que a esa hora hubiera tan poca gente en aquel distrito lleno de almacenes y plazas. Las puertas de las tiendas le recordaron a enormes bocas desde las cuales surgía un silbido distante. Tal vez caminaba de manera extraña, pues de inmediato notó que uno de los tenderos lo miró y frunció la boca. Apretó el paso. No prestó atención al resto de las casas grisáceas y silbantes de su vecindario, ni a las estatuas de figuras mitológicas que adornaban algunos de esos jardines[3]; tenía la sensación de que volteaban hacia él sus rígidos cuellos cuando lo veían pasar. El viento lo empujaba por la espalda hacia adelante al mismo tiempo que otro viento le despejaba el cabello de los ojos. Al llegar a su departamento, en un pequeño edificio sucio de humo y de pintura desquebrajada, sacó su llave y la metió en la cerradura, ésta hizo un sonido nítido y cristalino al accionar el mecanismo de la cerradura. Escuchó caer algo en el barandal de metal a su espalda, pero no volteó a ver qué había sido. Entró.

***

Yóla le había dicho que le iba a dejar un mensaje por Whatsapp explicándole lo que tenía que hacer para poder cumplir su promesa. El mensaje llegó cuando Yóno estaba a punto de dormirse. Había tenido la esperanza de que se le hubiera olvidado a Yóla, así tendría pretexto para no haber cumplido, pero en el momento en el que estaba a punto de llegar a un estado de calma, sonó el pajarito. El mensaje era una lista de direcciones y nombres de lugares de la ciudad, junto a ellos había el nombre de una persona con la que tenía que hablar, y al final estaba la palabra clave que tendría que decir ante ellos: “Dyére”[4].

***

¿Qué está desayunando?
Un plátano con todo y cáscara; los sumerge en mermelada de limón y lo acompaña con pan de champiñones del desierto. Bebe un vaso de jugo de cactus con una pizca de canela. Puede estar todo el día sin volver a comer después de eso.
¿Qué hizo Yóno al terminar de sorber su jugo de cactus, después de haber estado haciendo buches con él?
Se lavó los dientes, tomó su billetera y su celular. La llave se atoró en el clavo en el que estaba colgada. Yóno forcejeó con ella, la jalo y la golpeó con un martillo, pero nunca cedió, pegada para siempre con una terquedad magnética, no tuvo más remedio que salir sin ella.
¿Qué hizo mientras se dirigía a la primera parada de la lista, ubicada a unas cinco manzanas, cerca de una hamburguesería de la cual salían vapores de carne quemada?
Pensaba en que en una semana sería su cumpleaños y que quizás se iba a comprar una tortuguita bebé; la pondría en una vieja cubeta cortada por la mitad, previamente llena de tierra y con un trastecito que le serviría de piscinita. Al pasar frente a un perro recientemente muerto, al que le faltaba la mandíbula superior, pudo ver su lengua rosada rodeada de dientes inferiores, lo que le recordó a un tipo de pastel muy sabroso que vendían en una pastelería muy cerca de su escuela. Iba a comprar uno para su cumpleaños.
¿Adónde miró en cuanto llegó a la hamburguesería?
Hacia el techo de la casa de al lado, la cual era del color exacto de una naranja que está empezando a pudrirse, y sintió unas horribles náuseas.
¿Intentó vomitar?
Intentó aliviarse en un basurero que había en el callejón justo al lado de la hamburguesería, pero de su boca sólo salió el bramido de un vómito invisible.

***

— Dyére —una cajita metálica pegada a la entrada de la casa naranja recibió esta palabra y la transmitió hacia unos oídos desconocidos.
—Adelante —respondió la caja.
Yóno avanzó por un amplio jardín cuando la puerta se abrió. La náusea que aquel lugar le provocaba le impedía fijarse en los detalles de ese jardín, sólo su subconsciente percibió la estatua blanca de una antigua espada girán[5], cuya punta recién pulida por los sirvientes señalaba la enorme puerta de madera hacia la cual caminaba. Una persona abrió la puerta antes de que Yóno alzara la mano para tocarla. Era un ser altísimo; entre él y Yóno habría mínimo un metro de altura de distancia. Era una quimera entre hombre, mujer y un dios de amor violento, cuya boca se curveaba maternalmente y sus ojos negros, sin ningún centímetro de blanco, brillaban entusiasmados[6]. Este ser le hizo pasar y se encontró en una sala con muebles tan brillantes como sus ojos, el techo y las paredes adornados con cientos de armas antiguas de todas partes del mundo, especialmente de Danzilmar.
—Toma asiento, por favor —dijo este ser. Su voz, pensó Yóno al sentarse en un enorme sofá azul, era similar a la de esos predicadores cristianos tan molestos, tan pretendidamente dulce que acrecentó sus náuseas. Este ser ordenó a uno de sus sirvientes que fuera a buscar el paquete para el señor Yóno; el sirviente, sin camisa, de pantalones blancos y con zyúm[7], salió por otra puerta tras hacer un saludo que Yóno nunca había visto en su vida. Luego, el ser miró a Yóno y continuó—: Es en verdad increíble lo que vas a hacer por Yóla. Significa mucho para ella, no creo que tengas idea de cuánto.
—¿Usted conoce a Yóla?
—Conocer a alguien… ¿quién hace eso estos días? —el ser intentó reír, pero no pudo—, yo sólo sé de cosas; no las conozco. De Yóla supe tantas cosas, muchas se contradecían de manera tan irreconciliable que pensaba que no era posible que tal persona existiera.
—Yo no tengo esa impresión de ella —dijo Yóno con añoranza—. Conmigo siempre era clara y sincera; nunca tenía secretos y no dudaba en decir exactamente lo que se proponía.
—Hasta la promesa, ¿verdad?
—Sí, hasta la promesa —dijo Yóno tras un momento de estupefacción.
El ser se sentó en una silla de bambú. Su rica vestimenta roja, una túnica estampada con imágenes de las montañas de la Cordillera Central de Danzílmar, de repente le llamó la atención a Yóno, y la miró largamente.
—¿Sabes algo acerca de estas armas? —el ser levantó la cabeza y contempló con orgullo su colección.
—No más de lo que alguna vez leí o vi en películas —dijo Yóno.
—¿No es increíble cómo desde lo más recóndito de la creatividad humana, los más variados instrumentos, obras de arte del ingenio humano, han sido diseñados con el único fin de arrancarle la vida a los otros? Mira, por ejemplo, esa arma de ahí, la que es como un gancho atado a una cuerda. Muy simple, ¿verdad? Lo usaban los antiguos pueblos del lago Dên para castigar a los blasfemos. Ataban al condenado a un poste, exponiendo bien su garganta. Luego, el verdugo hacía girar la cuerda con el gancho como para lazar a un moa, con cada círculo la punta mortal se acercaba lentamente al condenado hasta que finalmente le arrancaba la laringe y la tráquea. A veces fallaba y la punta le descarnaba el pecho o la cabeza, le despedazaba los dientes o le sacaba los ojos.
—“Prosperidad perpetua a la isla del lago Dên, sagrado santuario de los Kêreny”[8] —dijo Yóno como en un trance.
—Hum. Esa espada de allá arriba, justo encima de nosotros, ¿la ves? Fíjate en la sensual curva de su filo, en la firmeza de su empuñadura, la ansiedad de su punta. Desde aquí no se ve, pero a lo largo de su curva filosa hay dientes pequeñísimos. Era un arma de guerra, pero también para los rituales más sangrientos del lago Dên. Serruchaban los dedos de los blasfemos con aquellos dientes y les reventaban las rodillas haciendo presión con la punta…
El sirviente del zyúm apareció con una cajita de cartón. Avanzó hasta ellos y se la ofreció a Yóno.
—¿Qué hay adentro?
—Una de las cosas que necesitas llevarle a Yóla para cumplir tu promesa —dijo el ser, se levantó rápidamente y trajo de uno de los cajones una mochila de tela negra. —Te darán más paquetes donde vas, estarás más cómodo con esto.
Yóno tomó el paquetito y la mochila.
—¿Sabes a dónde ir ahora? —preguntó el ser acompañándolo hacia la puerta.
—Sí, Yóla me informó bien.
—Por favor, no vayas a decepcionar a Yóla —dijo el ser con una repentina preocupación—. Se pondría muy mal si no pudieras cumplir tu promesa.
—La cumpliré —dijo Yóno.

***

Suena a pedacitos metálicos (se aleja de la hamburguesería), o pajaritos con picos metálicos picando tierra metálica. En tierra metálica sólo descansaría en paz una máquina vieja, tierra de su propio óxido que cae rojamente y cubre su suelo marchito. Un deshuesadero, precisamente, un cementerio (mira la dirección en su celular, se da cuenta de que no está muy lejos; basta un corto viaje en autobús) de metal, no voy a uno desde que era niño, hoy en día debe estar más lleno de autos, electrodomésticos y otras cosas inservibles, qué curioso que algo no tenga que estar vivo para poder morir (pide la parada a un camión y sube), lo que antes funcionaba y ahora no, se considera muerto, como los dioses, que funcionaban hace cientos de años para mantener a nuestra mente tranquila y capaz de tener algo a lo que aferrarse, pero el consuelo último de las deidades ha dejado de funcionar: han muerto. También ahí, la tecnología es nuestro nuevo dios, pero su muerte no se ve a la distancia todavía. La naturaleza también es nuestro dios, su muerte tampoco se avecina pero todos la esperamos con ansias. Visitar el deshuesadero de lo cósmico, de lo inmaterial, de lo intangible, de lo abstracto… veríamos ahí máquinas aplastando dioses, naturalezas, leyes de la física, mentes, ideas, conceptos, esperanzas, consuelos, virtudes y vicios hasta convertirlos en cubos de basura listos para ser quemados (un tope sacudió la unidad). Hasta este camión morirá, todo lo que nos conduzca hasta nuestro destino morirá también, incluso nuestros propios pies…

***

Y el auto Clak, clak, pruuuuuuuum plang plang plang.
—¿Qué pasó? —grita el jefe
—Se cayó otro —grita un trabajador.
—¿Cuántos murieron?
—Nomás uno esta vez.
Y la grúa triiiink triiiink triiiiink puuuuufffff.
—Ya ni modos, saquen el cuerpo y sigan.
Y al rato.
—Jefe, lo busca un joven.
—¿Qué busca?
—No sé, nomás dijo Dyére y me insistió que debía darle un paquete o algo.
—Hazlo pasar inmediatamente… y una cosa más, este chico va a hacer algo de gran importancia, así que pásalo por un camino seguro, no sea que le caiga un auto en la cabeza y se muera antes de tiempo.
—Ta’ güeno.
Y al rato.
—Pásale, joven.
—Disculpe por interrumpir. Sólo vengo por el paquete de Yóla.
—Claro, claro, un momento lo busco. Esa chica fue muy específica al elegir esos trastos, tuvo suerte de que aún hubieran, ¿onde lo puse?
—¿De dónde conoce a usted a Yóla?
—Su padre fue mi compañero en la primaria. La primera vez que la vi fue cuando sólo era una beba, ya se le veía ese aire del que todos hablan ahora, no me sorprende que te haya pedido que le hicieras este favor. ¿Onde está el jodío paquete? ¡Áte, ven p’acá!
—¿Qué pasó, jefe?
—¿Onde pusistes el paquetito ese pa’ la Yóla, aquí ta’ el joven esperando, aún hay mucho por hacé’ y se me anda perdiendo esa cosa.
—Ah, creo que está’n el montacargas.
—¿Qué coño hace ahí?
—Se lo quise mostrar al Elmela antes de tener que entregarlo, pero tons ocurrió l’accidente y se nos olvidó garrarlo.
—¡Pues anda por él, jodío metiche!
—Sí, patrón.
Y viendo cómo iba a por el paquete.
—Esas torres de autos aplastados se ven muy peligrosas —dice Yóno.
—Sí, los accidentes ocurren, pero meh, todos aquí sabemos a lo que nos enfrentamos. Uno quedó hecho salsa antes de que llegaras, pero ya nos acostumbramos, tos los días muere alguien. Lo pior es cuando también se daña alguna de las máquinas por el accidente, esas cosas son caras, sabías.
Y la torre de autos junto al montacargas priin priiiiiiin, prum prum prum prum plaaaaaam plaaam krin kran krin kran kooooon.
—A que la… ¿ia viste, joven?
Y afuera de la oficina.
—Pobre Áte, ojalá no lo haya sentido.
—¿Cómo lo va a haber sentido, jefe, si el primer auto cayó derechito en su cabezota?
—Bueno, no pierdan tiempo, despejen todos esos autos y busquen el paquetito, esperemos que el montacargas no se haya jodido mucho.
Y al rato.
—Aquí está, patrón.
—Dáselo al joven.
—Al fin, ¿sabe usted lo que hay dentro? —Yóno lo agita.
—No es importante saber qué es mientras sólo sean las partes, lo importante es cuando los juntes todos. Ahora vete antes de que te caiga uno de esos chismes. Cuídate bien, y prohibido accidentarte antes de cumplir tu promesa.
—Tendré cuidado.

***

Se dirigió entonces hacia el asilo, qué lindo se ve con su carita apretando los labios, reteniendo sus pensamientos con una mueca de sueño y terror, siente los paquetitos masajeándole la espalda dentro de la mochila, ya, ya, Yóno, tranquilo, estás a salvo de esas torres de autos tan feas. Se compró un helado de mango para enfriar sus nervios. Me encanta verlo masticar con esa boca fuerte a la que le falta una muela, recuerdo que se la sacaron porque de niño accidentalmente mordió una piedra en la sopa, pobrecito. Tú sigue caminando, querido, yo estaré contigo. Qué mal que aún no tengo permiso de tomarte; aún tienes que cumplir tu promesa, pero seré paciente, así lo soy con todos. A veces sólo tengo que esperar un día, a veces más de cien años, pero siempre yazco con todos. Ya quiero yacer contigo, Yóno, tu vitalidad que poco a poco va siendo consumida me está excitando, ya quiero ver tu cara azul, tus músculos rígidos, tus ojos vidriosos, tu corazón detenido… ¡con qué dicha te haré mío entonces!

***

No había mejor lugar para llevar a los viejos a morir en paz que el gran asilo de la ciudad de Telmánt, en cuyas entrañas pululaban los viejetes en espera de que su estadía termine en la forma de un masaje tragicómico de escaleras, el aliento interrumpido por una uva rebelde, el beso agrio de un corazón fatigado o el arrebato del alma durante la placentera inconsciencia. Yóno entró sólo para encontrarse con una enfermera obesa empujando la silla de un viejo escuálido, derretido, demacrado, al que le habían chupado las energías y del que sólo quedaba un pellejo viviente. Y la enfermera obesa qué buscas, muchacho, Yóno se acercó Dyére, la enfermera obesa alzó las cejas, lo que movió a su vez sus cachetes de toronja y bajó su boquita en dirección a su papada, que parecía pera de boxeador. Espera, dijo y se alejó rápidamente, zangoloteando las mareas de su cuerpo a cada paso, un viento huracanado levantando olas en un mar de carne. Desapareció por un pasillo, y el viejo eheiéhe, cómo dice, dijo Yóno, y el viejo eheiéhe, no lo entiendo, eheiéhe, qué, eheiéhe, quiere que vaya por una enfermera, eheiéhe. Y su cabeza calva, plagada de más manchas que la luna de cráteres, cayó sobre su pecho y brotó de él una peste de cebollas con agua estancada. La enfermera obesa volvió a tiempo para ver cómo el viejo terminaba de morirse, sigue a esa otra enfermera, joven, y Yóno vio a una joven de tersa piel morena, ojos verdes vigorosos, cabello brillante y de sonrisa seductora que lo esperaba en el mismo pasillo por el que había vuelto la obesa. Yo… no le hice nada, dijo Yóno, no pasa nada, dijo la obesa, ya iba a estirar la pata en cualquier momento, ve de una vez que te esperan. La enfermera bella comenzó a caminar antes de que Yóno llegara a ella y caminaron hacia la oficina principal, le hiciste una promesa a Yóla, verdad, preguntó, y Yóno sí, ya me dieron dos de los paquetitos, y desvió los ojos de la gran cola de caballo que le colgaba de la cabeza para observar al resto de los viejos que en cualquier momento podían estirar la pata como ese viejo derretido. Debe ser difícil para ustedes estar rodeados de este ambiente, dijo Yóno, mis abuelos afortunadamente aún viven en Kráings, y la enfermera uno se acostumbra muy rápido, aprendes a conocer a estos viejos y te das cuenta de que no hay nada de triste, por qué, porque sólo aceptamos en este asilo a los viejos que ya hayan cumplido todos los propósitos de su vida, es decir los que ya se sienten hechos, realizados, felices de su tiempo cumplido y que lo único que les falta es morirse, y qué hacen si viene un anciano que no sea así, preguntó Yóno, no los dejamos entrar, dijo la enfermera bella, si los dejáramos, nos pondríamos muy tristes cada vez que uno muriera. Llegaron a la oficina y la enfermera bella anunció al visitante ante una anciana sentada tras un escritorio de madera que relucía de pulida, era tan anciana que si saliera de la oficina la confundirían con una inquilina más de ese asilo. La anciana sacó el paquete de un cajón e hizo un ademán a la enfermera bella de que lo recogiera, así lo hizo ella, y de inmediato la vieja hizo otro ademán para que se fueran, la vieja siguió con sus papeles, metida en sus asuntos sin molestarse en decir ni adiós. Disculpa a la directora, dijo la enfermera bella, el cáncer de garganta la tiene de muy mal humor, pero te pido de su parte que no le falles en tu promesa a Yóla, también la conocen aquí, preguntó Yóno, y la enfermera bella aquí estuvieron sus dos abuelos maternos antes de morir, hace dos años, durante todo el tiempo que vivieron aquí ella vino a visitarlos todas las semanas sin falta, ellos estaban tan ansiosos por morirse que disfrutaban cada instante con ella con una felicidad exagerada, pensé que los ansiosos por morir disfrutaban menos la vida, preguntó Yóno, algunos sí, pero para los viejos de acá es lo contrario; disfrutan más la vida entre más quieren irse de ella. Llegaron a la entrada. Ahora sólo me falta un paquete más, dijo Yóno, y como la enfermera bella vio sus ojos dubitativos, como si hubiera ante él un campo de espinas venenosas, le sonrió seductoramente y le dijo piensa que con esto harás muy feliz a Yóla, sí, lo sé, dijo Yóno, y la enfermera dijo no hay nada más bonito que alguien feliz, o alguien que muere feliz.

***

Cuando baje del autobús [casi choca contra un joven estudiante de medicina en la puerta (“con permiso”, dijo el estudiante), luego mira el anuncio de una lavandería (“¿30 yaos por prenda?”, pensó) y aparta la vista con repulsión] se dirigirá hacia la izquierda, donde encontrará un edificio de diez pisos [su cabeza se alza hasta exponer su manzana de Adán (“¡Vamos, se nos hace tarde!”, gritó un habitante de ese edificio cuyo género la voz no pudo esclarecer) y pequeñas gotas de llovizna le caen en la cara], comenzará a subir los escalones y [cada uno de ellos, pese a ser de metal, rechina (“qink, qink, qink”)] sentirá extraños olores como de pólvora y ponzoñas saliendo por debajo de las puertas.
Continuará con su ascenso [se escucha un lejano grito ahogado, un zumbido rápido pasa a pocos metros de él por el piso 5 (“un joven melenudo sin dientes aulló en su caída), pero no se da cuenta de qué ha sido] hasta llegar al último piso, luego buscará el departamento número 20 [no quiere tocar la puerta (“el ‘20’ de la mala suerte[9]”, pensó), cierra los ojos y extiende la mano] y tocará la puerta.

***

Aparecerá frente a tus ojos un joven de cabellos de estropajo, sucios pero brillando un color azul plateado. De sus labios pálidos preguntará qué es lo que quieres. Su voz será cortada, inflamada, le dolerá siquiera respirar.
— Dyére —dirás, querrás taparte la nariz por el olor a huesos viejos.
Te hará pasar. Habrá una mesa polvorienta, sillas roídas por termitas, un colchón emanando pestes de origen diverso con resortes atravesando la tela y una ventana abierta. Nada más. Te dirá que está contento de que ya hayas llegado porque no podría suicidarse antes de darte el paquete. No sabrás qué decir, pero tu mirada patética le hará percibir tu curiosidad y morbo. Meterá la mano dentro del colchón y buscará el paquetito. Lanzará maldiciones, lloriqueará, temblará ansioso.
—¿De dónde conoces a Yóla? —preguntarás.
Te dirá que es su hermano mayor. Sólo eso. Encontrará el paquete, sacará su mano llena de pelusas y arañitas bebés. Te extenderá el brazo y en tus manos recibirás el paquete. Sacudirás las arañitas y las aplastarás al caer al suelo. Se mirarán otra vez. Te darás cuenta de que en su rostro, pese a imperar la desesperación, también habrá un gesto extraño que no entenderás al principio. Piensas fugazmente qué te parece tan raro de su expresión y por qué parece llenarte de sosiego. Entonces repararás en sus cejas. Sí, esas cejas no tienen sentido en ese rostro tan hambriento de muerte; levantadas, palpitantes, rientes, las cejas con las que una madre mira a su bebé o un monje mira una hoja caída en el otoño.
—Gracias —dirás de repente—, adiós y… suerte con tu suicidio.
Te dirá que esperes. Te preguntará si no tienes temor de cumplir la promesa que le habías hecho a su hermana.
—No —dirás sin dudarlo.
Él sabrá que una parte de ti miente. Te pedirá que por favor lo observes mientras se defenestra. Temblará tu garganta.
—¿Por qué?
Dirá que quiere vivir un poco más, pero no tiene ganas de hacerlo por sí mismo, así que quiere pedir prestada tu consciencia para vivir dentro de ella. Sólo será mientras vivas o hasta que lo olvides por completo, después de eso abandonará completamente ese plano, ya que ni siquiera su familia y amigos le han querido brindar un rincón en sus consciencias para darle alojamiento cuando muera. Querrá saber qué se siente vivir en la consciencia de otro. Se callará. Aceptarás. Se lanzará por la ventana y escucharás su cuerpo estrellarse contra algo metálico.
Te irás.

***

Ese era el último paquete, pero no el último destino en el mensaje de Yóla. Yóno volvió a pensar en la tortuguita que se compraría para su cumpleaños sólo para distraerse de su promesa. Se dirigía entonces hacia el centro de la ciudad cuando comenzaba a anochecer. Lo vi bajándose del camión y caminar entre unas cuantas muchedumbres en su camino hacia una tienda situada en una región del centro llena de librerías. La tortuguita ya no era suficiente para distraerlo: necesitaba pensar en otros planes a futuro para alejarse de la promesa, pero ni pensar en su familia, ni en sus estudios ni en sus diversiones personales mantenían sus pensamientos tranquilos. La promesa lo atrapaba como la órbita de un planeta; giraba alrededor de ella, y cada vez sentía que conocía menos a Yóla, que le temía, pero, al mismo tiempo, un sentimiento de paz comenzaba a surgir en él. ¿Qué pasaba? ¿Acaso la promesa podría beneficiarlo a él también de algún modo? ¿Por qué no salía de su cabeza la imagen del hermano de Yóla, primero frente a la ventana, luego desapareciendo por ella? Ahora él existía en él. No. Ya existía como parte de él mucho antes de conocerlo. Ver al hermano… Por eso, el día anterior, cuando estaban en el camión, comenzó a hablarle a Yóla casi sin pensar y entonces ella le pidió el favor, le hizo hacerle una promesa que beneficiaría a los dos, cumplir la promesa le quitaría el peso de encima, ¿o no?
Lo vi tocar la puerta de una de las librerías más viejas, el nombre estaba tan borroso que a duras penas se distinguía la palabra Dyére en la ventana. Yóno se sintió raro de tener que decir esa palabra en un lugar que se llamaba igual. Tocó la puerta. Abrió un anciano de fuertes ojos azules y barba blanca, parecía un mago o un gurú, invitaba al mismo tiempo al miedo y la risa.
—Dyére —dijo Yóno por penúltima vez en su vida.
El viejo lo hizo entrar. Yóno inmediatamente sintió un inmenso calor que le bajaba de la cabeza hasta el cuello, los estantes llenos de libros que alcanzó a ver se arremolinaron y mezclaron hasta formar una masa amorfa, que lentamente fue desvaneciéndose en una bruma negra. Lo último que sintió fue euforia y su cabeza yaciendo sobre algo duro.

***

¿Con quién fue?
Con Yóla. Suaves brumas subían desde que había aprendido a tener consciencia hasta que aprendió a sentir vergüenza de su consciencia.
¿Era feliz con eso?
Como la mayor parte de los danzilmareses.
Y Yóla corría y corría y Yóno no podía alcanzarla. En sus manos morenas un pequeño pajarito de porcelana aleteaba intentando liberarse. Yóla lo dejó ir, pero apenas hubo volado un instante cayó y quedó hecho pedazos sobre la hierba[10].
¿Cuántas veces?
Muchas.
¿Sonrisas?
Sí. Incontables.
¿Y enojos?
Finitos, pero fácilmente olvidables.
Como las enseñanzas de los monjes del lago Dên, su voluntad dependía de lo externo, de lo impalpable, de lo eterno. No podía sostenerse de lo que las manos tocaban o de lo que los ojos veían. Yóla lo sabía, Yóla lo sentía, Yóla lo expresaba. No importaban los estatus, ninguno salvo el último.
¿Estaba ansiosa?
Ansiosa como una niña en su cumpleaños, pero no se atrevía. Tan cobarde como Yóno lo era.
¿Se amaban?
Define “amor”.
El sentimiento de que sus decisiones, deseos y necesidades personales los conducían juntos hacia un último acontecimiento, con el cual sus vidas quedarían alteradas para siempre, pero que al mismo tiempo los liberaría de sus más hondos anhelos.
Y ella miraba las hojitas que le caían en la ropa a él y se las sacudía. Las veía caer a tierra. Hojas agonizando, privadas de los nutrientes de su árbol madre. Su boca se volvía una parábola en éxtasis, mil veces mayor que cuando dormía.
¿Envidia?
Consciencia
¿De qué?
De que tanto ella como él eran aquello que caía, aquello que dejaba de ser aquí para ser allí. Miraban el mar y veían insectos; miraban piedras y veían orejas; miraban los rincones con telarañas de una casa y veían un espejo. Escuchaban ventiladores y oían cascadas; escuchaban maullidos y oían pisadas; escuchaban lenguajes y oían acordes.
Y para eso actuaba Yóla, para eso hacía actuar a Yóno, para que al ser otros fueran más ellos, que siendo un lápiz también eran un cangrejo. Y Yóno era existencia-admirar, y Yóla era existencia-planear, pero nunca existencia-realizar. Sólo uno se podía quedar, el otro debía viajar.
¿Eran peces?
Sí.
¿Eran plástico?
Sí.
¿Eran serpientes?
Sí.
¿Eran pianos?
Sí.
Y entre roce y roce, las pieles se despellejaban, y luego se descarnaban hasta que los dos quedaron desprendidos de sus barnices, y se miraron el uno al otro y dijeron que no veían nada y sonrieron dichosos.
¿Y por qué eso precisamente?
Por la ausencia de retorno.
¿Y por qué tan pronto?
Por la impaciencia.
¿Y por qué de ese modo?
Por la promesa.
Se abrirá una grieta que dividirá el mundo en dos, y un resplandor cegador emergerá de las entrañas de la tierra[11]. Yóno verá a Yóla alejarse al otro lado y ésta gritará su nombre y que no olvide su promesa. Yóno atravesará el campo de fuego, los acantilados violentos, las montañas llorosas y los valles envenenados para llegar al otro lado de la luz y cumplirle su promesa a Yóla.

***

Al recobrar la consciencia, era ya de madrugada. Estaba tirado en frente de la tienda. Se incorporó con trabajo y se sobó la cabeza. Tardó un rato en reconocer lo que había pasado. Se aseguró de que no le hubieran robado nada. En la mochila ya no estaban los cuatro paquetitos, sino que habían sido cambiados por un único paquete bastante grande. Tuvo curiosidad; abrió el paquete y dio un vistazo. Primero mantuvo el aliento, después rio y se sintió feliz. Comprendió que el contenido de los paquetitos había sido unido, quizás por ese viejo que parecía un mago o un gurú, para formar otra cosa, aquello que Yóno necesitaba para cumplir su promesa con Yóla. No teniendo nada más que hacer ahí, se levantó y tarareando se alejó de ahí, disfrutando de la pacífica madrugada y del acogedor silencio que en ese momento le regalaba el centro de la ciudad de Telmánt.

***

Los sentidos perciben.
[Imagen de árboles, o quizás de pájaros]
Una tortuguita tal vez no sea muy buena idea. Son muy delicadas y hasta cierto punto aburridas. Mejor algo que no se pueda ver o sentir, algo que no distraiga y que no pueda asociar a mí.
[Sensación del fresco de la madrugada]
Cuando era niño debí haber salido a caminar así tantas veces, las noches del sábado, en mi barrio plagado de jardincitos. En aquel entonces no sentía, pero ahora sí. El fresco, lo amo tanto, y la sensación de la luz del sol que poco a poco calienta. Porque lo seré yo también.
[Olor del alba]
Brilla y brilla, como los ojos de Yóla cuando me habló de la promesa, la cual estoy en camino a cumplir de una vez. ¿Qué importa lo que suceda? Ya no me importan las consecuencias, al fin y al cabo todo y nada importa. Aunque tenga que pagar después, lo haré con gusto, porque así seré dejando de ser.
[Sonido de una casa]
Adelante. El paquete a salvo a mis espaldas, listo para que el objeto de adentro cumpla su propósito.
[Olor del timbre]
“Salió Yóla y miró a Yóno somnolienta. Yóno sonrió”
—Dyére, ja, ja.
“La cara de Yóla se despabiló y le dio la bienvenida con un abrazo, avergonzada por haber dudado de Yóno. Lloraba de alegría”
—No tienes idea de lo impaciente que estuve, Yóno.
—Yo también estoy impaciente. Mira, tengo lo que querías.
[Imagen de una hermosa cara radiante mirando el interior del paquete]
“Yóla lanzó una tierna risa con los ojos cerrados”
[Sensación de pájaros aleteando en los árboles contiguos]
—Bueno, ¿qué estamos esperando? Hagámoslo de una vez, estimado. No perdamos un segundo más.
“El rostro de Yóno se llenó de paz”
—Muy bien.
“Entraron y se cerró la puerta”
[Sonido de un disparo]



[1] Antigua civilización que gobernó el este de Danzílmar antes de su unificación con la civilización Dyánzil. Sus templos son abundantes en el actual estado homónimo.
[2] Tipo de vestimenta tradicional danzilmaresa con multitud de variaciones según el tipo de ceremonia y el nivel de los monjes.
[3] Algunas de estas estatuas suelen ser representaciones de dioses montando algún animal, bustos de cabezas sin boca, o animales sentados o de pie a semejanza humana.
[4] Adverbio negativo del danzilmarés antiguo, significa literalmente “Aquí no”.
[5] Tipo de espada similar a un florete más corto y grueso, usada como medio de tortura o sacrificio por los sacerdotes del lago Dên.
[6] Personaje probablemente inspirado en los Kêreny; espíritus venerados por el pueblo del lago Dên.
[7] Especie de pañuelo de seda que cubre la boca, usado por los antiguos sirvientes de los sacerdotes del lago Dên.
[8] Lema grabado en el dintel de piedra del Gran Templo de Útod.
[9] El número 20 en danzilmarés suena similar a “derrota”.
[10] Para los danzilmareses ver un pájaro morir puede indicar buena o mala suerte, dependiendo de si el ave estaba asociada a la vida o a la muerte.
[11] Frase usada por la sacerdotisa Kiúra en la epopeya Midránks.

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