El escorpión Yoptá


Un escorpión arrogante intenta detener un terremoto con su veneno.
 

   En una madriguera en el ácido desierto de Kyél vivía un escorpión llamado Yoptá[1]. Era un escorpión divinamente orgulloso de su veneno. Bastaba una pequeña pinchada para que su amarga ponzoña arrebatara la vida a cualquier ser vivo que tuviera el infortunio de cruzarse en su camino. Había matado de ese modo a cientos de humanos, ipolotám, lobos azules y leones desérticos[2] cuyos pies los habían conducido inocentemente hacia aquella aguja, cuyo tóxico aceite babeaba en antelación por detener para siempre los pulmones de sus víctimas. Por las mañanas, salía de su cueva para que el rocío de la madrugada lavara su brillante lanza. Con esmero y atención mezclaba hierbas marchitas del desierto con pedazos de hígados y páncreas de sus víctimas para perfeccionar su veneno. Tal llegó a ser la fama del escorpión Yoptá que los humanos y animales de todo Danzílmar se hicieron eco de su poder. Ahí donde fuera el escorpión Yoptá todos se detenían, le presentaban sus respetos y retrocedían lentamente (en caso, por supuesto, de que lograran darse cuenta de él antes de que fuera demasiado tarde). De ese modo sentíase el escorpión Yoptá el amo de todas las tierras que visitara. Sin embargo, y para fortuna de los humanos y animales, el escorpión Yoptá prefería pasar la mayor parte del día encerrado en el frescor de su escondrijo, dormitando y soñando que con su veneno sería capaz de matar a todos los seres vivos del mundo con tan sólo una de sus melosas gotas. No fueron pocos los valientes que se encomendaron a la tarea de terminar con la vida del escorpión Yoptá arrojándole pesadas rocas desde una distancia segura, mas éste siempre conseguía burlar todos esos intentos por darle muerte con su gran agilidad de relámpago, y se acercaba a sus retadores furtivo como el viento de un huracán para luego inyectar en sus tobillos el jugo mortal, después contemplaba, regocijándose, la dolorosa agonía del desdichado que seguía inmediatamente al piquete. Sentíase en el paraíso cuando los escuchaba luchar desesperadamente para que sus pulmones (que se marchitaban como si tuvieran agua hirviendo) pudieran absorber aunque sea una molécula de aire. Los veía convulsionarse y aporrear la arena con el cuerpo mientras horribles gritos salían de sus bocas hasta que dejaban de moverse, tras sacar de sus gargantas un último quejido seco y sin aire.
Un día, un terrible terremoto sacudió toda la región de Kyél. La tierra zarandeó sus entrañas hasta que sobre su piel surgieron enormes cuarteaduras que acabaron con la vida de miles de seres. El escorpión Yoptá, resistiendo soberbiamente los zarandeos bajo sus puntiagudas patitas, salió de su cavidad y pensó: “Mi veneno es tan fuerte que estoy seguro de que si me pongo a apuñalar la tierra y le inyecto mis jugos, podré paralizarla y así detendré este terremoto”. Y entonces el escorpión Yoptá comenzó a picar y a inyectar con veneno la arena. Era tal la arrogancia del escorpión Yoptá que no le importó que la tierra no reaccionara ante las minúsculas partículas de veneno que vertía sobre su superficie, sino que, con admirable perseverancia, prosiguió su movimiento mecánico de picar-envenenar decenas, cientos y miles de veces mientras que el terremoto continuaba expandiendo el caos y la destrucción. Al ver la terca insistencia del escorpión Yoptá, Rénkya, la diosa de la tierra[3], decidió aparecerse ante él. El escorpión Yoptá no se inmutó ni dejó de picar la tierra por la presencia de la diosa.
—Escorpión Yoptá —dijo la diosa—, ¿por qué te empeñas inútilmente en detener el movimiento natural de mi querida tierra si tu pequeña aguja y tus gotas ponzoñosas nada son en comparación a mi vastedad? ¿No sabes acaso que de tal esfuerzo no conseguirás más que la muerte de tu orgullo y quizás de tu vida? Porque has de saber, pequeño escorpión Yoptá, que entre nuestras magnitudes hay una infranqueable barrera, imposible de penetrar sin importar lo agudo de la lanza con la que nuestro padre el dios Áikan[4] te ha bendecido.
—Déjame en paz, diosa Rénkya—dijo el escorpión Yoptá—, no te he pedido que vengas a sermonear como una cobarde a punto de morir, quédate quieta y observa cómo mi poder doblega al tuyo. No será mucho tiempo antes de que me estés rogando, suplicando y chillando que me detenga, pues sentirás tu cuerpo paralizarse al mismo tiempo que tu vida te abandona, te asaltará el pánico cuando la esencia de tu vida escape de tu cuerpo y entonces reconocerás mi grandeza, y cuando eso suceda, me transformaré en una leyenda que vivirá mientras el espacio se siga expandiendo, y habré ganado lugar entre las deidades y me reconocerá el mismísimo dios Áikan.
Y la diosa Rénkya no hizo más que mirar al escorpión Yoptá, compadeciéndolo por su obstinación y falta de entendimiento.
Conforme el terremoto se hacía más fuerte, y el veneno empezaba a consumir la energía de su cuerpo, el escorpión Yoptá comenzó a cansarse y a temblar. En su engreimiento no se daba cuenta de que con cada picotazo que daba sobre la arena se le escapaba poco a poco la vida. Deliró sobre las victorias de su pasado, se regocijó con el recuerdo de todos los que se habían sometido a su veneno, que en ese momento ya formaba un gran charco azafranado bajo sus pies, y ese frenesí de arrogancia le dio fuerzas para continuar picando el suelo hasta sus últimas consecuencias. Poco rato después, se desplomó sobre su propio charco venenoso, pero su cola seguía entrando y saliendo de la arena y expulsando su ponzoña mecánicamente. Cuando apenas le quedaban fuerzas para mover su cola, ésta se convulsionó, perdió el tino durante su calambre, y el aguijón fue a incrustarse en la espalda de su propio dueño. El escorpión Yoptá se retorció, gritó con sus últimos alientos, cayó boca arriba y sus patitas se retorcieron grotescamente. Antes de morir, el terremoto se detuvo. El escorpión Yoptá alcanzó a ver que la tierra volvía a la tranquilidad de antes, a la calma eterna que reinaba en el desierto de Kyél. Con sus últimas fuerzas sacadas de su soberbia, lanzó un grito de victoria y un improperio contra la diosa Rénkya.
Instantes después, el escorpión Yoptá murió.

***

Aquí, estimado lector, acabaría la historia del soberbio escorpión Yoptá. Pero usted, que conoce tan íntimamente la gran verdad de nuestra existencia, sabe que en el testimonio de nuestras ficciones ya no me es posible mirar un árbol sin ver el polvo en el que se convertirá, como comúnmente hemos de hacer en pos de perpetuar actitudes o valores que aporten algún uso práctico a las limitaciones de nuestros universos. Sabe usted muy bien que los días en los que una moneda tenía sólo dos caras han terminado. Por tanto he de advertirle que, si ahí donde estos escritos caigan los seres conscientes aún están necesitados de moralejas, enseñanzas y valores, sin los cuales hagan a su realidad caer en vez de progresar, evite continuar con la lectura, pues su valor como medio de enseñanza y su seriedad argumental ya han terminado (si es que las tuvo). Lo que sigue no sería para ustedes más que un desecho literario. Si por el contrario ahí en donde usted me lee ya han logrado hacerse uno con la innegable realidad del Zlánd[5], entonces disfrutará con lo que aún queda de lectura.

***

Pero no murió (porque cuando existe el infinito no existe la muerte) sino que su mente salió disparada hacia la existencia a la deriva, y azarosamente cayó en un alter ego cuyo veneno era un poco más fuerte y donde la tierra era un poco más frágil. Escuchó de nuevo las palabras de la diosa de la tierra y del mismo modo volvía a ignorarlas. Al perder su ponzoña volvió a morir, esta vez de agotamiento, pero el veneno logró penetrar un poco más la tierra y ésta sintió un pequeño escozor. Volvió a caer en un alter ego de ponzoña más poderosa que vivía en una tierra más delicada. Volvió a morir sin detener el terremoto, pero la tierra sintió como cuando a uno le pica un mosquito. Cayó en otro alter ego más poderoso, en una tierra más quebradiza. La tierra lo sintió como una aguja caliente; se estremeció y chilló. El escorpión Yoptá murió rato después de que el terremoto amainara. Y así siguió muriendo y viajando el escorpión Yoptá, y cada vez su veneno era más poderoso y lograba hacer que el planeta entero se alarmara. Con cada viaje nuevo el planeta de turno sucumbía un poco más que el anterior, haciendo que la diosa de la tierra mirara atónita al escorpión Yoptá, y llegó a un punto en el que su ponzoña hacía sufrir tanto las entrañas de la tierra que la diosa comenzó a suplicarle y llorarle que se detuviera porque sentía que con cada aguijonazo le arrebataba la vida, y el escorpión Yoptá reía y se burlaba y continuaba picando más y más, y volvía a morir y volvía a viajar, y volvía a morir y volvía a viajar. Y la tierra cada vez sufría y se retorcía más, y más. Hasta que por fin, tras haber caído en más de un millón de alter egos, eran tan poderoso que, sin mostrar el menor síntoma de cansancio, fue capaz de desintegrar el núcleo del planeta de un solo piquete. De no haber sido por la intervención del dios Áikan, la leyenda del escorpión Yoptá se hubiera perdido en ese universo. El escorpión Yoptá encaró al dios Áikany le dijo:
—Ahora que has visto el poder de mi veneno, demando pues un sitio en tu zodiaco, y al volverme temido y venerado entre los habitantes de tu creación encontraré la satisfacción y ya no volveré a atentar contra ellos, pues demasiado insignificantes son para mí en mi estado actual de libertad.
A lo que el dios Áikan respondió:
—Escorpión Yoptá, he sido testigo de tu poder y he de admitir que al haberte creado no hubiera podido pensar en la magnitud a la que has elevado tu veneno. Mas aún debo decirte que tus palabras son muy grandes para ser alzadas contra un ser como yo, pues si te he creado con mi palabra, puedo destruirte con la misma sin importar el poder de tu aguijón. Sin embargo, a pesar de tu arrogancia y la inocultable dureza de tu corazón, he decidido conceder tu deseo y volverte uno de mis animales sagrados; tu forma pasará a ser venerada entre mi creación y en sus tradiciones te guardarán por siempre mientras yo mantenga el universo en movimiento. La razón es muy simple y te la diré: yo tampoco nací siendo un dios; no nací creando tierras ni haciendo aparecer la vida a voluntad; fui primero pequeño e insignificante, no muy diferente a los seres que he puesto en este mundo de creación mía, pero mi naturaleza fuese modificando gracias a las potencias de los alter egos en los que caía cuando mi vida llegaba a su fin, y aún ahora soy insignificante en comparación con aquellos en planos más elevados que el mío. Eventualmente también he de ir hacia ellos, y así el camino de perfección ha de avanzar en mí siempre hacia adelante, y nunca en círculos. Tú también, escorpión Yoptá, no pienses que has alcanzado el pináculo de tu libertad; aún eres pequeño, pero también volverás a viajar. De nada serviría negarme a tu petición, pues no eres más que otra forma de mí mismo.
Y así, sin haber entendido ni haberse interesado por la explicación del dios, el escorpión Yoptá ascendió junto a las demás divinidades, que a su vez no eran sino sombras o esbozos de existencias que también habrían de viajar tarde o temprano.


[1] Posiblemente es una versión deformada de la interjección “Yúpta”, que se usa como expresión altamente malsonante.
[2] Estos tres animales aparecen en el escudo del palacio de justicia de Shórsta para representar la verdad, el honor y la libertad respectivamente.
[3] Más exactamente la diosa que mantiene unida a la tierra para que ésta no se desmorone en pedazos, según la mitología danzilmaresa. Se la representa como una adolescente de cuatro brazos con los que abraza al mundo.
[4] Dios supremo de la mitología danzilmaresa, representado como una silueta humana dentro de la cual se haya todo el universo.
[5] Término usado en danzilmarés moderno como “realidad”, “existencia” o “universo”, pero en el contexto de estos escritos parece abarcar mucho más de lo que estos tres conceptos pueden expresar.

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