Entes 6: Dáya



La hermana Dáya explica por qué crear mundos perfectos.




    Dáya sintió a los viajeros aproximarse su universo. Cuando llegaron, fueron recibidos por un universo de pequeñas dimensiones en el que no había más que un único orbe gris estático; a su lado, Dáya observaba a los seres que habitaban lo habitaban. Su rostro era apacible, somnoliento, pero con una sonrisa amorosa y confiada. Dijo Áigen: “Hola, dulce Dáya. ¿Qué haces en este universo tan pequeño? ¿Y sabes por ventura por qué nos ha parecido que llegar hasta aquí nos ha tomado mucho más trabajo de lo normal?”, “Además sentimos otra cosa muy rara”, dijo Yelái, “tal vez nos engañan los sentidos, pero estoy casi segura de que este universo es de magnitud cero, pues además de no sentirme en mi magnitud normal, no siento que el universo me constriña ni lo siento desestabilizarse ni siquiera un poco. ¿Acaso estamos en la magnitud que acepta por igual a los seres de todas las magnitudes?”. Dáya no dejó de contemplar su orbe cuando dijo: “Si todo ello lo sienten así, es porque este universo lo he configurado yo misma, con el objetivo de que seres creados a partir de mí existan en este orbe. Es difícil entrar porque sólo yo puedo decidir quién lo hace, así mantengo a mis hijos a salvo de cualquier posible invasión, como las que en nuestros mundos ya hemos vivido anteriormente. La magnitud la he mantenido en cero para que un día, cuando mis hijos progresen, inicien su propia sociedad de universos, como lo hacemos nosotros, y el tener la magnitud cero ayuda a ampliar las posibilidades de seres que puedan visitar este universo. No quiero que las magnitudes los limiten, ni que les den poder sobre los visitantes ni los expongan a una destrucción, al contrario de como sucede con todos nosotros”. Yelái explicó brevemente la razón de su visita, y Dáya, tras pedir las láminas y leerlas rápidamente, adquirió un aire de repentina felicidad, parecía que añoraba, que recordaba algún suceso apacible y lejano, y luego dijo, regresando su atención a su orbe: “Díganme, viajeros, ¿si les dijera que los hijos que he creado viven en un mundo donde no he permitido la creación del sufrimiento, en donde cada opción de su libertad nunca puede desembocar en sufrimiento innecesario, pensarían ustedes que ellos viven en una burbuja que hay que romper para crecer y fortalecerse?”. “Parte de mí está tentada a opinar de ese modo”, dijo Yelái, “pero por otro lado, siento que es debatible que en un universo que funciona de esta manera conocer el dolor sea necesario”. “En efecto, no es necesario”, Dáya extendió su mano hacia la superficie del orbe, y cientos de pequeñas criaturas, que carecían de forma definida, quedaron magnetizadas en su mano, y cuando Dáya volvió a alzarla y la mostró a los viajeros, los pequeños seres recorrían la mano y el brazo, luego se sentaron para escuchar atentamente la conversación entre su diosa y los invitados. “¿Saben cómo logré que mis hijos, a pesar de que no les sea posible conocer el dolor o el sufrimiento, tengan la capacidad de volverse fuertes de espíritu, sabios y con un profundo entendimiento de toda nuestra realidad? Porque al crear en este mundo no incluí varias reglas que suelen surgir de forma natural en los mundos, las cuales dicen: “no se puede conocer el placer sin sentir el dolor, no se puede conocer la alegría sin la tristeza, no se puede alcanzar el éxito sin el fracaso, no hay fortaleza sin sufrimiento”. No incluí ninguna de esas leyes aquí, porque el deshacerse de esas leyes (o al menos intentarlo) es parte de los objetivos de mí y de mis hermanos, así como nuestro padre lo ha logrado por completo. Al no estar sujetos a todas esas reglas, considero que los he creado fuera del cascarón”. “Cascarón”, pensó Áigen en voz alta, “sí, ese es otro concepto similar a la cueva, la zona y la burbuja; me extraña que no nos hayamos topado con un cuarto cuento con ese tema”, “Pero Dáya”, dijo Yelái, “al no darles a tus hijos la oportunidad de experimentar lo desagradable, ¿cómo dices que existen fuera del cascarón hasta cierto punto?, ¿no están precisamente encerrados dentro de una muy limitada gama de experiencias, y por consiguiente no podrán comprender las situaciones de los diferentes universos?”, Dáya rio como una niña que acabara de hacer algo malo y estuviera intentando esconderlo, y dijo: “Si dices eso es porque sigues pensando con aquellas reglas que aquí ya no existen, pues incluso cuando salgan a explorar esos otros universos, esas reglas seguirán sin afectarlos. Pero déjenme explicarles por qué digo que, al actuar así, les he liberado en parte del cascarón”.

***

Se sentirán aplastados entre sí. Los cuerpos de Áigen y Yelái estarán tan unidos al de Dáya como si fueran un único ser de tres cuerpos. El espacio será absolutamente blanco: es un vacío en el que sólo hay ese color y que sólo tendrá un metro cúbico. Al extender la mano o el pie, la barrera invisible del fin de ese universo impedirá el paso.
Acomodándose mejor de posición, Dáya dirá:
—Todo aquí está muy apretado, ¿cómo vamos a extender nuestras alas y volar por los cielos si no salimos de aquí? Díganme, ¿qué creen que hay del otro lado? ¿Habrá montañas y mares con los que satisfacer la vista, habrá un amplio cielo cuyo viento nos llene de sabiduría, habrá hechos magníficos que atestiguar y con los cuales nos acercaremos a la perfección de nuestro ser? Sólo hay una manera de averiguarlo.
Su puño tomará un poco de impulso (lo más que pueda extender su brazo hacia atrás sin chocar con el borde del mundo), y de un golpe más o menos fuerte el cascarón se romperá y caerá en pedazos. Se sacudirán los escombros de ese universo y verán más blanco, exactamente igual al universo recién despedazado, con la única diferencia de que será un metro cuadrado más grande.
—Ahora me siento con más libertad —dirá Áigen—, ya no estamos tan apretados, pero aquí no hay nada más, ¿qué significa todo esto?
—Significa —dirá Dáya— que a través del esfuerzo que hice pudimos romper el cascarón y salir, sólo que descubrimos que al otro lado sólo hay más cascarón.
—¿Y de qué sirve haber salido del cascarón anterior si todo sigue igual? —preguntará Yelái.
—Sirve para sentirnos más libres —Dáya volverá a apretar el puño—, ¿no te agrada que ya no estemos tan apretados? Pero como todavía me siento limitada, voy a romper el cascarón otra vez.
Pero al volver a romperlo, esta vez con un poco más de esfuerzo, encontrarán el mismo cascarón, un metro cuadrado más grande. Se estirarán a gusto y Yelái dirá:
—Noté que esta vez te dio más trabajo romperlo.
—Cada vez da más trabajo romper el cascarón, porque las magnitudes de aquello que es nuevo aumentan constantemente, ¿y cuándo terminará todo esto? Veámoslo.
Continuarán rompiendo cascarones, cada uno más duro que el anterior, haciendo que Dáya tenga que esforzarse cada vez más hasta que el sudor comience a bañarla, su respiración se agite y sus manos tiemblen de dolor. El espacio, al hacerse cada vez más grande, les permitirá alejarse más entre sí. Llegarán a tal punto que el cascarón será tan amplio como varios universos, y estarán tan separados que cada uno será un minúsculo átomo perdido en el horizonte del otro. Pasado mucho tiempo, la dureza de los cascarones comenzará a superar las fuerzas de Dáya. Casi al final de la metáfora, Dáya necesitará un lapso de tiempo cada vez mayor para romperlos, tardaba días, semanas, meses, años, así hasta los eones, y los viajeros esperarán con paciencia y expectación, emocionados por ver que la realidad se amplíe aunque sea un metro cuadrado más. En algún momento, después de que Dáya derrumbara de nuevo el cascarón, oirán su cansada voz desde la blanca lejanía: “Ese fue el último cascarón que soy capaz de romper; he llegado a mi magnitud límite. Si quisiera continuar, tendría que pedirle más libertada mis alter egos en las magnitudes superiores”. “¿Por qué no lo haces?”, preguntará Áigen, “Lo haré en su momento”, dirá Dáya ya con más aliento, “pero por ahora esto es suficiente para explicarles lo que les decía antes”, “Déjame ver si lo entiendo”, dirá Yelái, “dices que al privar a tus hijos de todas esas leyes, bajo las cuales me parece que has tenido que actuar en esta metáfora, esencialmente harás que les sea posible romper cualquier cascarón con poco problema, y así tener siempre una visión de la realidad cada vez más y más grande sin esfuerzo, ¿verdad?”, “Dices bien”, reirá Dáya, “o dicho de otra manera, el esfuerzo es en realidad una virtud que sólo es necesaria cuando hay sufrimiento, y si se suprime el sufrimiento, el esfuerzo se vuelve innecesario. Esto, bien aplicado, permite salir siempre del cascarón. El punto clave aquí, aunque parezca extraño, es que, dado que los cascarones son infinitos, incluso los seres como yo tenemos límites, porque la omnipotencia es un proceso eterno y nunca un hecho. Como punto más o menos aparte, aunque técnicamente tenemos límites, nuestra capacidad de simplemente adquirir la existencia de nuestros alter egos hace que en la práctica esa limitación deje de existir; estamos en la carrera del infinito donde a veces hay muros que podemos romper para poder continuar”. “Entonces”, dirá Áigen, “cuando dices que creaste a tus hijos sin la capacidad para el sufrimiento, y por lo tanto no es necesario el esfuerzo, ¿quiere decir que has creado seres que pueden lograr lo que sea fácilmente, incluso más que tú?, ¿Si tus hijos estuvieran aquí ahora, podrían romper fácilmente ese cascarón que ahora tú no puedes?”

***

Los hijos de Dáya seguirán sentados en su mano, han visto y escuchado toda la metáfora con oídos atentos y ansiosos, y voltearon a ver a su diosa al regresar a ese universo. Dáya ahora tiene un semblante serio, incluso en su rostro se dibuja la incertidumbre.
—La respuesta sería un sí y un no —dijo al fin—, sí porque, cuando les llegue el tiempo, y adquieran nuestra capacidad de viajar entre los universos y las magnitudes de los universos, no requerirán esfuerzo para dominarlo, a diferencia de como sucedió con nosotros. Ellos son mejores que yo en ese sentido, porque ellos no sufren y no necesitan esforzarse, yo sí (hasta cierto punto). Y no porque, dada la infinidad de mundos, será inevitable que un día lleguen a uno en el que la realidad los fuerce a seguir sus normas, haciendo que parte o toda su naturaleza deje de tener efecto mientras estén ahí. En esos universos intolerantes su naturaleza de no poder sufrir y no necesitar esforzarse podría dejar de funcionar, y en esos mundos romper los cascarones les costará trabajo. Si lo piensan, ese es el mismo problema nos ocurre a mis hermanos y a mí: todo lo tenemos fácil, todo lo podemos, hasta que nos topamos con una realidad o una magnitud que nos impida demostrar todas nuestras naturalezas, entonces tenemos que volver a esforzarnos de nuevo, claro, si es que simplemente tomar la fuerza de los alter egos se considera un esfuerzo (la mayoría de nosotros no lo considera así). Si se lo ponen a pensar de este modo, llegaremos a la conclusión de que, en el fondo, no hay diferencia entre los seres que se esfuerzan y los que no, al fin y al cabo, visto desde el espectro amplio de la realidad, todos llegaremos a lo mismo tarde o temprano.
Dáya volvió a dejar a sus hijos en su orbe, esperó a que descendieran de su mano sonriéndoles cariñosamente, y volvió a mirar a los viajeros.
—Y aun así, el dominar la habilidad de adquirir naturalezas en las magnitudes más altas no nos fue fácil —rio con algo de añoranza—, es curioso que, en nuestro caso, para llegar a un estado en el que no sea necesario esforzarnos, hace falta mucho esfuerzo.
Los viajeros se despidieron de Dáya, agradeciéndole aquel recibimiento tan ameno. Dáya le prometió a Yelái regalarle su ser en cuanto volviera, y les recomendó visitar a su hermana Odelá. Los viajeros se fueron con una risa nerviosa por las expectativas que se hacían de la siguiente hermana, y Dáya volvió a contemplar a su querida creación.

          




Comentarios

Entradas populares

Bienvenida