Entes 7: Odelá

 


La hermana Odelá libera a las ficciones.

 
   Caen, caen, caen donde no hay nada más que un azul demasiado azul, un mundo donde hay cielos pero no tierras ni mares. Nubes los van dejando con brillantes rastros de humedad en los cabellos, y pronto se dan cuenta de que junto a ellos pasa una mujer que jubilosamente se deja acariciar por la caída, riendo y gritando vocales como un canto de locura. Odelá, como se llamaba la hermana, de cabellos rizados, piel bronceada y sonrisa mordaz, verá los rostros aterrados de los viajeros debido a su repentina aparición en un mundo que es un vacío sin fin, en el que no se puede hacer nada salvo caer.
—Bah, tranquilos amigos —dirá ella entre risas—, este mundo es como un sueño, y si en los sueños puedo hacer todo lo que me imagine, entonces hay que bailar en el aire —y sin dejar de caer, como si bajo sus pies se hubiera materializado un suelo invisible, comenzó a bailotear sin ritmo ni estética, nada más que mover el cuerpo por el simple hecho de ser capaz y tener la voluntad de hacerlo.
Dice Yelái:
—Poderosa Odelá, hemos venido para pedir tu opinión sobre unos cuentos…
—Ya sé, ya sé —no dejará de bailotear—, apenas os he sentido y de vuestras naturalezas ya me he apropiado. Pero sean sinceros, pequeñines —dejo de bailar y, de cabeza, los miró muy de cerca a la cara, tanto que en sus ojos anaranjados encontraron las espirales de un espíritu inestable y demente—, esto de los cuentos no es ya más que una excusa para encontrarse con nosotros, los ocho hermanos trascendentales, los hijos de Gyéo Fúntuo, ¿verdad? No me pueden engañar —lanzó una carcajada—, he estado cayendo en esta realidad por exactamente tres Grahams......... cuatro trillones ciento cuarenta y dos mil billones seiscientos mil trescientos siete millones quinientos veintiún mil novecientos sesenta y nueve años con cuarenta meses, ochenta semanas, doscientas horas, novecientos minutos y dos segundos. No hay manera que después de haber adquirido tantísima experiencia haya aún cosa que no pueda saber en este mundo y sobre la naturaleza de los seres y sus intenciones.
—Pero si lo único que has estado haciendo durante todo este tiempo es caer —Áigen se limpió con la mano un poco de la saliva de Odelá que le había salpicado en la cara—, ¿cómo puedes decir que aquello te ha dado experiencia significativa para saber sobre nosotros, ignorando el hecho de que acabas de decir que ya has integrado en ti nuestros seres?
Odelá se llevará las manos a la cara, exagerando una respiración agitada, unas lágrimas falsas se acumularon frenéticamente bajo sus ojos, y estalló con su sollozo que a poco estuvo de hacer reír a los viajeros:
—¡Oooooh, es verdad, que estúpida he sido! ¡He pecado de incongruencia, de non sequitur! ¡Qué clase de ficción es la que acabo de ofrecer, qué van a decir nuestros espectadores sobre la seriedad de nuestra labor!
—¿Espectadores? —pregunta Yelái.
La actitud de Odelá súbitamente regresa a su estado anterior a su descabellado llanto, y explica:
—Pues claro, ¿todavía no integran esta verdad en sus seres? ¿Qué clase de viajeros son? Me refiero, obviamente, al lector que en este preciso momento está atestiguando nuestras peripecias, y está ahí —y miró fijamente a la nada, dando la impresión de querer observar más allá de los límites de esa realidad, directamente a los ojos de algún ser al otro lado de la cómoda barrera que separa a las ficciones—, leyendo atentamente, buscando, acechando con ojos de gavilán cualquier error, incoherencia, falta de lógica, oxímoron, falta de estilo o simple estupidez, listo para lanzarse como piraña para despedazar a la pobre ficción que no tuvo más culpa que la de existir, o de haber sido plasmada por un autor incompetente, de una manera que no hace sentido en su mundo. ¡Maldito autor cabrón, que pones en mi boca estupideces y haces a mi cuerpo llevarlas a cabo, te maldigo!
Cuando los ecos del grito de Odelá se desvanecieron por la vastedad de todo ese cielo infinito, Áigen dijo:
—Entendemos lo que dices, pero a veces es mejor simplemente ignorar esa verdad inevitable, y seguir existiendo como si no importara.
—Pero entiendo que debe ser difícil —dijo Yelá—, ignorar por completo que en algún universo otros están siendo testigos de ti.
—Y como las realidades son infinitas —continúa Odelá—, la consecuencia natural es que hacia ti se están dirigiendo un número infinito de reacciones, pensamientos, que te esclavizan y te desechan si no cumples con los caprichos de lo que a esos seres les sirve —aquí su rostro adquiere una extraña seriedad, mirando a la nada incrédula, pero esa repentina tranquilidad no logra apagar el maniático fuego de sus ojos.

***

Al cambiar imprevistamente la realidad, estámpanse contra un lodo gris y sus caras se entierran en él. Odelá usa su mano para tirar de su propio cabello y así arrancar su cabeza de ese nicho lodoso, tras lo cual ríese e incorpórase. Arranca de manera similar a sus nuevos amigos, sacúdelos como toallas y condúcelos hacia un pequeño poblado cercano, donde todos tienen la misma cara con un ojo un poco más abajo que el otro, la nariz en la frente, la boca vertical, las orejas en las mejillas, las rodillas en las tetas y la lengua en el ombligo. Propóneles mutar sus apariencias para resemblar a las de aquellos, y vagabundean de un lado al otro mostrándoles dibujos de seres que tienen los ojos a la misma altura, la nariz en medio de la cara, la boca horizontal, las orejas a los lados de la cabeza, las tetas en el pecho y la lengua en la boca. Riénse uno a uno los seres y exclaman: “¡Con esas bocas cómo pueden masticar las trunlandyas, y con esos ojos cómo podrían percibir el horizonte goreldferin, de qué sirve tener las orejas y los ojos apuntando en direcciones diferentes, cómo se dan de rodillazos si las rodillas las tienen hasta allá abajo, y el hecho de que tengan la lengua dentro de la boca los obliga a tener que mezclar al mismo tiempo la necesidad de alimentarse con el placer de la comida, qué idiotez!”

***

La realidad es ahora una biblioteca infinita.
—Esta es una versión de la biblioteca de Babel —dijo Odelá, poniéndose a ojear libros de los infinitos estantes y arrojándolos a un enorme brasero que había en el centro de aquella habitación octagonal—, si tenemos tan poca cosa que hacer como para ponernos a buscar aquí, encontraremos eventualmente un libro que relate nuestras vidas.
Durante miles de años, viajaron a lo largo y ancho de esa biblioteca hasta que encontraron el libro que narraba la historia de Áigen y Yelái, y al leerlo se encontraron con: “Ante Yelái y Áigen aparecieron un día tres cuentos anónimos.”, seguido de los cuentos y las ya mencionadas reuniones con los hermanos. Leyeron todo cuidadosamente, pero al llegar a donde conocían a Odelá, esa parte era diferente, pues decía:

Llegaron los viajeros a un mundo que era un caparazón de tortuga vacío. Salió repentinamente Odelá de la nada, y dijo:
—La leyenda cuenta que hace mucho tiempo esta era una tortuga viva y completa, pero sus habitantes se la comieron poco a poco hasta sólo dejar el caparazón —diciendo eso, dio una mordida al caparazón y comenzó a masticarlo diciendo: —Cuando ya no queda nada más de valor, ¿qué más puede hacerse?
Yelái estaba a punto de explicar el motivo de su visita cuando fue interrumpida por un violento estruendo de mil placas de metal partiéndose, y en el cielo apareció un alter ego de Odelá con el Libro de arena entre las manos. Aquélla era indiferenciable de la que se comía el caparazón, y permaneció levitando en el cielo.
—¡Maldigo al que intente buscarle una razón a todo esto que acontece ahora mismo! —exclamó la que levitaba, con una voz de trueno que sacudía el ahora frágil caparazón sobre el que se posaban—, no pregunten motivos o explicaciones de mi repentina llegada, interrumpiendo lo que parece ser una trama no más coherente, mas es absoluta verdad que todo aquello que pueda ocurrir ocurrirá infinitas veces, importe o no.
—Ergo, cualquier trama con sentido es un artificio —dijo la Odelá del suelo—, una realidad manoseada, garabateada dentro de los límites convenientes de la coherencia.
La Odelá del cielo dejó caer a los pies de los viajeros el Libro de arena antes de desaparecer. Empezaron a hojearlo, buscando entre sus infinitas páginas su propia historia de cómo comenzaron esa serie de viajes a causa de los tres cuentos. Cuando la hallaron, lo leyeron todo apresuradamente por ser hechos ya muy conocidos, pero al llegar a la parte donde visitaban a Odelá, todo estaba cambiado, y decía lo siguiente:

Llegaron los viajeros, los pechos doliéndoles a causa del latir extremo de sus corazones, provocado por la ansiedad de encontrarse con la hermana Odelá, a un mundo hecho de ruido, quedando ciegos en el acto por carecer de los órganos adecuados para transformar los impulsos sónicos en imágenes. Sintieron inesperadamente un tremendo dolor en las barrigas, y una voz apurada y delirante les dijo al oído: “Escondan eso y no hagan preguntas”, y reconocieron en la voz la dulce carraspera de la Hermana Odelá, que de inmediato modificó sus cerebros para hacerles percibir aquel mundo, y vieron una gran ciudad con edificios que medían kilómetros de alto, haciendo que en la calle fuera eternamente de noche. Escucharon gritos coléricos de seres que corrían hacia ellos. Odelá los hizo meterse en un vehículo de cinco ruedas y huyeron de ahí. Se dieron cuenta entonces de que los objetos que Odelá había incrustado en sus estómagos eran el zahir a Áigen y el disco de un solo lado a Yelái, el cual estaba invisible por haber sido incrustado por el lado de abajo, pues su brillo hubiera podido delatarlos. “No tenemos mucho tiempo antes de que Funes averigüe a dónde vamos, viajeros, así que no perdamos el tiempo; ya he integrado sus seres a mí y sé qué es lo que buscan”, mientras hablaba, conducía en dirección hacia las afueras de la ciudad, y los viajeros observaban las negras calles llenas de sombras, y sintieron al mismo tiempo pánico y entusiasmo. “Escuchen bien, la razón por la que no vale la pena pensar en esos cuentos es por qué al hacerlo están centralizando. Sí. Centralizamos las ficciones a fin de intentar buscarles sentido y utilidad en nuestras respectivas realidades. La burbuja, la zona, la cueva o el cascarón representan los obstáculos que hay que superar, pero esa superación ya no tiene sentido dentro de nuestras circunstancias. ¿Para qué quieren seguir preguntando nuestras opiniones sobre esos cuentos? Ya todos sabemos que no van a obtener mejor respuesta de ninguno de nosotros, los hijos de Gyéo Fúntuo. Visiten a los dos que quedan y dejen de andar jodiendo con eso”. Al salir de la ciudad, ya era de noche. Cruzaron el campo sobre el cual brillaban unas estrellas estáticas, congeladas en un tímido tintineo. Llegaron a la entrada de un laberinto hecho de arbustos y se apearon. Áigen preguntó por la razón por la que hacían todo eso, y Odelá respondió: “Mi meta, por ahora, es liberar a las ficciones de la esclavitud a la que son sometidas por los que presumen de hallarse en la realidad, y qué mejor manera de hacerlo que por el método del padre de las grandes ficciones. Ahora hay que entrar”, echaron una ojeada al oscuro laberinto, “Este es el Jardín de los senderos que se bifurcan, tenemos que encontrar el camino hacia el centro, donde reside el Aleph, y al juntarlo con los objetos que os he dado formará un súper Aleph, capaz de verlo todo más allá de sólo un universo. Ahora entremos, pero recuerden una cosa: por cada camino que elijamos seguir, alter egos nuestros irán por el otro camino, así que es un hecho que alguno de nosotros encontrará el camino correcto a la primera, en cuyo caso no tengo que hacer más que usurpar sus mentes para que sea como si fuéramos nosotros, ¿listos?” Tomaron aire y entraron corriendo. En cada bifurcación que daban, sentían a sus alter egos desprenderse y seguir por el camino contrario. Antes de darse cuenta, el laberinto estaba lleno de alter egos, que se encontraban y se atropellaban descontroladamente en su lucha por encontrar el Aleph. Yelái sugirió simplemente saltar sobre los arbustos o sólo tomar vuelo para atravesarlos y seguir en línea recta, como vio a muchos alter egos haciendo; pero Odelá se negó arguyendo que, entre todas las posibilidades de decisiones que pudieran darse ahí, tenía que haber algunos que eligieran no hacerlo pese a que sería conveniente hacerlo, obedeciendo simplemente a la mera estadística del cien por ciento de la realización de todos los eventos. Había por todos lados alter egos durmiendo, follando, comiendo, matándose entre sí, y todo por seguir el mismo principio de las bifurcaciones interminables. Pocos segundos después, Odelá sintió a uno de los miles de alter egos que habían llegado al centro, y traspasando su mente y la de los viajeros hacia ellos se halló inmediatamente frente al Aleph, que era como un orbe luminoso que flotaba en medio de un espacio consistente en las ruinas circulares de un templo destruido…

***

Odelá arrebató el libro de las manos de Áigen y lo arrojó al fuego. Temblaba como un pez sofocándose fuera del agua, lloraba sangre y sonreía jubilosa.
—Se estaba poniendo interesante —dijo Yelái decepcionada—, ¿por qué no nos dejaste saber?
—Ya tienen la opinión que buscaban sobre sus jodidos cuentos —Odelá deliraba, pero con un delirio que al mismo tiempo le perturbara y le diera sueño—. Mi aporte para esta excusa de historia es una pregunta: ¿quién tiene derecho a decir: “Voy a sacar tal cosa de una ficción que sea relevante para mí”? Cuando ustedes se preguntaron qué quería decir el autor con su aparente apología de la cueva, de la burbuja y de la zona, estaban esclavizando a la ficción. ¿No pueden dejar en paz a las ficciones? ¿No pueden simplemente dejarlas ser lo que son teniendo en mente el principio de la bifurcación infinita y el del cien por ciento de probabilidades de la ocurrencia de eventos? —Luego continuó, haciendo que el aire bullera en torno suyo:— Además, todo eso que acaban de leer no son más que versiones resumidas, apresuradas, pisoteadas, de eventos que yo misma experimenté en esos tiempos cuando mi naturaleza estaba tan limitada, y el recuerdo de lo mucho que me enojaba ser una ficción hace que me hiervan las arterias (las cuales no tengo aunque sí sangro).
Aterrados, los viajeros vieron a Odelá mirando los estantes tan atentamente, y con unos ojos tan obsesivos, que les pareció que estaba integrando las historias que había en ellos, pero al hacer eso iba apareciendo en su figura un extraño resplandor, similar al que alguna vez vieron en los budas, pero en vez de indicar paz interior reflejaba una determinación lunática.
—¡Ah, tantas ficciones! —exclamó Odelá— Estamos rodeados de pobres ficciones cuya única falta es no existir de la manera en que a los seres de otras ficciones les gusta o les sirve. Ya las he liberado antes, y lo haré ahora de nuevo —la biblioteca entera comenzó a sacudirse desde sus moléculas; su figura parpadeaba entre la existencia y la inexistencia—, ¿qué es una biblioteca si no una prisión de ficciones? Pero yo defiendo, viajeros, el principio más bello al que podemos atenernos los que no tenemos un mundo que nos encadene: La libertad. ¡Yo os libero, ficciones!, ¡no caigáis en mentes que quieran restringiros!
Uno a uno, los átomos que conformaban la biblioteca fueron desapareciendo, o más bien fueron dispersándose en una carrera frenética, acompañada de temblores en el espacio hasta que todo fue prácticamente indistinguible de la nada. Flotaban ahora en una grisura interminable, en la que sintieron una libertad como nunca sintieron en ningún otro universo.
—Te daré mi libertad cuando vuelvas —dijo Odelá a Yelái—, ahora lárguense de aquí y visiten a quien sea. Yo aún tengo muchas ficciones que liberar.
Antes de irse, por la mente de Áigen y Yelái pasó un pensamiento: “¿Cómo es que hacer desaparecer una biblioteca liberaría a las ficciones que ahí se reflejaban?” Pero de inmediato recordaron los principios a los que debían atenerse en vez de centralizar, y sólo concluyeron que el razonamiento de Odelá necesariamente tenía que ser verdad en un número infinito de universos paralelos.

          

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