Entes 2: Sínke





El hermano Sínke le muestra a los viajeros el placer y el sufrimiento de las realidades.



Encontraron al primero de los hijos de Gyéo Fúntuo en una realidad hecha de pigmentos que constantemente variaban en opacidad y transparencia, como el agua de un río que por el movimiento de su marea se va limpiando y ensuciando. Se encontraba una multitud de seres de brillantez nerviosa en torno a una competencia de dolor en la que participaban los más resistentes del Zlandliú, fácilmente distinguibles algunos por la coherencia y el celo de sus colores, inmutables y tercos.
Áigen y Yelái vieron a Sínke subir a la tarima de madera plástica, el cual, con la soberbia de un león, presumió a su contrincante de su invicto milenario. El retador era un ser hecho de pixeles que había aprendido a regenerar cada parte de su cuerpo, y aprovechando esa libertad había decidido volverse un artista profesional del dolor, por lo que había viajado por todo el zland luciendo el maltrato al que era capaz de someter a su cuerpo sin recibir nunca daño permanente. Al oír de la fama de Sínke, hijo de Gyéo Fúntuo, en ningún momento pensó que sería capaz de ganarle en las artes del dolor, sino que, ilusionado, se había apurado a asistir a ese evento con el fin de ser tomado como discípulo, y bajo su instrucción refinar su arte hasta el punto más allá de la sublimidad.
La competencia fue larga. A cada turno, la crueldad de sus torturas aumentaba: se arrancaban miembros, se castraban, se extraían órganos internos y, aún conectados, los rociaban con toda clase de porquerías ácidas que los corroían hasta volverse líquido, se rompían cada hueso del cuerpo, y se desollaban y sometían a sus músculos expuestos a un cañón que calentaba con el calor de un millón de supernovas. El punto culminante fue cuando Sínke, mostrando ya sutiles señales de fastidio, extrajo su propio cerebro y lo colocó sobre una mesa; luego, como un cirujano, localizó el centro de dolor y lo sometió a puñaladas, quemaduras, ácidos y golpes, y cada uno de esos ataques era tan severo que de haber sido dirigidos hacia cualquier otro punto de ese mundo, habrían terminado por despedazar el universo. El retador, atónito, no pudo replicar ni superar aquella portentosa muestra de resistencia, y arrodillándose ante Sínke reconoció que su arte era superior. Iba a pedirle que lo tomara como discípulo, pero de inmediato pasaron por su cabeza las hipotéticas imágenes del entrenamiento que tendría a su lado, y tembló al darse cuenta de que no eran imaginación suya, sino que Sínke se infiltraba en su cerebro y le traspasaba toda la experiencia de un alter ego de otro universo paralelo, uno que ya había sido discípulo de Sínke y estaba a su altura en su arte del dolor. Al terminar de traspasar toda esa existencia, el que había sido el retador había adquirido la misma habilidad que ese alter ego sin pasar por ningún entrenamiento.
—Un pequeño regalo —dijo Sínke.
El ser, temblando de emoción, agradeció y se despidió, presto para lucir su nueva naturaleza regalada en miles y miles de otras realidades.

***

—¡Ea, hijo de Gyéo Fúntuo! —dijo Yelái— Sínke, el bufón perseverante, ¿qué haces aquí en este universo?
—Ejercito mi libertad —dijo Sínke—; desde que salí del Zlandliú recorro todo a voluntad, experimentando y absorbiendo existencias para integrarlas en mi ser, así cada vez existiré más hasta algún día volverme absurdo, hasta que decir mi nombre sea sinónimo de no decir nada.
—¿Dónde está tu gemelo? —preguntó Áigen— Es sinceramente extraño para mi muy subjetivo gusto estar frente a un Sínke sin un Yáke.
—Mi gemelo anda por ahí, en infinitos mundos, haciéndolo todo y no haciendo nada, como yo y como todos. Pero si se refieren al alter ego de mi hermano del que hemos tenido directa experiencia, aquel cuya existencia es para nosotros práctica y significativa, sepan que ha preferido permanecer en una misma realidad a lado de su pareja, a quien yo bien conocí cuando nos enviaron a aquel mundo que por mucho tiempo negué que fuera mi realidad.
—Oh, nos hubiera encantado teneros a los dos aquí en este mundo —dijo Áigen—. Quisiéramos que nos dieras tu opinión acerca de estos tres cuentos que, de improviso y sin reverencia, aparecieron en mi cara y en la de mi compañera Yelái.
—Nuestra desocupación nos impulsa a buscar la opinión de vosotros, los hijos de Gyéo Fúntuo —dijo Yelái—, pues no somos capaces de sacar nada en claro de estos tres cuentos. Dales un vistazo…
—No es necesario que los mire —dijo Sínke, interponiendo su mano—, pues sin que ustedes se hayan dado cuenta, me he tomado la libertad de absorber la completitud de vuestras existencias, y entre toda la maraña de vuestras experiencias ya he visto los cuentos y me he hecho uno con vuestras interpretaciones.
—Tal como lo esperaba de Sínke, el gran cabrón —dijo Áigen, admirado—. Oh, Yelái, ¿puede tu mente concebir a un ser más cabrón que adquiere las existencias de los seres sin su permiso?
—Mi deseo es algún día llegar a tener esa envidiable naturaleza —dijo Yelái, en éxtasis.
—Si así es tu deseo —dijo Sinke—, puedo garantizártelo y regalarte una copia de la totalidad de mi existencia; entonces seremos iguales salvo en lo que nuestras voluntades elijan hacer después de eso.
—Oh, no podría yo recibir más grato honor —Yelái casi siente deseos de arrodillarse—, aceptaré gustosa tu regalo, gran Sínke, pero no será sino hasta después de que hayamos visitado a todos tus hermanos, pues es mi voluntad ver primero cuántos de ellos me aceptan una similar petición, y escogeré después yo misma a aquellos que me parezcan mejores y más libres. Tal es mi voluntad.
—Tu voluntad es admirable, aunque su contenido me suene ridículo —dijo Sínke—; no obstante, no tengas duda de que estaré esperando tu regreso, y recibirás mi regalo. Ahora, tocando finalmente el tema de los cuentos, como ya saben, cualquier intento de interpretar o significar signos no es más que un ejercicio banal cuando se es un viajero, así que la opinión que os daré será teniendo en mente la realidad a la que a mí y a mi hermano nos enviaron a vivir, cuando éramos recién nacidos, y en la que permanecimos hasta que nos llegó el momento de volver.
—Sí, esa realidad —dijo Yelái—, la que está hecha de trazos, donde un gesto vale lo que un millar de inútiles gestos en nuestro mundo original.
—Si adopto la mentalidad de ese mundo, mi opinión es simple para los tres cuentos: trabajad, esforzaros para crecer y quizás llegarán a ser algo más grande. Pero esa opinión ya la saben: hay infinitas iguales y ya las habéis escuchado todas.
—¿Y cuál es tu opinión si te las tomas con mayor seriedad? —dijo Yelái— Porque es evidente que en el fondo sólo te estás burlando, y esa opinión que dices no tiene más que la intensión de una simple parodia superflua.
—Hablas con acierto —dijo Sínke—. Venid conmigo entonces; vamos a pasear. Os prometo que mis argumentos serán serios esta vez, mas no así mi actitud.

***

Aparecieron en un miserable cerro hecho de fango cuya peste era tal que creían que se les derretían los ojos. Poblando el cerro, miles de niñitos famélicos pero con tiernas manitas esqueléticas, desnudos y con la piel roja por sol, revolvían el fango en busca de insectos o alguna plantita que por ventura hubiera derrotado el peso del fango y salido a la luz. Sinke, adoptando una forma infantil, se puso a revolver el fango entre ellos y comió de los insectos.
—¿Por qué nos has traído aquí? —preguntó Yelái— Nunca había visto un sitio más triste que este, en parte porque nunca he intentado viajar a uno —y al decir esto miraba los miles de cerros que conformaban aquella región, donde ni uno de los cinco ríos tenía agua azul y el aire sólo llevaba el hedor de los cuerpos muertos de los niños que habían muerto de hambre y sed—, pero ahora… este sol amarillo… este aire corrompido… este fango que siento aferrarse hasta mis huesos…
—Yo también lo siento —dijo Áigen—… me estoy integrando… ¿tú estás haciendo esto, Sinke?
Al hablar, ambos también se inclinaron en el fango e imitaron a los niños, de los que salían sollozos, gemidos y lágrimas. Sínke, llorando como ellos, y sin dejar de buscar insectos como si de verdad fuera a morir si no los comiera, dijo:
—Los he traído aquí para que experimentemos cómo es salir de la burbuja, de la cueva o de la zona, según la perspectiva de los seres del mundo donde me enviaron de pequeño. La tragedia, el dolor, el sufrimiento, el hambre de los más inocentes… eso era la realidad, al menos en unas partes de él, y todo lo que no fuera así era una burbuja, una cueva, o una zona de confort.
—¿Así viviste tú? —preguntó Áigen.
—No; yo estuve en la burbuja, en la cueva, en la zona. La “realidad” era apenas un lejano bosquejo inaccesible para mí, pero nunca me importó acercarme a este hecho; “¿para qué importarme si de todos modos aquél no era mi mundo?” Así pensaba yo.
—Yo a veces deseo poder hacer algo para que este tipo de mundos no exista —dijo Yelái—, pero luego recuerdo que en nuestro megaverso eso no es posible dada la ley de la perpetua bifurcación.
—He estado en megaversos donde esa ley no existe —dijo Sínke—, y ahí me ha sido posible erradicar por completo el sufrimiento. Sin embargo, en los megaversos donde la ley de la perpetua bifurcación existe no hay nada que podamos hacer; no se puede erradicar el sufrimiento de todo el zland, o al menos ni yo ni mis hermanos hemos obtenido la naturaleza que nos lo permita.
—¿Cuánto tiempo más estaremos aquí? —dijo Áigen, a quien miles de pequeñas hormigas del fango ya le habían llenado el cuerpo de ronchas que se inflamaban y reventaban con una terrible comezón.
—Hasta que muramos —dijo Sinke—. Acompañemos a estos pequeños en su dolor.
—¿Por qué no sólo los ayudas? —preguntó Yelái— Elimina el sufrimiento de este universo, aunque sea.
—De nada sirve —dijo Sinke—, la realidad se bifurcará y seguirán habiendo infinitos mundos en los que no pude eliminar el sufrimiento, y más aún, en realidad ya lo estoy eliminando en este preciso momento, en una bifurcación de este mundo.
Continuaron buscando insectos y plantas. Muchos de los insectos que vivían en el fango les producían dolorosas picaduras que acrecentaban su sed y hambre. Los niñitos fueron muriendo uno a uno, y muchos huesitos fueron accidentalmente desenterrados por los viajeros en su búsqueda de comida. Sobre esos huesitos encontraron hongos comestibles creciendo, y al darse cuenta de eso los niños se abalanzaron sobre ellos para saborear sus néctares aguados, se golpearon, arañaron y mordieron hasta que sólo uno quedó vivo para comerlos. Horas después, cuando el frío de la noche obligó a los niños a bajar a las faldas de los cerros para cobijarse en las pequeñas cuevas de su interior, estaban tan cansados y hambrientos que pocos pudieron defenderse contra las anacondas nocturnas que habitaban en la cumbre de los cerros, invernando durante el día, y hubo una sinfonía escabrosa de huesos rompiéndose y alaridos agudos que clamaban por un momento de dicha en sus miserables vidas. Los viajeros y Sinke sobrevivieron a las anacondas, pero murieron de frío durante la noche, y sus cadáveres fueron devorados por las hormigas y sus huesos enterrados en el fango.

***

En seguida escucharon la agrablísima música de violines y trompetas. Sintieron la suavidad de camas con sábanas de seguro robadas de varios dioses del erotismo, y un aire fresco que olía a los alientos perfumados de los más inocentes beatos; y para sus ojos, el regalo de la vista de una playa de arena blanca, peñascos cobrizos y un cielo igual a una laguna, en donde el sol no quemaba.
—¿Dónde estamos ahora, gran Sínke? —preguntó Áigen.
—Ya hemos experimentado la realidad según mi mundo, ahora experimentaremos la burbuja, la zona y la cueva.
Caminando en dirección a la cama a la orilla del mar, se dirigían dos de los más majestuosos especímenes de mujer y uno de hombre. La belleza de tales seres y la voluptuosidad de sus cuerpos paralizaron a los viajeros y a Sínke, quienes, rojos y casi sin respiración, aguardaban con impaciencia a que esos seres terminaran de desprenderse de sus ropas y se metieran con ellos en la cama.
—A este tipo de mundos me gustaría convertir la completitud de la existencia —dijo Yelái, desnudándose—, creo que es por eso que constantemente viajo a ellos.
—Yo no llego a tal extremo —dijo Áigen—, pues en el balance entre el placer y el dolor está la gracia de ser viajero.
—No olviden que debemos tratar todo esto como si fuera fantasía —dijo Sínke—, así que cada segundo que estemos disfrutando de esto asegúrense de sentirse tristes, miserables, patéticos o insignificantes, y deben querer volver al mundo de los cerros de fango sólo porque aquel mundo es la “realidad”. Gócenlo con culpa.
Ni el santo más fervoroso sintió tanto gozo en su alma al ascender al paraíso como cuando los viajeros y Sínke utilizaban esos cuerpos para deleitarse. Durante todas las horas que duró aquella orgía, hasta bien entrada la noche, no hubo pasión que no experimentaran ni forma que no adquieran para explorarla. Cuando finalmente cayeron rendidos, el viento era tan exquisito en su frescor que se sintieron como si fueran elevados en el aire, más allá de toda realidad significativa.

***

El espacio ahora es una pantalla blanca. No hay nada importante que ver.
—Gracias por mostrarnos la opinión de ese mundo que fue tuyo, gran Sínke —dijo Yelái—, pero queremos saber tu opinión honesta sobre los cuentos, alguna observación que nos pueda resultar de interés.
—Nunca me ha gustado ser serio con mis opiniones —dijo Sínke—, lo considero una limitación que restringe mis experiencias, y por eso he de decirles que no pierdan el tiempo con esos cuentos que no sirven para nada. Sigan viviendo y viajando, eso sí. Lamento si no les ha agradado mi respuesta final, pero siempre pueden ir con mis hermanos y preguntarles; a lo mejor ellos sí tienen la osadía de tomárselos en serio.
—¿Algún día querrás dejar de viajar para permanecer en un mismo mundo? —preguntó Áigen.
—Indudablemente lo querré, mas no próximamente; eso es seguro al menos para mi yo actual. Y es aquí donde los dejo, pequeños. Suerte con su ociosidad. 

         






Comentarios

  1. Muy buen relato con un buen enganche para leer hasta el final. Un saludo de ANTIGÜEDADES DEL MUNDO

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