Codex Buranus 5: Ecce Gratum



Mira complacido que la primavera renueva la alegría.


Observa complacido a sus iguales, que anhelantes sienten sus alegría renovadas, aquel a quien, encabezando los más altos números de la institución, por los deleites de su complexión y porte, con héroes griegos era comparado. Los colores de sus ojos resplandecen arrancando admiraciones de los mozos y haciendo florecer las praderas de las mozas. Wéishen ilumina todo.
Y les habla:
“Estimados, dejad a la tristeza irse, pues en nuestros planes hemos configurado al fin los convivios con los que despediremos a este pequeño eslabón en la cadena de nuestras vidas, y todo aquel que en ellos participare podrá jurar que al final toda la ferocidad de nuestros inviernos pasados desaparecerá”.
Os dice que vendrá un verano.
Os dice que los inviernos severos de sus vidas se derretirán por fin.
Y con simultáneo grito al cielo, hace volar de sus propias manos los folletos describientes de las reuniones. Alzan sorprendidos los alumnos los ojos al cielo y no ven ni su azul ni sus blancos, y se embisten y abalanzan para recibir en sus manos alguno de esos volantes que acaban por caerles en las caras, y pisoteados y arrugados en el tumulto frenético.
Y por los techos asoman otros ayudantes de Wéishen: Óira, Barúm, Níma, Genáo y los demás, que desde lo alto contemplan no solo la alegría a sus pies, sino también que al fin se han desvanecido los pesares del invierno: la nieve, el granizo, etcétera. Y abajo tampoco hay más brunas, pues en leyendo las actividades que ha preparado Wéishen y sus ayudantes, se les generan calores que se habrían comparado a los de aquel sol recién nacido. Y alrededor de Wéishen, y por debajo de Óira, Barún, Níma y Genáo, todos parecían aferrarse con ardor a aquella dulce promesa, volviéndose el verano una madre que habría de amamantarlos cuando hubieren nacido hacia él.
Y levanta las manos Wéishen y exclama, como inmaterial entre sus iguales:
“Pero amigos, que hay de aquel que no se deleite de los disfrutes y gozos que con amor os he reservado, pues recordará estos tiempos cuando haya nacido a la siguiente vida, y encontrará que su alma se siente miserable al no haberse sometido a las leyes de nuestro verano”.
Miserable el que no viva este verano.
Miserable el que no lo goce.
Y al mismo tiempo que sus palabras, los ayudantes sobre los techos dejan caer a su vez más de sus evangelios, y llénanse los caminos blancos y las copas de los árboles de su mensaje, y las bancas y las mesas, y las ventanas se los tragan alimentadas por los vientos.
Organizadores, vosotros dais la gloria, y parte de vuestras ilusiones e insomnios es lo que arrojan desde sus techos, y vosotros más que nadie y más que nunca ya pensáis estaros regocijando en aquellas dulces aguas.
Y los que leyeren el contenido de vuestras maquinaciones sentiránse atravesados por flechas que en vez de desangrarlos les proveerá de más sangre en las venas.
Y toda penuria, la pasada y la que quede hasta el verano, se sentirá liviana frente a este premio por el que pasarían más años de trabajo afanoso para conquistar.
Entonces aléjase Wéishen, casi invisible entre sus pares, y alzando la mirada se encuentra con los bellos ojos de Yamé en una aula de los terceros años, que como una diosa griega gloriosa aprueba el júbilo y los ardores de los súbditos de Wéishen.
Seamos tan profundamente felices.
Tan felices como Wéishen y Yamé.
Y fue como si una nueva y cálida nevada de promesas voluptuosas hubiera cubierto el instituto Ítumi, nevada que derretía los hielos de sus habitantes y los dejaba con el corazón puesto en el verano.

          






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