Alter-ego 6: Sobre las ruedas



Altréu se reúne con sus viejos compañeros en el parque.



    Habrá algo de hambre y sed. Líru mirará por largos segundos la pantalla de su laptop y se sentirá satisfecha de su trabajo, satisfacción forzada por el hambre, pues con el estómago lleno y la garganta fresca se es mejor crítico. Encontrará en la cocina a su hermano: un trapo escuálido de piel acartonada y ojos como de drogado, parpadeando como si se quedara dormido por instantes y se despertara de repente. Le saludará por instinto; no piensa que Tréu le contestará, pero lo hace. Sentirá que debe decirle algo más; no reducir toda su interacción a sólo saber que no está muerto. Sacará una ensalada del refrigerador y esperará a que su hermano continúe la conversación. Verá que Tréu da lentísimos sorbos a un vaso de agua. Sentirá la necesidad de preguntarle si ya comió. Tréu responde que no tiene hambre y que pronto volverá a viajar. Pero no habían hablado por casi tres días, y al ver a su hermano en ese estado de ensimismamiento tan lamentable no podrá retener sus instintos fraternales. Le pedirá que se quede a platicar con ella un rato, que le cuente qué ha estado soñando. El tono de falso interés hará dudar a Tréu, pues aunque ella siempre se ha expresado de ese modo con él desde la infancia, tendrá la impresión de que una pizca de auténtica preocupación se filtró por alguna grieta en su habitual apatía. Eso mantendrá quieto a Tréu en su silla, la mente en su cama, la nuca sintiendo la almohada fantasma, otros mundos llamándole; pero su hermana también lo llama aunque sea más por una obligación autoimpuesta, motivada por la lástima. Contará que soñó con un mundo en el que era muy sabio, pero en el que no tenía emociones; no hacía más que actuar para el bien de ese mundo sin sentir nunca satisfacción ni malestar; pero, pese a no sentir nada, “sentía” (hará comillas con los dedos) que ese estado no se “siente” mal, sino que le hacía “sentir” que estaba llegando a algo más grande que no sabía explicar, pero que pensaba explorar más profundamente cuando volviera a dormirse. Líru oirá todo, pero escuchará poco. Nada había más digno de vergüenza que un hermano que de verdad piensa que al dormir está haciendo algo trascendente, y con la boca recta asentirá como una máquina programada para ello. Para contrarrestar su sueño, le contará un poco sobre su tarea de historia que le dejaron para el fin de semana: Un proyecto escrito sobre la Gran Unificación de Danzílmar. Aumentará ligeramente su volumen y modificará la inflexión de su voz para hacerle creer que el proyecto es más interesante de lo que honestamente sentía: un poco interesante cliché histórico, con guerras y muertos que tanto le desagradaban; pero se esmerará por sonar interesada al contarle sobre la firma de la unión del imperio Dyánzil con el imperio Máryo en la región conocida hoy en día como Márü, específicamente donde un día construirían la futura capital del país. Instante a instante irá quedándose sin ganas de exagerar su discurso y adornará el contenido de las exigencias del proyecto, haciéndolo ver cada vez más difícil: que si tiene que ser de diez páginas más de lo que realmente le pidieron, que si debe contener mapas, diagramas, una línea de tiempo, pequeñas biografías de los involucrados en el tratado, que si debe usar más de treinta fuentes, y demás exageraciones y añadiduras. Luego se empezará a aburrir de eso y su voz bajará gradualmente de volumen. Estará a punto de callarse definitivamente cuando escuchan el timbre. Es Méyu, que viene a visitar a Tréu. La visitante se sorprenderá de verlo fuera de la cama, siendo ésa la tercera vez en meses que lo encuentra así a su llegada. Después de las palabras para expresar su sorpresa, y tal vez un poco de alivio por pensar, en los primeros tres segundos, que aquello podría ser un síntoma de mejora, habrá un nuevo y fastidioso silencio. La esperanza de una recuperación se alejará rápido de su cabeza cuando Tréu sólo se quede viéndola con esos ojos más dormidos que despiertos y balancee la cabeza igual a un péndulo que, ebrio, se ha colocado al revés. Tréu se verá a sí mismo como una piedra abandonada en el desierto que los turistas contemplan con compasión porque la creen sin esperanza de abandonar su soledad. Algo le corroerá de la punta de los pies hasta el cuello; les apartará la mirada esperando que ellas rompan el silencio. Finalmente, Méyu comentará que van al parque de la esquina con los demás para patinar un rato. Como siempre, le propondrá ir con ella y que cuidarán bien de él entre todos en caso de que se quede dormido, y como siempre, Tréu rechazará la invitación, pero esta vez no con palabras, sino con silencio. Las venas de Líru hervirán contra su voluntad. Lanzará un suspiro lleno de tanto hastío y de instinto asesino, que Treú no podrá ignorarlo y cerrará los ojos como si oyera un severo regaño, tensará los músculos de la espalda como si sintiera un golpe de látigo acercándose a su carne, y se levantará con una energía proveniente del pequeño nicho de su espíritu que aún siente algún aprecio por la vigilia y el movimiento. Aceptará ir con Méyu, sin siquiera intentar sonar convencido, sino con tanta amargura que esperará que retire la propuesta por lo desagradable que es obligar a alguien a hacer algo contra su voluntad. Méyu ignorará a su conciencia, que, como lo había supuesto Tréu, le gritará que no debe forzarlo de esa manera cuando es tan obvio su desprecio por la idea; suprimirá esa voz y se obligará a mostrarse contenta, le dirá que vaya a ponerse unos zapatos y que se cambie de pantalones y camisa. Tréu regresará a su cuarto para cambiarse, el cuerpo tieso, la mente en blanco y los ojos no mirando nada; será solamente actuar, ausente la mente (que seguirá viajando por otros mundos) de su cuerpo. Regresará a la sala y se va con Méyu sin mirar a su hermana, que a su vez tampoco lo mira. Líru hará un gesto de disgusto cuando se quede sola, terminará de comer y volverá a su cuarto, revisará su trabajo y, al encontrarlo menos perfecto de cómo lo veía antes, borrará fragmentos mientras por dentro lanza improperios contra su hermano.

***

Para llegar al parque caminan hacia la izquierda al salir de la casa, Méyu muy cerca de Altréu para atraparlo si el sueño lo derriba. En las casas los vecinos contemplan con sorpresa al hijo de “la casa del jardín feo” caminando con el sol dándole en la cara, y ese recuerdo se quedará con ellos por un rato, luego se olvidará, pero regresará una hora después, cuando Altréu, caído de nuevo en la inconsciencia, sea llevado de nuevo a su casa en brazos de sus amigos, con los que está a punto de encontrarse en el parque.
Cruzar la gran avenida era lo más peligroso; la señora Déla habría gritado si hubiera visto a su hijo atravesando el asfalto por donde un coche podría pasar imprudentemente, irrespetando el límite de velocidad. Ignoremos, pues, la realidad en la que ocurre el peor escenario posible, pero mencionemos que en la mente de Altréu se materializó el mencionado auto, conducido por un ebrio, que acelera sin distinguir lo que tiene en frente. También imaginó que el sueño que usualmente lo deja postrado en su cama lo golpearía a medio camino, dejándolo bien servido para las ruedas del auto; Méyu, incluso con toda la desesperación y fuerza de flaqueza que surge en ese tipo de momentos, no tendría suficiente tiempo para levantarlo o arrastrarlo y ponerlo fuera de peligro; ella recibiría un violento impacto; las ruedas le aplastarían a Altréu la cabeza, explotando y dejando una pequeña senda roja en el asfalto al paso del carro. Ahí llega su fantasía y ésta se apaga al verse del otro lado de la avenida, en un parque común que es más una pequeña selva como todos los parques de las ciudades danzilmaresas. Caminos de concreto para los peatones y de tierra para los ciclistas desde el aire forman garabatos en una hoja verde. La sección para patinadores es la única que rompe el verdor; desde arriba parece que al parque le hubieran rapado la coronilla.
Los observan llegar los antiguos camaradas de Altréu, ataviados de cascos, rodilleras y coderas, que de inmediato interrumpieron sus acrobacias para salir a su encuentro.
—Miren quién salió de la cama al fin —dice Líe, la del largo cabello azul, que de tonta sólo tiene la cara y la voz—, ¿qué hiciste para sacarlo de ahí? —pregunta a Méyu.
—Ni yo misma lo sé —Méyu mira a Altréu con complicidad y le anima a avanzar con un golpe en el omóplato.
—Bienvenido, Tréu —dice Yéman, y pasándole un brazo musculoso por el hombro lo conduce hacia las patinetas, cualquiera diría que se trata de un maleante amenazándolo con una falsa alegría—. Vamos, hay mucho de qué hablar, tantas cosas te has perdido por andar de dormido.
—No lo molestes tanto con eso —dice Zúruk, el de cara de bebé y cuerpo de soldado—, mejor dale una patineta para que desempolve esos músculos; estás en los huesos, Tréu.
—Apuesto que aun así es mejor que tú para los kikflip—dice Yéman.
—¿Lo van a poner a hacer trucos ahora? —dice Líe— El pobre ni trajo su casco.
—Tréu nunca se ha caído —Yéman no deja de sonreír a Altréu con más ánimo del que éste último esperaría—, siempre andaba diciendo que sólo había desperdiciado dinero en el casco y lo demás, ¿te acuerdas, Treu?
—Sí, ya hace mucho de eso —dice Altréu con falsa nostalgia—. Pero ahora es peligroso; podría quedarme dormido en un salto.
Por un rato Yéman continúa insistiendo que intente hacer al menos un kikflip, para rememorar viejos tiempos. Zúruk sugiere que no intente nada peligroso; sólo que ruede un poco de un lado al otro mientras ellos se mantienen junto a él. Líe se opone a que siquiera ponga un pie en una patineta, sugiriendo que mejor se sienten y conversen. Méyu no interviene; observa curiosa las reacciones de Altréu al estar de nuevo entre sus amigos; él está oscilando entre la ternura del reencuentro y las memorias de tiempos pasados, de cuando aún vivía con sus cinco sentidos funcionando plenamente, sin el deseo desesperado de regresar y caer sobre su cama. Al final, ganándole la nostalgia, Altréu accede a efectuar un kikflip. Líe de inmediato se quita su casco y se lo ofrece.
—Ten, usa el mío —dice con una preocupación tan auténtica, que por un instante la idea de curarse entra en la consciencia de Altréu.
El enfermo siente una calidez ya olvidada, rodeado de rostros que tras sus sonrisas superficiales están sintiendo una lástima viva por él y un odio contra su condición. Tantas memorias se le hacen tan nítidas en ese momento, que su rostro brilla con unos deseos de vivir que no siente desde hace mucho.
—Vamos, pues —dice y se sube a la patineta.

***

Porque era verdad que Tréu no había perdido del todo el amor por la vida, pensaba Méyu para explicarse las risas de Altréu al hacer sus maromas en la tabla, felicitado, admirado por los que fielmente no se separaban de él. Estense siempre pendientes por si cae, pero no quiso pensar en eso; no, piensa que ya no le va a pasar otra vez, que ya se ha curado.
Si ha accedido a esto y parece contento, tal vez acceda a otras cosas. Era un cinéfilo; no, es un cinéfilo, de los que casi ni respiran en el cine; estos son los peores, porque al salir sueltan todo el aire que habían estado reteniendo, infestado de observaciones, críticas, elogios. Como iban algunas veces los domingos (pues los sábados iba con Líru), iban a las funciones de la mañana, cuando suelen cambiar las carteleras. Y he ahí a los cinco. Zúruk marchando al lado de Líe, aprovechando para rozarle la mano cuando fuera posible, si ella se daba cuenta… sí, sí se daba cuenta, y lo permitía, sólo Méyu lo notaba. Será una bonita historia, pero esa vez, ¿qué película era? Se ha perdido en el tiempo y la memoria, en fin, estornudó Yéman tan estruendosamente que, a pesar de no ser una película de terror, alguien gritó adelante, una chica que del susto derramó su bebida…
Vuelve al mundo presente; siguen ahí divirtiéndose. Ahora Altréu iba a intentar un grind. Tomó vuelo; Líe temblando, también Zúruk pero con los ojos esperanzados, también Méyu con esperanza, pero no tiemblan Yéman ni tampoco Altréu. Otra imagen: el sueño que lo arrebata de este mundo cae sobre él a la mitad de la barra: cabeza rota.
—¡No! —grita Líe.
—¡Hazlo! —grita Yéman.
Méyu se levanta de la escalera de un salto. Se levantan las ruedas en el aire. Recibe la barra metálica el cuerpo de la tabla, Altréu con su típica pose de brazos abiertos, “el ángel”, le decía. Pero al salir de la película, de esa y de todas, parloteaba. Era nuestro guía y mentor. Yéman se aburría rápido y pasaba el tiempo jugando con la pajilla de su bebida; Zúruk miraba más a Líe que a la película; Líe, a causa de su rostro banal, no se podía saber si comprendía lo que pasaba en la pantalla, a veces parecía aburrirse también. Méyu miraba atentamente la película para estar al nivel de Altréu durante la discusión que tendría lugar después.
“Fue una buena película”, alguna vez dijo Altréu, “pero me temo que gran parte de su mérito es literario, ya que está basada en un libro”.
“Sí, yo lo leí”, dijo Líe (aquí es donde se veía lo no tonta que era), “todo lo bueno de la película se debe a lo bueno que tuvo el libro; por sí misma, no es nada impresionante con respecto a la trama y personajes”.
“Se veía bien la cinematografía”, dijo Zúruk.
“Pero con la cinematografía no ganó lo suficiente como para compensar todo lo que se perdió del libro”, dijo Líe.
“No se debe juzgar al libro por su película, pero ¿se puede verdaderamente juzgar a una película sin su libro?”, dijo Altréu.
“Cada uno debe ser juzgado por separado”, dijo Zúruk.
“Sólo si son lo bastante diferentes”, dijo Altréu y miró a Méyu como buscando apoyo. Al no ver de ella más que la falta de ganas por meterse en la discusión, continuó: “No importa lo buena que sea una película; si está basada en un libro, y este libro es bueno, todo lo bueno que tenga esa película debe ser considerado del libro, a menos que la película provea algo bueno en sí misma que nada que ver del libro. La película que mejor adapte su libro tendrá mucho menos mérito porque no creó ni la historia ni a los personajes ni los elaboró más. Tienen más mérito entre más tengan que modificar, pero al hacerlo es donde más hay riesgo de fracasar”.
“Creo que no te sigo”, dijo Zúruk, “¿por qué es importante eso de si el mérito por la idea es del cine o de la literatura?”.
“Estrictamente hablando no lo es, pero es un acto de simple decencia admitir que el mérito de la creación está en la primera obra. Si dependiera por mí, no se darían premios cinematográficos a las películas basadas en libros, al menos no en las categorías que no sean estrictamente cinematográficas”.
“Ya estás exagerando”, dijo Líe.
“Quizá. Pero ¿cómo vas a premiar la historia o los personajes de una película cuando ésta no los creó sino que sólo los sacó de otro lado? Puedes premiar las actuaciones, el diálogo adaptado, los efectos. Pero al fin de cuentas hay que reconocer que solamente estás adornando lo que apareció en un libro, y eso para mí son puntos menos”.
“Por favor”, dijo Zúruk, “¿ahora te pones del lado de los libros? Si leyeras lo mismo que ves películas tal vez no me sorprendería tanto de ti”.
“Sí, cierto. No me hagas mucho caso, sólo se me pasa por la mente. Pero siendo sincero, los premios de cine deberían darle una estatuilla plateada a las películas que hayan sido adaptadas de otras fuentes, así al menos reconocerían que no todo el crédito de la película es cinematográfico”.
Yéman nunca opinaba, pero cuando la plática se caldeaba, o cuando Altréu comenzaba a parlotear demasiado sin llegar a nada, de inmediato proponía ir a comer algo a la plaza de la esquina del cine.
Pero ahora Altréu estaba aterrizando y no se había dormido. Algo casi hizo llorar a Méyu. Lo que daría por volverlo a oír parlotear, pelearse con Zúruk mientras Líe cambiaba de bando repetidamente, Yéman ocupado comiendo su hamburguesa, su pizza, su dínhlo[1]o sus pakánkiy[2]. “¿Qué hacía yo?”, se preguntó Méyu, porque una es muy buena para observar a los demás y muy mala para observarse a sí misma, ya no recuerda qué tanto hablaba, qué tanto sólo escuchaba, qué tanto comía.
—¡Otra vez! —gritó Yéman.
—¡No, ya estuvo bien! —gritó Líe, que se había puesto más blanca de lo que ya era.
—Ya fue suficiente —dijo Altréu, el aire agitándose en su boca, la lengua casi saliendo, el esfuerzo iba a hacer el trabajo de su enfermedad si seguía.
Lo llevaron a sentarse junto a Méyu. Al parecer no es buena idea hacer tanto esfuerzo después de estar tanto tiempo postrado en cama.

***

Pero después del éxtasis, toca normalizar las hormonas. El cansancio pega y llega el silencio y la reflexión posterior al juego. Al igual que el tiempo vuelve sobrio al ebrio, la relajación dio a Altréu la peligrosa oportunidad de cuestionarse por qué estaba realmente ahí, una vez pasado el placentero efecto de volver a pertenecer al mundo. Méyu, siempre pendiente de Altréu, vio con inquietud que sus ánimos se acercaban rápidamente a su estado inicial, por lo que se apresuró a romper el silencio incómodo para decir:
—Sabes, también me preguntó por ti la maestra Séntsa.
—Ah —dijo de repente Zúruk, al que no le molestaba interrumpir cuando algo súbito le llegaba a la mente—, nos volvió a marcar un proyecto inútil de Inglés.
—No es inútil —dijo Líe—, escuchar un fragmento de película y transcribirlo es bueno para el listening.
—Sí, pero todos van simplemente a descargarse el guion de internet, y ella ni sabrá.
—Cuando lo revise, sí —dijo Méyu—, si está todo perfecto, en seguida sabe que hiciste trampa.
—Pues sólo le meto unos errores aquí y allá y ya está.
Hasta a la avispada Líe le tomó unos cuantos segundos de titubeos contestar:
—¡Pues a ver cómo te va en el examen!
—Siempre saco de noventa para arriba. Además, sólo dije que es posible hacer trampa fácilmente; nunca dije que lo yo lo haría, y ni siquiera lo necesito.
Era un momento histórico, y muy oportuno, ver a Zúruk ganar una discusión contra Líe, pues siempre tiene mérito dejar al adversario sin palabras. Yéman lo disfrutaba y se reía de los dos; de Líe porque no respondía; de Zúruk, por su victoria. Pero como era un hombre de acciones, se levantó y dijo:
—Vamos, Tréu, toca la segunda vuelta.
En algún momento de la charla fracasaron las intenciones de Méyu, y observó descorazonada que Altréu ya había caído de nuevo en su delirio somnífero.
—Ya estoy cansado —contestó.
Hubo en esa repuesta un aire tan lleno de fatiga mental y física, que Yéman detuvo en seco sus ánimos y su sonrisa se apagó hasta parecer una mera cortesía. En el fondo sabía que ya lo habían perdido de nuevo.
—Está bien —dijo levantando su patineta—. Bueno, ¿qué tal mañana, cuando ya estés más descansado?
—No.
Todos callaron. Algo había entrado de repente en Altréu que lo había puesto incómodo. Se veía igual a un enfermo terminal al que están obligando a asistir a una indeseable reunión con gente que nunca ha visto en su vida.
—Ya me quiero ir.
Se levantó. Lo imitaron los demás.
—Tréu —dijo Líe, contagiada parcialmente del desánimo de su amigo—, mañana vamos al cine, ¿nos acompañas?
—Sí, ven con nosotros —dijo Zúruk—, vamos a ver la de Kiruánki, dicen que está muy tonta, a ver qué tal.
Hubo en la petición de ambos ternura y tristeza conmovedoras, pero en Altréu no causaron ya ni un minúsculo sentimiento de calor en la espalda.
—No —dijo Altréu, y al ver que todos sólo se le quedaban mirando desconcertados, intentó alejarse.
—¿Por qué no? —preguntó Méyu, alcanzándolo; Altréu se detuvo— ¿Qué… qué más tienes que hacer mañana?
Los demás le imploraban con la mirada: almas empáticas, humanas. Altréu hubiera tenido ganas de llorar ante esos rostros tan fraternales y tristes, que sin embargo infundían ánimos y esperanza, pero la humanidad de Altréu se había ido sin razón aparente.
—Tengo mucho sueño —dijo y reanudó su marcha hacia la calle.
La esperanza se desvaneció de Méyu con cada paso de Altréu. Su rostro, que había sido tan dichoso hasta hacía un rato, sufrió una metamorfosis devastadora: enrojeció de ira, se apretó su ceño, lagrimearon sus ojos.
—¡Hijo de puta! —exclamó.
Yéman, Zúruk y Líe retuvieron el aliento; Altréu se detuvo; otros paseantes ajenos a la historia la escucharon, se apresuraron a ignorarla y continuaron con su camino.
—¡Méyu! —exclamó Líe.
—¡Quieres volver a dormirte?, ¡entonces vete! Pero no me pidas que te acompañe yo. ¡Vete solo a ver si llegas!
Volvió a dudar Altréu un instante; sus ojos volvieron a dejar escapar un poco de culpa, pero su voluntad fue mayor; le dio la espalda y siguió caminando.
—¡Espera! —exclamó Líe yendo tras él, pasó junto a Méyu y le lanzó una mirada de reproche. Lo alcanzó instantes después— Yo te acompaño.
Zúruk y Yéman no sabían hacia dónde mirar, ni si debían imitar a Líe o a Méyu. Tenían ganas de hacer ambas cosas, pues algo del enojo de Méyu se les había contagiado también, así como la piedad de Líe. Pero en su indecisión terminaron por tomar el lado de Méyu, sin ser esa su intención completa.
Líe caminó al lado de Altréu, que estaba concentrado en el camino que tenía adelante. La tarde caía, el cielo estaba naranja y la calle aún lejos de dormirse. Líe la vio con horror; la gente salía de trabajar y el tráfico estaba en su punto más álgido.
—Tréu, será mejor que llame a tus papás para que vengan a buscarte en coche.
No había terminado de hablar cuando Altréu, aprovechando la luz roja del semáforo, se adentró en la calle por la línea peatonal. Horrorizada, Líe no se separaba de él. Las luces de los coches los iluminaban y provocaban un juego de sombras y luces al chocar con los débiles rayos naranja del sol que aún había.
—Tréu, date prisa —murmuró Líe, impaciente.
Altréu no apuró el paso ni movió en lo más mínimo su mirada robótica. Se tomó su tiempo para cruzar la calle como una persona normal, las que no viven amenazadas por el sueño. Al llegar al otro lado, Líe suspiró aliviada, volteó hacia atrás para ver el río de coches que volvían a fluir, como si atravesarlo hubiera sido una gran odisea. Al otro lado de la avenida vio a Méyu, Zúruk y Yéman, no distinguía bien sus rasgos, pero suponía que la culpa los había vencido y se habían arrepentido de no acompañarlos. Entonces notó un movimiento en ellos como un choque eléctrico, una parálisis de horror. Escuchó gritos y vio dedos que le apuntaban hacia algo en su dirección. Al voltearse, se dio finalmente cuenta de que el sueño había vuelto a reclamar a Altréu, que tanto tiempo había pasado separado de él, y que no tuvo más remedio que usar la acera como una cama temporal.

          

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[1]Tipo de draóhi con base de carne asada.
[2] Panes de durazno.

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