Codex Buranus 1: O fortuna
La fortuna es variable.
“Creé una vez un mundo donde nada era sexo, licor ni suerte...”
Gyéo Fúntuo
I. Fortuna Imperatrix Mundi
O Fortuna
¡Afortunados! Así debían sentirse los estudiantes del último año del instituto Ítumi de Ákelos, esa fría mañana cuando entraban a la institución mezclados con los de primer y segundo año. Pero sabían que, al igual que la luna cambia cada noche, su suerte era variable e inquisidora.
Los estudiantes de toda Danzílmar cuya genialidad fue prontamente captada por padres y maestros encontraban en Ítumi la extraña amalgama entre la libertad y el encierro. Ávidos de saber, o al menos ávidos de la vida prometedora que los esperaría al salir, pasaban las horas entre los libros, las clases y conferencias, los proyectos y las constantes carreras entre los diferentes edificios de la escuela, soportando las cadenas que prometían libertad a cambio de sucumbir durante tres años a sus redes. Todo porque la sonrisa de la fortuna los había hecho nacer con portentosa inteligencia.
Pero esta suerte a veces crecía y desaparecía, pues lo que se les había dado en intelecto, la fortuna se los habría de cobrar de algún otro modo.
¡Detestable vida! (bufaban todos en silencio), que dulcificas y luego endureces. Y entran en el auditorio en fila como monos amaestrados, y se sientan como perros amaestrados, y escuchan el discurso de bienvenida como serpientes amaestradas.
Sólo un año más, sólo un año más.
Pero sólo era un año más antes de pasar al siguiente escalón de la vida, y después vendrá otro, y otro hasta que caigan en la tumba. La suerte común de todos los mortales, sin piedad se apoderará de toda su riqueza, pobreza, poder y pasiones, y los derretirá como al hielo.
Y todos se saben condenados así, como una mente única que se disfraza de diferentes rostros y pieles; algunos tienen la cara aburrida y cuentan los puntitos de las losas del suelo; otros observan hacia la nada pretendiendo mirar al director; otros con la cabeza baja entrecerrando los ojos. Todos resignados a saberse ultimadamente en manos de la suerte, contra la cual toda su disciplina e inteligencia nada pueden hacer. Es un destino monstruoso y vacío que a los de afuera la fortuna les sonría en lo que a ellos les da la espalda, y al revés. En la rueda de la vida en la que todos están girando, estar ahí, en una prestigiosa escuela, es vano. Hasta la salud es vana; hasta al enfermo le sonríe la suerte de maneras que al sano no; hasta el más sano del mundo muere de un infarto repentino.
En el juego de la vida, hasta el perezoso se gana la lotería, y al diligente se lo comen los avestruces.
La maldad de la suerte les hacía sentirse desnudos, apenas protegidos de destinos peores por su frágil estatus de genios.
Todas las horas de estudio, todas las horas de sol en la cara que nunca volverán a sentir, todas las brisas marinas que nunca respiraron, todos los goces banales que hacen dichosas a las almas inquietas, todos los parques en los que nunca jugaron, era de lo que estaban hechos. La suerte debía estar en su contra en salud y virtud; se cobraba de todo eso para equilibrar la suerte de su intelecto.
Hace frío incluso dentro del auditorio. Cuando el director finalmente se calla, anuncia que pueden pasar a ver la disposición de los grupos de ese año, que se muestra en las diferentes pizarras del área común de estudiantes. Y de nuevo la suerte separa o mantiene unidos a los que se estimaban o se odiaban, a los que se amaban o se ayudaban, y a los que no se importaban también.
Ahora caminan hacia sus edificios y salones. Desde el aire se los ve hormiguear entre la blancura de la nieve, sobre los caminos que en otra estación resaltarían su gris entre el verdor de los árboles y el césped. Los edificios son gigantes cilindros carmesí, blanquecinos por la nieve. Un edificio para cada año, uno para el auditorio, uno para los deportes, uno para la biblioteca, uno para la dirección, y uno pequeño para la bodega. Y la masa de alumnos que sale del auditorio, y que leen de las pizarras en la zona común, se hace más pequeña; se bifurcan en ríos cuyas aguas son absorbidas por sus edificios correspondientes hasta que no queda nadie más afuera.
El frío del invierno da paso al calor del látigo oculto cuando toman asiento en sus aulas. Pilas de libros sobre las mesas de los maestros esperan ser ordenadamente repartidos entre los estudiantes; libros grandes y pesados, con portadas coloridas y hasta absurdas, llegan tan alto que muchos alumnos tienen problemas para alcanzar los de hasta arriba cuando les llega el turno de pasar por ellos. Ahora tienen todos sus libros, sus propias torres de información que a lo largo de todo el año deberá emigrar a sus cabezas.
¡Ya es la hora! Así que no pretendan retrasar más lo inevitable. Saquen fuerza de su corazón, pues incluso los más fuertes son débiles ante los golpes del destino. Y agradezcan, deben agradecer esta suerte que la vida les ha dado y que tendrán que retribuirla a costa de su trabajo, esfuerzo, disciplina, valores. ¿Preferirían estarse partiendo la espalda en los campos, muriendo de hambre en los desiertos, hacerse mutilar en otras culturas, ser analfabetos, tener que limpiar porquerías o arriesgarse a morir de una caída, electrocutados, asfixiados o quemados, o estar siendo comidos vivos por las fieras o sacrificados para lucrar con sus cuerpos? ¡Háganse dignos de su suerte! Sienten alegría, ¿no es así? Sí, estén alegres; la alegría también se materializa en sus lágrimas que sólo fluyen por dentro; pero no se apenen, que el que llora aceptando su suerte heredará la paz.
Excelente entrada. En el juego de la vida ganan los osados y pierden los benevolentes. Me encantó. Saludos
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